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Segunda parte: El Mulo » El final de la búsqueda

19 Empieza la búsqueda

El solitario planeta Haven —único de un sol también único en un sector de la Galaxia que se extendía hasta el vacío intergaláctico— estaba asediado.

Y lo estaba verdaderamente en el estricto sentido militar, ya que ningún área de espacio en el lado galáctico se hallaba a más de veinte pársecs de distancia de las bases avanzadas del Mulo. En los cuatro meses transcurridos desde la fulgurante caída de la Fundación, las comunicaciones de Haven habían sido cortadas como una red bajo el filo de la navaja. Las naves de Haven convergieron hacia su mundo, y ahora el único foco de resistencia era el propio Haven.

En otros aspectos, el asedio era aún más estrecho, porque la sensación de impotencia y derrota se infiltraba ya por doquier…

Bayta recorrió pausadamente el pasillo de ondulantes tonos rosáceos, entre hileras de mesas cubiertas de transparente plástico, y encontró su asiento guiada por la costumbre. Se arrellanó en la alta silla sin brazos, contestó mecánicamente a los saludos, que apenas escuchaba, se frotó los cansados ojos con el dorso de la mano y cogió el menú.

Tuvo tiempo de registrar una violenta reacción mental de repugnancia hacia la repetida presencia de diversos cultivos de hongos, que en Haven eran considerados platos exquisitos y que para su paladar educado en la Fundación resultaban apenas comestibles… antes de darse cuenta de que alguien sollozaba junto a ella.

Hasta entonces, sus tratos con Juddee, la insignificante rubia de nariz respingona que se sentaba cerca de ella en el comedor, habían sido superficiales. Y ahora Juddee estaba llorando, mordiendo con desespero su húmedo pañuelo y tratando de ahogar sus sollozos hasta que en su rostro aparecieron manchas rojas. Llevaba echado sobre los hombros su informe traje a prueba de radiaciones, y la visera transparente que protegía su cara se le había caído sobre el postre.

Bayta se unió a las tres muchachas que se turnaban en la tarea siempre repetida y siempre ineficaz de dar palmaditas en los hombros, acariciar los cabellos y murmurar cosas incoherentes.

—¿Qué ocurre? —susurró.

Una de las chicas se encogió de hombros, significando que no lo sabia. Entonces, comprendiendo la inutilidad de su gesto, empujó a Bayta a un lado.

—Supongo que ha trabajado demasiado. Y está preocupada por su marido.

—¿Pertenece a la patrulla del espacio?

—Sí.

Bayta alargó una mano amiga hacia Juddee.

—¿Por qué no te vas a casa, Juddee? —Su voz fue como una alegre intrusión después de las banalidades precedentes.

Juddee levantó la vista casi con resentimiento.

—Esta semana ya he salido una vez…

—Pues saldrás dos veces. Escucha, si intentas resistir, la próxima semana tendrás que salir tres veces, de modo que irte a casa ahora casi equivale a patriotismo. ¿Alguna de vosotras trabaja en su departamento? Pues bien, ¿por qué no os hacéis cargo de su tarjeta? Será mejor que primero vayas al lavabo, Juddee, y te limpies la cara. ¡Vamos, vete!

Bayta volvió a su asiento y cogió de nuevo el menú con un ligero alivio. Aquellos estados de ánimo eran contagiosos. Una chica llorosa podía desorganizar todo un departamento en unos días en que los nervios estaban alterados.

Tomó una desabrida decisión, pulsó los botones indicados que tenía junto al codo y colocó el menú en su lugar. La chica alta y morena que se sentaba frente a ella le preguntó:

—Aparte de llorar, nos quedan pocas cosas que hacer, ¿no crees?

Sus labios carnosos se movieron apenas, y Bayta advirtió que se había retocado las comisuras para exhibir la sonrisita artificial que en aquellos momentos era el último grito.

Bayta investigó con los ojos entrecerrados la insinuación contenida en las palabras, y acogió con agrado la llegada de su comida cuando se bajó el centro de su mesa y volvió a elevarse con el alimento. Desenvolvió los cubiertos con cuidado y se los pasó de mano en mano hasta que se hubieron enfriado. Sólo entonces replicó:

—¿De verdad que no se te ocurre nada más que hacer, Hella?

—¡Oh, sí! —exclamó la aludida—. ¡Claro que sí! —Con un casual y experto movimiento de sus dedos tiró el cigarrillo a la pequeña ranura, donde el diminuto chorro atómico lo desintegró antes de que llegase al fondo—. Por ejemplo —añadió mientras colocaba bajo la barbilla sus esbeltas y bien cuidadas manos—, creo que podríamos llegar a un agradable acuerdo con el Mulo y detener toda esta estupidez. Pero yo no tengo los… en fin… los medios para alejarme cuanto antes de los lugares conquistados por el Mulo.

La frente lisa de Bayta no se arrugó. Su voz era ligera e indiferente.

—No tienes marido o un hermano en las naves de guerra, ¿verdad?

—No. Por eso aún tengo más mérito al no ver razón para el sacrificio de los hermanos y maridos de las demás.

—El sacrificio será todavía mayor si nos rendimos.

—La Fundación se rindió y está en paz. Nuestros hombres están lejos y la Galaxia se alza contra nosotros.

Bayta se encogió de hombros y dijo con dulzura:

—Me temo que es lo primero lo que más te preocupa.

Volvió a su plato de verdura y comió con la sensación de que la rodeaba un gran silencio. Nadie había hecho el menor esfuerzo para replicar al cinismo de Hella.

Se marchó con rapidez, después de pulsar el botón que vaciaría la mesa para la ocupante del siguiente turno.

Una chica nueva, que estaba tres asientos más allá, preguntó en un susurro a Hella:

—¿Quién era ésa?

Los gruesos labios de Hella se curvaron con indiferencia.

—La sobrina de nuestro coordinador. ¿No lo sabías?

—¿De verdad? —Buscó con la mirada a la muchacha, que ya había salido—. ¿Qué está haciendo aquí?

—Es sólo una montadora más. ¿No sabes que está de moda ser patriótica? Es todo tan democrático que me dan ganas de vomitar.

—Vamos, Hella —intervino la chica rechoncha de su derecha—, aún no nos ha restregado nunca lo de su tío. ¿Por qué no la dejas tranquila?

Hella ignoró a su vecina echándole una mirada de reojo y encendió otro cigarrillo.

La chica nueva estaba escuchando la charla de una contable de ojos brillantes que tenía enfrente. Las palabras se sucedían en atropellada sucesión:

—… y se dice que estuvo en la Bóveda… nada menos que en la Bóveda, chicas… cuando habló Seldon, y que el alcalde tuvo un ataque de furia y se produjeron motines y cosas por el estilo. Ella se escapó antes de que el Mulo aterrizase, y cuentan que su huida fue muy emocionante, a través del bloqueo. Me pregunto por qué no escribirá un libro acerca de todo ello; ahora son muy populares los libros sobre la guerra. También se rumorea que ha estado en el mundo del Mulo… ya sabéis, Kalgan, y…

El timbre sonó con estridencia, y el comedor comenzó a vaciarse. La voz de la contable siguió zumbando, y la chica nueva sólo la interrumpía con el convencional y admirativo «¿de verdad?», en los momentos apropiados.

Cuando horas después Bayta regresó a su casa, las luces de las enormes cavernas ya disminuían gradualmente su potencia, y pronto reinaría la oscuridad que significaba el sueño para todos.

Toran la recibió en el umbral con una rebanada de pan untado de mantequilla en la mano.

—¿Dónde has estado? —preguntó, masticando. Después, con mayor claridad—: He preparado una cena improvisada. Si no es abundante, no tengo la culpa.

Pero ella daba vueltas a su alrededor, con los ojos muy abiertos.

—¡Torie! ¿Dónde está tu uniforme? ¿Qué haces con ropa de paisano?

—Órdenes, Bay. Randu está encerrado con Ebling Mis, e ignoro de qué se trata. Ya lo sabes todo.

—¿Me envían a mí también? —Bayta se acercó impulsivamente a él.

Toran la besó antes de contestar:

—Creo que sí. Será peligroso, sin duda.

—¿Acaso hay algo que no sea peligroso?

—Exactamente. ¡Ah!, ya he enviado a buscar a Magnífico, así que es probable que él nos acompañe.

—¿Quieres decir que debemos cancelar su concierto en la fábrica de motores?

—Por supuesto.

Bayta entró en la habitación contigua y se sentó ante una comida que ofrecía signos evidentes de ser «improvisada». Cortó los bocadillos por la mitad con rápida eficiencia y dijo:

—Lo del concierto es una lástima. Las chicas de la fábrica lo esperaban con ilusión, lo mismo que Magnífico. ¡Es un hombre tan extraño!

—Despierta tu complejo maternal, Bay, eso es lo que hace. Algún día tendrás un niño y entonces olvidarás a Magnífico.

Bayta contestó con la boca llena:

—Se me ocurre que tú eres quien más despierta mi instinto maternal. Entonces dejó el bocadillo y adoptó una actitud grave.

—Torie.

—¿Qué?

—Torie, hoy he estado en el ayuntamiento… en la oficina de Producción. Por eso he llegado tan tarde.

—¿Qué has hecho allí?

—Pues… —Vaciló, indecisa—. He estado incubándolo. Ha llegado un momento en que ya no soportaba la fábrica. Es desmoralizante. Las chicas tienen un ataque de llanto sin un motivo en particular. Las que no enferman, se agrian. Incluso sollozan las menos sensibles. En mi sección, la producción ha descendido a una cuarta parte de lo que era cuando llegué, y ningún día acude toda la plantilla de obreras.

—Está bien —dijo Toran—, y ahora háblame de la oficina de Producción. ¿Qué has hecho allí?

—Formular unas cuantas preguntas. Y ocurre lo mismo, Torie, lo mismo en todo Haven. Baja de la producción, sedición e indiferencia por doquier. El jefe de la oficina se limitó a encogerse de hombros… después de que yo hiciera una hora de antesala para verlo, y sólo lo conseguí porque soy la sobrina del coordinador… y dijo que el asunto no es de su incumbencia. Francamente, creo que no le importaba.

—Vamos, Bay, no exageres.

—No creo que le importase —repitió fieramente Bayta—. Te digo que algo va mal. Es la misma horrible frustración que me asaltó en la Bóveda del Tiempo cuando Seldon nos falló. Tú también la sentiste.

—Sí, es cierto.

—¡Pues aquí está de nuevo! —continuó ella con salvaje ímpetu—. Jamás seremos capaces de resistir al Mulo. Incluso aunque tuviéramos el material, nos falta el valor, el espíritu, la voluntad… Torie, no sirve de nada luchar…

Toran no recordaba haber visto nunca llorar a Bayta, y tampoco lloró ahora, al menos, no del todo. Pero Toran le puso con suavidad una mano sobre el hombro y murmuró:

—Será mejor que lo olvides, cariño. Ya sé a qué te refieres, pero no podemos…

—Ya sé, ¡no podemos hacer nada! Todo el mundo dice lo mismo, y nos quedamos sentados, esperando que caiga la espada.

Volvió a dedicar su atención al bocadillo y el té. Sin hacer ruido, Toran arreglaba las camas. Fuera, la oscuridad era completa.

Randu, como recién nombrado coordinador —en realidad era un cargo de tiempos de guerra— de la confederación de ciudades de Haven, ocupaba por propia elección una habitación del piso superior, tras cuya ventana podía reflexionar por encima de los tejados y jardines. Entonces, al extinguirse las luces de las cavernas, la ciudad no podía verse entre las sombras oscuras. Randu no quería meditar sobre este simbolismo.

Dijo a Ebling Mis, cuyos ojos pequeños y claros parecían interesarse exclusivamente por la copa llena de líquido rojo que tenía en la mano:

—En Haven existe el proverbio de que cuando se extinguen las luces de las cavernas, es hora de que todos se entreguen al sueño.

—¿Duerme usted mucho últimamente?

—¡No! Siento haberlo llamado tan tarde, Mis. Ignoro por qué en estos momentos prefiero la noche. ¿No es extraño? La gente de Haven está condicionada muy estrictamente para que la falta de luz signifique el sueño. Yo también. Pero ahora es diferente…

—Se está ocultando —dijo Mis en tono terminante—. Está rodeado de gente durante el periodo de vela, y siente sobre usted sus miradas y sus esperanzas. No puede soportarlo, y en el periodo de sueño se siente libre.

—¿Usted también siente esta terrible sensación de derrota?

Ebling Mis asintió despacio con la cabeza.

—Sí. Es una psicosis masiva, un incalificable pánico de masas. Por la Galaxia, Randu, ¿qué espera usted? Tiene aquí a toda una civilización basada en la ciega creencia de que un héroe popular del pasado lo tiene todo planeado y cuida de cada detalle de sus vidas. La pauta mental así evocada tiene características religiosas, y ya sabe usted lo que eso significa.

—En absoluto.

A Mis no le entusiasmó la necesidad de una explicación. Nunca le había gustado dar explicaciones. Por eso gruñó, miró con fijeza el largo cigarro que tenía entre los dedos y dijo:

—Caracterizada por fuertes reacciones. Las creencias sólo pueden ser desarraigadas por una sacudida importante, en cuyo caso resulta un desequilibrio mental bastante completo. Casos leves: histeria, un morboso sentido de inseguridad. Casos graves: locura y suicidio.

Randu se mordió la uña del pulgar.

—Cuando Seldon nos falla, o, en otras palabras, cuando desaparece nuestro apoyo, en el que hemos descansado durante tanto tiempo, nuestros músculos se han atrofiado y no podemos movernos sin él.

—Eso es. Una metáfora torpe, pero cierta.

—¿Y qué me dice de sus propios músculos, Ebling?

El psicólogo filtró una larga bocanada de aire a través de su cigarro y dejó salir todo el humo.

—Oxidados, pero no atrofiados. Mi profesión me ha procurado unos pocos pensamientos independientes.

—¿Y atisba una salida?

—No, pero tiene que haberla. Tal vez Seldon no previó lo del Mulo. Tal vez no garantizó nuestra victoria. Pero tampoco garantizó nuestra derrota. El caso es que ha desaparecido del juego y nos ha dejado solos. El Mulo puede ser vencido.

—¿Cómo?

—Del mismo modo que se puede vencer a cualquiera: atacando con fuerza el punto débil. Escuche, Randu; el Mulo no es un superhombre. Si le vencemos, todo el mundo lo verá por sí mismo. Sucede que no le conocemos, y las leyendas se amontonan con facilidad. Cuentan que es un mutante. ¿Y qué? Un mutante significa un «superhombre» para los ignorantes de la humanidad. Pero no es eso en absoluto. Se ha estimado que diariamente nacen en la Galaxia varios millones de mutantes. De estos millones, todos menos un uno o un dos por ciento pueden ser detectados solamente por medio de microscopios y de la química. De este uno o dos por ciento de macromutantes, es decir, los de mutaciones que pueden ser detectadas a simple vista o por la mente, todos menos un uno o un dos por ciento son monstruos destinados a los centros de diversión, los laboratorios y la muerte. De los pocos macromutantes cuyas diferencias constituyen una ventaja, casi todos son curiosidades inofensivas, raros en un solo aspecto, normales… y a menudo subnormales… en la mayoría de los otros. ¿Lo comprende, Randu?

—Sí. ¿Pero qué me dice del Mulo?

—Suponiendo que el Mulo sea un mutante, daremos por sentado que posee algún atributo, indudablemente mental, que puede utilizarse para conquistar mundos. En otros aspectos debe tener imperfecciones, las cuales habremos de localizar. No sería tan misterioso, no rehuiría tanto a los demás, si estas imperfecciones no fueran aparentes y fatales. Suponiendo que sea un mutante.

—¿Existe una alternativa?

—Podría existir. La evidencia de la mutación se debe al capitán Han Pritcher, de lo que era el servicio secreto de la Fundación. Sacó sus conclusiones partiendo de las débiles memorias de los que pretendían conocer al Mulo, o alguien que podía haber sido el Mulo, en su infancia y primera niñez. Pritcher trabajó con material dudoso, y la evidencia que encontró pudo ser implantada por el Mulo para sus propios fines, porque es seguro que el Mulo ha recibido una considerable ayuda de su reputación de superhombre mutante.

—Esto es muy interesante. ¿Cuánto tiempo hace que opina usted así?

—No es una opinión en la que yo pueda creer; se trata únicamente de una alternativa digna de consideración. Por ejemplo, Randu, supongamos que el Mulo ha descubierto una forma de radiación capaz de anular la energía mental, del mismo modo que posee una capaz de anular las reacciones atómicas. ¿Qué pasaría entonces? ¿Podría ello explicar lo que nos ocurre ahora a nosotros, y lo que ocurrió a la Fundación?

Randu parecía inmerso en profunda meditación. Preguntó:

—¿Qué hay de sus investigaciones en torno al bufón del Mulo?

Entonces fue Ebling Mis quien vaciló.

—Infructuosas, hasta ahora. Hablé con valentía al alcalde antes del colapso de la Fundación, principalmente para infundirle valor, y en parte para infundírmelo a mí mismo. Pero, Randu, si mis instrumentos matemáticos estuviesen a la suficiente altura, por medio del bufón podría analizar completamente al Mulo. Entonces le atraparíamos. Entonces podríamos resolver las extrañas anomalías que ya han llamado mi atención.

—¿Cuáles?

—Piense, amigo mío. El Mulo derrotó a voluntad a las naves de la Fundación, pero en cambio no ha conseguido que las débiles flotas de los comerciantes independientes se batan en retirada. La Fundación cayó de un solo golpe; los comerciantes independientes resisten contra toda su fuerza. Primero usó su campo de extinción contra las armas atómicas de los comerciantes independientes de Mnemon. El elemento de sorpresa provocó que perdieran aquella batalla, pero se enfrentaron al campo. El Mulo no pudo volver a usarlo con éxito contra los comerciantes. Sin embargo, surtió efecto una y otra vez contra las fuerzas de la Fundación, y al final contra la Fundación misma. ¿Por qué? Partiendo de nuestros conocimientos actuales, todo esto es ilógico. Por consiguiente, debe de haber factores que nosotros desconocemos.

—¿Traición?

—Eso es absurdo, Randu, un incalificable absurdo. No había un solo hombre en la Fundación que no estuviera seguro de la victoria. ¿Quién traicionaría al bando que sin duda alguna ha de ganar?

Randu se acercó a la ventana curvada y contempló, sin ver nada, la oscuridad del exterior. Replicó:

—Pero ahora nosotros estamos seguros de perder. Aunque el Mulo tuviese mil debilidades; aunque fuese como una red, toda llena de agujeros…

No se volvió. Era como si hablase su espalda encorvada, sus dedos que se buscaban nerviosamente unos a otros. Prosiguió:

—Escapamos sin contratiempos después del episodio de la Bóveda del Tiempo, Ebling. También otros podrían haber escapado; unos cuantos eligieron esa vía, pero la mayoría no. El campo de extinción pudo ser neutralizado; sólo hacía falta ingenio y un poco de esfuerzo. Todas las naves de la Fundación podrían haber volado a Haven o a otros planetas vecinos para continuar luchando como lo hicimos nosotros. Ni siquiera un uno por ciento lo hizo. De hecho, se pasaron al enemigo.

»La resistencia de la Fundación, en la que casi todo el mundo aquí parece confiar a ciegas, no ha hecho nada de importancia hasta el momento. El Mulo ha sido lo bastante diplomático como para prometer salvaguardar la propiedad y los beneficios de los grandes comerciantes, y éstos se han pasado a su bando.

Ebling Mis protestó tercamente:

—Los plutócratas siempre han estado contra nosotros.

—Y siempre han tenido el poder en sus manos. Escuche, Ebling. Tenemos razones para creer que el Mulo o sus instrumentos, ya han estado en contacto con hombres poderosos de los comerciantes independientes. Se sabe que por lo menos diez de los veintisiete mundos comerciantes se han unido al Mulo. Tal vez diez más estén a punto de hacerlo. Hay personalidades en el propio Haven a las que no disgustaría el dominio del Mulo. Al parecer es una tentación irresistible renunciar a un poder político en peligro, si ello asegura un control sobre los asuntos económicos.

—¿Usted no cree que Haven pueda luchar contra el Mulo?

—No creo que Haven luche contra él. —Y Randu volvió su rostro preocupado hacia el psicólogo—. Creo que Haven está esperando para rendirse. Le he llamado para decírselo. Quiero que usted abandone Haven.

Ebling Mis infló sus rechonchas mejillas, asombrado.

—¿Ya?

Randu sintió un terrible cansancio.

—Ebling, usted es el mejor psicólogo de la Fundación. Los verdaderos maestros de la psicología se acabaron con Seldon, pero usted es el mejor que tenemos. Usted es nuestra única posibilidad de derrotar al Mulo. Aquí no puede hacerlo; tendrá que marcharse a lo que queda del Imperio.

—¿A Trantor?

—En efecto. Lo que un día fue el Imperio es hoy una partícula, pero aún debe de quedar algo en el centro. Allí tienen los archivos, Ebling. Podrá aprender más de psicología matemática; quizá lo suficiente como para que pueda interpretar la mente del bufón. Irá con usted, por supuesto.

Mis replicó con sequedad:

—Dudo de que esté dispuesto a acompañarme, ni siquiera por temor al Mulo, si la sobrina de usted no viene con nosotros.

—Lo sé. Toran y Bayta irán con usted precisamente por este motivo. Y, Ebling, hay otro objetivo todavía más importante. Hari Seldon fundó dos Fundaciones hace tres siglos; una en cada extremo de la Galaxia. Debe encontrar esa «Segunda Fundación».

20 El conspirador

El palacio del alcalde, mejor dicho, lo que un día fue el palacio del alcalde, era una gruesa mancha en la oscuridad. La ciudad estaba tranquila tras el toque de queda impuesto a raíz de la conquista, y la difusa franja que formaba la gran lente galáctica, con alguna que otra estrella solitaria aquí y allá, dominaba el firmamento de la Fundación.

En tres siglos, la Fundación había evolucionado desde un proyecto privado de un reducido grupo de científicos a un imperio comercial cuyos tentáculos se adentraban profundamente en la Galaxia, y medio año había bastado para arrebatarle la preponderancia y reducirla a la posición de una provincia conquistada.

El capitán Han Pritcher se negaba a admitirlo.

El sombrío toque de queda y el palacio sumido en la penumbra y ocupado por intrusos eran suficientemente simbólicos, pero el capitán Han Pritcher, ante la puerta exterior del palacio y con la diminuta bomba atómica oculta bajo su lengua, se negaba a comprenderlos.

Una silueta se aproximó; el capitán inclinó la cabeza. Fue tan sólo un susurro, sumamente bajo:

—El sistema de alarma es el mismo de siempre, capitán. ¡Puede seguir! No se detectará nada.

Sin ningún ruido, el capitán se agachó, pasó bajo la pequeña arcada y enfiló el sendero flanqueado por surtidores y que conducía al jardín del alcalde Indbur.

Ya habían pasado cuatro meses desde aquel día en que estuvo en la Bóveda del Tiempo, cuyo recuerdo quería desechar. Aisladas y por separado, las impresiones volvían, venciendo su resistencia, casi siempre de noche.

El viejo Seldon pronunciando las benévolas palabras tan equivocadas, la confusión general, Indbur, cuyas ropas de alcalde contrastaban de manera incongruente con su rostro lívido y contraído, el gentío atemorizado que esperaba en silencio la orden inevitable de rendición, y aquel joven, Toran, desapareciendo por una puerta lateral con el bufón del Mulo colgado de su hombro.

Y él mismo, saliendo al final sin saber cómo, y encontrando su coche inutilizado… abriéndose paso a través de la multitud, que ya abandonaba la ciudad, desorientada, hacia un destino desconocido… dirigiéndose a ciegas hacia las diversas ratoneras que habían sido el cuartel general de una resistencia democrática cuyas filas se habían ido debilitando y diezmando a lo largo de ochenta años.

Y las ratoneras estaban vacías.

Al día siguiente se materializaron en el cielo unas extrañas naves negras que descendieron con suavidad entre los apiñados edificios de la ciudad vecina. El capitán Han Pritcher sintió una sensación de impotencia y desesperación conjuntas.

Empezó a viajar incansablemente.

En treinta días cubrió casi trescientos kilómetros a pie, cambió su traje por las ropas de un obrero de las fábricas hidropónicas, al que encontró muerto en la cuneta, y se dejó crecer la barba, de un intenso color rojizo.

Y encontró lo que quedaba de la resistencia.

La ciudad era Newton; el distrito, un barrio residencial que había sido elegante y que ahora ofrecía un aspecto mísero; la casa, una de tantas que bordeaban la calle; y el hombre, un individuo de ojos pequeños y largos huesos que mantenía los apretados puños en los bolsillos y cuyo cuerpo delgado bloqueaba el umbral. El capitán murmuró:

—Vengo de Miran.

El hombre contestó a la consigna con expresión sombría.

—Miran se ha adelantado este año.

—Igual que el año pasado —replicó el capitán.

Pero el hombre no se apartó de la puerta. Preguntó:

—¿Quién es usted?

—¿No es usted Zorro?

—¿Siempre responde con una pregunta?

El capitán inspiró con fuerza, pero imperceptiblemente, y repuso con calma:

—Soy Han Pritcher, capitán de la flota y miembro del Partido Democrático de la Resistencia. ¿Me permite entrar?

Zorro se apartó y dijo:

—Mi verdadero nombre es Orum Falley. —Alargó la mano, y el capitán se la estrechó.

La habitación estaba en buen estado, pero carecía de lujo. En un rincón había un decorativo proyector de libros, que a los ojos del capitán tanto podría tratarse de una pistola de gran calibre camuflada. La lente del proyector cubría la puerta, y podía ser controlada a distancia.

Zorro siguió la mirada de su barbudo huésped y sonrió. Dijo:

—¡En efecto! Pero sólo servía en los tiempos de Indbur y sus vampiros con corazón de lacayo. No serviría de gran cosa contra el Mulo, ¿verdad? Nada puede ayudarnos contra el Mulo. ¿Tiene usted hambre?

Los músculos del rostro del capitán se contrajeron bajo la barba, y asintió con la cabeza.

—Sólo tardaré un momento, si no le importa esperar. —Zorro sacó unos botes de un armario y colocó dos frente al capitán Pritcher—. Mantenga un dedo sobre ellos y rómpalos cuando estén lo bastante calientes. Mi regulador de calor está estropeado. Cosas como ésta nos recuerdan que estamos en guerra… o estábamos, ¿verdad?

Sus rápidas frases eran alegres en su contenido, pero el tono era cualquier cosa menos jovial, y sus ojos revelaban una profunda concentración. Se sentó frente al capitán y observó:

—No quedará más que una pequeña quemadura en el lugar donde está sentado si hay algo en usted que no me gusta. ¿Lo sabe?

El capitán no contesto. Los botes se abrieron con una ligera presión. Zorro exclamó:

—¡Guiso! Lo siento, la cuestión alimenticia es un problema.

—Lo sé —repuso el capitán, que empezó a comer con rapidez, sin levantar la vista.

Zorro dijo:

—Le he visto a usted antes. Estoy intentando recordar, y estoy seguro de que no llevaba barba.

—Llevo treinta días sin afeitarme. —Y entonces añadió con fiereza—: ¿Qué más quiere? Ya le he dado la contraseña y me he identificado.

Su interlocutor hizo un ademán.

—¡Oh!, admito que sea usted Pritcher. Pero hay muchos que conocen la contraseña y pueden identificarse… y están con el Mulo. ¿Ha oído hablar alguna vez de Levvaw?

—Sí.

—Está con el Mulo.

—¿Cómo? Él…

—Sí, era el hombre a quien llamaban Rendición No. —Los labios de Zorro se contrajeron en una sonrisa silenciosa y forzada—. También Willig está con el Mulo, y Garre y Noth. ¡Nada menos que con el Mulo! Por qué no Pritcher, ¿eh? ¿Cómo puedo saberlo?

El capitán se limitó a mover la cabeza.

—Pero no importa —dijo Zorro en voz baja—. Si Noth se ha pasado a ellos, deben de tener mi nombre… De modo que si usted dice la verdad, corre más peligro que yo por haberlo recibido.

El capitán, que había terminado de comer, se apoyó en el respaldo de su asiento.

—Si aquí no tiene ninguna organización, ¿dónde puedo encontrar una? La Fundación puede haberse rendido, pero yo no.

—¡Ya! No podrá vagar siempre de un lado para otro, capitán. En estos días, los hombres de la Fundación han de tener un permiso para viajar de una ciudad a otra, ¿lo sabía? Y también tarjetas de identidad. ¿La tiene usted? Además, todos los oficiales de la flota han recibido la orden de presentarse al cuartel general de ocupación más próximo. Esto le atañe a usted, ¿no?

—Sí. —La voz del capitán era dura—. ¿Acaso cree que huyo por temor? Estuve en Kalgan poco después de que cayera en manos del Mulo. Al cabo de un mes, ni uno solo de los oficiales del ex caudillo estaba en libertad, porque eran los jefes militares naturales de cualquier revuelta. La resistencia ha sabido siempre que ninguna revolución puede tener éxito sin el control de, por lo menos, una parte de la flota. Es evidente que el Mulo también lo sabe.

Zorro asintió pensativamente.

—Resulta lógico. El Mulo piensa en todo.

—Me quité el uniforme en cuanto pude. Me dejé crecer la barba. Cabe la posibilidad de que otros hayan hecho lo mismo.

—¿Está usted casado?

—Mi esposa murió. No tengo hijos.

—Así que usted es inmune a los rehenes.

—Sí.

—¿Quiere que le dé un consejo?

—Si tiene alguno que darme…

—Ignoro cuál es la política del Mulo o sus propósitos, pero hasta ahora no han sufrido ningún daño los trabajadores especializados. Se han subido los salarios. La producción de toda clase de armas atómicas se ha acelerado.

—¿De veras? Esto suena a que continuará la ofensiva.

—No lo sé. El Mulo es un sutil hijo de perra, y es posible que sólo pretenda ganarse a los trabajadores. Si Seldon, con toda su psicohistoria, no pudo descubrirlo, no voy a intentarlo yo. Pero usted lleva ropas de obrero. Esto sugiere algo, ¿no cree?

—Yo no soy un trabajador especializado.

—Ha seguido un curso militar sobre cuestiones atómicas, ¿verdad?

—Desde luego.

—Eso basta. La Compañía de Cojinetes de Campo Atómico tiene su sede aquí, en la ciudad. Los sinvergüenzas que dirigían la fábrica para Indbur siguen dirigiéndola… para el Mulo. No harán preguntas mientras necesiten más obreros para elevar la producción. Le darán una tarjeta de identidad y usted puede solicitar una habitación en el distrito residencial de la corporación. Podría empezar en seguida.

De esta forma, el capitán Han Pritcher de la flota nacional se convirtió en el especialista en escudos Lo Moro, del Taller 45 de la Compañía de Cojinetes de Campo Atómico. Y de un agente de Inteligencia descendió en la escala social a «conspirador», profesión que algunos meses más tarde le llevó a lo que había sido el jardín particular de Indbur.

En el jardín, el capitán Pritcher consultó el radiómetro que llevaba en la palma de la mano. El campo interior de advertencia todavía funcionaba, por lo que se detuvo a esperar. A la bomba atómica que guardaba en la boca le quedaba media hora de vida.

La movió nerviosamente con la lengua.

El radiómetro se apagó, y el capitán avanzó con paso rápido.

Hasta aquel momento todo se había desarrollado a la perfección.

Reflexionó, intentando mantener la cabeza fría, y comprendió que la vida de la bomba atómica era también la suya; que su muerte significaba la suya propia… y la del Mulo.

Entonces llegaría al momento crucial de su guerra privada de cuatro meses; una guerra que había comenzado con la huida y acabado en una fábrica de Newton…

Durante dos meses, el capitán Pritcher llevó delantales de plomo y pesadas mascarillas, hasta que de su aspecto exterior no quedó rastro que delatara su profesión militar. Era un obrero que recibía su salario, pasaba las veladas en la ciudad y jamás hablaba de política.

Durante dos meses no vio a Zorro.

Y entonces, un día, un hombre se deslizó junto a su banco y le metió un trozo de papel en el bolsillo. En él estaba escrita la palabra «Zorro». Lo tiró a la cámara atómica, donde se desvaneció en humo invisible y aumentó la energía en un milimicrovoltio, y volvió a su trabajo.

Aquella noche fue a casa de Zorro y participó en un juego de cartas con dos hombres a los que sólo conocía de oídas y con otro al que conocía por el nombre y el rostro.

Mientras jugaban a las cartas y se repartían fichas, hablaron. El capitán dijo:

—Es un error fundamental. Ustedes viven en el pasado. Durante ochenta años nuestra organización ha estado esperando el exacto momento histórico. Nos cegó la psicohistoria de Seldon, una de cuyas primeras proposiciones es que el individuo no cuenta, no hace la historia, y los complejos factores sociales y económicos le desbordan, le convierten en una marioneta. —Ordenó sus cartas con esmero, calculó su valor y, mientras dejaba una ficha encima de la mesa, añadió—: ¿Por qué no matar al Mulo?

—¿Y de qué serviría hacerlo? —preguntó con fiereza el hombre que tenía a su izquierda.

—Ya lo ven —repuso el capitán, deshaciéndose de dos cartas—; ésta es la actitud. ¿Qué es un hombre… entre trillones? La Galaxia no dejará de girar porque un hombre muera. Pero el Mulo no es un hombre, es un mutante. Ya ha interferido con los planes de Seldon, y si se detienen a analizar las implicaciones, comprenderán que él, un solo hombre, un mutante, ha trastocado toda la psicohistoria de Seldon. Si no hubiera vivido, la Fundación no habría sido derrotada. Si dejase de vivir, la Fundación resurgiría. Ya saben que los demócratas han luchado secretamente contra los alcaldes y los comerciantes durante ochenta años. Intentemos el asesinato.

—¿Cómo? —intervino Zorro con frío sentido común. El capitán respondió con lentitud:

—He pensado en ello durante tres meses sin encontrar la solución. Al llegar aquí la he hallado en cinco minutos. —Miró brevemente al hombre que tenía a su derecha, de rostro sonriente, rosado y ancho como un melón—. Usted fue chambelán del alcalde Indbur. No sabía que estuviera en la resistencia.

—Yo tampoco sabía que usted estaba en ella.

—Pues bien; como chambelán, usted comprobaba periódicamente el funcionamiento del sistema de alarma del palacio.

—En efecto.

—Y ahora el palacio está ocupado por el Mulo.

—Así se nos ha anunciado… aunque es un conquistador modesto que no hace discursos, ni proclamaciones, ni apariciones en público.

—Eso son detalles que no cambian nada. Usted, querido ex chambelán, es todo cuanto necesitamos. —Mostraron las cartas y Zorro recogió las apuestas. Repartió los naipes con parsimonia.

El hombre que había sido chambelán recogió sus cartas una por una.

—Lo lamento, capitán. Yo comprobaba el sistema de alarma, pero era una rutina. No lo conozco en absoluto.

—Ya me lo esperaba, pero en su mente existe el recuerdo de los mandos, y podemos ahondar en ella lo suficiente… con una sonda psíquica.

El rostro rubicundo del ex chambelán palideció repentinamente. Sus puños arrugaron los naipes que sostenían.

—¿Una sonda psíquica?

—No se preocupe —dijo con sequedad el capitán—, sé utilizarla. No le perjudicará, aparte de dejarlo un poco debilitado durante algunos días. Y en el caso de que le perjudicase, se trata de un riesgo que ha de correr y un precio que ha de pagar. No hay duda de que entre nosotros se encuentran quienes por los controles de la alarma sabrían determinar las combinaciones de la longitud de onda. Hay hombres de la resistencia que podrían fabricar una pequeña bomba de relojería, y yo mismo la llevaría hasta el Mulo.

Los presentes se apiñaron en torno a la mesa, y el capitán continuó:

—En un día determinado estallará un motín en la ciudad de Terminus, en las proximidades del palacio. No habrá lucha, sólo un alboroto, tras el cual todos huirán. Lo importante es atraer a la guardia del palacio, o, por lo menos, distraerla…

Desde aquel día se iniciaron los preparativos, que duraron un mes, y el capitán Han Pritcher de la flota nacional dejó de ser «conspirador» para descender aún más en la escala social y convertirse en «asesino».

El capitán Pritcher, asesino, se encontraba en el mismo palacio, y estaba muy satisfecho de sus dotes de deducción. Un completo sistema de alarma en el exterior significaba una guardia reducida en el interior. En este caso quería decir que no había ni un solo guardia.

El plano del palacio estaba claro en su mente. Era como una sombra deslizándose por la rampa alfombrada. Cuando llegó arriba, se aplastó contra la pared y esperó.

Tenia ante sí la pequeña puerta cerrada de una habitación privada. Tras aquella puerta debía estar el mutante que había vencido lo invencible. Llegaba temprano: la bomba aún tenía diez minutos de vida. Cinco de ellos pasaron, y ningún sonido turbó el silencio absoluto.

Al Mulo le quedaban cinco minutos de vida: así lo calculaba el capitán.

Avanzó guiado por un repentino impulso. El complot ya no podía fallar. Cuando la bomba explotase, estallaría el palacio, todo el palacio. Traspasar una puerta, recorrer diez metros, no era nada. Pero quería ver al Mulo antes de morir con él.

En un último e insolente gesto, aporreó la puerta…

Ésta se abrió y dejó pasar una luz cegadora.

El capitán Pritcher se tambaleó, pero en seguida se repuso. El hombre solemne que se hallaba en el centro de la habitación, bajo una pecera suspendida del techo, le miró con expresión amable.

Su uniforme era negro por entero. Tocó la pecera redonda con un ademán ausente, y ésta se tambaleó con violencia, obligando a los peces de escamas anaranjadas y rojas a nadar con frenesí de un lado para otro.

El hombre dijo:

—¡Adelante, capitán!

La lengua temblorosa del capitán tuvo la impresión de que el pequeño globo de metal se hinchaba peligrosamente; una imposibilidad física, como sabía el capitán. Pero estaba en el último minuto de su vida.

El hombre uniformado observó:

—Sería mejor que escupiera esa necia píldora para poder hablar. No estallará.

El minuto pasó, y con un movimiento lento y cansado el capitán inclinó la cabeza y dejó caer el globo plateado en la palma de su mano. Con enérgica fuerza lo lanzó contra la pared. Rebotó con un pequeño y agudo sonido, resplandeciendo inofensivamente en su trayectoria.

El hombre uniformado se encogió de hombros.

—Bueno, olvidémosla. En cualquier caso, no le hubiera servido de nada, capitán. Yo no soy el Mulo. Tendrá que contentarse con su virrey.

—¿Cómo lo sabía usted? —murmuró torpemente el capitán.

—La culpa es de un eficiente sistema de contraespionaje. Conozco todos los nombres de su pequeña pandilla y cada uno de sus planes…

—¿Y nos ha dejado llegar tan lejos?

—¿Por qué no? Uno de mis principales objetivos aquí era encontrarlo a usted y a algunos más. En particular a usted. Podría haberlo atrapado hace algunos meses, cuando aún era un obrero de la fábrica de Newton, pero esto es mucho mejor. De no haber sugerido usted las principales directrices del complot, uno de mis propios hombres lo hubiera hecho por ustedes. El resultado es muy espectacular y bastante cómico.

El capitán mostraba dureza en su mirada.

—Yo también lo creo así. ¿Ha terminado todo ahora?

—Acaba de empezar. Venga, capitán, tome asiento. Dejemos las heroicidades a los insensatos que se impresionan por ellas. Capitán, usted es un hombre capaz. De acuerdo con mi información, usted fue el primer hombre de la Fundación que reconoció el poder del Mulo. Desde entonces se ha interesado con bastante osadía por la juventud del Mulo. Usted fue uno de los que raptaron al bufón del Mulo, a quien, por cierto, aún no se ha encontrado, y por el que se pagará una espléndida recompensa. Reconocemos sus aptitudes, por supuesto, y el Mulo no es alguien que tema la capacidad de sus enemigos, siempre que pueda convertirlos en sus nuevos amigos.

—¿Es eso lo que pretende? ¡Oh, no!

—¡Oh, sí! Es el objetivo de la comedia de esta noche. Usted es un hombre inteligente, y, sin embargo, sus pequeñas conspiraciones contra el Mulo fallan desastrosamente. Apenas puede calificarlas de conspiración. ¿Forma parte de su adiestramiento militar perder naves en acciones imposibles?

—Primero habría que admitir que son imposibles.

—Se hará —le aseguró suavemente el virrey—. El Mulo ha conquistado la Fundación, y la está convirtiendo a marchas forzadas en un arsenal para el cumplimiento de sus objetivos más importantes.

—¿Cuáles son esos objetivos?

—La conquista de toda la Galaxia. La reunión de todos los mundos dispersos en un nuevo Imperio. El cumplimiento, obtuso patriota, del sueño de su propio Seldon, setecientos años antes de lo que estaba previsto. Y en este cumplimiento, usted puede ayudarnos.

—Puedo, indudablemente. Pero también, indudablemente, no lo haré.

—Tengo entendido —replicó el virrey— que solamente tres de los mundos comerciantes independientes continúan resistiendo. No lo harán durante mucho más tiempo; será el último reducto de la Fundación. Usted resiste todavía.

—Sí.

—Sin embargo, no lo seguirá haciendo. Un colaborador voluntario sería el más eficiente, pero la otra clase de colaborador también servirá. Por desgracia, el Mulo está ausente; dirige la lucha, como siempre, contra los comerciantes que aún resisten. Pero no tendrá usted que esperar mucho.

—¿Para qué?

—Para su conversión.

—El Mulo —contestó glacialmente el capitán— descubrirá que eso está más allá de sus fuerzas.

—Se equivoca. Yo no lo estuve. ¿No me reconoce? Vamos, usted ha estado en Kalgan, de modo que debió verme. Usaba monóculo, una capa escarlata orlada de piel, un gorro muy alto…

El capitán se puso rígido por la consternación.

—Usted era el caudillo de Kalgan.

—Sí. Y ahora soy el leal virrey del Mulo. Como ve, es muy persuasivo.

21 Interludio en el espacio

El bloqueo fue atravesado con éxito. En el vasto volumen del espacio, ni todas las armadas que habían existido jamás podrían mantener de forma indefinida la guardia en tan apretada proximidad. Basta con una sola nave, un piloto habilidoso y un mínimo de suerte para que proliferen los agujeros.

Con la cabeza fría y suma atención, Toran pilotaba la nave quejumbrosa desde la órbita de una estrella a otra. Si bien la proximidad de una masa tan enorme convertía los saltos interestelares en una actividad errática y complicada, no era menos cierto que también los instrumentos de detección del enemigo resultaban inútiles, si no por completo, al menos en parte.

Superado ya el entramado de naves, también quedaba atrás la esfera interior del espacio muerto, a través de cuyo subéter bloqueado no podía viajar ningún mensaje. Por primera vez en más de tres meses, Toran no se sintió aislado.

Hubo de transcurrir una semana antes de que los noticiarios del enemigo giraran en torno a algo más que los monótonos detalles autocomplacientes del control que no dejaba de estrecharse sobre la Fundación. Fue una semana durante la cual el mercante acorazado de Toran llegó veloz de la Periferia, encadenando un salto apresurado tras otro.

Ebling Mis llamó a la sala de mandos; Toran parpadeó y levantó la cabeza de las cartas de navegación.

—¿Qué sucede? —Toran bajó a la pequeña cámara central que Bayta, como no podía ser de otro modo, había convertido en sala de estar.

Mis sacudió la cabeza.

—Que me aspen si lo sé. Los periodistas del Mulo anuncian la emisión de un boletín especial. Pensé que te gustaría enterarte.

—Ya puestos. ¿Dónde está Bayta?

—En el comedor, preparando la mesa y eligiendo el menú… o algún perifollo por el estilo.

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