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Prólogo

San Judas Tadeo albergaba a diez nuevos niños de la élite al año, niños seleccionados minuciosamente para convertirse en nuevos líderes mundiales, con suficiente bondad para extender la mano, pero la maldad para apretar a quien sea que la haya tomado bajo el agua hasta que sus pulmones se llenen del líquido y sean arrastrados por la corriente. 

Ellos no eran tan distintos, simplemente eran mejores. 

Más arruinados. 

Más vacíos. 

Menos humanos. 

Restos de anhelos guardados en una oscura caja cerrada herméticamente en el fondo del subconsciente. 

Un heredero de la mafia. 

Dos herederos de la corona. 

Tres hijos de imperios. 

Un mensajero del reino de los cielos. 

Pero a veces, cuando alguien se acerca y admira la perfección, puede ver los desperfectos, los mínimos detalles que nadie ve, las astillas, el punto previo al quiebre, los gritos, la sangre. 

El ruego por ver el cielo y respirar paz. 

La espera. 

La paciencia. 

El momento previo a las llamas. 

Porque cuando ya no pueden más, nada puede detener el infierno entre las paredes grises, buscando libertad, buscando llegar a ser vistas entre las copas de los árboles.