Abel arqueó una ceja cuando escuchó los sollozos de Aries. El lado de sus labios se curvó hacia arriba, riendo mientras ella se secaba las lágrimas, tratando con todas sus fuerzas de no llorar.
—Cariño, eso fue hace un milenio. Ya lo superé —bromeó—. Aunque agradezco las lágrimas que derramas por mí.
Aries lo miró, con los ojos hinchados de tanto llorar hace una hora. —Los odio —anunció con voz temblorosa—. ¡Pero sobre todo, por qué eres tan estúpido?!
Aries le mordió el hombro como un perro, frustrada. ¡Abel no debería haberse quedado después de ser quemado vivo! Debería haberles dado una lección a todos. Esas personas se lo merecían.
—¡Jaja! Era joven y tonto —rió él, observándola soltar su hombro, y la miró con una sonrisa—. Pero, no lo lamento.
—¿Por qué?
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