Cuando Keeley abrió los ojos, no tenía idea de dónde estaba. El fondo consistía en remolinos blancos giratorios, destellos del color amarillo y lo que podrían o no haber sido hojas creciendo en las paredes.
Aunque sentía que debería ser presa del pánico, su mente estaba en blanco. Era una sensación extraña y hueca.
Una voz nasal habló, pero ella vio las palabras flotar a su alrededor en letras rojas. —¡Esto es genial! Parece totalmente una adicta.
Otra voz más profunda con acento sureño surgió y esas palabras nadaron frente a ella en una espeluznante fuente verde neón. —¡Cállate! Todavía puede oírte.
Keeley escuchó y vio lo que decían, pero no podía comprender una palabra. Quería preguntarles qué querían decir, pero su lengua se sentía como plomo. No podía hablar.
¿Estaba sentada?
Había una enorme cabeza de payaso enojado, como en esa película de terror con la que todos estaban obsesionados unos años antes de su muerte. Parecía estar burlándose de ella.
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