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Capítulo 19: ¿Cómplices o culpables?

Sigilosamente, vigilé que el camino estuviera despejado antes de escabullirme fuera. Avancé a hurtadillas con las puntas de mis pies desnudos rozando el mármol álgido. Estaba descalza para minimizar el ruido.

En el exterior, el motor del Chevy Impala de Adolph ronroneó, indicándome que era el momento de correr. Salí en medio de una llovizna gélida antes de precipitarme hacia el auto. Joe, de forma eficiente, abrió la puerta para mí.

Me acomodé en el asiento de cuero del pasajero, hundiéndome cómodamente para aliviar la tensión en mi columna. El coche aceleró con determinación en el preciso instante en que cerré la puerta con un sonoro portazo.

A esa hora, el camino estaba bastante despejado para tratarse de Manhattan. Eran más de las cinco y un leve resplandor rojizo acariciaba los confines de la noche.

Después de exhalar aire pesadamente, me enfundé unas zapatillas sin tacón.

Presagiaba que se avecinaba un largo día. Y algo me decía que nada saldría bien. Quizás era el semblante de Joe, que nunca antes había reflejado tanta zozobra. Aunque intentara ocultarlo, podía vislumbrar el agobio en sus ojos. Sentía su miedo en mi piel y lo olfateaba a mi alrededor.

Finalmente había aprendido a conocerlo, como a un viejo caballo con artimañas o a una cerradura mañosa con su táctica precisa para abrirse. El secreto era adaptarse a él, desentrañar sus trucos y descifrar el código que resguardaba sus sentimientos.

—¿Estás lista? —arrastró las palabras.

—Como nunca —alguna parte de mí mintió.

Apretó el volante con los ojos fijos en la ciudad. Luego estiró su brazo vendado para agarrar mi mano con fuerza, como si fuera la última vez que la tomaría de esa manera. Un tibio calor me envolvió.

—Te admiro —murmuró sin soltar mis dedos—. Siendo sincero, tengo mucho miedo. Cualquier cosa que pueda suceder después de la medianoche, me aterra. No sé cómo me las arreglaré para conseguir la daga, pero si no lo logro, ésta será nuestra última noche juntos.

Mis párpados se cerraron mientras sostenía su mano con más firmeza. El hecho de escuchar a Joe siendo pesimista acerca del futuro, me hizo darme cuenta de que la situación era peor de lo que pensaba.

—Cómo lamento haber desperdiciado nuestro tiempo con estúpidas peleas —farfullé casi para mí misma.

Si tan solo hubiera aprovechado cada segundo amándolo y dejando que me amara…

Él llevó mi mano a sus labios y la besó.

—Te amo. Lo sabes, ¿verdad? —dijo, separando mis dedos de sus labios—. Sabes que cuando dije que había dejado de amarte, mentía. Me conoces mejor que eso. Soy bueno hiriendo a las personas y mintiendo. La única verdad es que te amo desesperadamente.

Mi pecho se agitó salvajemente, igual que la primera vez que había pronunciado esas palabras para mí. Entendí que nada había cambiado entre nosotros.

Cuando las ventanas se empañaron debido a las gotas de lluvia que golpeaban el cristal, Joe activó el limpiaparabrisas.

—También te amo, Joe, más que a mi vida —Le acaricié los dedos tiernamente—. Sé que también he sido dura contigo. No te odio, nunca lo hice. Es sólo que a veces me… me haces enloquecer.

Si continuaba con mi discurso, nunca terminaría. No era necesario mencionar que me costaba respirar cuando estaba conmigo, pero aún más cuando se iba; que mi vida carecería de sentido si me dejaba sola.

Tras mi confesión, el silencio se instaló. Las palabras murieron y yacieron enterradas durante minutos.

—Ahora es tarde para mantenerme alejado de ti. Por eso quería que supieras que realmente te amé. Pase lo que pase, te amo y lo seguiré haciendo. —Apretó mi mano con más fuerza, como si se esforzara para que el pulso no le temblara—. No importa en lo que me convierta más tarde, recuerda que el Joe que conociste y el que está aquí, sentado a tu lado, te ama profundamente, te necesita y te desea. Por favor, recuérdalo —la urgencia en su plegaria hizo que mi alma se fragmentara—. Si alguna vez me voy, no te rindas. Piensa en esta madrugada, que para mí es hermosa porque te tengo a mi lado.

—No te irás, prométemelo. Por favor, júralo —mis palabras sonaron como una mezcla entre ruego y orden.

—Es inútil prometer cosas que sé que no podré cumplir. —Negó con la cabeza—. Tal vez antes de la medianoche me arrojen a una tumba y mi alma regrese al infierno, o quizás me pierda de nuevo pronto. Con la sangre de demonio en mi interior, hay una parte oscura de mí que sale a relucir sin que pueda hacer nada para evitarlo. Comienza con ira frenética: En ese punto, todavía soy yo luchando por el control. Siento un irrefrenable deseo de pelear cuerpo a cuerpo, de matar, de hacer daño con mis propias manos, de ver correr mucha sangre. Y hago cosas que no quiero, como si estuviera encerrado en un cuerpo que actúa por voluntad propia. Nada puede pararme cuando me encuentro así. Quiero detenerme, lucho, pero la resistencia es vana. En ocasiones, al recobrar mi consciencia, siento vacíos en mi memoria y no recuerdo completamente mis acciones. Por eso me aseguro constantemente de que estés bien, para saber que no te he causado daño, incluso si no lo recuerdo —aceleró el vehículo mientras yo escuchaba en silencio el ritmo cadencioso de su voz y observaba el limpiaparabrisas moverse de un lado a otro. Izquierda, derecha—. Esa cosa se está apoderando de mí, los períodos de lucidez cada vez son más cortos. Así que quiero pedirte que no permitas que te dañe ni te lastime. Y, sin importar lo que pase, debes seguir adelante.

—Joe, no me hables como si estuvieras despidiéndote. No lo hagas —lo interrumpí bruscamente.

Sonrió, sin volverse para mirarme.

—Tienes razón, tengo una reputación de gamberro ególatra que conservar.

—Me gusta más como suena eso. Entonces… ¿quieres contarme cómo pasó todo esto con… Sam?

Para mi sorpresa, asintió.

—¿Has estado en La Tumba de los Condenados?

Vacilé un instante.

—He estado allí. Ya sabes, mientras estuve… muerta.

—Fue ahí donde conocí a ese hombre.

—También yo, pero no sabía que su nombre era Sam.

—Es simple —prosiguió—. Mientras te buscaba, me encontré con ese tipo, que me propuso un trato irresistible. Si lo vencía en un juego de póker, me devolvería a la tierra junto a ti. Pero puso algunas condiciones. Me dijo que estaría aguardándome al regresar a la vida, que debía servirle y trabajar para él. Mientras lo hiciera, tú, yo y cualquiera de mis amigos, estaríamos a salvo…

—¿Y si perdías? —interrumpí.

—Sería condenado al inframundo, como todos los demás —respondió—. No tenía nada más que perder, estaba muerto, te había perdido. Jugué, pero hice trampa, porque necesitaba verte y asegurarme de que estuvieras bien. Así fue como gané. Es por eso que estoy aquí, sirviéndolo para mantenernos con vida a ambos.

—Y has hecho todo lo que ese demonio te ha ordenado porque te amenazó con enviarte bajo tierra —no era una pregunta.

—No —refutó—. Me amenazó con enviarte a ti bajo tierra.

—Pero… ¿escuchaste lo que quiere hacer? Quiere traer a Deborah de vuelta.

No dijo nada.

Después de un silencio incómodo, su teléfono sonó.

Contestó.

—¿Hola? —pausó un minuto—. ¿Qué tendré que hacer? —más silencio—. Lo haré. Adiós.

De pronto, hizo derrapar el auto en una curva. Los neumáticos chirriaron, marcando el asfalto.

—Ponte el cinturón, linda —gruñó, aumentando la velocidad.

Ajusté el cinturón sobre mi pecho mientras me adaptaba al brusco avance del Impala.

—Los chicos se pondrán furiosos al saber que nos marchamos —comenté—. En especial Adolph cuando descubra que su auto no está.

Ante mi comentario, Joe permaneció callado, sin mirarme. Al notar su actitud, alcé la mano y la posé sobre su brazo.

—¿Joe…?

Se volvió súbitamente hacia mí y noté que su mirada se había transformado. Sus ojos adquirieron un fulgor hosco. Ya no era el mismo. Parpadeé, sobrecogida.

—¿Estás bien? —intenté decir, pero las palabras brotaron casi sin sonido.

Sus ojos no abandonaron los míos. Sentí que estaba mirando dos agujeros negros, inhóspitos y sin fondo. Entonces…

¡Mierda!

—¡Joe! —grité con la voz rasgada, tomando el volante para hacerlo girar—. ¡Vamos a chocar! ¡Mira hacia adelante!

Él reaccionó al comprender la situación. Me empujó hacia mi asiento y atrapó el volante con ambas manos.

Frenó con brusquedad.

El golpeteo de las gotas de lluvia sobre el techo y los cristales de las ventanillas hizo eco en el silencio. La carretera húmeda brillaba delante de nosotros mientras los autos pasaban a toda velocidad a los costados del Chevy.

—Eres… ¿tú? —le pregunté.

—No —su respuesta llevaba un tono adusto.

Una vez que puso el vehículo en marcha nuevamente, nada más ocurrió. No pronunció otra palabra ni volvió a mirarme.

Varios kilómetros más lejos, nos detuvimos en una concurrida avenida. Él salió del auto y cruzó la calle, abandonándome dentro del vehículo. Me bajé para seguirlo.

Comenzó a alejarse sin preocuparse por mí. Al ver desaparecer la parte de atrás de su abrigo en una esquina, tuve que apresurar el paso para no perderlo. Lo vi entrar en un pequeño establecimiento de comida china.

El tintineo de una campana resonó cuando empujé la puerta de cristal del restaurante. Lo primero que vislumbré fue al asiático detrás del mostrador. Una pareja de humanos se dirigía a la salida con bolsas de comida para llevar, mientras el resto de las mesas permanecían vacías, excepto una, en la que pude reconocer a Jonathan sentado.

Joe se encontraba de pie frente a su mesa, apoyando las manos sobre el mantel rojo y dorado de diseño oriental. Me acerqué a ambos.

—¿Es que un demonio no puede disfrutar de sus rollitos primavera en paz? —oí decir a Ravenwood en voz bastante moderada.

Sostenía el menú, ocultando su rostro mientras examinaba las letras.

—¿Podemos ir a otro sitio? —le sugirió Joe.

—No —negó el hombre antes de llevarse una taza a los labios de lo que parecía ser té.

—De acuerdo.

Joe se hizo hacia atrás y, a la velocidad de un destello, desenfundó una daga de más de treinta centímetros. Después de arrojar el arma en dirección a la caja registradora, ésta voló, haciendo molinetes en el aire.

Me quedé sin aliento al ver una línea roja aparecer en el cuello del cajero. La sangre salpicó y su cabeza se deslizó, separándose de su cuerpo, hasta caer con un sonido húmedo y formar un charco de sangre.

Aquello forzó al demonio a levantar la vista del menú y a quedarse mirando con una ceja alzada al hombre sin cabeza.

Tuve nauseas. Estaba segura de que si hubiera comido algo además de sangre, lo habría vomitado.

El cuerpo decapitado del hombre asiático se tambaleó antes de caer al suelo dos segundos después, cerca de la cabeza.

—Genial. ¿Ahora quién me servirá la comida? —se quejó Jonathan. Aún parecía ligeramente sorprendido mientras arqueaba la ceja de manera sarcástica.

Mi mirada se llenó de pánico cuando Joe se giró hacia mí con esa expresión asesina.

—Angelique, cierra las puertas —dijo aterradoramente al tiempo que señalaba con la barbilla las llaves que colgaban en la pared detrás del mostrador.

Insegura, decidí obedecer mientras intentaba ignorar el penetrante olor a sangre humana. Pasé por su lado, presa del miedo, pero pareció no notarme. Estaba únicamente concentrado en el vampiro mayor.

Me aseguré de que no hubiera ningún otro cliente antes de bajar las cortinas y asegurar con meticulosidad cada cerradura, deslizando el pestillo con manos temblorosas.

Con una calma armoniosa, Ravenwood se levantó de su silla mientras sostenía firmemente la mirada de Joe.

—Blade —habló con seriedad, acercando su rostro al de Joe. Sus manos reposaban tranquilamente sobre la mesa—. Si lo deseas, puedo ayudarte a liberar tu alma del dominio de Sam. Aún existe una oportunidad, pero si decides luchar contra mí por La Daga de Fuego, te ganarás otro enemigo. Lo que estás haciendo no salvará a Angelique. Sam te está engañando.

Joe se abalanzó sobre la mesa con la ferocidad de una bestia. Los platos y tazas se rompieron contra el suelo al caer. Se movió detrás de Jonathan y rodeó su cuello con un brazo, con la intención de estrangularlo.

—Niña, pídele que me suelte o lo lastimaré —me ordenó Ravenwood.

Aclaré mi garganta antes de hablar.

—Joe… —mi voz tembló, no sabía que decir.

—Mantente callada, Angelique —me gruñó él.

El demonio se mostró extraordinariamente sereno cuando golpeó repentinamente las costillas de Joe con su codo. Este último jadeó y se retiró hacia atrás, soltando el cuello del hombre mientras se tocaba el costado derecho.

—Jonathan, ¿qué está pasando? ¿Qué es toda esta mierda? —clamé desde la distancia.

Ignorándome, ambos individuos desvelaron sus afilados colmillos. Joe se lanzó hacia adelante en un intento de golpear a su adversario, pero Jonathan esquivó el ataque. Y algo brilló en su mano.

Se trataba de una espada con una hoja serpenteante que previamente había estado colgada como decoración.

Grité antes de echar a correr hacia ambos. Sin embargo, no conseguí llegar a tiempo. El demonio empujó a Joe contra una pared y blandió la espada, hundiéndola en su estómago.

La boca de Joe se abrió al darse cuenta del ataque que acababa de recibir. La espada había atravesado su cuerpo hasta enterrarse en el muro, dejándolo clavado como una pintura decorativa. Sin aliento, se examinó a sí mismo.

El terror se adueñó de mí. Mis rodillas temblaban, no podía respirar. Un dolor paralizante se extendió desde mi pecho hasta alcanzar todo mi cuerpo.

—Estará bien —aseveró Ravenwood—. Fui cuidadoso, no lastimé sus órganos vitales y no he perforado la columna vertebral.

Sus palabras ofrecían escaso consuelo. Saliendo de mi conmoción, corrí hacia Joe, aferrándome a la creencia de que se recuperaría, repitiendo en mi mente que saldría de esto, igual que siempre. Rugiendo como una bestia herida, sujetó la espada por la empuñadura antes de extraerla lentamente de su abdomen. Gimió de dolor.

Me volví hacia Jonathan, llena de furia. El despiadado hombre me sonrió.

—Podría haberlo matado, pero no lo hice. Será mejor que llames a su jefe para que haga desaparecer esas heridas, o podría desangrarse.

Decidí mandarlo a la mierda una vez me asegurara de que Joe estuviera a salvo.

Totalmente mareada, me precipité hacia mi amado. Su espalda se resbalaba despacio por la pared mientras se dejaba caer en el suelo, adolorido. Hice presión en la herida de su abdomen para detener el sangrado. Tanto su ropa como sus vendajes se habían manchado de rojo. Me arrodillé a su lado, temerosa de tocarlo.

—Joe…

Cuando las campanas de la entrada emitieron un tintineo, me volví hacia el sonido. Me sorprendió ver a Alan ingresar al lugar con una despampanante rubia. ¿Cómo habían logrado entrar si cerré las puertas?

La mujer parecía una modelo de revista, con el cabello largo hasta la cintura, de un color casi blanco a la luz, ojos amarillos que destellaban rojo entre parpadeos y labios carmesí muy delgados. Vestía vaqueros ajustados, camisa negra, chaqueta de jean y botas altas de tacón. Su aspecto femenino, pero a la vez mortífero, reflejaban la imagen de una mujer capaz de golpear a un hombre hasta dejarlo tendido en el suelo. Era alta y delgada, con extremidades y cuello largos.

El reconocimiento me invadió. La conocía, debía haberla visto antes, pero no lograba recordar quién era.

—¿Padre? —masculló la joven al ver a Jonathan.

Fue entonces cuando la recordé, sentada en la mesa de los Ravenwood en aquella fiesta aristocrática donde Deborah me atacó.

El demonio no le habló. En su lugar, se aproximó a Alan con zancadas lentas y fraguadas. Posó sus ojos en el pecho del muchacho, donde colgaba algo brillante, una especie de medallón de oro. Definitivamente algo que usaría una mujer, no un hombre.

Ravenwood estiró la mano para sujetar la pieza dorada entre sus dedos.

—¿Le diste uno de tus dones a este muchacho? —interrogó a su hija—. Tendremos que hablar sobre esto.

Inmediatamente después, el hombre se desplomó, disolviéndose en humo negro. En su lugar apareció un murciélago que escapó velozmente por una de las ventanas.

—Soy Julieanne Ravenwood, ya nos conocíamos —me saludó la hija de Jonathan con una amplia sonrisa.

Le devolví un movimiento de cabeza. Aunque se suponía que debía preguntarme el motivo de su presencia, únicamente pude prestar atención a Joe, que trepidaba en mis brazos mientras su sangre me manchaba.

—Joe, dime que estás bien —susurré.

Él aún no era mi Joe. Seguía siendo ese alter ego malvado. De todas formas, no podía permitir que se muriera. Lo vi negar con la cabeza, con una mirada perdida dirigida a la nada.

—¡Ayúdame, Alan! —le grité furibunda, sin poder identificar el origen de esa ira.

Ellos se acercaron cautelosamente a Joe, como si temieran una posible agresión.

Gruñí una maldición. Joe estaba gravemente herido e indefenso. ¿Por qué tal aversión? Incluso tratándose de su versión maligna, dejarlo solo en ese momento era sumamente injusto.

Casi al borde de un ataque de pánico, registré los bolsillos de Joseph en busca de su teléfono móvil. Cuando lo encontré, revisé los últimos números marcados y llamé a Sam. Después de dos tonos, respondió con una exclamación audaz.

—¡Eva!

—Joe está en problemas, te necesito —murmuré.

Samael siseó al otro lado del teléfono.

—Iré enseguida —repuso antes de que la llamara se cortara.

La cabeza de Joe se tambaleaba de un lado a otro. Sostuve su rostro entre mis manos y deposité un suave beso en su mejilla. Tan pronto como Alan intentó inclinarse hacia nosotros, Joseph lanzó un profundo gruñido de amenaza, mostrando sus colmillos.

—No dejará que me acerque.

De un momento a otro, noté que Sam se materializaba en el establecimiento, emergiendo desde la lobreguez como un fantasma. El demonio exploró el lugar con la mirada antes de caminar despacio hacia Joe.

—Levántate —le ordenó.

Con una mueca de dolor, Joe obedeció. Sentí una inexplicable furia. ¡A él no le gustaba seguir órdenes!

Sam alargó el brazo, y antes de que su piel tocara la de Joe, el sangrado comenzó a detenerse. Tras haber terminado, el demonio se inclinó con esa clásica reverencia y se desvaneció misteriosamente.

Joe empezó a desenvolver los vendajes de sus brazos después de largar un suspiro de alivio. Estaba curado.

La rubia alta hizo ruido con sus botas de tacón al caminar despacio hacia Alan para hablarle.

—Dile, Alan.

El Zephyr asintió.

—Joe, vine con ella para ayudarte —explicó de forma tranquila—. Es una de las hijas de Jonathan. Fui a buscarla porque sabe dónde está oculta La Daga de Fuego. Estamos de tu lado.

El cuerpo de Joe se tensó. Retrocedió con desconfianza.

—¿Por qué querrías ayudarme? ¿Cuándo decidiste cambiar de opinión?

—Soy tu amigo, y ambos queremos lo mismo: mantener a salvo al grupo.

—No, estás mintiéndome —objetó Joe, pareciendo desorientado.

—Puedes creerme o no, pero piénsalo. No tienes idea de cómo ni dónde hallar la daga, no sabes cómo localizar a Jonathan, y eres consciente de que no puedes competir con semejante oponente. Tienes esto, lo tomas o lo dejas.

—¿Por qué ella querría robar la daga de su propio padre? —intervine con sospecha.

—Angelique, mi padre es un monstruo. No me importa lo que le suceda.

La observé con desconfianza poco disimulada.

—¿Y por qué ayudarnos a nosotros?

—Porque odio a mi padre y hace mucho tiempo que conozco a Adolph.

Finalmente, asentí con la cabeza. Podría haberla bombardeado con más preguntas, pero decidí comportarme.

—Entonces, ¿dónde está la daga? —cuestionó Joe en tono despiadado.

—Tendrán que venir con nosotros para averiguarlo.

Minutos más tarde, nos dirigíamos hacia algún lugar en el auto de Adolph. Julieanne estaba al volante, Alan ocupaba el asiento del copiloto y Joe se encontraba a mi lado en la parte trasera. No me dirigió la palabra durante el trayecto, permanecía pegado a la ventana opuesta a la mía, alejándose lo más posible, con la mirada fija en el exterior.

La joven Zephyr estacionó el Chevy a un lado de una carretera de arena. El amanecer iluminaba el horizonte y la luz solar comenzaba a hacer daño a mis pupilas. Los cuatro descendimos del vehículo.

Joe dio algunos pasos en el terreno, examinándolo con una expresión de cólera.

—¿Dónde diablos...? —su frase se vio interrumpida cuando se desplomó violentamente sobre la tierra como si se hubiera desmayado.

Mis ojos se abrieron de asombro. Al girar la mirada hacia Alan, advertí que sostenía una pistola.

¡Dardos! Exclamé en mi mente.

Le había disparado un dardo tranquilizante, o al menos eso esperaba, que fuera un tranquilizante.

—¿Qué hiciste? —gruñí con el rostro enrojecido.

Mi cuerpo, mente y mi corazón estaban librando una lucha monumental en mi interior. No podía decidir si correr hacia Joe, propinarle un puñetazo al Zephyr, o quedarme inmóvil y pasmada en mi sitio.

Enfurecida, acorté distancias con Alan, decidida a hacerle daño si era necesario. Cuando lo amenacé con un gruñido, dio un paso cauteloso hacia mí.

—Angelique, escúchame…

Le mostré mis colmillos.

—Están llevando esto demasiado lejos. Primero, rompes sus brazos, luego lo encierran, ¿y ahora esto? —dije en voz alta—. En el momento en que más los necesita, le dan la espalda. Eso no es…

Mi cuerpo estaba en posición de ataque, preparado para arremeter contra el Zephyr, pero tan pronto como moví las manos, me sujetó las muñecas.

—Puedo explicarte, Angelique… —Intentó buscar mis ojos mientras yo sacudía la cabeza—. Mírame, escúchame.

De repente, sentí que su voz se volvía lejana, ahogada, y mi visión comenzó a nublarse…

***

Al recobrar la visión, me invadió el pánico. Pestañeé repetidas veces antes de que mis ojos se ajustaran a la oscuridad. Algo frío reposaba en la palma de mi mano: un cuchillo. Me encontraba de pie entre las penumbras y algo aprisionaba mis muñecas con excesiva fuerza, un tacto gélido.

Eran las manos de Alan, que me sujetaban con firmeza.

¿Qué estaba ocurriendo?

Mis manos comenzaron a trepidar. Abrí el puño y dejé caer el cuchillo, que había estado apuntando hacia el cuello de Alan. Cuando estaba a punto de gritar de miedo, el Zephyr liberó mis muñecas para cubrir mi boca bajo su gélida palma.

—Shh —murmuró cerca de mi oreja mientras me apretaba contra su torso—. Tranquila, ¿recuerdas algo?

Después de sacudir la cabeza negativamente, me soltó.

Respiré agitadamente, me faltaba el aire. Por algún motivo, me encontraba en alguna especie de cueva. El fuego de las antorchas danzaba, iluminando delicadamente las paredes de roca y el suelo de tierra húmeda. El olor a humedad saturaba mi nariz. El silencio era mortal.

Entre las sombras, yacía el cuerpo inconsciente de Joe, con grilletes alrededor de sus muñecas y cadenas tirando de sus brazos. Barras metálicas lo encerraban en una diminuta jaula, tan estrecha que apenas cabía. No se movía, sus piernas no se estiraban completamente debido al reducido espacio y su cabeza descansaba sobre uno de sus hombros. Aquella maldita jaula parecía incómoda como el infierno.

Un sonido asfixiado escapó de mi garganta cuando intenté hablar.

A continuación, vi a Julieanne emerger detrás de Alan.

—Primero, escúchame, Angelique. No te alteres, no me temas, por favor —imploró mi amigo con urgencia.

—¿Qué demonios hiciste? Alan, estás… —mi voz se escuchaba terrible—. ¿Has jugado con mi memoria? ¿Has manipulado mi mente, cierto? ¿Qué diablos me hiciste a mí y a Joe?

—Él duerme, sólo está dormido. Pronto despertará —se apresuró a contestar—. Y te juro por todo lo que tengo que no he controlado tu mente ni borrado tus recuerdos. Lo juro.

—Es verdad, estuve aquí —participó aquella chica rubia.

Ella irradiaba una presencia imponente, como si desprendiera luz de su ser. Su actitud era la de una diva en potencia o una estrella de cine, siempre con una astuta sonrisa de suficiencia, meneando su largo cabello de forma presumida.

No quería admitirlo, pero no soportaba que se comportara como si fuera superior a mí. A esa chica le faltaban dos cosas: humildad y modestia.

—Mira, Angelique —comenzó a explicar Alan—, has estado actuando como Joseph, quisiste atacarme —señaló con el dedo hacia el cuchillo en el suelo—. Estuve a punto de dispararte un dardo para tranquilizarte. La sangre que has bebido de Joe ha hecho efecto en ti.

Mi boca se abrió por el estupor.

—Sé que no te agrado, pero será mejor que cooperes —interrumpió Julieanne—. Y, oh, lo escuché en tus pensamientos, lo siento. La verdad es que les mentimos para traerlos hasta aquí.

Le lancé una mirada dramática a Alan.

—¿Qué está diciendo esta…? —contuve el insulto—. Saquen a Joe de esa jaula. Ahora mismo.

—Necesito que me escuches primero —insistió él—. Julieanne no odia a su padre, simplemente se unió a nosotros para brindarnos su ayuda. Para eso, tuvimos que engañar a Joe. En realidad, estamos en complicidad con Jonathan. Él nos pidió que lo encerráramos para que no fuera un problema. La verdad no sé dónde está La Daga de Fuego.

—Mi padre tiene un plan que podría funcionar —añadió la vampiresa—. En estos momentos está trabajando con Nina y Adolph para encontrar a ese mortal. Ya sabes, el rubiecito, Jerry.

Frunciendo el ceño, me dirigí hacia la jaula de Joe. Quería tocarlo, pero simplemente me arrodillé y sujeté los barrotes de hierro.

—¿Estás escuchando, Angelique?

Me giré bruscamente para ver a Alan.

—¿Cómo que estás buscando a Jerry? ¿Qué tiene que ver en todo esto?

—No lo sé, Jonathan no nos dijo nada más. Aseguró que se encargaría de todo mientras mantuviéramos a Joe encarcelado. Aunque no lo creas, quiere ayudarnos. Está de nuestro lado y quiere matar a Sam.

—No, no, no —protesté de inmediato—. Él quiere matar a Joe, lo ha deseado durante todo este tiempo. Quiere deshacerse de él. Eso es lo que busca, ¿no lo entiendes?

—Es una posibilidad, pero es un riesgo que todos decidimos correr.

Me levanté del suelo con vehemencia, enfurecida, dando pasos amenazadores hacia el Zephyr y la rubia desvergonzada.

—¿Un riesgo que todos decidimos correr? —Resoplé—. ¿A quién te refieres con todos? ¿Todos? Date cuenta, ésa es una palabra muy completa.

—Pero… —intentó hablar Julieanne.

—Cállate, zorra —alcé la voz. Enmudeció.

Ella abrió la boca, estupefacta y furiosa.

—¿Tú…? Ah, ¿qué…? —se atragantó con sus palabras.

Alan le hizo un gesto para que se callara.

—Déjala, Julieanne, está muy desconcertada, eso es todo.

—¿Desconcertada? —repetí—. ¡Desconcertada! Esto es…

—Supimos que no estarías de acuerdo con esto en el momento en que notamos que dejaste escapar a Joe. ¿Sabes lo que Sam le hará a tu novio? ¿No escuchaste lo que dijo sobre su tatuaje? Debemos mantenerlo encerrado, porque si Samael consigue las tres dagas, preparará un ritual para apoderarse de su cuerpo. Él quiso decir poseerlo. Y Joe nunca volverá. Además de eso, el hombre quiere convocar a Lilith en su forma de demonio. —La mirada de Alan era severa—. Lilith es la verdadera identidad de Deborah. Esa mujer es la gran diosa del infierno, nadie nunca ha intentado traer a la tierra a un demonio en su forma natural. Jonathan tiene la certeza de que si ella es liberada, acabará con todo. Sólo el poder de las dagas puede convocarla, y si eso pasa, estaremos jodidos. ¡Jodidos por completo!

—Niña —Julieanne interrumpió—, tienen dos opciones: o confían en mi padre, que quiere ayudarlos, o confían en ese tipo. Míralo de este modo, ustedes y mi padre han encontrado un enemigo en común. Con o sin su ayuda, él tratará de detenerlo. Aunque sería mejor si están de su lado.

Entonces recapacité.

Joe no estaba haciendo lo correcto, estaba siendo irracional. Robar las dagas era una completa locura, y Sam había estado manipulándolo para que hiciera cosas terribles. Pero si…

—¿Qué pasa si Ravenwood nos está engañando y quiere que encerremos a Joe para así poder…?

Julieanne me cortó.

—Si mi padre hubiera querido matarlo, ya lo habría hecho. Ha tenido muchas oportunidades.

—Y ha sabido aprovecharlas muy bien. —Le dediqué una sonrisa fingida.

—Angelique, Julieanne, ya basta —disertó Alan.

Un sonido de tela en movimiento atrajo nuestra atención hacia Joe. Al avistarlo, mi pecho se contrajo. Intentaba ponerse de pie, pero el estrecho espacio se lo impedía. Se golpeó varias veces antes de percatarse de que no podía moverse ni un centímetro. Sus gruñidos apenas audibles hicieron eco en las paredes.

Me acerqué a toda velocidad a su jaula.

—Joe, mi Joe, ¿te encuentras bien?

—¿Qué es esto? —refunfuñó. Su semblante reflejaba confusión y terror.

—Esto… Bueno, escúchame. Tienes que quedarte aquí porque…

Mis dedos rodearon las barras de metal frío. Él parecía aturdido, claustrofóbico.

—Me engañaste, Angelique, me traicionaste —murmuró con la voz quebrada—. Estuviste de acuerdo con ellos, me encerraste aquí. Ni siquiera me entregarán La Daga de Fuego.

—No, Joe, no.

Introduje las manos en la jaula, buscando acariciarlo, pero se aplastó contra una esquina, esquivando mi contacto.

—Déjame, déjame en paz. No me toques.

Mis dedos se cerraron con tanta fuerza alrededor de los barrotes de la celda que el dolor se apoderó de ellos. Incliné la cabeza, reprimiendo lágrimas de rabia, frustración y miedo. Un pánico desgarrador me paralizaba.

—¡Aléjate de mí! —me gritó Joe.

Alan agarró mi brazo con firmeza.

—Apártate —me dijo entre dientes.

Tiró de mí, obligándome a ponerme de pie.

El rostro de Joe se coloreó con la furia que lo embargaba. Noté que forcejeaba con las cadenas y grilletes en sus muñecas.

De pronto, se escuchó el fiero estruendo del metal destrozándose.

—¡Oh, mierda! Retrocede —ordenó Alan, empujándome tras su espalda.

Joe consiguió liberar sus manos, las cuales se aferraron con fuerza a las barras de la jaula. Sus ojos ardían como brasas a punto de estallar y sus dientes mordían sus labios hasta hacerlos sangrar. Descansó la frente en el enrejado, respirando con dificultad intermitente. Él… parecía estar llorando.

Alan dio un par de pasos atrás, tropezando conmigo. Tanto sus ojos como los de Julieanne se ensancharon de horror. Porque los robustos barrotes de la jaula, hechos de acero impenetrable, comenzaron a ceder ante la fuerza inverosímil de Joe. Hizo trizas el metal con sus propias manos, hasta que éstas se cubrieron de sangre.

Finalmente, logró su libertad.