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Prologo: La Lucha Eterna

*Salpicadura... Salpicadura...*

En un sitio más allá de toda lógica, de toda razón, se podía observar una infinidad de seres, pero en especial dos destacaban.

*Salpicadura... Salpicadura...*

Dos siluetas se encontraban allí: una, en lo alto de su trono, observaba con indiferencia el desarrollo de los acontecimientos; la otra, bañada en sangre, empuñaba su espada, cortando y rebanando todo a su paso.

*Salpicadura... Salpicadura...*

Pero de nada servía. No importaba cuánto cortase, cuánto matase... Nada parecía cambiar. La infinidad de criaturas con las que luchaba no disminuía.

*Salpicadura... Salpicadura...*

—¿No estás cansado de esta lucha absurda? —preguntó desde lo alto de su trono el ser indiferente, en un idioma inaudible e indescriptible, pero que, aun así, podía entenderse.

—Han pasado 500 años desde que comenzaste esta lucha sin sentido. Sabes que, hagas lo que hagas, no podrás ganar. Después de todo, sigues siendo un mortal insignificante.

El guerrero no dijo nada. Solo envainó y desenvainó su espada con una rapidez indescriptible, más allá de toda lógica. Lo único visible fue el destello de un relámpago que atravesó el espacio, y todas las criaturas que lo rodeaban desaparecieron.

—Oh, ¿un nuevo movimiento? ¿Cuántos han sido ya?

Luego de su ataque, que le otorgó un breve descanso, su apariencia se hizo más clara: pantalones desgastados, restos de una chaqueta, cabello gris manchado de sangre, un ojo morado y el otro gris, apagado, salvo por el aura roja que lo rodeaba. Extrañas grietas cubrían su rostro y sus manos.

Sin responder, el guerrero siguió avanzando hacia la silueta sentada en el trono. Aunque su velocidad aumentaba, parecía no moverse.

—¿Siquiera recuerdas cómo hablar? ¿Cómo te llamas? ¿Por qué luchas? —siguió preguntando con curiosidad el ser.

Él continuaba en silencio, cada vez más rápido, al punto de provocar grietas en el tejido mismo del espacio.

—Sabes que no importa qué tan rápido seas, nunca podrás llegar hasta mí, ¿verdad? Después de todo, no estamos en la misma dimensión. Tú, siendo un simple mortal, por fuerte que te vuelvas, sigues siendo una simple criatura de una dimensión inferior. No importa cuánto mates; puedo crear más con un simple movimiento.

Con un gesto de su mano, todo el lugar se llenó de una infinidad de criaturas nuevamente.

Y así, el ciclo se repetía. 

100... 200... 300... 400... 500 años después.

La misma escena se repetía como hacía 500 años. O eso parecía...

—Sabes, me estoy aburriendo de esta situación. No importa lo que hagas, todo seguirá igual. Morirás y, con ello, tu mundo. Un mundo inferior no soportará ni siquiera mi presencia. Así que hagamos esto más divertido —dijo, mientras una cruel sonrisa se dibujaba en su rostro.

Se levantó de su trono, y con un simple movimiento se situó frente a él. Con otro movimiento, todas las criaturas desaparecieron.

—Verás, me aburrí de observar tu lucha y decidí intervenir, o mejor dicho, observar de cerca tus débiles ataques. Así que, adelante, atácame con todo lo que tengas. Será tu única oportunidad de tenerme frente a ti.

Sin responder, el guerrero atacó con más fuerza, más rápido que antes. Las grietas que cubrían su cuerpo se profundizaron, pero todos sus ataques fueron bloqueados o esquivados.

—Es sorprendente cuánto has evolucionado en estos pocos años. Has pasado de ser un débil destructor de planetas a un destructor de universos. Pero no servirá de nada. Mira y aprende lo que es ser fuerte.

Con una sonrisa, el ser lanzó un simple golpe. Parecía lento y débil, pero en realidad era lo contrario: un golpe inesquivable e imbloqueable. El guerrero intentó detenerlo con su espada y su vaina, pero fue en vano. La espada se destrozó, quedando solo la empuñadura, y su vaina agrietada, casi destruida. Su brazo y parte de su abdomen desaparecieron, y su cuerpo cayó en lo que parecía ser un abismo sin fin.

—Y aquí es donde termina toda tu vana lucha —dijo el ser, acercándose a él.

El guerrero se levantó temblando, sus heridas curadas, pero las grietas en su cuerpo se profundizaban aún más. Y entonces, después de tantos años, habló con una voz sin emociones, igual que sus ojos.

—Sabes... no recuerdo nada. Ni quién soy, ni por qué lucho. Pero sé que debo cumplir mi promesa. Y has cometido un error, Dios.

Sí, un "Dios", o mejor dicho, un ser de un rango de dimensionalidad superior, un concepto encarnado. Estos seres normalmente no pueden ser vistos o tocados por criaturas inferiores, ya que encarnan conceptos de la realidad y más allá de ella. ¿Por qué un ser así tomaría una apariencia humanoide en esta dimensión?

Pero nada de eso importa ahora. Lo que comienza debe terminar. Esta lucha y toda esta realidad.

—¿Error? Ja, ja, ja... —rió el dios.

—Lo siento, *#$%#$*. Hoy desapareceremos de la existencia. ¿Me ayudarás en este ataque? —preguntó el guerrero, con una brizna de emoción en su voz.

—No te preocupes, cuenta conmigo —dijo una silueta de una chica antes de desaparecer dentro de la vaina del guerrero.

*Respiración profunda...*

El guerrero elevó lo que quedaba de su espada dentro de la vaina, sobre su cabeza. El dios observaba el desarrollo con indiferencia, sin preocuparse por lo que estaba por suceder.

Poco a poco, algo comenzó a formarse en la espada mientras se desenvainaba: un rayo y una llama entrelazados. Las grietas que cubrían su cuerpo y la vaina se profundizaban, como un vidrio a punto de romperse.

Se mostró entonces una escena extraña: cientos, miles, millones... infinidad de personas en la misma postura, diferenciadas solo por la edad, desde niños de cinco años hasta ancianos.

El dios abrió los ojos, sorprendido. Intentó detenerlo, pero ya era demasiado tarde. La espada fue desenvainada y, con ello, todas las figuras desaparecieron, mientras un rayo morado entrelazado con llamas negras desintegraba todo a su paso.

*Exhalación...*

En sus ojos no había movimiento; todo era estático, pero sabía que en esta quietud aún existía el concepto de tiempo.

Un segundo...

Este fue el tiempo adquirido al sacrificar todo para realizar esta técnica: *Apoteosis*, el estado temporal de convertirse en Dios. "Si quiero acabar con uno, debo convertirme en uno," pensó. Una simple oración, pero de un peso inigualable.

*0.0001 segundos...*

Una técnica completada gracias al ataque del dios, un ataque simple, pero que contenía el concepto de divinidad, lo cual permitió que la técnica se completara.

—Supongo que con esto termina todo —dijo con su voz monótona.

Un solo ataque y tres muertes…

Con una última postura, lanzó su ataque, más poderoso que cualquiera antes. Lo único visible fue una luz antes de que todo desapareciera.

No quedó nada... solo su silueta, su espada hecha cenizas, y su cuerpo desvaneciéndose.

*0.000001 segundos...*

—Supongo que este es el fin.

Con esas últimas palabras, su cuerpo, una vez cubierto de un aura morada y negra, ya no existía.

*0 segundos...*

El tiempo volvió a fluir. No parecía haber pasado nada, salvo la muerte de un dios... o al menos, eso creyeron.

No había pasado nada, o al menos eso parecía... Pero la muerte de un dios, la encarnación de un concepto trae consigo un desequilibrio en la misma realidad. Esta, en un acto inconsciente, intentó corregir el fallo, pero no es algo tan simple. La muerte de un concepto significa la desaparición de su esencia, y para restablecer el equilibrio, este debe renacer, ser creado de nuevo.

Por eso, todo debía acabar y volver a nacer.

Con un zumbido casi imperceptible, la realidad actuó. Todo terminó, y todo volvió a nacer casi igual que antes... Nada escapó a esta muerte. Excepto una pequeña chispa, que flotó en la nada durante años, hasta que cayó en un planeta como un meteorito que cruzaba el cielo.

El meteorito se estrelló en un bosque, dejando un rastro de destrucción entre los árboles y en el suelo. Un vórtice de energía se abrió donde había caído, y de este surgió el cuerpo de lo que parecía ser un niño de cabello gris. Poco después, el vórtice desapareció, como si nunca hubiera estado allí, salvo por los destrozos visibles en la naturaleza.

—¡Mamá, papá, por aquí cayó ese meteorito! —se escuchó la voz alegre de una niña de cabello rubio, atado en dos coletas. Iba acompañada de sus padres, quienes la seguían con curiosidad y un toque de cautela.

¿Cómo pudo sobrevivir esa chispa a la eliminación de todo?

¿Qué extraños juegos está jugando la realidad?

Y así, un nuevo ciclo volvió a comenzar.