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15

Necesitaron toda una hora para conseguirlo. Arrancaron la carne de los miembros inferiores, arrojándola en grandes pedazos por la abertura del cilindro. Los trozos de carne revolotearon y desaparecieron de su vista. Pero las gotas de sangre y los pedazos de carne más pequeños flotaron a su alrededor como un enjambre de moscas, antes de ser arrastrados por un viento que se levantó de pronto.

Dejando de rascar el hueso medio al descubierto, Cull miró hacia afuera. No pudo ver más que una mezcolanza de restos: árboles de roca, un enorme edificio a lo lejos, una masa de maná, cuerpos o partes de cuerpos de hombres y mujeres, todo ello girando en el espacio.

El viento, aunque débil, tenía su utilidad. Secaba el sudor de sus cuerpos, y se llevaba el anhídrido carbónico, que tenía tendencia a acumularse alrededor de sus cabezas. Reflexionando en ello, Cull se sorprendió de no haber notado el viento antes. El desplazamiento del cilindro en la atmósfera debería haber producido un poco de viento, por ligero que fuera. De todos modos, aunque no lo hubieran notado, el viento tenía que haber existido.

De otro modo, el anhídrido carbónico que exhalaban se habría acumulado en el interior del cilindro, asfixiándoles hacía ya mucho.

Sin embargo, antes no había habido ninguna corriente de aire perceptible, mientras que ahora ahí estaba. ¿Por qué razón el viento se había hecho más fuerte? Sin duda se había producido alguna diferencia de temperatura en la esfera que constituía su mundo.

¡Por supuesto! La superficie interna de la esfera ya no estaba ahora recubierta de una espesa capa de piedras y tierra. Tan sólo una delgada pared metálica protegía el interior de la esfera del frío del espacio. Este frío debía filtrarse al interior, y la capa de aire cálido y húmedo cercano a la pared debía soltar su volumen de vapor de agua. A medida que el aire se enfriaba se debía formar una capa de hielo en la pared, formando una zona de altas presiones.

Los dos hombres volvieron a su trabajo. Juntos, arrancaron los fémures, del coxis hasta la rodilla. Ahora estaban en posesión de dos fémures que podían utilizar como mazas, así como de dos tibias y dos peronés. Éstos necesitaban aún ser limpiados, pero era una tarea a la que ni Cull ni Fyodor se sentían con ánimos de dedicarse en aquellos momentos.

—Bueno —dijo Cull—, Phyllis quería que nos desembarazásemos del cadáver de este demonio. Así que hagámoslo.

Soltó el lazo que rodeaba la cintura del demonio, y luego giró el cuerpo de modo que pudiera apoyar las manos contra su espalda. Colocando los pies contra la rama del árbol, le dio un empujón. El demonio se deslizó a través de la salida del cilindro, girando sobre sí mismo debido a que el empujón dado por Cull no se había repartido por igual por todo su cuerpo. Estuvo a punto de engancharse con una rama que salía excesivamente del árbol, pero la rebasó y siguió su trayectoria. Al cabo de algunos minutos el cadáver girando en el espacio se veía reducido a las dimensiones de una grotesca muñeca.

—Lástima que haya tenido que matarlo —dijo Cull.

—¿Por qué? —preguntó vivamente Fyodor. Los músculos de su cuello se estremecían, y esto imprimía a su cabeza un temblor nervioso.

—Es inútil que se ponga en este estado porque no comprende absolutamente nada de lo que ocurre —dijo Cull—. Déjeme tiempo para hablar antes de agitarse de esta manera. Quería decir que hubiera preferido mantener prisionero a ese demonio. Pero no estaba en condiciones de hacerlo. Si conseguimos echar mano de nuevo a algún demonio, será necesario conservarlo con vida. Y lo obligaremos a decirnos la verdad, incluso si tenemos que arrancarle, y hablo literalmente, el cerebro.

—¿Qué es lo que le hace pensar que ellos conocen la verdad? —preguntó Fyodor.

—¡Bueno, aunque no la conozcan, morirán intentando decírnosla!

Los dos hombres se limpiaron lo mejor que pudieron la sangre y los restos que los cubrían, y echaron el maná sucio fuera del cilindro. Luego, Cull estudió el problema de fijar a su espalda las alas arrancadas al demonio. Avanzó por el árbol de roca, sujetándose a un tobillo con el hilo telefónico y enrollando el otro extremo a una rama que se hallaba en el interior del cilindro. Avanzando con precaución para no dejar escapar las alas que sujetaba con una mano, probó una de ellas para estudiar su funcionamiento.

—Pueden servir —le dijo a Fyodor—. Haremos unos agujeros en la piel cerca del hueso y les pasaremos hilo telefónico, que anudaré a mis brazos. La parte inferior de las alas la sujetaremos con hilo enrollado a mis muslos. Pero tendremos que hallar algún sistema para impedir que las alas se doblen en sus junturas.

Permaneció unos instantes de pie, observando con aire ausente el vacío, y luego dijo:

—Desgarraremos la fibra, enderezaremos las alas en las articulaciones, y colocaremos trozos de fibra a cada lado de éstas. Luego fijaremos sólidamente los dos trozos alrededor del hueso con hilo telefónico. Esto mantendrá las alas rígidas.

Regresó al cilindro. Doblando en todos sentidos el hilo telefónico y cortando en los lugares donde lo había doblado, consiguió separar varios trozos. Pero la fibra era menos fácil de cortar de lo que había creído. Tras sudor más de la cuenta, consiguió terminar su tarea. Luego tuvo que seguir sudando hasta conseguir cuatro trozos lo suficientemente cortos. Finalmente, consiguió obtener todo lo que necesitaba. Esta vez, cuando subió al árbol, se quedó allá hasta que hubo terminado.

Los rostros de Fyodor y de Phyllis evidenciaban sus temores.

—Si no consigues volar con estas alas —dijo Phyllis—, vamos a perderte. ¡Nunca te volveremos a ver!

—No creí que esto te preocupara —dijo Cull—. Aunque quizá tan sólo tengas miedo de perder a tu defensor y a tu sostén.

Phyllis se alzó de hombros. Observándola atentamente, Cull se preguntó cómo había podido llegar a pensar que sería capaz de vender su alma para tenerla en su cama.

Sujetó las alas a una rama, regresó al cilindro y se metió en el armazón de hilo telefónico que había construido.

—Estoy demasiado cansado para intentar volar —dijo—. Necesito dormir antes un poco. Ustedes montarán la guardia, por turnos. No debemos dejarnos sorprender por otros demonios voladores.

Se durmió inmediatamente. Cuando despertó, vio que sus dos compañeros estaban sentados en la rama, a la que se habían atado con hilo telefónico, dejando colgar sus piernas sobre el abismo. Ambos parecían haber superado en parte su miedo al vacío.

A ver a Cull girar la cabeza, Phyllis le sonrió.

—Hola —dijo—. ¿Cómo te sientes?

—He soñado con la Tierra —dijo Cull—. O, más exactamente, he soñado que dormía en la Tierra, y soñaba. Era un sueño dentro de otro sueño, como nos ocurre a todos de tanto en tanto. Soñaba que conseguía volar agitando tan sólo los brazos. Era algo maravilloso. Jamás me había sentido tan libre, tan glorioso. Tan… sobrehumano, si puedo utilizar esta palabra.

—Me alegro —dijo Phyllis—. Por mi parte, si al despertarme tuviera que volar con alas, estoy segura de que mi sueño sería mucho menos hermoso que el tuyo. Ya sabes, ese sueño en el que uno se siente caer sin poder sujetarse a nada, y grita y grita…

—Quizá sea una buena señal el que haya soñado esto y no lo que dice Phyllis —dijo Fyodor.

—Sí —admitió Phyllis—, es realmente una buena señal.

Cull gruñó algo, sin responder, mirándoles con aire enfurruñado. Hizo chasquear los labios y dijo:

—Noto mal sabor de boca. Me siento mugriento, y debo estarlo. Y además huelo horriblemente. Al igual que ustedes. El viento me trae su olor, y es enormemente desagradable.

—¿No crees que las cosas ya están bastante mal, como para que vengas tú a empeorarlas con tus observaciones? —lloriqueó Phyllis—. Intento mostrarme amable, te doy los buenos días, y tú… tú… ¡no eres más que un viejo avinagrado!

—¡Y tú tienes un aspecto precioso! —respondió bruscamente Cull— ¡Desearía que pudieras verte! Tus cabellos están sucios y enmarañados, tu rostro está tiznado, tu cuerpo lleno de mugre. Mira tu vientre, tus piernas…

—¿Y qué otra cosa esperabas? —gritó ella, colérica—. ¡Tú no tienes mejor aspecto! ¿Por qué tienes que hablarme así?

—Quizá es el miedo ante lo que va a intentar —intervino Fyodor—. Quiero decir, lo de volar. No puede reprochárselo, Phyllis. Incluso yo siento la carne de gallina cuando lo imagino saltando al vacío.

—¿Entonces es eso? —preguntó Phyllis—. ¿No me detestas realmente? ¿Tan sólo estás asustado ante lo que te espera?

—¿Te preocupa el que te deteste o no? —dijo Cull—. Creía que tan sólo te interesaban los sentimientos de quien pudiera llegar al puesto de Primer Telefonista.

Ella desvió la mirada y, con un bufido de desprecio, Cull avanzó en zigzag hacia el otro extremo del cilindro. Llegado allí, hizo una contorsión para ponerse en posición vertical, dando la espalda a sus compañeros. Orinó, congratulándose de que este acto natural actuara bajo presión: así el líquido caía al exterior y uno no tenía que preocuparse por su eliminación. Sin embargo, la reacción lo empujó hacia el centro del cilindro, lejos de la abertura.

Tomó para limpiarse un poco del maná apilado en el cilindro, y echó fuera el pedazo que había utilizado. Luego regresó hacia sus compañeros, que permanecían silenciosos.

—Creo —dijo— que lo mejor es que utilicemos el hilo telefónico que nos queda para colocar en el otro extremo del cilindro una barrera de seguridad como tenemos en este lado.

Una vez realizado el trabajo, subió al árbol de roca para tomar su desayuno. El maná estaba a punto de pasar del estado sólido al líquido, que muy pronto sería arrancado por el viento de las ramas. Cull hubiera deseado disponer de un recipiente donde conservar la sustancia nutritiva. Si tan sólo dispusiera de un medio para curtir la piel, hubiera podido tomar la del demonio para hacer unos cuantos pellejos. Pero no hubiera tenido nada para coser los extremos. El estómago, por el contrario, podía haber constituido un saco natural. De todos modos, ya era demasiado tarde para pensar en ello.

Desde hacía un cierto tiempo, Cull veía aproximarse un objeto. Minúsculo al principio, era ahora lo suficientemente grande como para poder identificarlo. Se trataba de uno de aquellos innumerables edificios tallados en un gigantesco bloque, errático ahora. Incluso a la distancia a que se hallaba, Cull podía distinguir las líneas más oscuras que señalaban el emplazamiento de las puertas y las ventanas. El objeto giraba en todos sentidos. Muy pronto estaría cerca del cilindro, demasiado cerca tal vez… quizá incluso entrara en colisión con él.

Phyllis y Fyodor subieron también al árbol para desayunar. Cull les mostró el edificio con el dedo y les participó sus temores.

—¿Quizá podamos saltar a él cuando esté lo suficientemente cerca de nosotros? —sugirió Phyllis.

—Quizá —admitió Cull—. Pero tal vez el edificio esté ocupado por seres cuya compañía no nos fuera grata… No, creo que es mejor volar hasta allí.

—¿Pero qué ocurrirá si el cilindro lo cruza cuando usted esté dentro? —preguntó Fyodor—. ¿Podrá regresar?

—Puede que sea capaz —dijo Cull meditativamente—. Pero, si debemos unir nuestros destinos, lo mejor es que partamos juntos.

—Tendremos que tomar nuestro impulso algún tiempo antes de que nuestras trayectorias se crucen —hizo notar Phyllis—. Si esperamos a que el edificio esté demasiado cerca de nosotros, puede pasar de largo si va muy aprisa. Y quizá entonces no pudiéramos volver tampoco al cilindro.

Mientras hablaban, Cull enrollaba algunos metros de hilo telefónico alrededor de su cintura. Tras haber apretado bien el hilo en su parte delantera, hizo dos lazos a ambos lados. En uno de ellos fijó el cuchillo, y en el otro el fémur del demonio. Se ató otro trozo de hilo telefónico, de unos sesenta centímetros de longitud, al tobillo, con el que hizo otro lazo.

—Haga también un lazo alrededor de su tobillo —le dijo a Fyodor. Y se dedicó a fijar las alas a su espalda. Cuando hubo terminado los preparativos, dio una ligera patada al árbol de roca y se elevó en el aire. Fyodor agarró con una mano el hilo telefónico que rodeaba el tobillo de Cull para apartarse a su vez del árbol. Phyllis se sujetó al hilo que rodeaba el tobillo de Fyodor.

Cull miró hacia abajo siguiendo el eje de su propio cuerpo, para asegurarse de que sus compañeros se sujetaban firmemente y estaban bien alineados, como los vagones de un ferrocarril. Luego empezó a batir las alas. Sabiendo que si se contentaba con situar su superficie cortante en ángulo recto con respecto a su cuerpo y agitarlas de arriba abajo, no conseguiría más que subir o bajar, inclinó las alas. Ahora estaba seguro: avanzaba, ya que las sentía hendir el aire y empujarlo hacia atrás. Pero era un esfuerzo fatigoso: aunque sus pasajeros y él mismo estuvieran desprovistos de peso, la resistencia del aire era más difícil de vencer de lo que hubiera creído. Además, no siempre conseguía mantener las alas en el ángulo deseado… tenían tendencia a girarse, pese a sus esfuerzos.

Al cabo de algunos minutos se dio cuenta de que la velocidad a la que volaba no era suficiente. El edificio iba a pasar de largo, dejándolos atrás. Y, mirando por encima de su hombro en el momento en que sus alas descendían, comprendió que tenían pocas posibilidades de regresar al cilindro.

Se esforzó en alcanzar la velocidad del edificio, en levantar y bajar sus brazos tan aprisa como le era posible, en hacerlos girar de modo que situaran a las alas en un buen ángulo. Respiraba entrecortadamente, y estaba empapado en sudor.

Por un momento, presa del pánico, consideró la posibilidad de abandonar a Phyllis y a Fyodor. Aligerado de la resistencia suplementario provocada por el peso de sus cuerpos, tal vez pudiera aumentar suficientemente su velocidad para…

Pero rechazó aquel pensamiento. No iba a dejarlos flotar, impotentes, en el vacío. Por otro lado, ¿cómo conseguir que Fyodor soltase su presa? Si Cull se detenía en su vuelo para golpear su mano, esto retrasaría aún más su carrera. Y no podía permitirse el menor retraso.

Tendió el brazo izquierdo y accionó su ala derecha de modo que pudiera girar para seguir al edificio cuando se cruzara con ellos. Siguió levantando y bajando los dispositivos de piel y huesos incluso después de que el enorme edificio pasara por su lado, ganándoles una delantera de más de un centenar de metros.

—¡Es inútil! —gritó Fyodor tras él—. No lo alcanzaremos. ¡Economice sus fuerzas, Jack!

Cull siguió con la mirada la masa de piedra tallada que se alejaba. Veía en las ventanas hombres y mujeres que les hacían señales con la mano. Llorando de agotamiento y de rabia, abandonó la persecución. Dejó caer los brazos a los lados de su cuerpo, y empezó a planear, con el hombre y la mujer sujetos tras él.

Hubo un largo silencio, turbado únicamente por el jadear de Cull. Luego, cuando recuperó el aliento, no se oyó más que el ligero ruido del viento haciendo palpitar las alas parecidas a las de un murciélago.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó finalmente Fyodor.

Cull se sobresaltó. Absorto en sus pensamientos, había olvidado a sus dos compañeros.

—Tendremos que dejarnos ir a la deriva durante algún tiempo —respondió—. Confío que ocurra algo…

—¿Antes de que nos hayamos muerto de hambre? —interrumpí Phyllis.

—¡Siempre tu eterno optimismo! —resopló Cull—. ¡Lo que más me gusta de ti son tus constantes palabras de aliento!

En el fondo, se decía a sí mismo que las previsiones de Phyllis tenían muchas posibilidades de ser ciertas. Pero había que hacer algo para no pensar en esta eventualidad.

Sacó los brazos de las lazos de hilo telefónico que los unían a las alas y luego, girándose a sus compañeros, le pidió a Fyodor que soltara el hilo enrollado a su cintura. No era sencillo, ya que Fyodor no disponía más que de una sola mano, ya que la otra estaba sujeta al hilo que rodeaba el tobillo de Cull. Éste tuvo pues que renunciar y soltar primero el lazo de su tobillo.

Luego se arrastró a lo largo del cuerpo de Fyodor y sujetó uno de los extremos del hilo telefónico. Finalmente, con ayuda de Phyllis, consiguió doblar el hilo formando un doble círculo, tarea bastante difícil, teniendo en cuenta que no tenían el menor punto de apoyo. Hicieron tres grandes lazos, en los cuales se introdujeron, atándose con trozos de hilo más pequeños.

—Tres hombres en círculo —dijo Cull, esforzándose por parecer alegre—. Mejor dicho… dos hombres y una puta con más porquería encima que un cerdo.

—¡Oh, Jack…! —protestó Phyllis, casi a punto de llorar.

—Está bien, está bien, no eres ninguna puta —dijo él con tono conciliador—. Todos somos unos apuestos y elegantes Caballeros de la Tabla Redonda.

Sus dos compañeros le miraron inexpresivamente, y se dio cuenta de que no habían captado su alusión. A decir verdad, él tampoco la había captado. Lo que acababa de decir era una de esas frases banales que acudían a menudo a su mente sin que fuera capaz de darles un sentido ni de identificar su origen.

—Al menos —dijo sintiéndose incómodo— ahora podremos charlar cara a cara.

Hubo un silencio tan largo que Cull no pudo soportar su duración.

—Bueno, Fyodor —dijo bruscamente—, ¿sigue creyendo que X, su Salvador, acudirá a socorrernos en medio de la nada?

—X puede hacer cualquier cosa —dijo Fyodor, mostrando una cierta animación a pesar de su fatiga y su desesperación—. Si soy digno de ser salvado, X me salvará.

—¿Y si no lo es?

—¡Lo soy! —gritó Fyodor—. ¡Al igual que lo es usted! ¡Y también Phyllis! ¡Todos nosotros somos hijos de Dios!

—Quizá Él se haya limitado a depositar a sus hijos en el umbral de cualquier puerta celeste para abandonarlos luego allí —sugirió Cull.

—¡No! —aulló Fyodor—. ¡Mientras un hombre se acuerde de Él, Él no olvidará a los hombres!

—Bueno, entonces, será mejor que Él, o X, o quienquiera que sea, se decida rápidamente a hacer algo para…

Cull se interrumpió, observando atentamente la forma que se acercaba a ellos con pausada lentitud. Desde hacía un momento se había dado cuenta de que era el cuerpo de un hombre flotando en su dirección. Pero hasta entonces no había conseguido distinguir sus rasgos. Ahora sí.

Era X.