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Segunda parte: El Mulo » El final de la búsqueda

Toran se sentó en el catre que servia de cama para Magnífico, y esperó. La rutina propagandística de los «boletines especiales» del Mulo adolecía de una monotonía que los volvía indistinguibles unos de otros. Primero la música marcial, seguida de la ampulosa zalamería del anunciante.

Las noticias más triviales precedían a las de mayor calado, desgranándose con infinita paciencia. Después, el intermedio. Por último, las trompetas y la creciente trepidación hasta alcanzar el clímax.

Toran lo soportó todo con estoicismo. Mis masculló para sus adentros.

El presentador desembuchó, en la fraseología convencional de los corresponsales de guerra, las untuosas palabras que traducían en sonido el metal fundido y la carne abrasada de una batalla en el espacio.

—Veloces escuadrones de cruceros, a las órdenes del teniente general Sammin, responden hoy con contundencia a las tropas de combate procedentes de Iss… —El semblante del orador, calculadamente hierático en la pantalla, se fundió con el negro de un espacio surcado por los veloces enjambres de naves que se encabritaban en el vacío enzarzadas en feroz batalla. La voz continuó en medio del silencio atronador—: La acción más espectacular de la batalla fue el duelo del crucero pesado Cúmulo con tres naves enemigas de la clase Nova…

La vista de la pantalla viró y se enfocó. Una gran nave chisporroteó mientras uno de los frenéticos agresores emitía un fulgor cegador, se desenfocaba retorciéndose, reaparecía y embestía. El Cúmulo se inclinó con ferocidad y sobrevivió al impacto de refilón que repelió al atacante con un rebote vertiginoso.

El monocorde discurso desapasionado del locutor se prolongó hasta el último golpe y la última mole.

Pausa, seguida de otra voz y de una imagen casi idéntica de la batalla que se estaba librando frente a Mnemon, con la novedad añadida de la prolija descripción de un aterrizaje fugaz, el atisbo de una ciudad arrasada, prisioneros hacinados y ojerosos, y a despegar otra vez.

A Mnemon no le quedaba mucho.

Otra pausa, seguida en esta ocasión de la estruendosa fanfarria de trompetas que cabía esperar. La pantalla enmarcaba un largo pasillo, jalonado por un impresionante despliegue de soldados, por el que el portavoz del gobierno vestido con el uniforme de consejero caminaba a grandes zancadas.

El silencio era opresivo.

La voz que sonó al fin era solemne, medida e implacable:

—Por orden de nuestro soberano, se anuncia que el planeta Haven, hasta ahora en oposición bélica a su voluntad, se ha sometido a la aceptación de la derrota. En este momento, las fuerzas de nuestro soberano están ocupando el planeta. La oposición era dispersa y descoordinada, y no ha tardado en ser aplastada.

La escena se fundió, y el locutor original regresó para anunciar con gesto imperioso que continuarían retransmitiendo los hechos conforme se sucedieran.

Cuando se reanudó la música de baile, Ebling Mis activó el escudo que cortaba la corriente.

Toran se levantó y se alejó con paso vacilante, sin pronunciar palabra. El psicólogo no intentó detenerlo.

Cuando Bayta salió de la cocina, Mis le indicó que guardara silencio.

—Han tomado Haven —dijo.

—¿Ya? —preguntó Bayta, con los ojos abiertos de par en par, rebosantes de incredulidad.

—Sin una pelea. Sin una incalificable… —Mis se dominó. Tragó saliva con dificultad—. Será mejor que dejes solo a Toran. Está intentando encajarlo. ¿Por qué no empezamos a comer sin él?

Bayta volvió a mirar en dirección a la sala de mandos, pero se giró y dijo, impotente:

—Está bien.

Magnífico se había sentado a la mesa sin que nadie lo viera. Sin comer ni beber, se limitaba a mirar fijamente al frente, presa de un pavor concentrado que parecía exprimir toda la vitalidad de su cuerpo enflaquecido.

Ebling Mis jugueteó distraídamente con su postre de frutas escarchadas y dijo, con aspereza:

—Dos mundos comerciantes combaten. Luchan, sangran y mueren, y aun así no se rinden. Sólo en Haven… igual que en la Fundación…

—¿Pero por qué? ¿Por qué?

El psicólogo sacudió la cabeza.

—Está relacionado con todo el problema. Todas las facetas, por extrañas que parezcan, evidencian la naturaleza del Mulo. Primero está la cuestión de cómo consiguió conquistar la Fundación sin apenas derramamiento de sangre y prácticamente de un plumazo, mientras los mundos comerciantes independientes resistían. La paralización de las reacciones atómicas fue un arma insignificante… hemos discutido al respecto hasta la saciedad… y sólo surtió efecto en la Fundación.

»Randu sugirió —Ebling enarcó las cejas pobladas— que podría haberse tratado de una radiación depresora de la voluntad. Es lo que podría haber utilizado en Haven. Pero, en tal caso, ¿por qué no emplearlo también en Mnemon y en Iss, que estos momentos se debaten con tal intensidad que se necesita la mitad de la flota de la Fundación, además de las fuerzas del Mulo, para doblegarlos? Sí, he reconocido naves de la Fundación en el ataque.

—Primero la Fundación —susurró Bayta—, y después Haven. Es como si el desastre nos siguiera pisándonos los talones, pero sin llegar a tocarnos. Es como si siempre consiguiéramos escapar por los pelos. ¿Durará eternamente?

Ebling Mis no la escuchaba. Continuó argumentando consigo mismo.

—Sin embargo, existe otro problema… otro problema. Bayta, ¿recuerdas la noticia de que el bufón del Mulo no había sido encontrado en Terminus, que sospechaban que se había refugiado en Haven, o que sus secuestradores lo habían llevado hasta allí? Le conceden una importancia, Bayta, que no disminuye, y todavía no hemos averiguado por qué. Magnífico debe de poseer algún tipo de información que podría ser fatal para el Mulo. Estoy convencido de ello.

Magnifico palideció y protestó, tartamudeando:

—Señor… noble señor… le juro que comprender sus deseos escapa a mis modestas facultades. Ya le he contado lo que sé hasta los últimos limites, y merced a su sonda ha extraído de mi magro intelecto todo aquello que sabía, sin saber que lo sabía.

—Lo sé… lo sé. Se trata de algo minúsculo, de un indicio tan insignificante que ni tú ni yo podemos reconocerlo por lo que es. Sin embargo, debo encontrarlo, pues Mnemon e Iss no tardarán en caer, y cuando eso ocurra, seremos los últimos restos, los últimos posos de la Fundación independiente.

La distancia que separa a las estrellas comienza a minimizarse cuando se penetra en el corazón de la Galaxia. Los campos gravitacionales empiezan a solaparse con tanta intensidad que las perturbaciones introducidas en los saltos interestelares ya no pueden seguir desestimándose.

Toran se percató de ello cuando uno de los saltos plantó su nave ante el resplandor incontenible de una gigante roja que los atenazó con ferocidad. Una tenaza que sólo consiguió aflojarse, primero, y romperse por fin, tras doce horas de insomnio y congoja.

Armado con unas cartas de navegación de utilidad limitada y una experiencia aún por desarrollar, tanto a nivel operacional como matemático, Toran se resignó a pasar los días venideros calculando su trayectoria con suma atención entre un salto y otro.

El proyecto adquirió una suerte de carácter comunitario. Ebling Mis se encargaba de revisar las matemáticas de Toran mientras Bayta sometía a examen las posibles rutas, valiéndose para ello de un amplio abanico de métodos generalizados para encontrar soluciones prácticas. Incluso Magnífico recibió el cometido de introducir computaciones de rutina en la máquina calculadora, un tipo de trabajo que, una vez explicado, se convirtió en una inefable fuente de diversión para él y para el que demostró ser sorprendentemente apto.

De modo que a finales de mes, según sus estimaciones, a Bayta le fue posible discernir la sinuosa linea roja que se abría paso a través del modelo tridimensional de a bordo de la lente galáctica hasta su centro.

—¿Sabes lo que parece? —observó con satírico regocijo—. Parece una lombriz de tres metros de largo aquejada de un caso agudo de indigestión. Al final volverás a dejarnos en Haven.

—Eso es lo que haré —refunfuñó Toran, mientras sacudía el mapa con ferocidad—, como no cierres el pico.

—Dicho lo cual —continuó Bayta—, lo más probable es que exista una ruta que se extienda justo a través, tan recta como un meridiano de longitud.

—¿Sí? Bueno, para empezar, cabeza de chorlito, seguro que hicieron falta quinientas naves y otros tantos años de ensayo y error para calcular esa ruta, y mis piojosas cartas de medio crédito no la contemplan. Además, tal vez convenga evitar esos atajos. Deben de estar atestados de naves. Por no hablar…

—Ay, por el amor de la Galaxia, deja ya de decir tonterías y de darte esos aires de indignación. —Le enredó los dedos en el pelo.

—¡Ouch! ¡Suelta! —Toran le agarró las muñecas y tiró hacia abajo, ante lo cual Bayta, la silla y él dieron en el suelo convertidos en un terceto desmadejado. El rifirrafe degeneró en un jadeante tira y afloja, compuesto en su mayor parte de risitas estranguladas y multitud de golpes bajos.

Toran se soltó ante la inopinada aparición de un Magnífico sin resuello.

—¿Qué ocurre?

Las mismas arrugas de preocupación que fruncían el rostro del bufón atirantaban la piel pálida sobre el enorme puente de su nariz.

—Los instrumentos se comportan de forma extraña, señor. Hasta donde alcanza mi ignorancia, no he tocado nada…

Dos segundos después, Toran entraba en la sala de mandos.

—Despierta a Ebling Mis —ordenó con voz queda a Magnífico—. Dile que baje.

Dirigiéndose a Bayta, que intentaba imponer a sus cabellos un remedo de decoro con la sola ayuda de sus dedos, añadió:

—Nos han detectado, Bay.

—¿Detectado? —Bayta dejó caer los brazos—. ¿Quién?

—Sabe la Galaxia —masculló Toran—, pero me imagino que alguien cuyos desintegradores deben de estar apuntándonos en estos momentos.

Se sentó mientras, en voz baja, comenzaba a enviar el código de identificación de la nave al subéter.

Cuando llegó Ebling Mis, en albornoz y legañoso, Toran anunció con un laconismo teñido de desesperación:

—Al parecer estamos dentro de los límites de un pequeño reino interior que responde al nombre de la Autarquía de Filia.

—No lo había oído en mi vida —dijo secamente Mis.

—Bueno, yo tampoco —replicó Toran—, pero eso no impide que una nave filiana nos haya dado el alto, y no sé qué es lo que quieren de nosotros.

El capitán inspector de la nave filiana subió a bordo con seis hombres armados pisándole los talones. Era bajito, tenia el pelo ralo, los labios muy finos y la piel seca. Se sentó con una tos y abrió de golpe el infolio que llevaba bajo el brazo por una hoja en blanco.

—Pasaportes y permisos de la nave, si son tan amables.

—No tenemos ninguno —fue la respuesta de Toran.

—Conque no, ¿eh? —El hombre agarró el micrófono que colgaba de su cinturón y recitó rápidamente—: Tres hombres y una mujer. Sin papeles en regla. —Acompañó sus palabras de una anotación en su infolio—. ¿De dónde proceden?

—De Siwenna —contestó Toran, con cautela.

—¿Dónde está eso?

—A treinta mil pársecs, ochenta grados al oeste de Trantor, cuarenta grados…

—Déjelo, no tiene importancia. —Toran vio que su inquisidor había apuntado: «Lugar de origen: la Periferia».

—¿Adónde se dirigen? —continuó el filiano.

—Al sector de Trantor —dijo Toran.

—¿Con qué motivo?

—Viaje de placer.

—¿Transportan alguna mercancía?

—No.

—Hm-m-m. Eso habrá que comprobarlo. —Un mero cabeceo por su parte bastó para que dos de los hombres que lo acompañaban se pusieran en marcha. Toran no hizo ademán de interferir—. ¿Qué los trae a territorio filiano? —Un destello poco amigable iluminó los ojos del inspector.

—No sabíamos dónde estábamos. Nuestra carta de navegación deja mucho que desear.

—Circunstancia que les acarreará un desembolso de cien créditos… a los que habrá que sumar, como es lógico, el recargo habitual por los aranceles, etcétera.

Volvió a dirigirse al micrófono, aunque en esta ocasión escuchó más que habló. De nuevo para Toran, preguntó:

—¿Sabe usted algo de tecnología atómica?

—Un poco —respondió Toran, con reservas.

—¿Sí? —El filiano cerró el infolio y añadió—: Las gentes de la Periferia gozan de cierta reputación en ese sentido. Póngase un traje y venga conmigo.

Bayta dio un paso al frente.

—¿Qué van a hacer con él?

Tras apartarla con delicadeza, Toran preguntó plácidamente:

—¿Adónde quiere que vaya?

—A nuestra planta de energía le vendrían bien unos pequeños ajustes. Lo acompañará él. —Apuntó con un dedo directamente en dirección a un atemorizado Magnífico, cuyos ojos castaños se abrieron de par en par.

—¿Qué pinta él en todo esto? —repuso con fiereza Toran.

El oficial le dirigió una mirada glacial.

—Se me ha informado de la actividad de piratas en los alrededores. La descripción de uno de los bellacos reconocidos concuerda en parte. Se trata de un mero proceso de identificación de rutina.

Toran titubeó, pero seis hombres armados con otros tantos desintegradores pueden ser muy persuasivos. Sacó los trajes de la taquilla.

Una hora después, enderezó el espinazo en las entrañas de la nave filiana y protestó:

—A los motores no les pasa nada, que yo sepa. Las barras ómnibus están en perfecto estado, las mangueras de alimentación funcionan correctamente y el análisis de reacción es positivo. ¿Quién está al mando?

—Yo —respondió tímidamente el jefe de ingenieros.

—Buenos, pues sáqueme de aquí.

Lo condujeron al nivel de los oficiales, y una vez allí, a la pequeña antesala cuyo único ocupante era un alférez apático.

—¿Dónde está el hombre que venía conmigo?

—Espere, por favor —le indicó el alférez.

Hubieron de transcurrir quince minutos antes de que trajeran a Magnífico.

—¿Qué te han hecho? —se apresuró a preguntar Toran.

—Nada. Nada en absoluto. —Magnífico subrayó sus palabras sacudiendo la cabeza.

Hicieron falta doscientos cincuenta créditos para satisfacer las demandas de Filia, cincuenta de los cuales se destinaron a acelerar su liberación, antes de que volvieran a surcar el espacio con total libertad.

—¿No nos merecemos ni una escolta? —bromeó Bayta, con una risita forzada—. ¿No van a mandamos al otro lado de sus fronteras de una patada, aunque sea metafórica?

A lo que Toran respondió, ceñudo:

—Ni esa nave era filiana, ni nos vamos a ninguna parte. Acercaos.

Se reunieron a su alrededor.

—Era una nave de la Fundación —continuó, empalidecido—, tripulada por hombres del Mulo.

Ebling se agachó para recoger el puro que se le había caído.

—¿Aquí? —dijo—. Pero si nos encontramos a treinta mil pársecs de la Fundación.

—Ni más ni menos. ¿Qué les impide hacer el mismo trayecto? Por la Galaxia, Ebling, ¿se cree que no sé distinguir una nave de otra? He visto sus máquinas, no necesito más pruebas. Le aseguro que era un motor de la Fundación en una nave de la Fundación.

—¿Y cómo han llegado hasta aquí? —inquirió Bayta, en un rapto de lógica—. ¿Qué probabilidad hay de que dos naves se encuentren al azar en medio del espacio?

—¿Y qué tiene que ver lo uno con lo otro? —se acaloró Toran—. Eso sólo demuestra que nos estaban siguiendo.

—¿Siguiendo? —repitió Bayta—. ¿Por el hiperespacio?

—Sería posible —terció Ebling Mis, con reservas—, siempre y cuando se tratara de una nave excepcional con un piloto a la altura. Pero la posibilidad no me impresiona.

—No me he molestado en borrar nuestras huellas —se empecinó Toran—. Me he limitado a acelerar en línea recta. Hasta un ciego podría haber calculado nuestra ruta.

—¡Y una centella! —exclamó Bayta—. Saltando de la manera en que lo estás haciendo, al tuntún, observar nuestra dirección inicial no serviría de nada. Más de una vez hemos salido del salto con la popa por delante.

—Malgastamos el tiempo —se encrespó Toran, rechinando los dientes—. Es una nave de la Fundación dirigida por el Mulo. Nos ha detenido. Nos ha registrado. Nos han tenido como rehenes a Magnífico y a mí, separados, para cerraros la boca en caso de que sospecharais algo. Y la vamos a barrer del espacio ahora mismo.

—Quieto ahí. —Ebling Mis le echó el guante—. ¿Vas a arriesgarte a destruirnos por una nave que te parece que podría pertenecer al enemigo? Piensa, hombre, ¿crees que esos imbornales nos perseguirían por una ruta imposible a través de media cochina Galaxia tan sólo para echamos un vistazo y dejarnos marchar?

—Todavía les interesa nuestro destino.

—En tal caso, ¿qué sentido tendría interceptarnos y ponernos en guardia? O una cosa o la otra, no puedes tenerlo todo.

—Tendré lo que me apetezca. Suéltame, Ebling, si no quieres que te suelte un guantazo.

Magnífico, que llevaba todo este tiempo haciendo equilibrios en su silla favorita, se inclinó hacia delante con las portentosas aletas de la nariz dilatadas por la emoción.

—Disculpen la intromisión, pero una idea disparatada se empeña en rondarme la atribulada cabeza.

Bayta se anticipó al gesto de irritación de Toran y sumó su presa a la de Ebling.

—Adelante, Magnífico, habla. Te escucharemos con suma atención.

—Durante mi estancia en la nave —comenzó Magnífico—, sobrevino a mi mermado intelecto un espanto estremecedor que me dejó entre patidifuso y pasmado. A fuer de sincero, casi todo lo que sucedió se ha borrado de mi recuerdo. Personas que me observaban, varias de ellas, y conversaciones ininteligibles. Hacia el final, empero… como un rayo de sol que despuntara entre un banco de nubes… discerní un rostro conocido. Fue fugaz, un mero atisbo, y sin embargo en mi memoria reluce y resplandece cada vez más.

—¿Quién era? —quiso saber Toran.

—Aquel capitán que estuvo con nosotros hace ya tiempo, cuando me rescató usted de la esclavitud.

Saltaba a la vista que la intención de Magnífico era causar un gran efecto, y la sonrisa de deleite que asomó bajo su enorme nariz demostraba que se sentía complacido con el éxito de sus intenciones.

—¿El capitán… Han… Pritcher? —preguntó Mis, ceñudo—. ¿Seguro por completo?

—Señor, se lo juro. —El bufón apoyó una mano huesuda en su pecho hundido—. Defendería la veracidad de mi afirmación ante el mismísimo Mulo, y estaría dispuesto a jurarlo en su presencia aunque él pusiera todo su empeño en negarlo.

—Entonces —murmuró Bayta, anonadada—, ¿qué significa todo esto?

El bufón se giró hacia ella con expresión preocupada.

—Mi señora, tengo una teoría. Se me ocurrió de repente, como si el espíritu galáctico la hubiera plantado con suavidad en mi mente. —Levantó la voz al oír como Toran empezaba a protestar—. Mi señora —continuó, dirigiéndose en exclusiva a Bayta—, si ese capitán hubiera huido con una nave, al igual que nosotros, si se hubiera embarcado en un viaje con un propósito determinado, también como nosotros, y se hubiera tropezado con nosotros de improviso… lo más probable sería que sospechara que estábamos persiguiéndolo, del mismo modo que nosotros hemos sospechado de él. ¿Sería entonces tan extraño que organizara esa farsa para introducirse en nuestra nave?

—¿Pero por qué nos ha conducido a su nave? —replicó Toran—. No tiene sentido.

—Al contrario, sí que lo tiene —insistió el bufón, inspirado—. Envió un subordinado que no nos conocía, pero que le describió nuestra apariencia por micrófono. La descripción de mi humilde persona debió de despertar recuerdos en el capitán, pues son pocas las almas en esta Galaxia cuya delgadez pueda compararse a la mía. Fui yo quien corroboró la identidad de todos ustedes.

—Entonces… ¿va a permitir que nos vayamos?

—¿Qué sabemos nosotros de su misión o de su secreto? Nos ha espiado y ha comprobado que no somos enemigos. En tal caso, ¿para qué poner en peligro su plan con complicaciones innecesarias?

—No seas terco, Toran —dijo Bayta, despacio—. Eso lo explicaría todo.

—No es tan descabellado —convino Mis.

Toran se veía impotente ante aquella resistencia conjunta. Había algo en los argumentos del bufón que no le convencía, había algo que no encajaba. Pero se sentía desconcertado y, sin poder evitarlo, su cólera remitió.

—Por un momento —murmuró—, pensé que teníamos ante nuestros ojos una de las naves del Mulo.

El dolor que le producía la pérdida de Haven le empañó la mirada.

Todos lo comprendieron.

22 Muerte en NeoTrantor

NEOTRANTOR: El pequeño planeta de Delicass, rebautizado tras el Gran Saqueo, sirvió de sede durante casi todo un siglo a la última dinastía del Primer Imperio. Se trataba de un mundo simbólico y un Imperio simbólico, y la relevancia de su existencia es meramente legalista. Durante la primera de las dinastías neotrantorianas […]

ENCICLOPEDIA GALÁCTICA

¡NeoTrantor era su nombre! ¡Nuevo Trantor! Mas una vez pronunciado su nombre se agotan de un plumazo todos los parecidos que pudiera guardar el nuevo Trantor con el majestuoso original. A dos pársecs de distancia, el sol del antiguo Trantor resplandecía aún, del mismo modo que la capital imperial de la Galaxia del siglo anterior todavía surcaba el espacio en la silenciosa y eterna repetición de su órbita.

Aún quedaban incluso habitantes en el antiguo Trantor. No muchos, cien millones, tal vez, donde cincuenta años antes se congregaban cuarenta mil millones. El inmenso planeta metálico había quedado reducido a afiladas astillas. Las cumbres de las múltiples torres que sobresalían de la desnuda corteza del mundo se veían destrozadas y desiertas, acusaban aún los impactos de los cañones y las armas de fuego, de resultas del Gran Saqueo que había tenido lugar hacía cuarenta años.

Resultaba extraño que un mundo que había sido centro de la Galaxia durante milenios, que había gobernado sin limites el espacio y albergado a legisladores y gobernantes cuyos caprichos se medían por pársecs, pudiera sucumbir en el plazo de un solo mes. Resultaba extraño que un mundo que había salido indemne de los vastos movimientos de conquista y retirada de un milenio, e igualmente indemne de las guerras civiles y las revoluciones palaciegas de otro milenio, hubiera muerto al fin. Resultaba extraño que la joya de la Galaxia fuera un cadáver putrefacto.

Tan extraño como patético.

Porque aún habrían de pasar siglos antes de que las descomunales obras diseñadas por cincuenta generaciones de personas se convirtieran en inservibles. Si lo eran ahora se debía tan sólo a las mermadas facultades de esas mismas personas.

Los millones que quedaron arrancaron la reluciente base metálica del planeta y descubrieron un suelo que no había visto el sol en mil años.

Rodeados por las perfecciones mecánicas del esfuerzo humano, circundados por los portentos industriales de una humanidad que se había desembarazado de la tiranía del medio ambiente, volvieron a la tierra. En las inmensas áreas de aparcamiento crecían el trigo y el maíz. Las ovejas pastaban a la sombra de las torres.

Pero quedaba NeoTrantor; un planeta parecido a un humilde pueblo, sumergido en la sombra del poderoso Trantor, hasta que los miembros de una familia real, en su huida del fuego y las llamas del Gran Saqueo, buscaron en él su último refugio y lo convirtieron en su hogar hasta que el fragor de la rebelión amainase. Allí gobernaban, rodeados de fantasmal esplendor, los restos cadavéricos de un imperio.

Un Imperio Galáctico que se componía de veinte planetas agrícolas.

Dagoberto IX, rey de veinte mundos infestados de nobles rebeldes y campesinos sombríos, era el emperador de la Galaxia y supremo dueño del universo.

Dagoberto IX contaba veinticinco años de edad el aciago día en que llegó a NeoTrantor con su padre. La gloria y el poder del Imperio pervivían tanto en sus ojos como en su mente. Pero su hijo, quien algún día se conocería como Dagoberto X, había nacido en NeoTrantor.

Aquella veintena de mundos era todo cuanto conocía.

El aeromóvil descapotable de Jord Commason era el mejor vehículo de su clase que había en todo NeoTrantor; lo cual no tenía nada de extraño, después de todo. Pues Commason no solamente era el mayor terrateniente de NeoTrantor, sino que en tiempos pasados había sido el compañero y la mala influencia de un joven príncipe heredero que se rebelaba contra la autoridad de un emperador de mediana edad. Y ahora era el compañero y la mala influencia de un príncipe heredero de mediana edad que odiaba y ejercía su autoridad sobre un emperador anciano.

Jord Commason, montado en el coche aéreo con incrustaciones de nácar y adornos de oro que volvían innecesario un escudo de armas para identificar a su propietario, contemplaba las tierras y los kilómetros de campos de trigo que eran suyos, y las enormes trilladoras y segadoras que eran suyas, y los arrendatarios y jornaleros que eran suyos; y consideraba sus problemas con detenimiento.

Junto a él, su encorvado y envejecido chófer conducía el vehículo con suavidad entre las corrientes de aire más altas, risueño.

—¿Recuerdas lo que te dije, Inchney? —preguntó Jord Commason.

Los finos y grises cabellos de Inchney ondeaban al viento con delicadeza. Su sonrisa se acentuó, revelando una boca desdentada, y las arrugas verticales que le surcaban las mejillas se profundizaron como si guardase para sí un eterno secreto. El murmullo de su voz silbó entre sus escasos dientes:

—Lo recuerdo, señor, y he estado pensando al respecto.

—¿Y a qué conclusión has llegado, Inchney? —En la pregunta había un tono de impaciencia.

Inchney recordaba que había sido joven y apuesto, y un señor del antiguo Trantor. Inchney recordaba que era un desfigurado anciano en NeoTrantor, que vivía merced a la generosidad del noble Jord Commason, y que correspondía a dicha generosidad prestando su sutil ingenio cuando se lo solicitaban. Exhaló un delicado suspiro.

—Es muy conveniente, señor, tener visitantes de la Fundación. En especial, señor, si vienen en una sola nave y entre ellos sólo hay un hombre apto para la lucha. ¿Serán bien acogidos?

—¡Bien acogidos! —exclamó Commason, sombrío—. Tal vez. Pero esos hombres son magos y podrían resultar peligrosos.

—Bah —murmuró Inchney—, las brumas de la distancia ocultan la verdad. La Fundación es un simple mundo. Sus ciudadanos son simples personas. Si se les dispara, mueren.

Inchney mantuvo el rumbo. A sus pies, un río serpenteaba y emitía destellos plateados. Añadió:

— ¿No cuentan que ahora hay un hombre que conmueve los mundos de la Periferia?

De improviso, Commason adoptó una expresión suspicaz.

—¿Qué sabes tú de eso?

La sonrisa se desvaneció del rostro del chófer.

—Nada, mi señor. Era una pregunta ociosa.

La vacilación de Commason duró poco.

—Tus preguntas nunca son ociosas —declaró, con descarnada franqueza—, y esa forma que tienes de recabar información podría costarte el pescuezo. Pero te lo diré. Ese hombre recibe el nombre de Mulo, y uno de sus súbditos estuvo aquí hace unos meses por… un asunto de negocios. Ahora espero la visita de otro, para concluirlo.

—¿Y estos recién llegados? ¿Son acaso los que esperaba?

—Carecen de la identificación necesaria.

—Cuentan que la Fundación ha sido conquistada…

—Eso no me lo habrás oído decir a mi.

—Se ha corrido el rumor —continuó Inchney, sin inmutarse—, y de ser cierto, éstos podrían ser refugiados de la devastación a los que convendría retener por amistad al Mulo.

—¿Tú crees? —Commason titubeó.

—Además, señor, puesto que es bien sabido que el amigo del conquistador es la última victima, se trataría de un método de autodefensa perfectamente válido. Porque existe una cosa llamada sonda psíquica… y aquí tenemos cuatro cerebros de la Fundación. Hay muchos detalles acerca de la Fundación que sería útil conocer, y también acerca del Mulo. Y entonces la amistad del Mulo sería un poquito menos dominante…

Commason, en la quietud de la atmósfera, retomó su idea original con un estremecimiento.

—Pero si la Fundación no ha caído, si los rumores son falsos… Cuentan que se ha predicho que no puede caer.

—La época de los adivinos ya quedó atrás, mi señor.

—¿Pero y si no hubiera caído, Inchney? ¡Piénsalo! Si no hubiera caído… Es cierto que el Mulo me hizo promesas… —Había ido demasiado lejos, y retrocedió—: Mejor dicho, insinuó algo. Pero de la insinuación al hecho hay mucho trecho.

Inchney rio inaudiblemente.

—Desde luego que hay mucho trecho. No creo que haya peligro más lejano que una Fundación al extremo de la Galaxia.

—Además, está el príncipe —murmuró Commason, casi para sí.

—¿También trata con el Mulo, señor?

Commason no fue capaz de ocultar su expresión complaciente.

—No enteramente. No como yo. Pero se está volviendo más díscolo, más incontrolable. Tiene un demonio en su interior. Si yo detengo a esta gente y él se la lleva para su propio uso, porque no le falta cierta astucia, aún no estoy preparado para pelearme con él. —Frunció el ceño y sus gordas mejillas se distendieron en una mueca de disgusto.

—Ayer vi a esos extranjeros durante un momento —dijo el chófer sin venir a cuento—, y la mujer morena es muy extraña. Camina con la soltura de un hombre y su palidez contrasta notablemente con su oscura cabellera.

Había cierto ardor en el ronco murmullo de su voz, y Commason se volvió hacia él con repentina sorpresa.

—Creo que el príncipe —prosiguió Inchney— no encontraría desatinado un compromiso razonable. Usted podría quedarse con los otros si le dejara a la muchacha…

Commason se iluminó de alegría.

—¡Es una idea! ¡Es muy buena idea! ¡Inchney, vuelve atrás! Y si todo va bien, tú y yo discutiremos de nuevo la cuestión de tu libertad.

Con un sentido del simbolismo casi supersticioso, Commason encontró una cápsula personal esperándole en su estudio cuando regresó. Había llegado por una longitud de onda que pocos conocían. Commason sonrió con complacencia. El hombre del Mulo llegaría pronto, y la Fundación había caído realmente.

Los sueños nebulosos que Bayta había tenido de un palacio imperial no concordaban con la realidad, y en su interior sintió una vaga decepción. La habitación era pequeña, casi fea, casi ordinaria. El palacio ni siquiera podía compararse a la residencia del alcalde en la Fundación, y el propio Dagoberto IX…

Bayta tenía ideas definidas sobre el aspecto que debía tener un emperador. No debía parecer un abuelo benevolente. No debía ser delgado, canoso y arrugado… ni servir tazas de té con su propia mano como si estuviera ansioso por agradar a sus invitados.

Sin embargo, éste era así.

Dagoberto IX esbozó una sonrisa mientras servía el té a Bayta, que sostenía rígidamente la taza.

—Es un gran placer para mí, querida, disponer de un momento sin la presencia de cortesanos y sus ceremonias. Hace tiempo que no tenía la oportunidad de agasajar a visitantes de mis provincias exteriores. Ahora que soy viejo, mi hijo se ocupa de estos detalles. ¿No conocen a mi hijo? Es un muchacho estupendo, un poco testarudo quizá. Pero es que es joven. ¿Desea una cápsula aromatizada? ¿No?

Toran intentó una interrupción:

—Majestad Imperial…

—¿Sí?

—Majestad Imperial, no era nuestra intención imponeros…

—Tonterías, no me imponen nada. Esta noche será la recepción oficial, pero hasta entonces estamos libres. Veamos, ¿de dónde han dicho que proceden? Creo que no hemos tenido una recepción oficial durante mucho tiempo. ¿Han dicho que vienen de la provincia de Anacreonte?

—¡De la Fundación, Majestad Imperial!

—¡Ah, si!, la Fundación; ahora lo recuerdo. Pregunté dónde estaba; en la provincia de Anacreonte. Nunca he estado allí. Mi médico me prohíbe los viajes largos. No recuerdo ningún informe reciente de mi virrey de Anacreonte. ¿Cómo está la situación allí? —concluyó ansiosamente.

—Señor —murmuró Toran—, no os traigo ninguna queja.

—Excelente. Felicitaré a mi virrey.

Toran miró con impotencia a Ebling Mis, que alzó su brusca voz:

—Señor, nos han dicho que necesitaremos vuestro permiso para visitar la Biblioteca Universal de la Universidad de Trantor.

—¿Trantor? —inquirió con extrañeza el emperador—. ¿Trantor? —Una expresión de dolor cruzó su delgado rostro—. ¿Trantor? —murmuró—. Sí, ahora lo recuerdo. Estoy planeando volver allí con una escuadra de naves. Ustedes irán conmigo. Juntos destruiremos al rebelde Gilmer. ¡Juntos restauraremos el Imperio!

Enderezó su espalda curvada. Su voz había adquirido fuerza. Por un momento, su mirada fue dura. Entonces parpadeó y dijo en voz baja:

—Pero Gilmer ha muerto. Me parece recordar… ¡Sí, sí! ¡Gilmer ha muerto! Trantor también ha muerto… Por un instante pensé que… ¿De dónde han dicho que proceden?

Magnífico susurró a Bayta:

—¿Es realmente un emperador? Yo creía que los emperadores eran más grandes y más sabios que los hombres corrientes.

Bayta le indicó con una señal que callara. Intervino:

—Si Su Majestad Imperial firmase una orden que nos permitiera ir a Trantor, ayudaríamos mucho a la causa común.

—¿A Trantor? —El emperador vacilaba, sin comprender.

—Señor, el virrey de Anacreonte, en cuyo nombre hablamos, ha enviado la noticia de que Gilmer está vivo…

—¡Vivo! ¡Vivo! —exclamó Dagoberto—. ¿Dónde? ¡Significará la guerra!

—Majestad Imperial, aún no se puede divulgar. Su paradero es incierto. El virrey nos envía para comunicaros el hecho, y sólo en Trantor podremos encontrar su escondite. Cuando lo descubramos…

—Sí, sí… Hay que encontrarlo… —El anciano emperador fue tambaleándose hacia la pared y tocó la pequeña fotocélula con un dedo tembloroso. Murmuró, después de una pausa inútil—: Mis servidores no vienen. No puedo esperarlos.

Escribió en una hoja de papel y terminó con una «D» profusamente adornada. Dijo:

—Gilmer conocerá el poder de su emperador. ¿De dónde han dicho que vienen? ¿De Anacreonte? ¿Cuál es la situación allí? ¿Tiene poder el nombre del emperador?

Bayta tomó el papel de sus dedos inertes.

—Su Majestad Imperial es amado por el pueblo. Vuestro amor por todos es bien conocido.

—Tendré que visitar a mi buena gente de Anacreonte, pero mi médico dice… No recuerdo lo que dice, pero… —Levantó la vista, y sus ojos grises eran agudos—. ¿Decían algo de Gilmer?

—No, Majestad Imperial.

—No seguirá avanzando. Regresen y díganselo a su pueblo. ¡Trantor resistirá! Mi padre dirige ahora la flota, y el asqueroso rebelde de Gilmer se congelará en el espacio con su chusma regicida.

Se desplomó en un sillón y volvió a mirar con ojos ausentes.

—¿Qué estaba diciendo?

Toran se levantó e hizo una profunda reverencia.

—Su Majestad Imperial ha sido bondadoso con nosotros, pero ya ha pasado el tiempo concedido a nuestra audiencia…

Por un momento, Dagoberto IX pareció un verdadero emperador cuando se levantó y esperó, erguido, a que sus visitantes se retirasen uno a uno hacia la puerta, caminando hacia atrás…

… y entonces intervinieron veinte hombres armados, que formaron un círculo a su alrededor.

Un arma relampagueó…

Bayta recobró el conocimiento paulatinamente, pero carente de la sensación de no saber dónde estaba. Recordó claramente al extraño anciano que se llamaba a sí mismo emperador, y a los otros hombres que esperaban fuera. El temblor artrítico que sentía en las articulaciones de los dedos significaba que había sido el blanco de una pistola paralizante. Mantuvo los ojos cerrados y escuchó con atención las voces que apenas oía.

Había dos. Una era lenta y cautelosa, con una insidia que se ocultaba bajo su tono afable. La otra era ronca y espesa, como la de un borracho, y salía en viscosos chorros. A Bayta no le gustó ninguna de las dos.

La voz espesa predominaba. Bayta captó las últimas palabras:

—Ese viejo loco vivirá eternamente. Me fastidia. Commason, tengo que conseguirlo. Yo también envejezco.

—Alteza, veamos primero si esa gente puede sernos útil. Es posible que obtengamos fuentes de fuerza distintas de la que su padre aún retiene.

La voz espesa se perdió en un murmullo. Bayta sólo oyó las palabras «la chica», pero la otra voz complaciente se fundió en una carcajada seguida de una frase confidencial, casi de camarada:

—Dagoberto, usted no envejece. Miente quien diga que no es un jovencito de veinte años.

Se rieron juntos, y la sangre de Bayta se heló en sus venas. Dagoberto, alteza… El viejo emperador había hablado de un hijo testarudo, y la implicación de los susurros le resultó ahora de una alarmante claridad. Pero semejantes cosas no sucedían a la gente en la vida real…

Oyó de pronto la voz de Toran, que profería una lenta y dura maldición.

Abrió los ojos, y Toran, que la estaba mirando, expresó un inmenso alivio. Dijo con fiereza:

—¡Este acto de vandalismo será castigado por el emperador! ¡Soltadnos!

Bayta se dio cuenta de que sus muñecas y tobillos estaban fijos a la pared y al suelo por un intenso campo de atracción.

La voz espesa se acercó a Toran. El hombre era barrigudo, sus párpados estaban hinchados y sus cabellos eran escasos. Había una alegre pluma en su sombrero de pico, y en los bordes de su jubón lucía un bordado de espuma de metal plateada. Se burló con pérfida diversión.

—¿El emperador? ¿El pobre y loco emperador?

—Tengo su pase. Ningún súbdito puede entorpecer nuestra libertad.

—Pero yo no soy un súbdito, basura del espacio. Soy el regente y príncipe heredero, y tienes que hablarme como a tal. En cuanto al bobalicón de mi padre, le divierte tener visitas de vez en cuando, y nosotros le seguimos la corriente. Halaga su vanidad imperial. Pero, como es natural, la cosa carece de cualquier otro significado.

Entonces se plantó delante de Bayta, y ella alzó la vista con desdén. Se le acercó y ella notó que su aliento olía fuertemente a menta.

El hombre dijo:

—Tiene los ojos bonitos, Commason; es aún más hermosa cuando los abre. Creo que servirá. Será un manjar exótico para un paladar ahíto, ¿no crees?

Toran intentó fútilmente ponerse en pie, pero el príncipe heredero le ignoró. Bayta sintió que un escalofrío recorría todo su cuerpo. Ebling Mis continuaba inconsciente, con la cabeza colgando sobre el pecho, pero en cambio Magnífico, como Bayta comprobó con una sensación de sorpresa, tenía los ojos abiertos, muy abiertos, como si hubiera estado despierto desde hacía ya mucho rato. Sus grandes ojos marrones miraban a Bayta con fijeza, y entonces susurró, moviendo la cabeza en dirección del príncipe heredero:

—Ése tiene mi visi-sonor.

El príncipe heredero se volvió en redondo al oír la nueva voz.

—¿Esto es tuyo, monstruo?

Se descolgó el instrumento del hombro, donde lo había llevado suspendido por su correa verde sin que Bayta lo advirtiera. Lo palpó torpemente, intentó hacerlo sonar y no lo consiguió.

—¿Sabes tocarlo, monstruo?

Magnífico asintió una vez con la cabeza. Toran dijo de improviso:

—Han atacado una nave de la Fundación. Si su padre no nos venga, la Fundación lo hará.

El otro, Commason, contestó lentamente:

—¿Qué Fundación? ¿O es que el Mulo ya no es el Mulo?

No obtuvo respuesta a esta pregunta. La sonrisa del príncipe mostró unos dientes desiguales. El campo de atracción del bufón fue neutralizado, y le ayudaron a empujones a ponerse en pie. Con un golpe le colocaron el instrumento en las manos.

—Toca para nosotros, monstruo —ordenó el príncipe —. Toca una serenata de amor y de belleza para esta dama extranjera que tenemos aquí. Dile que la prisión de mi padre no es ningún palacio, pero que puedo llevarla a uno donde nadará en agua de rosas… y conocerá el amor de un príncipe.

Colocó un grueso muslo sobre la mesa de mármol y balanceó perezosamente una pierna, mientras su fatua y sonriente mirada llenaba a Bayta de silenciosa furia. Los músculos de Toran luchaban contra el campo de atracción, en un esfuerzo tremendo. Ebling Mis se movió y emitió un gemido.

Magnifico jadeó:

—Mis dedos están rígidos…

—¡Toca, monstruo! —rugió el príncipe. Las luces disminuyeron su intensidad a un gesto de Commason, y el príncipe cruzó los brazos y esperó.

Magnífico hizo correr los dedos en rápidos y rítmicos saltos de un extremo a otro del instrumento de múltiples teclas, y un repentino arco iris de luz inundó la habitación.

Sonó un tono bajo y suave, tembloroso y atemorizado, que enseguida se convirtió en una risa triste, acompañada por un sordo doblar de campanas.

La penumbra pareció intensificarse. La música llegó a Bayta como a través de los pliegues de invisibles mantas. Una luz deslumbrante la alcanzó desde las profundidades, como si un foco estuviese encendido en el fondo de un pozo.

Automáticamente, los ojos de Bayta se agrandaron. La luz se incrementó, pero continuó siendo difusa. Se movió en remolinos, en colores confusos, y la música se hizo repentinamente clamorosa y maligna, aumentando de volumen. La luz oscilaba, siguiendo el rápido y alevoso ritmo. Algo se retorcía dentro de la luz, algo que tenía escamas metálicas y venenosas… y la música se retorcía al unísono.

Bayta luchaba contra una extraña emoción, y entonces se sintió atrapada en una angustia mental que le recordó las horas pasadas en la Bóveda del Tiempo y los últimos días en Haven. Era la misma red viscosa y terrible del horror y la desesperación. Bayta se rindió a aquella opresión.

La música sonaba a su alrededor, riendo espantosamente, y aquel terror oscilante, como si mirara por el extremo opuesto de un telescopio, quedó abandonado en un pequeño circulo de luz cuando ella lo esquivó febrilmente. Su frente estaba húmeda y fría.

La música cesó. Debió de durar unos quince minutos, y su ausencia llenó a Bayta de indescriptible placer. La luz volvió a su volumen normal, y la cara de Magnífico, sudorosa, lúgubre, de ojos muy abiertos, se acercó a ella.

—Mi señora —jadeó—, ¿cómo se siente?

—No muy mal —murmuró ella—. ¿Pero por qué has tocado de ese modo?

Bayta miró a los restantes ocupantes de la habitación. Toran y Mis se hallaban tendidos, impotentes, contra la pared. El príncipe yacía en extraña posición debajo de la mesa.

Commason emitía sonidos salvajes y lastimeros con la boca abierta de par en par. Cuando Magnífico dio un paso hacia él, Commason se encogió de miedo y vociferó.

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