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EL LABERINTO MÁGICO SECCIÓN 10 - Armagedón: el «No Se Alquila» contra el «Rex» (30)

Armagedón: el «No Se Alquila» contra el «Rex» (30)

El Rey Juan no esperó a más.

Justo antes de que los cuatro aviadores formaran su hilera de la muerte, habló a través del micrófono del panel de control de la timonera.

¡Taishi!

Sí, capitán.

¡Ataca! Y que Dios sea con nosotros.

Quince minutos antes, la enorme compuerta de popa había sido abierta. Un gran aeroplano biplaza con las alas dobladas había sido deslizado por una rampa hasta el agua. Sostenido por sus flotadores, había aguardado mientras sus alas eran extendidas y aseguradas. Luego Sakanouse Taishi, sentado en el asiento del piloto por delante de las alas, había puesto en marcha los dos motores. Mientras Taishi observaba la batalla aérea desde su cabina abierta, calentó los motores. Por detrás de las alas, en el puesto del artillero, estaba Gabriel O'Herlihy.

Ambos eran veteranos, el japonés de la Segunda Guerra Mundial, el irlandés- australiano de la de Corea. Taishi había pilotado bombarderos para la Marina Imperial y había hallado su fin en la batalla del golfo de Leyte. O'Herlihy había sido artillero para la infantería. Pese a su falta de experiencia aérea, había sido elegido para su puesto debido a su soberbia puntería. Se decía que tocaba la ametralladora igual que Harpo Marx tocaba el arpa.

De pronto, aunque no inesperadamente, el capitán le había dicho a Taishi que entrara en acción tal como se había planeado. Taishi habló a través del laringófono, y O'Herlihy ocupó su puesto. El japonés aceleró los motores y se encaminaron Río arriba contra el viento. Fue un largo despegue, puesto que llevaban diez cohetes, cada uno de ellos con una cabeza de combate de cuarenta kilos, bajo las alas, y un torpedo bajo el fuselaje. Este iba guiado eléctricamente y llevaba trescientos kilos de cordita en su cabeza.

Finalmente, el enorme aparato abandonó la superficie. Taishi aguardó hasta que estuvieron a quince metros de altura y pulsó el botón que soltaba los flotadores. Los dos grandes flotadores y sus sustentadores cayeron libres, y el aparato ganó velocidad.

O'Herlihy, mirando hacia atrás y hacia arriba, vio los cuatro aviones de combate caer y estrellarse, pero no dijo nada a Taishi. El piloto estaba demasiado ocupado haciendo girar el aparato hacia la orilla izquierda, manteniéndolo a poca altura. Lo hizo pasar entre dos espiras de roca justo por encima de los puentes de madera superiores. El plan era pasar rozando por encima de la copa de los árboles y, si era posible, volar entre las colinas. Una vez estuvieran cerca de las montañas, girarían a favor del viento. Manteniéndose aún cerca de las copas de los árboles, volarían paralelamente a las montañas. Luego girarían hacia la derecha y dispararían entre las colinas y justo por encima de los complejos de bambú. Así alcanzarían al No Se Alquila, que se hallaría presentándoles el costado.

Taishi sabía que el radar de Clemens los había detectado en el momento en que se habían alzado por encima del Río. Pero esperaba eludirlo hasta que apareciera repentinamente de detrás de las colinas.

El suboficial llevaba un minuto intentando llamar la atención de Sam Clemens. El capitán, sin embargo, parecía no oírle. Estaba ahora de pie junto a la silla, con un cigarro encendido en la boca, los ojos llenos de lágrimas. Estaba murmurando, una vez tras otra:

¡Georges! ¡Bill!

Joe Miller permanecía de pie a su lado. El titántropo iba revestido con una armadura de batalla, un casco de acero con una pesada protección de alambre cubriéndole el rostro, una extensión en forma de salchicha protegiendo su nariz, un peto de malla, guantes de piel de pez, protecciones de plástico en los riñones, y guardas de aluminio en muslos y espinillas. En su mano derecha de mamut sujetaba el mango de un hacha con cabeza de doble filo de acero que pesaba unos cuarenta kilos. Los ojos de Joe estaban también húmedos.

Eran buenoz muchachoz retumbó.

¡Capitán! exclamó el suboficial. ¡El radar indica que un gran aeroplano ha despegado del Rex!

¿Qué? dijo Sam.

Un aparato de dos motores, tipo hidroavión, ha despegado. El radar informa que se dirige hacia el norte. Sam le dedicó toda su atención.

¿Hacia el norte? ¿Qué infiernos...? ¡Oh! ¡Pretende dar la vuelta e intentar sorprendernos de costado!

Chilló a los demás que fueran abajo. Al cabo de un minuto había bajado por la escalerilla hasta el puente. Llamó al oficial ejecutivo, John Byron.

¿Ordenaste al Añade que despegara?

Sí, señor dijo Byron. En el momento en que el radar captó a su torpedero despegando. ¡Ellos rompieron el acuerdo!

Muy bien dijo Sam. Miró por la ventana de babor. El Añade, un aparato torpedero de dos motores gemelos, estaba más allá del barco, orientándose contra el viento. Mientras lo miraba, se elevó, chorreando agua por los blancos flotadores. Un minuto más tarde los dos flotadores cayeron, golpearon el Río, emergieron de punta y hacia adelante, cayeron, fueron atrapados por la corriente, y se alejaron.

¡Zafarrancho de combate! gritó Clemens.

Byron pulsó un botón. Las sirenas empezaron a aullar, pero la gente en las cubiertas ya se estaba dirigiendo a sus puestos.

¡Avante a toda velocidad!

Detweiller, sentado en el asiento del piloto, empujó sus dos palancas de control hasta el tope. Los gigantescos motores eléctricos empezaron a girar; las enormes ruedas de paletas unidas a ellos golpearon el agua. El barco pareció saltar casi hacia adelante.

Un buen truco ese del viejo Juan dijo Clemens. Radía al Añade que se dirija hacia el costado del Rex.

Byron se apresuró a obedecer. Sam se volvió hacia de Marbot. El hombrecillo llevaba un casco cilíndrico de duraluminio, una cota y un faldellín de malla, y botas altas de piel. Un cinturón de piel sostenía una pistolera con una Mark IV y una vaina con un machete.

Dile a tus hombres que suban el RL dijo. ¡Inmediatamente!

El francés pulsó un botón que lo pondría con el intercom de la sala de almacenamiento.

¿Sigue todavía en el radar el aeroplano enemigo? preguntó al operador.

No en este momento respondió Schindler. Está detrás de las colinas, demasiado cerca de las montañas.

Será lo suficientemente temerario como para venir en vuelo rasante sobre la copa de los árboles dijo Clemens. No vamos a tener mucho tiempo.

De Marbot lanzó un gruñido. Clemens miró su pálido rostro y dijo:

Qué ocurre?

No lo sé dijo de Marbot. ¡He oído algo que sonaba como una explosión! ¡La línea está muerta! ¡Nadie responde!

Sam se dio cuenta de que su rostro se estaba volviendo gris.

¡Oh, Dios mío! ¡Una explosión! ¡Ve abajo, averigua lo que ha ocurrido! Byron estaba junto a otro intercom en la mampara. Dijo:

El puesto 25 informa de una explosión en el puesto 26. El francés se metió en el ascensor y desapareció.

¡Señor, ahí está el aparato enemigo! dijo el operador del radar. En la orilla de babor, justo por encima de las estructuras, avanzando por entre esas dos espiras de roca.

Sam corrió hacia la ventana y miró afuera. El sol destellaba en el morro estriado en plata y azul de un aeroplano.

¡Viniendo como un proyectil surgido del infierno!

Se aferró al alféizar, se obligó a sí mismo a calmarse, y se volvió. Pero Byron había dado ya el aviso a los de abajo. No era necesario, puesto que el atacante era claramente visible.

Esperad a disparar hasta que el atacante esté a quinientos metros de distancia dijo Byron. Entonces lanzad los cohetes. Cañones y armas ligeras, esperad hasta que esté a doscientos cincuenta metros.

No debía haber esperado murmuró Sam. Tendría que haber montado ya el láser y haber disparado tan pronto como esos chicos despegaron. Hubiera podido cortar a rodajas ese aeroplano antes de que tuviera tiempo de lanzar su torpedo.

Un lamento más en una vida llena de lamentos.

¿Y qué demonios estaba ocurriendo ahí abajo?

¡Ahí viene ezo! exclamó Joe Miller. El torpedero había picado pasados los puentes que se alineaban en el borde de las colinas. Ahora estaba casi rozando la hierba de las llanuras. Fuera quien fuese el piloto, estaba manejando su enorme y pesada máquina como si fuera un avión de combate monoplaza.

A partir de entonces las cosas se sucedieron muy rápidamente. El aparato estaba avanzando al menos a doscientos cincuenta kilómetros por hora. Una vez alcanzara el Río, tendría que recorrer menos de dos kilómetros hasta su blanco. Pero podría soltar su torpedo a una distancia de doscientos metros. Más cerca incluso, si el piloto se atrevía. Cuanto más cerca la soltara, menos posibilidades tendría el No Se Alquila de eludir el misil.

Hubiera sido mejor si el barco hubiera tenido tiempo. Pero hacer eso hubiera reducido al mínimo el fuego de defensa.

Sam aguardó. En el momento en que la plateada arma de destrucción fuera soltada de su portador, daría la orden a Detweiller de girar el barco sobre sí mismo. El aeroplano

sena una amenaza menor entonces. En cualquier caso, si sobrevivía a la andanada de fuego, había que recorrer que tendría una suerte endiablada.

Quinientos metros dijo Byron, leyendo el radarscopio por encima del hombro de su operador. Habló por el intercom conectado a las baterías. ¡Fuego los cohetes!

Veinte cilindros plateados de punta cónica, escupiendo llamas por sus colas, salieron disparados como gatos en una convención felina tras un ratón solitario.

El piloto también tenía los reflejos de un gato. Doce cohetes, más pequeños que los lanzados contra él, salieron disparados de debajo de sus alas. Las dos andanadas se encontraron en tres parpadeos y estallaron en llamas rodeadas de humo. Inmediatamente después, el aeroplano surgió perforando la nube recién creada. Ahora estaba tan cerca del Río que parecía que las olas lamieran el fondo de su fuselaje.

¡Disparen la segunda batería de cohetes! chilló Byron. ¡Disparen los cañones y las armas pequeñas!

Otra andanada de misiles brotaron en un arco. Las ametralladoras a vapor lanzaron un chorro de balas de plástico calibre.80. El cañón de 88 milímetros del lado de babor ladró, escupiendo llamas y nubes grises. Los marines, estacionados entre las grandes plataformas, dispararon sus rifles.

El largo torpedo en forma de tiburón cayó del aeroplano a una altitud de treinta metros, golpeó el agua, rebotó, se hundió. Ahora todo lo que podía verse de él era su estela, parecida a un hervor blanco.

¡Todo a babor! gritó Sam.

Detweiller tiró violentamente hacia atrás de la barra de babor. Las monstruosas ruedas del lado izquierdo frenaron su marcha, se detuvieron, empezaron a escupir agua en dirección opuesta. Lentamente, el barco giró sobre sí mismo. Taishi, notando el aparato bruscamente aliviado del peso del torpedo, tiró hacia atrás de la palanca de mandos. El aeroplano alzó el morro cuando los motores gemelos, a plena potencia, lo elevaron para pasar por encima del barco. Taishi se inclinó hacia un lado de la cabina, el viento azotándole en pleno rostro. No podía ver el torpedo, pese a que el agua estaba clara, porque ya lo había rebasado.

Delante, el sol se reflejó brevemente en los cohetes, que dejaban tras de sí un rastro de humo. ¡Otra andanada! Rastreadores del calor, también.

Si las cosas hubieran ido de otro modo, Taishi hubiera pasado rozando el borde de la cubierta de vuelos del barco, la hubiera rebasado, hubiera girado en un amplio círculo, y hubiera regresado para bombardear. O'Herlihy estaba ahora de pie, agitando una mano contra el borde de su cabina, aguardando a que el aparato se nivelara de nuevo para hacer girar sus ametralladoras. Pero O'Herlihy nunca tendría oportunidad de utilizar sus armas gemelas calibre 50.

El aeroplano, Taishi, y O'Herlihy, desaparecieron en medio de una gran nube, arrojando fragmentos inmediatamente a todo su alrededor, trozos de metal, carne, huesos y sangre. Uno de los motores cayó trazando un arco, estrellándose sobre la cubierta de vuelos cerca de un cañón. Dio vueltas sobre sí mismo y cayó por el borde a la cubierta superior, aplastando a dos hombres.

Un marinero llamó a gritos al equipo contra incendios. Sam Clemens, mirando por la ventana de babor, vio la explosión, vio un objeto oscuro con el rabillo del ojo, sintió las vibraciones del impacto.

¿Qué infiernos ha sido eso?

Pero mantuvo sus ojos fijos en la estela del torpedo, siniestro como un tiburón acercándosele y mucho más rápido. Si tan sólo el barco pudiera girar sobre sí mismo más rápidamente, girar sobre sí mismo en diez centavos y devolver cinco centavos de cambio.

Era una extraña geometría, y mortífera. El torpedo estaba describiendo una línea recta, la distancia más corta entre dos puntos... en este caso, al menos. El barco estaba describiendo un círculo a fin de evitar convertirse en el extremo final de dicha línea.

Sam se aferró al alféizar, mordió tan salvajemente su cigarro que lo partió totalmente, aunque no cayó sino que quedó colgando de su labio, y su extremo encendido le quemó la mandíbula, lo cual le hizo lanzar un grito de dolor. Pero eso fue unos segundos más tarde. Mientras el torpedo rascaba contra el casco, no sintió nada excepto una extrema ansiedad.

Luego se alejó en dirección a la orilla, y entonces Sam se llevó la mano al cuello, se quemó la mano, y arrojó el cigarro lejos.

Endereza el rumbo le dijo a Detweiller. Reanudemos el curso anterior, a toda velocidad.

Byron, mirando por la ventana de estribor, dijo:

El torpedo se ha medio sumergido contra la orilla, capitán. Su motor sigue impulsándolo, pero se ha clavado en el lodo, inclinándose hacia arriba.

Dejemos que ellos se preocupen de eso dijo Sam, refiriéndose a la gente en la orilla. ¡Oh! ¡Oh!

Se interrumpió. Durante varios minutos, había olvidado la explosión cerca de la habitación del RL.

¡Byron! ¿Ha informado ya de Marbot?

No, señor.

El intercom de la mampara zumbó. Byron respondió, con Clemens a su lado.

Aquí de Marbot. ¿Está ocupado el capitán?

¡Estoy escuchando, Marc! dijo Sam. ¿Qué ha ocurrido?

¡El láser ha sido volado! ¡Está completamente destruido! Toda la guardia, incluso Fermor, ha resultado muerta, lo mismo que cuatro marineros que estaban por allí. Los guardias resultaron muertos por la explosión; ¡a los marineros les dispararon! ¡Capitán, hay un saboteador o saboteadores a bordo!

Sam gruñó. Por un momento, pensó que iba a desvanecerse. Se sujetó con una mano en la mampara.

¿Está usted bien, señor? dijo Byron.

Byron parecía tan pálido como el propio Sam. Pero no mostraba ningún signo de histeria. Sam se enderezó, inspiró profundamente y dijo:

Estoy bien. ¡Hijos de la maldita puta! ¡Hubiera debido tener a veinte hombres custodiando eso! ¡Hubiera debido subirlo mucho antes! ¡Ahora nuestra baza maestra está perdida! ¡Y Juan no hubiera tenido ninguna posibilidad contra ella! ¡Nunca desprecies el factor humano, Byron!

No, señor dijo Byron. Sugiero...

¿Que enviemos equipos de búsqueda en pos del bastardo? ¿O. bastardos? En estos momentos deben estar ya de vuelta a sus puestos. Quizá. Quizá estén planeando como destruir los generadores. Envía algunos hombres abajo a la sala de motores y que monten guardia.

»Y comprueba todos los puestos. Comprueba si alguien ha abandonado su puesto por alguna razón, sea cual sea. Puede que haya algún inocente entre ellos, pero no podemos correr ningún riesgo. ¡Tráeme inmediatamente al puente a cualquiera que haya abandonado su puesto! No me importa si es un oficial y parece tener una buena excusa.

¡No podemos luchar contra Juan y vigilar no ser apuñalados por la espalda al mismo tiempo!

¡A sus órdenes, señor! dijo Byron, y empezó a llamar por orden de número a todos los puestos.

El barco enemigo está a ocho kilómetros de distancia, capitán dijo el operador en jefe del radar. Viajando a noventa kilómetros por hora.

El Rex tenía una velocidad máxima de setenta y cinco kilómetros hora en aguas tranquilas y sin viento. Ayudado por la corriente y el viento, estaba avanzando a una velocidad igual a la del No Se Alquila.

¿Alguna indicación del Añade? dijo Sam.

Nada, señor.

Sam miró el cronómetro. El gran aeroplano debía estar todavía volando junto a las montañas, rozando la copa de los árboles, tan bajo por encima del bosque como le era posible. Pero no atacaría al Rex por iniciativa propia. Sus órdenes eran aguardar hasta que el Rex se enfrentara con la nave madre. Entonces, mientras la tripulación de Juan estaba ocupada disparando contra el enemigo, el Añade surgiría rugiendo de entre los árboles, picaría hacia el Río, y enfilaría hacia el costado del Rex. Si Juan hubiera sido un poco inteligente, hubiera retenido a su propio torpedero hasta que la batalla se hubiera iniciado.

Pero Juan había esperado que la gente del No Se Alquila estuviera tan ocupada observando la batalla aérea que fuera tomada por sorpresa.

Barco enemigo a seis kilómetros de distancia, capitán. Directamente al frente.

Sam encendió otro cigarro y le pidió al médico que le pusiera algún ungüento en la quemadura de su barbilla. Smollett lo hizo, y luego Clemens se quedó junto a la portilla de estribor, observando las nubes de humo alzándose de los fuegos de la orilla izquierda a medio kilómetro de distancia. Las llamas estaban consumiendo el bambú, el pino, y las estructuras de tejo. Algunos fragmentos se alzaban de las hogueras, arrastrados por el viento, y aterrizaban sobre los puentes y las casas. La gente estaba huyendo hacia todos lados, llevándose consigo las pertenencias que habían conseguido sacar de las casas ardiendo o descendiendo rápidamente por las escalerillas antes de que el fuego les alcanzara. Otros habían formado hileras, sumergiendo sus cilindros y cubos de tierra cocida en el Río, y pasando los contenedores a lo largo hasta el otro extremo, donde el agua era arrojada a la base de las llamas. Era un intento inútil; no había nada que hacer excepto dejar que el fuego prosiguiera. Aparentemente la mitad de los visitantes habían decidido hacer eso. Llenaban las llanuras, donde había pocos edificios, y seguía contemplando el enfrentamiento de los barcos.

Antes de que nos vayamos, habremos arrasado Virolando dijo Sam, a nadie en particular. No vamos a ser muy populares aquí.

El enemigo está a cinco kilómetros de distancia, señor.

Sam se dirigió al intercom, donde Byron seguía hablando aún con los puestos. La enorme masa de Joe apareció tras él, y Sam pudo oler los aromas de bourbon que emanaban de su enorme nariz. Al titántropo siempre le gustaba echar varios tragos antes de una batalla. No era que necesitase el coraje de la botella, explicó. Era tan sólo en beneficio de su estómago. Apaciguaba las «mariposas».

Ademáz, Zam, necezito montonez de energía. Tú dicez que el alcohol da energía. Mi cuerpo lo quema como un motor quema alcohol. Y yo tengo un gran cuerpo.

Sí, pero, ¿todo un litro? Byron miró a Sam.

Hasta ahora nadie ha abandonado su puesto.

¿Y zi alguien ha tenido que ir a echar una meada? Yo ziempre tengo que ir a echar una buena meada antez de una batalla. No importa lo valiente que zea, y lo zoy, ziempre tengo que ir. No zon loz nervioz, Ez zólo la tenzión.

Y por supuesto todo ese alcohol que engulles no tiene nada que ver con ello dijo Sam. Si yo me hubiera metido un litro en el estómago, sería incapaz de salir de los urinarios. De hecho, me sentiría afortunado si consiguiera encontrarlos.

El whizky limpia miz riñonez. Riñonez limpioz, cabeza limpia. Mi cabeza, quiero decir, no la cabeza del barco.

Ambas cabezas tienen mucho en común dijo Sam. Los urinarios tienen su cañerías llenas de agua, y tú tienes agua en el cerebro.

Eztáz diciendo tonteríaz zimplemente porque eztaz nerviozo dijo Joe. Dio una palmada a Sam en el hombro con unos dedos como plátanos.

No te tomes esas familiaridades con el capitán dijo Sam. Pero se sentía mejor. Joe le apreciaba, y siempre estaría a su lado. ¿Podría ocurrirle algo mientras ese monstruo estuviera protegiéndole? Sí. El barco podría resultar destruido, con Joe o sin Joe.