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12. El Señor

De todos los mundos de la Galaxia, Kalgan era el que tenía, indudablemente, la historia más excepcional. La del planeta Términus, por ejemplo, era la de un ascenso casi ininterrumpido. La de Trántor, en un tiempo capital de la Galaxia, era la de una casi continua decadencia. Pero Kalgan

Kalgan empezó a adquirir fama como el mundo de recreo de la Galaxia, dos siglos antes del nacimiento de Hari Seldon. Era un mundo de recreo en el sentido de que convirtió la diversión en

una industria provechosa; inmensamente provechosa, para ser más exactos.

Además, era una industria estable, la más estable de la Galaxia. Cuando toda la Galaxia se extinguió como civilización, apenas unas salpicaduras de la catástrofe alcanzaron a Kalgan. Por mucho que cambiase la economía y la sociología de los sectores circundantes de la Galaxia, siempre quedaba una clase privilegiada; y la característica de una clase privilegiada es siempre la misma: la posesión del ocio, como única gran recompensa de su condición.

Por consiguiente, Kalgan estuvo siempre al servicio y siempre con éxito

de los perfumados y elegantes

caballeros de la corte imperial y de sus resplandecientes y lascivas damas; de los toscos y bulliciosos señores guerreros que gobernaban con mano férrea los mundos que habían conquistado a fuerza de sangre, y de sus desenfrenadas amantes; de los obesos y extravagantes hombres de negocios de la Fundación, y de sus viciosas amigas.

No había la menor discriminación, ya que todos ellos tenían dinero. Y como Kalgan atendía a todos y no rechazaba a nadie, como sus diversiones colmaban cualquier capricho, como tenía la habilidad de no inmiscuirse en la política de ningún mundo y de no poner en tela de juicio los derechos de nadie, prosperaba

cuando todos se hundían, y se enriquecía cuando todos conocían la amargura de la pobreza hasta que llegó el Mulo. Entonces también cayó, ante un conquistador indiferente a la diversión, interesado sólo en la conquista. Para él, todos los planetas eran iguales, incluso Kalgan.

De este modo, durante una década, Kalgan representó el extraño papel de metrópoli galáctica: dueña y señora del más grande Imperio desde el fin del propio Imperio Galáctico.

Y entonces, tras la muerte del Mulo, tan repentina como inesperada, llegó la caída. La Fundación se desmoronó, y con ella el resto de los dominios del Mulo.

Cincuenta años después sólo permanecía el desconcertante recuerdo de aquel fugaz período de poder, como un sueño de opio. Kalgan no se recuperó nunca por completo. Nunca podría volver a ser el despreocupado mundo de recreo que fuera en un tiempo, porque el hechizo del poder nunca suelta del todo a su presa. Sobrevivió bajo el mando de una serie de hombres a quienes la Fundación llamaba Señores de Kalgan, pero que se daban a sí mismos el título de Primer Ciudadano de la Galaxia, imitando el único título del Mulo, y que mantenían la ficción de ser también ellos conquistadores.

El actual Señor de Kalgan ocupaba su cargo desde hacía cinco meses. Lo había ganado originalmente en virtud de su posición como jefe de la Flota kalganiana, y por una lamentable falta de precaución por parte del Señor precedente. Sin embargo, nadie en Kalgan era tan estúpido como para estudiar demasiado a fondo la cuestión de legitimidad. Esas cosas ocurrían, y lo mejor era aceptarlas.

Con todo, esa especie de supervivencia de los más fuertes, además de significar sangre y maldad, permitía de vez en cuando que algún hombre

competente saliera a la superficie. El señor Stettin era uno de ésos, y nada fácil de manejar, por cierto.

Nada fácil para Su Excelencia el primer ministro, que con admirable imparcialidad había servido al último Señor y ahora servía al actual, y que, si vivía lo suficiente, serviría al siguiente. Nada fácil para la señora Callia, la cual era más que amiga de Stettin, pero menos que esposa.

Los tres se encontraban solos aquella tarde en los apartamentos privados del señor Stettin. El Primer Ciudadano, corpulento y deslumbrante con el uniforme de almirante que más le favorecía, jadeaba en un sillón sin tapizar,

rígido como el plástico de que estaba hecho este último. Su primer ministro, Lev Meirus, se hallaba frente a él en actitud indiferente, acariciando con sus largos dedos la curva que iba desde su nariz ganchuda hasta la parte hundida de su mejilla que casi se ocultaba bajo su barba gris. La señora Callia descansaba graciosamente sobre el diván de espuma cubierto de espesas pieles, con un mohín tembloroso en sus gruesos labios.

Señor dijo Meirus, dándole el único título apropiado para quien sólo se hacía llamar Primer Ciudadano, usted carece de cierta perspectiva de la continuidad de la historia. Su propia vida, con sus tremendas revoluciones, le hace

pensar que el curso de la civilización es algo igualmente susceptible de cambios repentinos. Y no es así.

El Mulo demostró lo contrario.

Pero nadie puede imitarle. Recuerde que era más que un hombre. Y ni siquiera él tuvo un éxito completo.

Puchi susurró la señora Callia de improviso, y en seguida calló, obedeciendo un furioso gesto del Primer Ciudadano.

Stettin dijo con dureza:

No interrumpas, Callia. Meirus, estoy cansado de esta inactividad. Mi predecesor dedicó su vida a convertir la Flota en un magnífico instrumento que no tiene igual en toda la Galaxia. Y murió

sin haberlo hecho servir. ¿Tengo que hacer yo lo mismo? ¿Yo, un almirante de la Flota? ¿Cuánto tardará en oxidarse? Actualmente representa una sangría para el Tesoro, y no proporciona dividendos. Sus oficiales ansían dominios, sus dotaciones, un botín. Todo Kalgan desea el regreso del Imperio y la gloria. ¿Es usted capaz de comprender esto?

No son más que palabras, pero capto su significado. Dominios, botín, gloria, muy agradables cuando se obtienen, pero el proceso para obtenerlos es a menudo arriesgado y siempre desagradable. Las primeras victorias pueden ser efímeras. Y en toda la historia, jamás ha sido inteligente atacar

la Fundación. Incluso el Mulo hubiera obrado con mayor sabiduría si se hubiera abstenido de hacerlo

Había lágrimas en los ojos azules y vacíos de Callia. Últimamente, Puchi apenas la veía, y ahora, después de prometerle que pasaría la tarde con ella, aquel hombre horrible, flaco y canoso, que siempre la miraba como si ella fuera transparente, les había impuesto su presencia. Y Puchi se lo permitía. No osaba una palabra; incluso le asustó un leve sollozo que no pudo contener.

Pero Stettin estaba hablando con la voz que Callia odiaba: dura e impaciente. Decía:

Es usted un esclavo del remoto

pasado. La Fundación ha crecido en volumen y población, pero está desunida y caerá al primer ataque. Lo que estos días la mantiene en pie es simplemente la inercia; una inercia que yo soy capaz de detener. Usted está cegado por los tiempos antiguos, cuando sólo la Fundación poseía energía atómica. Así pudo resistir los últimos estertores del Imperio moribundo, para enfrentarse después a la insensata anarquía de los señores guerreros que sólo podían defenderse de las naves atómicas de la Fundación con cacharros y reliquias. Pero el Mulo, mi querido Meirus, cambió todo aquello. Difundió por media Galaxia los conocimientos que la Fundación había

guardado celosamente para sí, y ahora ya no existe el monopolio de la ciencia. Nosotros somos sus iguales.

¿Y la Segunda Fundación?

interrogó fríamente Meirus.

¿Y la Segunda Fundación?

repitió Stettin con idéntica frialdad.

¿Conoce usted sus intenciones? Tardó diez años en detener al Mulo, si es que éste fue el factor verdadero de lo cual hay muchos que dudan. ¿Ignora usted que muchos psicólogos y sociólogos de la Fundación son de la opinión de que el Plan Seldon está totalmente descoyuntado a partir de los días del Mulo? Si el Plan ya no puede continuar existe un vacío que yo soy capaz de

llenar igual que cualquier otro.

Nuestro conocimiento de estas cuestiones no es lo bastante profundo como para justificar el riesgo.

Nuestro conocimiento tal vez no lo sea, pero tenemos un visitante de la Fundación en el planeta. ¿Sabía usted eso? Un tal Homir Munn, quien, según tengo entendido, escribe artículos sobre el Mulo y ha expresado exactamente la opinión de que el Plan Seldon ya no existe.

El primer ministro asintió.

He oído hablar de él, o al menos de sus escritos. ¿Qué desea?

Pide autorización para entrar en el palacio del Mulo.

¿De verdad? Sería inteligente negársela. Nunca es aconsejable ir contra las supersticiones que sostienen a un planeta.

Reflexionaré sobre ello y volveremos a hablar del asunto.

Meirus hizo una reverencia y salió. Callia preguntó, llorosa:

¿Estás enfadado conmigo, Puchi? Stettin se volvió hacia ella

encolerizado.

¿No te he repetido mil veces que no me llames por ese ridículo nombre en presencia de los demás?

Solía gustarte.

¡Pues ya no me gusta! Y procura que no vuelva a suceder.

La miró con expresión sombría. Era un misterio para él el hecho de que continuase soportándola. Era como un objeto blando, con la cabeza suave al tacto y dócilmente afectuosa, lo cual era una faceta conveniente cuando se llevaba una vida dura. Sin embargo, incluso aquel afecto se estaba convirtiendo en fastidioso. Ella soñaba con el matrimonio, con ser Primera Dama.

¡Ridículo!

Estaba muy bien cuando él era sólo un almirante, pero ahora, como Primer Ciudadano y futuro conquistador, necesitaba algo más. Necesitaba herederos que pudieran unificar sus futuros dominios, algo que el Mulo nunca

había tenido y que fue la causa de que su Imperio no sobreviviera a su extraña e inhumana vida. Él, Stettin, necesitaba a alguien de las grandes familias históricas con quien fundar una dinastía.

Se preguntó tercamente por qué no se deshacía de Callia en aquel mismo instante. No sería nada difícil. Ella gimotearía un poco Pero abandonó la idea. De vez en cuando tenía su lado bueno.

Ahora Callia se estaba animando. La influencia de Barbagrís se había esfumado, y la cara de granito de Puchi tenía una expresión más suave. Se puso en pie con un gracioso movimiento y se acercó a él, balanceándose.

No vas a regañarme, ¿verdad?

No. La acarició distraídamente

. Ahora estate quieta un ratito,

¿quieres? Tengo que pensar.

¿En el hombre de la Fundación?

Sí.

Puchi Hubo una pausa.

¿Qué?

Puchi, dijiste que el hombre va con una niña, ¿lo recuerdas? ¿Podría verla cuando venga? Yo nunca

¿Por qué crees que he de hacerle venir en compañía de esa mocosa?

¿Acaso mi sala de audiencias ha de convertirse en una escuela elemental? Basta de tonterías, Callia.

Pero yo puedo ocuparme de ella,

Puchi. Así no tendrás que verla siquiera. Es que yo casi nunca veo niños, y ya sabes cuánto me gustan.

La miró con sarcasmo. Ella no se cansaba nunca de aquel tema. Le gustaban los niños, es decir, los niños de él, sus hijos legítimos, y, por lo tanto, el matrimonio. Se rio.

Esta niña en particular dijo es una muchacha de catorce o quince años. Probablemente es tan alta como tú.

Callia pareció desanimada.

Bueno, ¿puedo verla de todos modos? Podría contarme cosas de la Fundación. Ya sabes que siempre he deseado ir allí. Mi abuelo era de la Fundación. ¿Me llevarás allí algún día,

Puchi?

Stettin sonrió al pensarlo. Tal vez lo haría, como conquistador. La idea le puso de buen humor, y contestó:

Sí, sí. Y puedes ver a la niña y hablar de la Fundación con ella todo lo que quieras. Pero sin mí, ¿eh?

No te molestaré, te lo prometo. La recibiré en mis habitaciones.

Volvía a ser feliz. Últimamente no se salía con la suya muy a menudo. Le puso los brazos alrededor del cuello, y enseguida notó que él se relajaba y apoyaba la cabeza en su hombro.