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26

—Bbbbbbbb… Ba… Bbbbb…

Dodo soltaba grititos de placer y formó una burbuja grande de saliva. Leo estaba en el andador, se agarraba con una mano y golpeaba la barandilla de madera con un soldado de hojalata.

—Pa… pa… —dijo Paul con paciencia—. Di «papá», mi pequeña.

—Bbbbb… fffff… bafa…

—Papá…, di «papá».

Dodo daba saltos de alegría en sus rodillas, quería que le hiciera lo de «arre, caballito». Leo lanzó el soldado de hojalata contra la pared lacada de blanco y gritó con energía:

—¡Sosa! ¡Sosa!

Se refería a Rosa Knickbein, la niñera. Paul se lo puso en el regazo, luego sentó a cada uno en una rodilla y pasó apuros para no perder a ninguno de sus hijos con tanto trote. Cuando por fin paró, Leo se echó a llorar y Dodo, en cambio, le sonreía.

—¡Mamá! —dijo ella—. Mamá. Mamá. Bbbbaaa…

Paul suspiró. En tan poco tiempo no iba a conseguir enseñar a sus niños la palabra «papá». A fin de cuentas, que lo llamaran «mamá» era un cumplido.

—Por el amor de Dios, señor Melzer —dijo Rosa Knickbein, que se asomó por la rendija de la puerta—. Aún no les he puesto los pañales, iba a despertarlos y prepararlos para el desayuno.

Paul se tocó las piernas y comprobó que había tenido suerte. Dejó a Rosa con los gemelos y salió al pasillo para dirigirse a la habitación de Kitty. Nadie reaccionó cuando llamó con discreción, así que se atrevió a bajar con suavidad la manija. El cuarto estaba en penumbra. Marie, sentada en una butaca al lado de Kitty, levantó la cabeza.

—Eres tú —susurró ella con ternura.

Se acercó y la besó en la mejilla. Parecía muy cansada, tenía ojeras.

—¿Cómo se encuentra?

Los dos miraron la amplia cama con dosel azul claro en la que el cuerpo delgado de Kitty parecía muy perdido. Llevaba el cabello recogido en una gruesa trenza para que no se le enredara mientras estaba en cama.

—Se ha dormido —susurró Marie—. Ojalá quisiera comer algo. Ayer por la tarde bebió un poco de agua mezclada con vino.

—¿Aún tiene fiebre?

—Desde ayer por la tarde no. Espero que siga así.

Paul le acarició el cuello y dijo que estaba seguro de que mejoraría pronto.

—Ahora vete a dormir, Marie. Te lo ruego.

Ella asintió, afligida. Sí, estaba tan agotada que incluso iba un poco encorvada; un par de horas de sueño le sentarían bien.

—No quiero verte antes del mediodía, Marie. Nadie puede aguantar tres noches seguidas despierta. Si no duermes ahora te pondrás enferma, ¡y eso no ayudaría a nadie!

Exaltado, había hablado más alto de lo que pretendía. Kitty respiró hondo, gruñó, gimió un poco y se volvió hacia el otro lado.

—Ven… Auguste puede ocuparse de ella si necesita algo.

Esperó hasta que Marie se levantó de la butaca. Luego la rodeó con un brazo, la sacó de la habitación y cerró la puerta con suavidad. En el pasillo sus labios se encontraron y él notó la dulce tentación de su cuerpo cálido. Qué tortura que fuera tan difícil pasar unas horas juntos. Le había prometido a su padre que hoy, el último día de vacaciones, se pasaría por la fábrica.

—Hasta luego, amor. Ojalá no estuviera tan cansada.

—Que duermas bien, Marie. Estoy contigo.

—En mis sueños, siempre —bromeó ella, y desapareció en el dormitorio.

Paul reprimió el deseo de seguirla, tumbarse a su lado y estrecharla entre sus brazos. En esos tiempos convulsos no podía permitirse ser egoísta, había otras personas que lo reclamaban.

—¡Buenos días, mamá!

Entró en el comedor con un gesto alegre, se inclinó hacia ella y la besó.

—Ay, Paul —dijo ella con ternura—. Siéntate y come tranquilo, hijo. Papá ya se ha ido a la fábrica, pero Elisabeth llegará enseguida. ¿Cómo está Marie?

—Se ha ido a la cama. Parece que Kitty está mejor.

—¡Gracias a Dios!

Paul cogió el Augsburger Neuesten Nachrichten, que con el tiempo se había vuelto muy delgado, y leyó con mucho interés el artículo «Qué alimentos recibe a diario el ciudadano». A cada ciudadano de Augsburgo le correspondían doscientos gramos de harina, media libra de patatas, tres cuartos de litro de leche, treinta y cinco gramos de carne y ocho gramos de mantequilla, además de dos huevos cada tres semanas. Al menos según la cartilla de racionamiento. Sin embargo, las cartillas no servían para quien no tenía dinero. Miró afligido la espléndida mesa de desayuno, donde había incluso queso y paté de hígado, además de panecillos recién hechos por la cocinera.

—Cómo me alegra que Kitty se esté recuperando —dijo Alicia con un suspiro—. Lisa ha encargado una lápida para el pequeño Jonathan. Ay, mira que no decir nada de su embarazo. Ya estaba de cinco meses.

Habían dado sepultura al niño en el cementerio, en la tumba familiar de los Melzer. El cura le había dado su bendición y lo había bautizado «Jonathan». Gertrude Bräuer estaba descompuesta, su marido tuvo que sujetarla. A Paul aquella ceremonia le pareció absurda. Tanta pena por un nonato cuando tantos hombres se desangraban en los campos de batalla de Europa y las epidemias se extendían por los barrios pobres de la ciudad.

Mamá le sirvió café y mencionó con una sonrisa que solo podían permitírselo en ocasiones especiales, normalmente bebían café de bellota. Paul tenía mala conciencia. Por supuesto, por él habían tenido que hacer frente a ciertos gastos, pero el café y el té abundaban en el frente. También los cigarrillos y los puros, incluso el aguardiente y el whisky inglés «requisado».

—Quería hablar contigo de papá, Paul.

—¿Te preocupa? —preguntó él, y levantó la vista del periódico.

Ella asintió, pero luego calló cuando Else entró con el correo.

—Su hija me pide que le diga que bajará más tarde a desayunar.

—¿Lisa? No estará enferma…

—No, señora. Es por el correo. Había una carta para ella.

—Lo entiendo. Seguramente es de su marido. Me alegro por ella.

Paul sonrió con amabilidad a Else y acto seguido el rostro de la criada, que siempre le recordaba a un anciano melancólico, se iluminó. Los empleados de la villa eran conmovedores: lo habían recibido con mucho cariño, la señora Brunnenmayer tuvo que secarse los ojos y la señorita Schmalzler le agarró de la mano. Le confesó que rezaba todas las noches por él. ¡Qué alma tan leal!

—No me gusta tener que decir esto, Paul —comentó Alicia a media voz—, pero me temo que tu padre bebe. Veo cómo se vacían los estantes de la bodega. Coñac francés, licor de genciana, whisky escocés…, todo lo que se guardaba abajo desde hacía años desaparece a una velocidad alarmante. Además, Marie me ha confirmado que en su despacho siempre hay vasos usados. Esconde las botellas para que Marie no le riña.

Paul se rio de su madre. Había estado varias veces en la fábrica, pero nunca había pensado que su padre bebiera más de la cuenta.

—No se emborracha, Paul —aclaró ella, negando con la cabeza—. Pero necesita el alcohol. Un trago por aquí, una copita por allá. En la villa también toma vino tinto por la noche, eso lo has visto tú mismo. Y sabes que el doctor Greiner le ha prohibido el alcohol.

Paul respiró hondo para aliviar el desasosiego creciente. Luego dijo que seguro que no había motivo para preocuparse. Papá siempre había disfrutado con el coñac, y nunca le había hecho daño.

—El ataque le dio porque llevaba una carga en el espíritu, mamá. Pero, gracias a Dios, esa carga forma parte del pasado. Marie es mi esposa, y los dos somos más que felices.

Le contó henchido de orgullo que Marie se había convertido en una astuta mujer de negocios, que incluso en las salas de máquinas velaba por que todo fuera bien, y conocía el funcionamiento de las máquinas. Además, se ocupaba de las trabajadoras y procuraba atender a sus familias.

—Sin duda, Marie es de gran ayuda para papá —dijo Alicia—. Hasta él lo admite. Aun así, me temo que papá se excede, Paul.

—¿Quieres que hable con él?

—Eso me tranquilizaría mucho. A mí no me escucha, ya lo sabes.

—¡Pero mamá! Papá te hace caso, solo que no lo demuestra.

Se alegró de hacerla reír con su comentario y ella desvió la conversación hacia los nietos, que eran toda su alegría. Sobre todo Dodo y Leo, sus dos chiquillos. Pero también la pequeña Henni era un sol, no tenía ni un año y ya empezaba a ponerse de pie en el corralito… Y tenía los mismos rizos que Kitty. Pero bueno, era rubia, como su padre. El pobre Alfons estaba tan feliz con su hijita…

Paul volvió a coger el periódico para echar un vistazo a las noticias del frente. En el oeste, las tormentas y la lluvia habían reducido las batallas, solo había habido fuego de artillería en el Ancre. En el este, el mariscal de campo general príncipe Leopoldo de Baviera había resistido los ataques rusos al sudoeste de Riga; en Rumanía, el general archiduque Joseph habían hecho retroceder al enemigo cerca de Casinu. Habían caído seis oficiales y novecientos hombres, habían requisado tres ametralladoras… Una carnicería sin sentido. Defensores heroicos de la patria que envían a sus soldados a la muerte para nada. Lo cierto era que el enemigo ganaba terreno tanto en el oeste como en el este: si no se negociaba pronto una paz razonable se produciría una catástrofe. A esas alturas, todos los que estaban luchando lo sabían, pero no era algo que se pudiera decir en voz alta.

Dobló el periódico sin mirar las esquelas, que ocupaban dos páginas enteras. Seguro que entre ellos había antiguos compañeros de estudios, pero no quería saberlo. Tampoco quería pensar en el desdichado Alfons, no tenía sentido regodearse en ello. Al día siguiente estaría de nuevo sentado en el tren con sus compañeros. Rumbo desconocido, pero seguro que no estaría de refuerzo. Sería un destino en el frente.

—Ay, Paul… —Su madre suspiró—. Queríamos que estos pocos días fueran bonitos para ti, que pudieras reponer fuerzas, pero todo ha salido de otra manera.

Paul se terminó el café y aclaró que nunca tuvo intención de estar tumbado sin hacer nada en casa. Al contrario, se alegraba mucho de haber estado con ellos en momentos tan duros.

—Estoy orgullosa de ti, Paul.

Se dieron un abrazo rápido, luego Paul salió al pasillo y se sintió un poco mezquino porque se alegraba de librarse de las inquietudes y los miedos de su madre. En la escalera se encontró con Lisa, le pareció un poco aturdida y lo saludó de pasada. «Por favor, no más muertes», pensó él, afligido. Klaus von Hagemann era perro viejo, seguro que no se ponía en peligro.

—¿Va todo bien? —preguntó con falsa alegría.

—Claro.

Paul vio que mentía pero no quiso presionarla. Ya desde pequeña, Lisa sobrellevaba sola sus preocupaciones. No se quejaba, actuaba.

—Es admirable cómo cuidas de los heridos de guerra, Lisa. El hospital lleva a cabo una labor importantísima.

—Gracias.

Lisa agradecía sinceramente sus elogios, pero la tensión seguía presente en su rostro. Seguro que la carta la había turbado. Pobre Lisa, con lo que deseaba tener un niño y hasta ahora no había conseguido quedarse embarazada.

—¿Puedo hablar un momento con Ernst von Klippstein? ¿O las enfermeras lo están lavando y afeitando?

—¿Acaso crees que las enfermeras utilizan su turno para inspecciones inadecuadas?

Paul se preguntó si había visto compasión en su rostro. Lisa odiaba que se compadecieran de ella, en esos casos casi siempre respondía con insolencia.

—¿He dicho yo eso?

Lisa se mordió el labio y reprimió otro comentario. Por lo que ella sabía, Ernst von Klippstein estaba en la sala de curas para el cambio de vendas, luego tendría que tumbarse para calmarse.

—Su cama está ahí. La tercera por la izquierda. Ahora discúlpame.

Su amigo Von Klippstein había subido con ellos la víspera durante media hora, habían tomado juntos una copa de vino, luego la herida lo obligó a tumbarse en el catre. Pobre tipo. Marie le había tomado un poco de cariño, lo había visitado unas cuantas veces en el hospital. Qué giros tan bruscos podía dar el destino…, todos creían que su matrimonio era feliz, sin embargo Adele se había enamorado del administrador y le había pedido el divorcio, y también exigía quedarse con el hijo de ambos.

Paul consultó su reloj de bolsillo y luego se preguntó por qué tenía que ir de un lado para otro el último día que, de momento, pasaba con sus seres queridos. Era imposible recuperar todo lo que se había perdido durante los últimos meses, y tampoco podía hacer previsiones para un futuro próximo. Al día siguiente a primera hora ya no sería de los suyos, solo un soldado gris, un combatiente por la patria que prendía fuego a pueblos y mataba a personas indefensas. Si sobrevivía a esa guerra, jamás les contaría a Marie y los niños lo que había hecho.

Ernst von Klippstein lo vio al salir de la sala de tratamientos. Le hizo un gesto y se sentaron a una de las mesas colocadas delante de la puerta de la terraza.

—Se está curando bien —dijo Von Klippstein con una media sonrisa, y torció el gesto al sentarse.

Paul asintió y no siguió preguntando, pero sabía que Klippstein no solo tenía un agujero considerable en la cadera, sino que la metralla le había entrado por todo el cuerpo. Se asombró en silencio de que él hubiera tenido tanta suerte hasta entonces. Se torció la mano derecha en un ataque, y dos veces se había hecho algunos rasguños en el hombro. Nada más.

—Saldrás adelante, Ernst.

Von Klippstein elogió al joven médico que tan bien había cuidado de él y que, por desgracia, ahora estaba en el campo de batalla. Se llamaba doctor Moebius. Que el Señor lo protegiera.

—He estado pensando en ti, Ernst.

Von Klippstein lo miró sorprendido, en apariencia su preocupación lo incomodaba, pero Paul tenía una idea y no estaba dispuesto a abandonarla.

—Seguramente de momento te quedarás en casa. Por lo menos hasta que las heridas estén curadas, ¿no?

—Supongo. Luego me presentaré voluntario para volver al frente.

La respuesta le pareció muy propia de aquel prusiano excesivamente solícito. Por suerte, en ese caso le harían un examen exhaustivo, nadie quería enviar a un inválido al frente.

—Se me ha ocurrido una idea —dijo Paul con cautela.

Necesitaba presentar su propuesta de manera que Ernst no pensara que era un intento caritativo de ayudarle a salir adelante. Paul le habló de la situación de la fábrica, de la falta de personal cualificado, sobre todo para el cálculo y la contabilidad. Había mucho que iba por mal camino. Y, naturalmente, también faltaban vigilantes masculinos en las salas de producción.

—¿Adónde quieres ir a parar, Paul?

Von Klippstein lo miró con una sonrisa entre forzada e irónica, seguramente su amigo llevaba tiempo estudiándolo.

—Imagino que no tienes ganas de volver a tu casa. A no ser que quieras exigir una satisfacción…

El último comentario había sido desafortunado, pero ya lo había dicho. Ernst se puso más pálido de lo que ya estaba y contestó escueto que no pretendía nada parecido. Ya no vivían en el siglo XIX, y su mujer no se llamaba Effi.

—Me parece muy razonable, Ernst. Por eso te pregunto si te gustaría pasar una temporada como invitado en la villa de las telas. Podrías, si te encuentras con ánimos, ser útil en la fábrica o simplemente conversar con las damas durante las largas tardes de invierno. Hay espacio suficiente.

Su amigo le sonrió, y Paul añadió que sus padres apoyaban la idea. De hecho, su madre había acogido muy bien la propuesta.

Ernst se había reclinado en la silla; para inclinarse hacia delante tenía que ayudarse con las manos porque la musculatura del abdomen le dolía bastante. Se quedó callado un rato, era evidente que necesitaba asimilarlo.

—¿Se lo has preguntado también a tu mujer?

—Por supuesto. Se alegra mucho.

Era una exageración. Le había explicado la idea a Marie, y al principio ella había fruncido el entrecejo pero, al ver que Paul lo decía muy en serio, accedió.

—Te lo agradezco mucho, Paul —dijo Von Klippstein—. Eres un buen amigo, tal vez el mejor y el más desinteresado que he tenido jamás. Pensaré en tu propuesta.

Paul sintió un gran alivio, ayudó a Von Klippstein a ponerse en pie y lo llevó a su catre a descansar. Mientras se dirigía a la salida, consultó de nuevo su reloj. Ya casi era mediodía. Comerían juntos, luego iría por última vez con su padre a la fábrica, examinaría los encargos, revisaría la contabilidad, daría una vuelta por las salas y se sentiría un extraño entre las trabajadoras. Vería cómo los prisioneros de guerra metían el carbón a paladas y arrastraban cajas pesadas. Regresaría lo antes posible para estar a solas una o dos horas con Marie. Casi siempre estaban los niños, pero esas horas serían solo para ellos. Sus hijos, que ni siquiera sabían decir «papá».

Mientras caminaba hacia la fábrica apenas notó el frío cortante. Marie. ¿Cómo iba a arreglárselas con todo? Sus padres, los niños. La fábrica. Ahora Kitty. Todo dependía de ella. ¿No había prometido en el altar que estaría siempre a su lado? Protegerla y guardarla. Hacerlo todo por ella. ¡Vaya una farsa! Lo único que podía hacer por ella era escribir unas cuantas cartas. En todas esas noches no había podido tomarla de verdad ni una sola vez, y no le resultó fácil, pero no quería otro embarazo en tiempos tan difíciles.

Era soldado, un extraño en su propia casa, ya no era partícipe de la vida de sus seres queridos, pero al mismo tiempo eran lo único que seguía vivo entre tanta lucha encarnizada y tanta muerte.