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Mine

Agosto de 1991

Ulli siempre con sus locas ocurrencias. Llevó a Mine y Karl-Erich, con ese calor, al lago. Aunque hoy Karl-Erich respirase mal y se quejase varias veces de que notaba en el pecho un montón de piedras. Con todo, como Ulli había comprado para la ocasión salchichas para asar e incluso filetes, Mine no lo quería desilusionar. Normalmente el pobre chaval no tenía muchas alegrías. En el periódico ponía que el astillero había vuelto a despedir a gente. Antes trabajaban allí ocho mil personas, y ahora solo quedaban poco más de mil con salario. No sabía si Ulli estaba entre ellos, no decía nada.

Estaban sentados en el banco de la casa guardabotes, sudando a más no poder, sobre todo Karl-Erich, al que Ulli había puesto debajo un grueso cojín de gomaespuma. Jenny estaba sentada junto a ellos en una silla de jardín que su abuela había comprado poco después de su llegada a Dranitz. Ulli había invitado a Mücke y Jenny a remar por el lago, pero Jenny se había ofrecido para supervisar la barbacoa porque tenía que vigilar a la pequeña Julia. Rehusó el generoso ofrecimiento de Mücke de hacerse cargo para que Jenny fuese al lago porque enseguida se dio cuenta de que Ulli prefería ir con Mücke. Mejor así.

—Las salchichas ya casi están —anunció—. Si siguen en el lago más tiempo, se quedarán negras.

Mine aconsejó sacar las salchichas de Turingia hechas y poner los filetes. Karl-Erich se tragó sus píldoras con un poco de limonada, después apoyó la espalda contra la pared de la casa guardabotes y contempló el lago. Era un sábado a mediodía; dos veleros se deslizaban sobre el agua, los patos se mecían sobre las pequeñas olas, había un par de botes de remos. Por todas partes a orillas del lago la gente estaba al sol sobre las toallas, flotaba el olor a hoguera y carbón en el aire, les llegaba el aroma a carne asada con tomillo y mejorana, mezclado con un toque de crema solar y desodorante.

Jenny puso los filetes, que crepitaron al empezar a asarse, y después buscó a Ulli y Mücke, cuya barca flotaba en medio del lago con los remos replegados. Por lo visto, tenían muchas cosas de las que hablar, ya que no daban muestras de regresar a la orilla.

Mine estaba muy contenta con ese progreso. Sabía que Ulli no era tonto. Se había descarriado un poco, la futura baronesa le había hecho perder la cabeza, pero son cosas que pasan. En el fondo siempre supo que Mücke era la chica adecuada para él. La anciana se levantó para coger la ensalada de patatas que su nieto había puesto en una nevera portátil a la sombra de la casa guardabotes. Allí también estaba la caja de cerveza, encima de la que Ulli había puesto un montón de esas piezas azul claro de plástico que se guardan en el congelador. Goteaban bastante porque hacía mucho calor.

—Algo se avecina —anunció Karl-Erich cuando ella se volvió a sentar a su lado—. Por allí las brujas de la tormenta tejen sus pañuelos.

Mine entornó los párpados hacia la resplandeciente superficie del agua. En efecto, a lo lejos se distinguía una maraña de finos hilos de nubes. También hacía bochorno, tanto que les corría el sudor bajo la ropa y los mosquitos zumbaban a su alrededor como locos.

Julia parecía sentirlo también, estaba llorona y constantemente sedienta. Por fin Jenny cogió en brazos a la pequeña y se sentó con ella en un huequito del banco junto a Mine. Enseguida la pequeña empezó a manotear contenta y a sudar la gota gorda.

Mine admiró la gorrita rosa con hermosos volantes y supo que era un regalo de la madre de Jenny.

—¿No es espantosa? —preguntó Jenny, arrugando la nariz—. ¿En qué estaba pensando mi madre? Normalmente detesta todo tipo de bagatelas.

Mine se obligó a guardar silencio. En cambio, preguntó precavida cómo había ido en Rostock. Mücke le había hablado de la excursión.

—Ah, muy bien —respondió Jenny con evasivas.

—Comprasteis muchas cosas, ¿verdad? —Karl-Erich, que había aguzado el oído con la palabra «Rostock», se inmiscuyó en la conversación.

—Sí, algo de ropa para la niña. Y para Mücke, tres camisetas, el bikini que lleva hoy y un pantalón. Ha adelgazado bastante y apenas tenía nada que ponerse. —Era verdad y también le gustaba a Mine, porque Ulli prefería a las chicas delgadas, pero no era eso lo que quería saber.

—¿Y por lo demás? ¿Buscasteis al comandante Iversen?

—Mmm, sí —respondió Jenny, dubitativa—. Pero no… no estaba en casa. —Puso a la pequeña Julia en el regazo de Mine y se levantó a toda prisa para sacar los filetes de la parrilla.

Karl-Erich miró a Mine escéptico. Ella le hizo una seña para que no siguiese preguntando. Por lo visto, las dos jóvenes no habían conseguido nada. Mejor así. Con suerte, Jenny no lo intentaría una segunda vez. Deberían dejar tranquilo a Iversen. Había tenido muy mala suerte durante su vida. Primero la detención de la Gestapo, eso ya era lo bastante terrible. Luego la muerte de Elfriede, que lo dejó solo con su hija. Había criado a Sonja lo mejor que supo, pero no podía sustituir a su madre. Sonja era una Von Dranitz, rebelde, no quería adaptarse y empezó a ir con hombres muy pronto. Era una luchadora, igual que la baronesa. El Oeste y lo que fuese de su padre le daban igual. Le había afectado mucho a Iversen, pero lo superó. Luego, según le había contado Sonja después, tuvo problemas. Había ayudado a huir a mucha gente hacia el Oeste y lo encarcelaron por ello. Durante tres años estuvo preso, hasta poco antes de la reunificación. Y ahora solo quería estar tranquilo.

—Huele muy rico a quemado por aquí. —La alegre voz de Kalle sacó a Mine de sus pensamientos.

—Bien asado —respondió Jenny, segura de sí misma—. De todas maneras, aquí nadie come carne poco hecha.

Kalle llevaba unas bermudas verdes de cuadros y unas chanclas amarillas. Tenía el cuerpo marrón como los Santa Claus de chocolate con leche, solo en la frente lucía una franja blanca porque siempre le caía el pelo sobre la cara. De buen humor, les dio la mano a Mine y Karl-Erich. No pareció molestarle que precisamente Ulli estuviera remando con su Mücke por el lago. Bueno, pensó Mine. Kalle nunca fue el más listo. Una pena para él, pero ya encontraría a otra.

Jenny cogió tres cervezas, puso las salchichas con mostaza y la ensalada de patatas en platos de cartón y se los tendió. Si Ulli y Mücke querían quedarse un rato más en el lago, ya comerían más tarde.

—Ahí puedes pillar una buena quemadura —afirmó Kalle, que se sentó enfrente de Mine y Karl-Erich sobre una piedra a pleno sol y empinó la cerveza. Casi se bebió toda la botella de un solo trago.

Jenny le cogió a Mine a la niña, que estaba dormida en el regazo de la anciana, y la puso con cuidado en el carrito. Detrás, donde las brujas hilaban sus velos en el cielo, tronaba vagamente.

—La ensalada de patatas está buenísima —afirmó Kalle y le dedicó una sonrisa a Mine—. Las salchichas las hubiese dejado un poco más para que estuvieran bien negras y supiesen bien ahumadas, pero están ricas de todas maneras.

Jenny arrugó la nariz.

—Pensaba que dentro de poco tendrías lechones —comentó, mordaz—. Pospuscheit ya ha ido a mirar si los dos cerdos están lo bastante gordos.

Kalle puso la botella vacía con mucho cuidado junto a la piedra y dedicó a Jenny una mirada maliciosa.

—Si Pospuscheit les toca un solo pelo a Artur y Susanne, lo meteré personalmente en el asador. ¡Eso por descontado! —No, sus cerdos eran animales domésticos, como Falko, y ella no se lo comería, ¿no? Y así seguiría, ya que ahora había arrendado el terreno.

—Vaya. ¿Y a quién? ¿A Pospuscheit quizá?

Kalle resopló, indignado. A él sí que no.

—A la veterinaria. La doctora Gebauer. Pospuscheit ha mediado, el muy pillo. Necesita urgentemente un lugar donde meter a un perro o un gato. Ayuda a los bichos abandonados, quiere montar una especie de santuario de animales. Y todos mis animales pueden quedarse, se encargará también de ellos.

Jenny levantó las gafas de sol y examinó a Kalle con los ojos entornados.

—¿Un santuario de animales? ¿Perros y gatos abandonados, conejillos de Indias, ratas, jerbos y reptiles? ¿Lo que la gente se compra y luego ya no quiere tener?

—Sí, se podría decir así.

—¿Ya está arreglado o solo hablado? —quiso saber Jenny.

—El contrato se ha firmado y el primer mes también está ya pagado. —Kalle sonrió.

—¡Genial! —gruñó furiosa Jenny.

«Este Kalle», pensó Mine. «Menudo listillo. Se ha quitado las deudas de encima. Pero precisamente la doctora Gebauer… Pospuscheit lo tiene sobre su conciencia. Lo intenta todo para jugarle una mala pasada a la baronesa».

—¿Dónde está vuestro chucho? —Kalle cambió de tema—. Ayer persiguió a mis vacas por el prado y al correr estuvieron a punto de perder las ubres.

—Falko está en casa de la abuela. Está resolviendo algo en la mansión y vendrá en cuanto haya acabado —respondió Jenny.

—Más vale que se dé prisa —dijo Kalle y se metió las manos en los bolsillos—. Va a caer una buena.

Mine y Karl-Erich miraron hacia los jirones de nubes; Jenny se había puesto las gafas de sol en la punta de la nariz y observaba en la misma dirección.

—¿Ese poco de ahí? —preguntó escéptica—. Pero ¿qué va a caer de ahí?

Kalle se encogió de hombros y miró por unos prismáticos pequeños. Los tenía en el bolsillo. Curiosa casualidad, ya que las chicas se seguían bañando desnudas en la orilla de enfrente.

—Dame —dijo Karl-Erich—. ¿Son unos gemelos?

—Los he comprado en el mercadillo… —Kalle batía la orilla y no daba muestras de querer compartir su tesoro.

—Ahí está Wolf con Anne Junkers en una toalla —informó, al tiempo que jugueteaba con el tornillo de ajuste para poder ver más nítidamente—. Tío, se pone manos a la obra. Y debajo de un árbol está también Woronski, el tonto del polaco. Vaya cómo está sin camisa ni pantalón largo. ¡Como un gusano del queso!

—Trae para acá… —apremió Karl-Erich.

—Sois unos mirones —reprendió Mine—. Qué repugnante.

De repente, un trueno retumbó tan fuerte que a Kalle casi se le caen los prismáticos de las manos.

Jenny miró preocupada al cielo. Los hilos de las brujas se habían vuelto grises y algunos ya se habían acumulado en oscuros nubarrones.

Mine tuvo miedo por Ulli y Mücke, que seguían de picos pardos en medio del lago. Ahora Ulli había cogido por fin los remos; ojalá se diese prisa. No era divertido estar por el lago en un bote de remos descubierto en plena tormenta.

—Marchaos ya —dijo Kalle, que se levantó—. Yo guardaré la cerveza para que no se moje.

Mine dejó plantado a Karl-Erich y se preocupó de su ensalada de patata; Jenny sacó los filetes de la parrilla y metió a su hija en el carrito dentro de la casa guardabotes. El trueno la había despertado y volvía a poner el grito en el cielo. Alrededor de la orilla hubo mucho movimiento. Los bañistas se vistieron a toda prisa, los hombres sacaron el carbón y lo rociaron con agua, las mujeres recogieron los platos, cazuelas y servilletas, y llamaron a los niños. Los dos veleros habían llegado a la otra orilla y uno recogía ya la vela.

—Pero ¿qué hace Ulli? —se exasperó Karl-Erich—. ¿Cómo es que no vuelve hacia nosotros? Se tambalea y no se decide…

—Dame. —Kalle le quitó los prismáticos de las manos y apuntó al centro del lago—. El muy chiflado rema para el otro lado —les dijo Kalle—. Me largo: ahora Mücke se ha tirado por la borda. Está nadando hacia la orilla. No, imposible…

Justo encima de ellos tronaba tan fuerte que todos bajaron la cabeza instintivamente. Entonces el cielo abrió sus esclusas. Mine ayudó a Karl-Erich a entrar en la casa guardabotes, Kalle metió las sillas y Jenny se ocupó de la pequeña Julia, que seguía llorando. A través de la puerta abierta vieron caer rayos en el cielo oscuro, tan deslumbrantes que el lago estuvo iluminado durante unos segundos por una luz resplandeciente.

—¡Está como una cabra! —exclamó agitado Kalle.

En medio de la oscura superficie del agua, revuelta por la lluvia y el viento, Ulli luchaba contra los elementos. Había dado la vuelta al bote y ahora remaba directo hacia ellos, pero, como tenía el viento en contra y las olas subían tanto, la embarcación apenas parecía moverse del sitio.

—Ojalá no los alcancen los rayos —murmuró Karl-Erich, que estaba sentado en una silla al fondo de la casa guardabotes y estiraba la cabeza para ver por encima de los demás.

Mine estaba junto a Kalle en la puerta, le temblaba todo el cuerpo y había juntado las manos sobre el vientre.

—Dios mío —susurró—. Dios mío, por favor, deja que Ulli y Mücke lleguen sanos y salvos a la orilla…

Kalle maldecía en voz baja e intentaba una y otra vez distinguir algo con los prismáticos, pero la lluvia era como una impenetrable pared gris.

—Ella va hacia el polaco, el gusano del queso. Los muy chalados están debajo del árbol. Si los rayos los alcanzan, adiós a ambos.

Mine se sorprendió. Mücke se había refugiado junto a ese tal Kacpar Woronski. Curioso. ¿Y eso por qué? ¿Qué había hecho mal Ulli esta vez? Ay, el chaval era un torpe. Y ahora remaba por el lago rodeado de rayos y truenos. Igual de imprudente que su padre, Olle, que entonces conducía el coche con el que… Ay no, no quería pensar en ello ahora.

Jenny notó lo tensa que estaba Mine, rodeó a la anciana con un brazo y la apretó contra sí.

—No te preocupes —le susurró—. No le pasará nada. Es constructor de barcos, se las apaña en el agua… —Sonó como si se diera ánimos a sí misma.

—Venga, Ulli —masculló Kalle—. No flaquees, chaval. ¡Casi lo has conseguido!

De hecho, el bote se acercaba ahora mucho más rápido que antes, las paladas se habían vuelto más lentas y débiles, pero llevaban sin parar el barco a la orilla. Los truenos seguían retumbando sobre ellos, como si en las nubes reventasen barriles llenos de metralla.

—¡Ulli! —Jenny gritó y se precipitó hacia el embarcadero. La lluvia la azotaba, el viento le arrancó el sombrero de la cabeza y lo lanzó al lago, pero no se dio cuenta. Con el pelo mojado, se hallaba en la pasarela haciendo frente al viento, y cogió el cabo que Ulli le tiró.

—¡Amarra! —le urgió Ulli—. Átalo bien. Hombre, no sabes hacer un nudo marinero…

Kalle salió de su aturdimiento y corrió para ayudar. Ulli, jadeante por el esfuerzo, tiró los remos a la pasarela, saltó del bote y corrió entonces detrás de Jenny, seguido de cerca por Kalle, hacia la casa guardabotes.

—¿Cómo es que has tardado tanto? —gruñó esta en cuanto estuvieron a salvo—. Los rayos podrían haberte fulminado.

—¿Has tenido quizá miedo por mí? —preguntó Ulli. Ni siquiera reparó en su abuela, que estaba junto a él.

—Qué va —rehusó Jenny con voz trémula—. Solo me preguntaba cómo se puede ser tan tonto.

En vez de replicar, Ulli apoyó los brazos a derecha e izquierda de Jenny contra la pared de madera de la casa guardabotes y la besó. Justo junto a su abuela. Esta miró indignada a Karl-Erich, que seguía sentado al fondo en su silla y sonreía divertido.

De pronto, Jenny se soltó de Ulli y le propinó una bofetada.

—¡No las tienes a todas a tus pies, Ulli Schwadke!

Ulli se masajeó la mejilla, pero también sonrió de oreja a oreja.