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Capítulo 35: La Tormenta Se Avecina: Parte 3

El capitán de la guardia caminaba de un lado a otro bajo el alero de la caseta. Sus botas resonaban sobre el empedrado húmedo, marcando el ritmo de su impaciencia. La lluvia, implacable, tejía un velo de perlas brillantes que caían del cielo plomizo. A pesar del aguacero, las siluetas de sus hombres se iban definiendo en la distancia, emergiendo como sombras que cobraban vida y se acercaban con determinación.

Cuando el último de los guardias hubo llegado, formando una fila expectante bajo la tormenta, el capitán dejó de pasear y se giró para enfrentarlos. La lluvia dibujaba líneas en su rostro severo, pero su voz retumbó con autoridad sobre el ruido de las gotas golpeando el suelo.

"¡Tenemos una misión!", exclamó, y su mirada se endureció con la gravedad de sus palabras. "La señora Urraca nos ha encomendado una tarea vital: llevar a todos los habitantes de fuera de la muralla a la seguridad de la catedral. Una tormenta feroz se avecina, y con ella, el peligro de inundaciones."

Con un gesto de su mano enguantada, señaló hacia las casas que se escondían tras la cortina de lluvia. "Tocaréis en cada puerta y os identificaréis como miembros de la guardia. Una vez dentro, comunicadles que deben empacar sus pertenencias de inmediato. Decidles que tomen todo lo que puedan cargar; que la situación es crítica y podrían no regresar en días."

El capitán comenzó a caminar lentamente frente a la fila de hombres, su mirada fija en cada uno de ellos, asegurándose de que la urgencia de la misión se grabara en sus mentes. "Esperad pacientemente a que estén listos y luego escoltadlos a la catedral. Allí, el arzobispo tomará el relevo."

Tras una breve pausa, en la que solo se escuchaba el tamborileo constante de la lluvia, continuó con instrucciones precisas. "Después de asegurar a cada familia, regresad por más. No descansaremos hasta que todos estén a salvo. ¿Está claro?"

"¡Sí, capitán!", respondieron los guardias, sus voces unificadas y firmes a pesar del frío que calaba hasta los huesos.

El capitán asintió con aprobación y luego se volvió hacia su segundo al mando, el vicecapitán, que junto a diez hombres robustos esperaba sus órdenes. "Vosotros diez, con el vicecapitán a la cabeza, iréis a las granjas. Avisad a los ganaderos del riesgo de inundación. Que lleven sus rebaños a las colinas. ¿Entendido?"

"¡Sí, capitán!", confirmaron, y el grupo de diez asintió con determinación, listos para la tarea.

Con un último vistazo a sus hombres, el capitán concluyó, "Ahora que sabéis lo que se espera de vosotros, ¡manos a la obra!" Acto seguido, los guardias se dispersaron, saliendo por la puerta de la ciudad que se abría tras su líder, adentrándose en la tormenta con paso resuelto, cada uno llevando consigo la esperanza de aquellos que pronto estarían bajo su protección.

Un guardia, su uniforme empapado y pegado al cuerpo por la lluvia incesante, se aproximó con paso decidido a una puerta de madera carcomida por los años. Con un gesto metódico, golpeó la superficie rugosa con los nudillos, el sonido ahogado por el tamborileo constante de las gotas sobre los tejados.

Tras un breve silencio, una voz joven y llena de aprensión se filtró desde el otro lado, preguntando con un hilo de voz, "¿Quién es?"

"Soy de la guardia de la ciudad, abre la puerta", exigió el guardia, su voz firme pese al estruendo de la tormenta.

La puerta se abrió lentamente, chirriando sobre sus goznes oxidados, y dejó ver a un muchacho de unos veinte años, cuyos ojos reflejaban una mezcla de confusión y temor. El joven, con el cabello pegado a la frente por la humedad, se mordió el labio inferior, claramente nervioso ante la presencia del guardia.

"¿Qué ocurre, señor? ¿Hay algún problema?", inquirió, su voz temblorosa revelando su inquietud.

El guardia, observando la estancia modesta detrás del joven, donde cada mueble parecía contar una historia de austeridad, respondió con urgencia. "Por orden de la señora Urraca, debes recoger todas tus cosas y seguirme a la catedral."

El joven palideció, sus manos temblaron ligeramente al escuchar la orden. "Pero, ¿por qué? No he hecho nada...", su voz se quebró, traicionada por el miedo.

Con un suspiro de impaciencia, el guardia señaló hacia el exterior, donde la lluvia caía como un manto gris. "¿No ves la tormenta? Si continúa así, las inundaciones son inevitables. Debemos actuar rápido."

"Lo siento, lo siento, en cinco minutos estoy listo", se apresuró a decir el joven, desapareciendo en el interior de la casa. Se escuchó el ruido de objetos siendo movidos apresuradamente, cajones abriéndose y cerrándose, y el joven reapareció arrastrando un fardo desordenado lleno de sus posesiones más preciadas: ropa, algo de comida, mantas desgastadas y, con esfuerzo, su colchón de paja y heno, símbolo de su humilde vida.

El siervo, con el fardo y el colchón apilados sobre su cabeza, seguía al guardia a través del camino empedrado que serpenteba hacia la ciudad. Las piedras, desgastadas por incontables pasos previos, relucían bajo la constante lluvia, reflejando la luz difusa de un cielo encapotado. El colchón, aunque empapado, ofrecía una escasa protección contra el diluvio que se abatía sobre ellos, pero el siervo lo mantenía firme, determinado a resguardarse de la tormenta lo mejor posible.

Alcanzaron la puerta de la ciudad, una estructura robusta y vetusta, testigo del paso del tiempo y de las historias de quienes la cruzaban en busca de refugio.

Una vez dentro de las murallas, el bullicio de la ciudad se atenuaba, sofocado por el estruendo de la lluvia. Se dirigieron hacia la catedral, cuyas altas torres se recortaban contra el cielo plomizo, sus campanas mudas en espera de tiempos más serenos. La piedra de la fachada, erosionada por siglos de devoción y desgaste, parecía cobrar vida bajo la caricia de la lluvia, contando historias de fe y esperanza.

El interior de la catedral era un contraste palpable con el caos exterior. La luz de las velas bailaba en las paredes, proyectando un cálido resplandor que acogía a los recién llegados. El olor a incienso se mezclaba con el de la madera mojada, creando una atmósfera de santuario y paz.

El guardia, con un gesto de cabeza, llamó la atención de un clérigo que aguardaba cerca de la entrada, su túnica oscilando suavemente con el movimiento del aire. "Este es uno de los siervos", le informó, señalando al joven que seguía sosteniendo su colchón como escudo.

El clérigo, con una sonrisa que irradiaba calidez, se acercó al siervo. "Ven conmigo, te mostraré dónde puedes descansar", dijo, su voz un bálsamo en medio de la tormenta.

El guardia, su deber momentáneamente cumplido, se dirigió al siervo con una mirada de comprensión. "Síguelo, él te dirá lo que tienes que hacer", le indicó. Luego, sin más preámbulos, se dio la vuelta y salió de la catedral, su figura desapareciendo rápidamente en la cortina de lluvia, mientras se apresuraba a buscar a la siguiente persona en necesidad de auxilio.