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EL FABULOSO BARCO FLUVIAL (27)

Sam sintió como si le clavasen en la bóveda del cráneo una varilla fría y atravesasen con ella todo su cuerpo.

-¿El Etico? ¿El Extraño?

-Sí, dijo que tú le llamabas el Misterioso Extraño.

-Entonces estabas traicionando a Hacking.

-Ese pequeño discurso que acabo de hacer es para consumo público -dijo Firebrass-. Sí, traicioné a Hacking, si insistes en utilizar esa palabra. Pero me considero un agente de espionaje de una autoridad superior. No tengo la menor intención de preocuparme porque haya estados negros y blancos en el Río, cuando puedo descubrir cómo y por qué nosotros, todo el género humano, fuimos metidos aquí. Yo quiero respuestas a mis preguntas, como dijo una vez Karamazov. Toda esta polémica entre negros y blancos resulta trivial en este planeta, pese a toda la importancia que pudiera tener en la Tierra. Hacking debió percibir que yo pensaba así, aunque intentase ocultarlo.

Sam tardó un tiempo en recobrarse de la sorpresa. Entretanto, la batalla se desarrollaba en la llanura, llevando los de Soul City la peor parte. Aunque costaban a los invasores tres hombres por uno, hubieron de retroceder a la media hora. Sam decidió que era el momento de actuar y se dirigieron hacia la empalizada tras la que estaban los prisioneros de Parolando. Lothar disparó dos cohetes contra las fuerzas de la empalizada y, antes de que se hubiese aclarado el humo, los quince penetraron por el hueco. Cyrano y Johnston hicieron casi todo el trabajo de matar a los quince guardias. Cyrano era un demonio y su espada era como un relámpago, y Johnston abatió a cuatro hombres arrojando sus hachas indias y a tres tirando el cuchillo. Con su pie de hierro rompió dos piernas y hundió un pecho. Los prisioneros fueron dirigidos hacia la armería, donde aún había arcos, flechas y espadas.

Sam envió a dos hombres al norte y dos al sur para que entrasen en contacto con los ciudadanos de Parolando que habían huido a los países limítrofes. Luego dirigió al resto hacia las colinas. Acamparían junto a la presa hasta que viesen cómo se desarrollaba la batalla. Sam no tenía la menor idea de lo que debían hacer. Explicó a Cyrano que tendría que guiarse por el instinto.

Después, Sam dio las gracias a quien hubiese de agradecerse por no haber acampado en la parte superior del propio embalse. En vez de ello se había aposentado en una loma situada más arriba y a la izquierda del embalse, orientada hacia afuera. Tenía así una mejor vista de las colinas y de las llanuras, donde aún explotaban cohetes, aunque no tantos como al principio. La luz de las estrellas resplandecía en las aguas del gran lago que había en la presa, como si todo el mundo fuese paz y quietud.

De pronto, Johnston se levantó de un salto y dijo:

-¡Mirad allí! ¡Mirad! Encima de la presa!

Tres figuras oscuras habían surgido del agua. Corrían hacia la tierra. Sam mandó a los otros que se escondieran tras el gran tronco del árbol de hierro. Joe Müler y Johnston agarraron a los tres cuando pasaban corriendo junto al árbol. Uno intentó apuñalar a Joe, y Joe le retorció el cuello y la sangre salió a chorros de las venas y arterias rotas. Los otros perdieron el sentido. Cuando recuperaron la conciencia, no hubo necesidad de que

le explicaran a Sam lo que habían hecho. Y él sospechaba que lo habían hecho por orden del rey Juan.

La tierra se estremeció bajo sus pies, y las hojas del árbol de hierro repiquetearon como platos en una fregadera. El muro blanco de la presa saltó hecho pedazos, con una gigantesca nube de humo y un estruendo que taladró sus tímpanos. A través del humo cruzaban enormes fragmentos de hormigón como pájaros blancos sobre la chimenea de una fábrica. Fueron cayendo a tierra muy lejos de las aguas. El lago ya no era el pacífico y quieto resplandor de un futuro mundo maravilloso. Las aguas parecían lanzarse a la carrera hacia adelante. El estruendo que produjeron al alcanzar el cañón que habían excavado los nombres de Sam con tanto sudor y esfuerzo volvió a ensordecer a los observadores. El agua, cientos de miles de toneladas, penetró por el cañón, embistiendo por las paredes terrosas, arrancando grandes fragmentos de ellas. La súbita retirada desplazó también gran cantidad de tierra por las orillas del lago, hasta el punto de que los observadores tuvieron que correr hacia un puesto más elevado. Y el árbol de hierro, con sus trescientos metros de altura y las raíces de sesenta metros de profundidad de pronto al aire, sus cimientos parcialmente arrancados, se desplomó. Pareció tardar mucho en caer, y las explosiones de enormes raíces quebrándose y el silbar del aire arañado por las inmensas hojas y las enredaderas que las cubrían aterrorizó a los humanos. Habían creído que estaban a la suficiente distancia, pero aunque el árbol gigante cayese lejos de ellos, les amenazaban las erupciones de las raíces que surgían de la tierra.

El árbol se abatió con estruendo sobre la otra orilla del lago, hundiéndose en el barro. Se desprendió totalmente de los anclajes de la raíz y continuó hundiéndose, la copa primero, en las aguas. Estas giraban y giraban, y, cogiendo aquel enorme árbol como si fuese un palillo de dientes, lo arrastraron cañón abajo durante casi un kilómetro hasta dejarlo empotrado entre las dos paredes del cañón.

Las aguas formaban un muro de por lo menos treinta metros de altura cuando llegaron a las llanuras. En su frente arrastraban una maraña de árboles, plantas de bambú, cabañas, gente y escombros. La masa cruzó como un relámpago los dos kilómetros de llanura, expandiéndose, aunque canalizada, por unos minutos, junto a los ciclópeos muros secundarios que Sam había construido para defender las fábricas y el barco, pero cuya inutilidad había quedado demostrada en dos ataques.

Todo fue arrastrado hacia el Río. Las fábricas se derrumbaron como si fuesen pastelillos. El gigantesco barco fue alzado como un juguete entre el oleaje. Se precipitó hacia el Río, se ladeó, y luego se hundió en la oscuridad y en los remolinos. Sam se tiró al suelo y empezó a arañar la hierba. ¡Había perdido su barco! Todo estaba perdido, fábricas, minas, anfibios, aviones, herrerías, reservas de armas, hombres. Pero lo peor de todo era que había perdido su barco. Su sueño se había derrumbado, la gran joya resplandeciente de sus sueños se había hecho añicos.

Notaba la hierba fría y húmeda en la cara. Sentía como si sus dedos estuviesen ligados a la carne de la tierra y nunca fuese a poder liberarse. Pero la inmensa mano de Joe le levantó y le sentó, como si fuese un maniquí. El monstruoso cuerpo peludo de Joe se apretó contra el suyo, calentándole, y la cara grotesca de Joe con sus huesos salientes y su nariz absurdamente larga estaba junto a la suya.

-¡Todoz han dezaparecido! -dijo Joe-. ¡Jezúz! ¡Qué vizión! ¡No ha quedado nada, Zam! La llanura quedaba sepultada bajo las aguas arremolinadas, pero a los quince minutos

las aguas desaparecieron. El Río había recuperado su apariencia normal por las orillas de

Parolando, aunque debía ir casi desbordado corriente abajo.

Los grandes edificios y el barco con su andamiaje habían desaparecido. Los muros ciclópeos de los lados, separados kilómetro y medio, habían desaparecido. Se veían grandes lagos en los puntos donde antes estaban las minas y los sótanos de las fábricas. La gran masa de agua había vaciado parte de la llanura, donde ésta había sido excavada. Pero las raíces de la hierba eran tan profundas, tan duras, y estaban tan entrelazadas,

que ni siquiera el paso de centenares de miles de toneladas de agua había logrado arrancarlas de la tierra. Los muros de tierra y piedra edificados a lo largo de la orilla se habían derrumbado como si fuesen de arena.

El cielo palideció, y la oscuridad iluminada por las estrellas se hizo gris. La gran flota de los invasores había desaparecido, debía de estar en algún punto lejano Río abajo, o bajo las aguas, aplastada, destrozada, con los fragmentos de los cascos de los navíos flotando. Los dos ejércitos de la llanura y los marineros habían muerto todos, machacados por el peso del agua, ahogados, destrozados o aplastados como si fuesen pasta de dientes.

Pero Parolando abarcaba quince kilómetros a lo largo del Río, y el lago, después de todo, sólo había arrasado una zona de unos tres kilómetros. Había causado daños sobre todo en la parte central de Parolando, donde había dejado arrasada una zona de unos ochocientos metros. Fuera de ésta, las aguas habían cubierto la tierra y habían aplastado algunos edificios, pero otros sólo habían estado sumergidos brevemente.

El amanecer trajo consigo un millar de hombres que llegaron en barcos o saltando los muros que separaban Parolando de la Tierra de Chernsky, situada al norte.

A la cabeza iba el rey Juan. Sam dispuso a sus hombres en orden de batalla con Joe Miller en el centro, pero el rey Juan se adelantó cojeando, con una mano alzada en serial de paz. Sam se adelantó para hablar con él. Aun después de que Juan le explicase lo que había hecho, Sam esperaba que le matase. Pero más tarde comprendió que Juan le necesitaba, y necesitaba también a Firebrass y a los otros si quería construir el barco. Además, debía disfrutar con el perverso placer de que Sam siguiera vivo preguntándose en qué momento de la noche caería la daga sobre él. Pronto descubrieron que no tendrían que empezarlo todo otra vez desde el principio. El barco, casi totalmente ileso, fue hallado en una colina del otro lado del Río, kilómetro y medio más abajo. Al retirarse las aguas había sido depositado allí con la delicadeza con que un gato posa su pata. La tarea de sacar de allí el gran casco y llevarlo de nuevo a su sitio no fue cosa fácil. Pero llevó mucho menos tiempo de lo que hubiese llevado construir otro.

Juan explicó una vez más a Sam lo que había hecho. Pero las conjuras y traiciones eran tan complicadas que Sam nunca pudo tener una visión global de lo sucedido. Juan había aceptado traicionar a Sam, sabiendo muy bien que Hacking a su vez le traicionaría a él. Juan hubiese sufrido una desilusión si Hacking no hubiera intentado apuñalarle por la espalda. Habría perdido su fe en la naturaleza humana. Había hecho también un trato con Iyeyasu. comprometiéndose a ayudarle a invadir tras la invasión de Hacking. A Iyeyasu le gustó la idea de que Hacking debilitase sus fuerzas en el ataque a Parolando. En el último momento, Juan había hecho un acuerdo con Publius Crasus, Tai Fung y Chernsky para que le ayudasen a liquidar a las tropas de Iyeyasu, que quedarían destrozadas por las aguas de la presa.

Juan había enviado a aquellos tres hombres a activar los explosivos de la presa cuando se concentraban entre los muros de defensa secundaria el mayor número de invasores y de defensores. Antes de que esto sucediese, él había huido en un barco oculto entre la niebla.

-¿No estabas, entonces, en tu palacio cuando lo incendiaron? -preguntó Sam.

-No -contestó Juan, sonriendo con su sonrisa de gato-. Estaba a varios kilómetros hacia el norte; iba a encontrarme con Iyeyasu. Nunca me has tenido en gran estima, Samuel, pero ahora deberías ponerte de rodillas y besarme la mano como prueba de gratitud. Sin mí lo habrías perdido todo.

-Si me hubieses dicho a mí que Hacking iba a invadir, podría haberlo previsto todo - replicó Sam-. Podríamos haberle preparado una trampa a Hacking.

Salió el sol, que iluminó el pelo oscuro de Juan y el extraño gris azulado de sus ojos.

-Ah, sí, pero Iyeyasu continuaría siendo un problema formidable. Ahora ha desaparecido, y no tendremos dificultades en controlar toda la tierra que necesitamos,

incluyendo la bauxita y el platino de Soul City y el iridio y el tungsteno de Selinujo. Supongo que no pondrás objeciones a que conquistemos esos dos estados...

Hubo otras novedades. Hacking fue hecho prisionero, y hallaron viva a Gwenafra. Los dos se habían visto empujados durante la lucha hacia las colinas del oeste. Hacking estaba disponiéndose a dirigir un ataque hacia las llanuras cuando las aguas de la inundación cubrieron aquella zona. Gwenafra escapó, aunque estuvo a punto de ahogarse. Hacking quedó aplastado contra un árbol y se rompió las piernas y un brazo. Tenía hemorragias, además.

Sam y Juan se apresuraron a dirigirse a donde estaba Hacking, bajo un árbol de hierro. Gwenafra dio un grito cuando los vio, y abrazó a Sam y a Lothar. Pareció dar un abrazo mucho más prolongado a Sam que a Lothar, lo cual no era del todo sorprendente, teniendo en cuenta que ella y Lothar habían estado peleándose de modo constante durante los últimos meses.

Juan quería liquidar a Hacking con algunas refinadas torturas, a ser posible inmediatamente después del desayuno. Sam se opuso con firmeza. Sabía que Juan podría imponer su criterio si insistía, pues sus hombres superaban a los de Sam en una proporción de cincuenta a uno. Pero Sam no parecía querer andarse con precauciones en aquel momento. Y Juan accedió. Necesitaba a Sam y a los hombres fieles a él.

-Tú tuviste un sueño, blanco Sam -dijo Hacking con voz débil-. Sí, yo tuve otro también. Soñé con una tierra donde hermanos y hermanas pudiesen disfrutar libremente. Donde todos fuésemos negros. Nunca entenderás lo que esto significa. Ningún demonio blanco puede entenderlo. Sólo los negros, los hermanos de alma. Sería lo más parecido al cielo que pudiera imaginarse en este infierno de mundo. No se trata de que acabásemos con todos los problemas, amigo. Pero no serían ya problemas del hombre blanco. Serían todos nuestros. Pero ya no será posible.

-Podrías haber hecho realidad tu sueño -dijo Sam-, si hubieses esperado. Después de que terminásemos el barco, habríamos dejado el hierro para quien quisiese cogerlo. Y entonces...

Hacking hizo una mueca. El sudor cubría su negra piel, y su cara estaba crispada por el dolor.

-Amigo, ¡debes de estar loco! ¿Es que acaso crees que yo me creo esa historia de que vas a embarcarte a la búsqueda del Gran Cilindro? Sé de sobra que querías utilizar el gran barco para someter a todos los negros, para encadenarlos a todos otra vez. Un blanco del viejo Sur como tú...

Cerró los ojos.

-¡Estás equivocado! -dijo Sam-. Si me hubieses conocido, si te hubieses molestado en conocerme en vez de estereotiparme...

Hacking abrió los ojos y dijo:

-Tú eres capaz de mentir a un negro aunque esté en su lecho de muerte, ¿verdad?

¡Escucha! Ese nazi, Goering, realmente me conmovió. Nunca di orden de que le torturaran, solo de que le mataran. Pero esos árabes fanáticos, ya los conoces... Pero lo cierto es que Goering me dio un mensaje, Salve y adiós, hermano del alma, o algo parecido. Te perdono, porque no sabes lo que haces. Algo así. ¿No es extraño? ¡Un mensaje de amor de un maldito nazi! ¡Pero sabes, había cambiado! ¡Y quizá tuviese razón, quizá todos ellos, los de la Segunda Oportunidad, tengan razón! ¡Quién sabe! No hay duda de que parece estúpido sacarnos de entre los muertos, devolvernos nuestra juventud, simplemente para que nos ataquemos y nos matemos los unos a los otros de nuevo. Una estupidez, ¿no es cierto?

Alzó la vista hacia Sam y luego añadió:

-Remátame, por favor. Ahórrame estos dolores. Sufro mucho, realmente. Lothar se colocó al lado de Sam y dijo:

-Después de lo que le hiciste a Gwenafra, tendré mucho gusto en hacerlo.

Enfiló el cañón de su gran pistola hacia la cabeza de Hacking. Hacking hizo un gesto de dolor, soltó una risilla y murmuró:

-¡Se viola por principio, amigo! ¡Lo juré en la Tierra, pero esa mujer me sacó el diablo de dentro! Además, qué... ¿es que no os acordáis de todas las mujeres negras esclavas que vosotros los blancos violasteis?

Cuando Sam se alejaba, sonó el disparo. Dio un respingo, pero continuó caminando. Era lo más caritativo que Lothar podía hacer por Hacking. Al día siguiente estaría caminando por la ribera del Río, lejos de allí. El y Sam podrían quizá volver a verse, aunque Sam no lo desease gran cosa.

Lothar, oliendo a pólvora, se aproximó a él.

-Debería haberle dejado sufrir, pero los viejos hábitos son difíciles de vencer. Quería matarle y lo hice. Ese demonio negro se limitaba a sonreírme. Luego hice que su sonrisa le inundara.

-No me expliques más -dijo Sam-. Ya me siento bastante mal. Estoy tentado a abandonar todo esto y dedicarme a hacer de misionero. Los únicos cuyos sufrimientos significan algo hoy son los de la Segunda Oportunidad.

-Ya se te pasará todo eso -dijo Lothar. Y tenía razón. Pero necesitó tres años.

La tierra estaba de nuevo como un campo de batalla agujereado por las bombas, apestada y ennegrecida por los humos. Pero el gran buque fluvial estaba terminado. Lo único que había que hacer ya era probarlo. Estaba terminado hasta el último detalle. Ya habían escrito el nombre del barco en grandes letras negras sobre el casco blanco. A ambos lados del casco, a tres metros sobre la línea de flotación, decía: NO SE ALQUILA.

-¿Qué significa eso, Sam? -le habían preguntado muchos.

-Significa sólo lo que dice, al contrario que muchas palabras de los periódicos -dijo Sam-. El barco no puede alquilarlo ningún hombre. Es un barco libre con una tripulación de almas libres. No pertenece a nadie.

-¿Y por qué la lancha del barco se llama Prohibido Fijar Carteles?

-Eso viene de un sueño que tuve -dijo Sam-. Alguien pretendía ponerle anuncios, y yo le dije que la lancha no se había construido para propósitos mercenarios. ¿Quién te crees que soy, un comerciante?, dije.

Hubo más cosas en aquel sueño, pero Sam no se las explicó más que a Joe.

-Pero el hombre que hacia esos carteles chillones, anunciando la llegada del mayor barco fluvial nunca visto, era yo -dijo Sam-. ¡Yo era los dos hombres del sueño!

-No lo entiendo, Zam -dijo Joe. Sam renunció a explicárselo.