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6

Aquí se detenía siempre el discurso de X.

Fyodor, que permanecía de pie al lado de Cull, empezó a sollozar ruidosamente. Las lágrimas corrían abundantemente a lo largo de sus mejillas, humedeciendo su barba.

—He oído contar esta historia al menos doce veces —dijo en medio de sus sollozos—, y estoy seguro de que, si yo fuera capaz de acabarla correctamente, ¡me sentiría libre para abandonar este lugar!

—No es más que un nuevo engaño destinado a mantenernos en la eterna duda, en la esperanza de que existe algún fin a todo esto —dijo Cull, mirando rencorosamente a X.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Fyodor, agarrando el brazo de Cull y mirándole fijamente con sus ojos llenos de lágrimas.

—Tenemos ante nosotros a uno de esos falsos profetas… —empezó a decir Cull.

Y en aquel momento se preguntó si X no sería el agente de una organización de la misma naturaleza que la ínter, pero desconocida de todos. Si así era, ¿qué provecho sacaban de todo aquello X y su organización? ¿Y por qué había recibido el poder de resucitar a los muertos si no era más que un hombre?

Fyodor siguió interrogando a Cull. Pero éste no podía explicarle que la ínter elevaba a la categoría de nuevas religiones los simples rumores que corrían, aprovechándose del poder así ejercido sobre los conversos y de las contribuciones que éstos aportaban a la organización. En aquel mismo momento, en toda la ciudad, gran cantidad de hombres y mujeres estaba preparando sermones fundados en la primera de las suposiciones que Fyodor había comunicado a Cull por teléfono. Y la multitud, más hambrienta de esperanza que de alimentos materiales, les escucharía y les creería. Luego, cuando la confianza empezara a disminuir al ver que las promesas no se iban cumpliendo, les sería ofrecida una nueva esperanza. Y se convertirían de nuevo.

Por supuesto, existía siempre un pequeño núcleo de personas difíciles de convencer, que se agarraban al pasado. Pero también éstas eran juguetes en las manos de la ínter, que en materia de teología sabía convertir cualquier astilla en una flecha…

—¡Tiene que ser Él! —dijo Fyodor—. Aún no se ha perdido toda esperanza. No todo está perdido. Cull, usted sabe que el tiempo aquí no parece tener mucha relación con el tiempo terrestre. Sabemos que Él pasó tres días en el Infierno. Pero tres días terrestres. ¿Cuánto tiempo representa esto aquí en el Infierno? Quizá permanezca aquí hasta la muerte del último hombre de la Tierra, aunque para la Tierra saliera de la tumba hace ya muchos siglos para ascender al Cielo… ¿Puede probar usted que estoy equivocado? ¿Él darnos una nueva oportunidad, no sería la cosa más humana, más equitativa, que Él podría hacer?

—¡Está usted loco! —dijo Cull, preguntándose cuánto tiempo necesitaría para ir a telefonear a Stengarius a fin de hacerle partícipe de aquella nueva hipótesis—. No puedo probar que está usted equivocado, pero tampoco puede probar usted que tiene razón.

—¡La fe! —gritó Fyodor—. ¡La fe y nuestro amor por Él son los únicos remedios! —y se lanzó hacia X, arrodillándose ante él y besando la orla de su túnica—. ¡Maestro! —gritó—. ¡Decidme que estoy aquí tan sólo para expiar mis faltas y mis dudas! Vos sabéis que Os amo y que siempre Os he amado. ¡Os amaría incluso aunque Os equivocarais! ¡Aunque hubierais sido condenado al exilio eterno en este lugar, aunque hubierais elegido quedaros para siempre aquí por causa de Vuestro amor al hombre, renunciaría de buen grado al Cielo para permanecer a Vuestro lado durante toda la eternidad!

X miró a Fyodor bondadosamente, y posó suavemente una mano sobre su cabeza. Pero pasó ante él sin decir una palabra.

Cull no podía explicarse por qué la actitud de Fyodor lo ponía furioso. Pero tomó un trozo de basalto del tamaño de un puño que había caído de una gárgola y lo lanzó contra él con todas sus fuerzas. La piedra alcanzó a Fyodor en la nuca y lo hizo caer cara al suelo. La sangre empezó a manar de la herida.

A la vista de la sangre, la multitud lanzó un rugido.

Hostil pero silenciosa en presencia de X, despertó brusca y ruidosamente a la vida. Varios hombres se lanzaron hacia delante y se abalanzaron sobre X y sus dos asistentes, mientras otros se esforzaban en volcar la ambulancia. En menos de tres minutos el vehículo yacía de lado, y de X y sus acólitos no quedaba más que algunos jirones de carne y ropas esparcidos, y tres cabezas arrancadas de sus troncos.

Bruscamente se hizo el silencio en la multitud. Hombres y mujeres se miraron con aire alucinado. La sangre chorreaba de sus manos, y fragmentos de carne desgarrada colgaban de sus uñas. Algunos tenían incluso sangre en la comisura de sus labios. De repente, presas del pánico, se dispersaron a toda velocidad por las calles, como hojas muertas empujadas por el viento. Cull y Fyodor quedaron solos.

Fyodor se levantó y lanzó un gemido de dolor, mientras se frotaba la nuca.

—Usted es el responsable de todo esto —le dijo Cull—. No tenía que haberlo invocado como el Verdadero Cristo. Esto los ha enloquecido. A la gente no le gusta oír blasfemar.

No se trataba de ninguna acusación injusta. Fyodor había sido realmente el instigador de aquel drama, ya que había sido su actitud lo que había exasperado a Cull. ¿Pero qué importaba ahora? Fuera un hombre o un demonio, X resucitaría de todos modos dentro de muy poco. Y si era realmente Aquél a quien Fyodor había saludado en él, no habría sufrido el menor daño.

—Aguarde aquí —dijo Cull a Fyodor.

Se dirigió hacia el edificio que albergaba el teléfono local de la ínter. No había nadie en la oficina: el linchamiento debía haber asustado incluso a los agentes de la ínter. ¿Pero de quién creían escapar? ¿De la multitud? ¿De un Dios vengador? No ocurriría nada. Empezaba a oírse ya un lejano mugido de sirena cuando Cull tomó el aparato.

Contó a Stengarius lo ocurrido. Pero su interlocutor lo interrumpió para preguntar:

—¿Dónde está Phyllis? ¿Se encuentra bien? Dígale que se ponga al aparato.

Cull sintió como si le dieran un mazazo en la cabeza.

—Yo… no… no sé —balbuceó—. Ella ha hecho el viaje en palanquín, ya sabe. Viaja más despacio que yo… aunque de una forma mucho más confortable —añadió amargamente.

—Todo esto ya lo sé —respondió irritado Stengarius—. Llamaré a los distintos puestos del camino para saber si la han visto. Y no intente hacerse el listo con nosotros, Cull.

—Perdón, señor —dijo Cull—, no era ésta mi intención. No he hecho más que comentar un hecho.

—Que no vuelva a suceder. Cuando llegue Phyllis, dígale que me llame inmediatamente.

—De acuerdo, señor. ¿Se ha recibido algún informe de X apareciendo en algún otro lugar?

—Estamos examinando los últimos veinte informes —dijo Stengarius—. Según nuestro reloj de arena, han transcurrido unos diez minutos entre cada una de las apariciones de X. Estos informes cubren también la zona donde se encuentra usted.

—Aguarde un momento al teléfono —dijo Cull—. Está llegando otra ambulancia. Voy a ver si X está en ella.

Se acercó a la enorme ventana sin cristales y miró hacia el exterior.

La ambulancia llegaba girando la esquina de la calle a una tal velocidad que rozó la pared de un edificio y derrapó espectacularmente antes de detenerse al lado mismo de Fyodor. Éste, arrodillado en el suelo, mantenía la cabeza de X apretada contra su pecho.

Dos hombres saltaron de la ambulancia. Ninguno de ellos era X. Cull se dirigía ya al teléfono para informar a Stengarius cuando observó que el aspecto de los dos hombres era sorprendentemente descuidado. El primero no llevaba gorro, y sus ropas estaban desabotonadas. El segundo iba descalzo y llevaba una colilla colgando de sus labios. Tamaña negligencia era algo inaudito, pero cuando ambos hombres se inclinaron sobre los restos y empezaron a masticar ruidosamente grandes bocados de carne cruda, Cull comprendió que algo no marchaba correctamente allí. Y, cuando sacaron de la primera ambulancia el cadáver de la mujer y se pusieron a descuartizarlo con ayuda del cuchillo que uno de ellos sacó de su bolsillo, Cull se sintió realmente alarmado.

Tras oír su informe, Stengarius se mostró también muy alterado.

—Acabo de saber que el personal de otras dos ambulancias se ha comportado igualmente de un modo extraordinario —dijo—. Además, últimamente un buen número de cadáveres han quedado tirados por la calle, sin que nadie acudiera a recogerles. ¿Qué está ocurriendo?

—¿No hay el menor rastro de X? —preguntó Cull, sin responder a aquella pregunta.

—Usted es el último que lo ha visto. Tengo la impresión de que están ocurriendo cosas muy sorprendentes… aunque sorprendentes no sea la palabra más adecuada. Por otro lado, según el Servicio de Estadística, el número de nuevos llegados ha caído prácticamente a cero desde hace algunas horas. Es como si la puerta de la Tierra se hubiera cerrado bruscamente.

—¿Hay alguna explicación a este fenómeno? —preguntó Cull.

—La única suposición que podernos aventurar es que los últimos seres humanos muertos en el transcurso de la guerra nuclear que se está desarrollando en la Tierra han llegado ya aquí.

Cull se estremeció.

—¿Quiere decir que la humanidad ha desaparecido ya por completo? —preguntó.

—Es demasiado pronto para afirmarlo.

—Escuche, Stengarius…

—¡No jadee de esta manera al hablar!

—¡Usted está jadeando del mismo modo! Esto es lo que quería decirle… La última vez que se interrumpió la inmigración de una forma tan radical fue cuando se apagaron los fuegos. Antes de ello, cesó de nuevo cuando este lugar, que formaba un universo copernicano, se convirtió en un universo einsteiniano. Y, antes de esto, cuando la estructura ptolomea fue remodelada según los datos copernicanos. Las dos primeras transformaciones que acabo de citar fueron catastróficas.

—¿Qué está usted insinuando? —gritó Stengarius—. ¿Que estamos a punto de sufrir un nuevo cataclismo? ¡Está usted loco! ¿Pretende decir que Einstein estaba equivocado y que…? Vamos, deje de divagar. ¿Qué está pretendiendo? ¿Socavar la moral de la ínter? Usted…

—No hacía más que emitir unas suposiciones —dijo Cull—. Para esto se me paga, creo. Esto es lo que había pensado hacer… si usted me autoriza a ello, por supuesto: Voy a poner sobre sus pies a ese macaco de Fyodor, y vamos a descender juntos hasta las profundidades de este mundo. Y estoy hablando literalmente, ya que Fyodor habló de los albañales, y creo que en ellos puede haber una pista importante. ¿Tiene alguna instrucción que darme antes de que parta?

—No, tan sólo que permanezca en constante contacto con nosotros. Sólo Dios sabe lo que está pasando. ¡Ah, y otra cosa! No olvide a Phyllis…