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Mine

Finales de marzo de 1991

La baronesa estuvo fuera varias semanas. Había vuelto dos días antes, con el coche abarrotado de todo tipo de trastos, y el día anterior llegó otro camión de mudanzas. Era generosa, eso había que reconocérselo. Incluso Karl-Erich, que siempre guardaba un poco de distancia con ella, tuvo que admitirlo. Les había regalado su flamante máquina de café, además de una manta eléctrica, graduable a tres niveles, que iba bien para los huesos reumáticos de Karl-Erich. Tres alfombras auténticas y anudadas a mano, que la baronesa y su marido habían traído de Turquía, lucían ahora en el pasillo y en el dormitorio, lo que les vendría muy bien en invierno, cuando la vivienda era sumamente fría.

«Esa no se ha podido separar de sus trastos», criticó Karl-Erich, pero aun así aceptó los regalos, e incluso le dio amablemente las gracias. Ulli vio las alfombras, las tocó y después les preguntó si no sabían que las manufacturaban niños. Con diez años tenían que anudar alfombras durante horas por un sueldo miserable, y no se les permitía ir al colegio. Los comerciantes se embolsaban los grandes beneficios cuando vendían el género a los turistas.

Mine sabía la razón por la que estaba tan malhumorado. Angela había solicitado el divorcio. En el fondo era lo mejor que le podía pasar, aunque Ulli todavía no lo sabía.

—¡No nos estropees las bonitas alfombras! —objetó ella—. Ya están anudadas y vendidas, ahora queremos disfrutarlas.

Ulli se encogió de hombros y se limitó a murmurar sobre la canallada que había sido confinar a los habitantes de la RDA como gallinas en jaulas, mientras los del otro lado podían viajar adonde quisiesen. A Turquía, Italia, Francia, Estados Unidos…

—Austria —gruñó Karl-Erich entremedias y Ulli se calló.

Ahora iba bastante a menudo a verlos porque en el astillero seguían de jornada reducida y a veces sus colegas y él no tenían nada que hacer durante varios días. Pintaba negro. Los rusos, que habían encargado los arrastreros, eran insolventes y habían cancelado el negocio. En la Unión Soviética, el hermano mayor, la glásnost causaba estragos. Había informes de que algunos rusos se estaban haciendo millonarios, mientras que otros, que antes tenían suficiente para vivir, ahora mendigaban en las calles. La libertad tenía sus inconvenientes. Para los poderosos, los que se abrían paso a codazos, los que no tenían dificultades en timar a los demás, la libertad era algo muy positivo. Se lanzaban sin escrúpulos sobre los débiles y les cogían hasta el último centavo. Nadie se lo impedía, mucho menos Gorbachov…

—Aquí también será así —vaticinó Ulli, que como siempre lo veía todo negro—. Dentro de poco los alquileres subirán y entonces los jubilados ya no podrán pagar sus viviendas. ¿Sabéis lo que cuesta una cerveza del otro lado? Tres cincuenta. Aquí hace años que la pagamos a cuarenta y cinco peniques.

—Peniques orientales —puntualizó Mine—. ¿Y qué tiene de malo? ¡Ya no se pimplará tanto y tampoco habrá tantos accidentes!

Ulli sabía que su padre estaba borracho cuando provocó su muerte y la de su madre. Los abuelos se lo contaron la primera vez que se emborrachó de verdad tras la Jugendweihe, la consagración de la juventud. Como apercibimiento. Para que controlase el alcohol. Hasta entonces había ayudado, bebía una cerveza y unos chupitos con sus colegas en el bar, pero después se iba andando a casa. O cogía el tranvía.

—¿Te quedas hasta el lunes? —quiso saber Mine—. Entonces invitamos mañana a Mücke con sus padres a comer. Me han dado un lomo de corzo riquísimo.

—¿El padre de Elke ha vuelto a cazar furtivamente? —preguntó Ulli sonriendo.

—No, ¡nunca lo haría! El corzo se le cruzó por casualidad y entonces su escopeta se disparó de repente. ¿Debía abandonar el corzo muerto?

Ulli se encogió de hombros, pero la sonrisa permaneció en sus labios. Mine se alegró. El pobre joven atravesaba un mal momento. En lo profesional, nadie sabía cómo evolucionaría, y a la vez su matrimonio fracasaba. Necesitaba un objetivo. Un nuevo amor. Mücke era la adecuada para él, permanecería a su lado y no huiría cuando hubiese problemas, como Angela. Con Mücke también arreglaría lo profesional. Si no era en el astillero de Stralsund, pues en otra parte. Es cierto que eso le gustaría poco a Mine, pero si Ulli era feliz con ella en el Oeste, no se interpondría en su camino.

—Divorciarse se ha convertido en un vicio hoy en día —masculló Karl-Erich, que torció el gesto porque el nervio ciático lo estaba atormentando. La médica de Waren le había recetado unas pastillas que aliviaban el dolor, pero no el reuma. Contra eso todavía no habían inventado nada, ni siquiera en Estados Unidos. Y si lo hiciesen, de todas maneras, sería demasiado caro.

Ulli se levantó de la mesa de la cocina para mirar por la ventana. Volvía a nevar, a pesar de que ya era finales de marzo y las primeras flores de la primavera habían salido hacía tiempo de la dura tierra. Este año había acónitos amarillos y espesos tapizados de campanillas de invierno especialmente exuberantes.

—Antes —continuó Karl-Erich—, las parejas seguían unidas. Porque en un matrimonio siempre hay buenos y malos momentos. Puedes ir de flor en flor. Los problemas siguen siendo siempre los mismos.

Mine sabía que a Karl-Erich nunca le gustaron las leyes de divorcio en la RDA. Este continuo juego de las sillas era bastante sencillo porque las mujeres tenían un trabajo y un sueldo, y porque el Estado cuidaba de los niños. Eso no estaba bien. Lo correcto era lo que Mine y Karl-Erich habían hecho. El año pasado habían celebrado las bodas de oro. Ya no habría algo así en el futuro.

—Déjalo estar —murmuró ella y le puso la caja de pastillas encima de la mesa—. A veces es un error desde el principio y entonces está bien que uno pueda divorciarse. Tienes que tomar dos de las azules y una de las rojas. ¡No al revés! —No podía ver el rostro de Ulli, que le daba la espalda en la ventana, pero por su tensa postura supo que los desvaríos de Karl-Erich no le estaban haciendo ninguna gracia.

—Allí enfrente, en la mansión, está puesta la calefacción. —Estiró el cuello para poder ver el tejado de la casa señorial por encima de las del pueblo—. Pensaba que la señora baronesa y Jenny se habían mudado.

Ahora también Mine vio un fino penacho de humo sobre el tejado, que la ventisca disipaba enseguida.

—Probablemente la baronesa esté examinando las cajas con Jenny. Ayer llegó un camión de mudanzas entero a la mansión. Lo dejaron todo en el gran salón.

—¿En el gran salón? —preguntó Ulli y arrugó la nariz.

—Bueno, donde estaba antes el Konsum. Era el salón. Allí celebraban las grandes fiestas familiares. Y primero las reuniones de caza…

—Claro… —murmuró Ulli, taciturno—. Los señores nobles se divertían allí, a cuenta de los habitantes del pueblo, por supuesto…

Mine, que no quería empezar una discusión, no lo contradijo. Había disfrutado la época en casa del señor, estaba orgullosa de haber trabajado como sirviente para la familia Von Dranitz. Sí, sabía que Ulli se refería a la historia de la hermana de Karl-Erich, que por desgracia era cierta. Pero pasó lo que pasó y ahora no se podía retroceder en el tiempo. Por eso preguntó:

—¿Me llevarías hasta allí, Ulli? Quería hablar de todas maneras con la señora baronesa. Porque todavía tenemos la cuna arriba, en el desván… —El joven estaba distraído y salió al aire libre.

Hacía mucho tiempo que se llevaron la cuna de la mansión porque la necesitaba para la benjamina, Olle, y porque de todas formas los rusos lo rompían todo en la casa. Era una pesada cuna de roble tallada, lo bastante grande como para que durmiese en ella un niño de seis meses. Todos los descendientes de la familia Von Dranitz habían pasado por esa cuna, después también Olle y más tarde Ulli, cuando sus padres iban de visita con él.

—¿Para el hijo bastardo de Jenny? —preguntó Ulli con una carcajada—. ¿Cuánto le queda?

—Ya no mucho, otras dos o tres semanas… En realidad, podrías pasarte por la casa del inspector e intercambiar unas palabras con Kalle. Me preocupa ese chaval.

Kalle se había endeudado mucho con la esperanza de obtener una importante subvención para emprendedores y ya hacía bricolaje con empeño en las ruinas de la casa del inspector. Mücke les había contado que mientras llegaba el dinero había reclutado a un par de colegas para sacar escombros y piedras. En mayo debería haber un establo de cabras, al lado una quesería y un granero para el pienso de invierno. Jenny estaba fuera de sí por esa locura, y la baronesa solo había dicho que ya cambiaría de opinión.

—¿Y qué quieres que le diga? —preguntó Ulli con semblante escéptico.

—Pero si lo conoces desde pequeño —se inmiscuyó Karl-Erich en la conversación—. Para él eres como un hermano mayor. Aclárale la cabeza.

Sin embargo, Ulli no estaba dispuesto a hacer lo que le pedían. Kalle era mayor, tenía que saber lo que hacía. Quizá no fuera tan mala idea lo de las cabras. A Kalle le gustaban los animales y lo creía capaz de obtener un rendimiento máximo de esas cabras.

—Pero tiene que dejar en paz a los vecinos —advirtió Karl-Erich—. Si no, todo se va por el sumidero.

—Tienes razón, abuelo —contestó Ulli con una sonrisa—. Pero las cabras pelirrojas son difíciles de amansar…

Karl-Erich torció su arrugado rostro de anciano y se rio con Ulli a más no poder. «Bromas de hombres», pensó Mine enfadada. Bueno, lo principal era que se divirtiesen.

Abajo, en las calles del pueblo, el viento metía la nieve en las foristias recién florecidas. Anna Loop estaba con la madre de Elke en la casa de cultura cuando vieron a Mine y Ulli, y los saludaron.

—Bueno, Ulli, ¿vienes a visitar a la abuela?

El joven asintió y abrió el coche. Mine gritó que su nieto no había olvidado su pueblo natal.

—Qué manía de preguntar —gruñó Ulli cuando se sentaron en el coche y pusieron rumbo a la mansión—. ¿Qué otra cosa voy a hacer aquí? ¿Vacaciones de playa en el lago?

—No se refieren a eso —lo apaciguó Mine.

—No, en absoluto. Loop nos quiere tirar de la lengua. Espera que esté sin trabajo…

Delante de la mansión estaba el Opel Kadett rojo de Jenny y una furgoneta abollada, una nueva adquisición de Kalle. Varios hombres estaban ocupados entre los viejos muros de la casa del inspector con picos y palas. Parecía que le habían declarado la guerra a la maleza que se había establecido allí.

Ulli dejó que Mine se bajase delante de la entrada de la mansión y se acercó despacio a pie hacia Kalle y sus ayudantes. Mine se detuvo y miró curiosa al otro lado. Los jóvenes se saludaron como viejos amigos, Ulli se subió a los escombros dentro de los muros en ruinas y también los colegas de Kalle lo recibieron con alborozo. Tan solo faltaba que cogiese una pala y ayudase. Pero no lo hizo. Se quedó allí y charló con ellos, se rio y siguió hablando. Mejores amigos. Bueno: quizá estaba bien así.

Cuando Mine se volvió hacia la entrada, comprobó que la puerta estaba entornada. Entró con cuidado al pasillo y aguzó el oído. Se oían voces de mujer, la baronesa estaba hablando con Jenny. Había eliminado la pared de madera que dividía el salón y ahora se accedía como antes, desde el cuarto de caza. Mine avanzó cojeando a través del antiguo comedor, donde se habían acumulado escombros y todo tipo de basuras, al cuarto de caza y abrió la antigua puerta de doble hoja que daba al salón.

—¡Mine! —exclamó la baronesa cuando entró—. Qué bien que vengas. Mira esta foto antigua. Mi madre la guardó todos estos años y yo la mandé ampliar en su momento.

La anciana recorrió el salón con la mirada. ¡Menudo caos! Armarios y sillones, un bufé antiguo con innumerables cajones y estantes, alfombras enrolladas, el somier de una cama y en la parte trasera del salón, arcones, cajas y cartones. Jenny estaba sentada sobre un sofá de felpa rojo; a su lado había dos pilas con álbumes de fotos. Tenía las mejillas sonrosadas y le brillaban los ojos: el álbum, que apoyaba inclinado sobre su abultado vientre de embarazada, parecía contener maravillosos secretos.

Le ofrecieron a Mine un sillón de felpa, en el que se hundió sorprendentemente, y sostuvo la foto cuadrada en las manos. Ay, madre: ¡la mansión! Tal y como había sido entonces. En todo su esplendor a mediados de verano. A la anciana se le saltaron las lágrimas al pensar en los viejos tiempos. Cuando todavía era joven y hermosa, y Karl-Erich la miraba enamorado. Cuando el mundo parecía todavía estar bien y el barón Von Dranitz cuidaba de todos ellos.

—Así fue —oyó decir en voz baja a la baronesa, que estaba detrás de ella—. Y así debe volver a ser, Mine. Lo quiero conseguir en esta vida.

—Ay, señora baronesa —suspiró Mine, que carraspeó, ronca de la emoción—. Si fuese diez años más joven…

En ese instante Ulli entró en el salón, miró alrededor y después se dirigió hacia el sofá de felpa rojo y le preguntó a Jenny si se podía sentar a su lado. Ella puso los álbumes de fotos en el suelo y dio unos golpecitos en el cojín en señal de invitación.

A Mine no le gustó nada cómo miraba a Jenny. ¡Madre mía, incluso se atusaba el pelo, sonreía y se ponía en su sitio el cuello de la camisa, a pesar de su avanzado embarazo! De un hombre con el que no quería tener ningún trato. ¡Ay, Ulli! Pero por más que uno tropiece con la misma piedra…

—Mira, este era mi Ernst-Wilhelm —dijo Franziska y le puso a Mine una foto delante de las narices. Un joven de pelo liso peinado hacia atrás, ojos claros y cara alargada. Había sido tomada justo después del final de la guerra y el chaval parecía un completo muerto de hambre—. Nos conocimos en el campo de refugiados —continuó la baronesa—. No era fácil entonces. En el otro lado nadie nos recibió con los brazos abiertos. Tuvimos que ascender con dificultad, a base de trabajo. En los primeros años no se podía pensar para nada en traer un niño al…

Un fuerte gemido la interrumpió. Jenny, con los ojos desorbitados, apretaba ambas manos sobre el vientre.

—¡Abuelaaa! Creo que empieza… Llevo todo el día con un dolor tirante en el vientre, pero pensaba que había vuelto a pasar demasiado tiempo sentada. Ahhh… ¡Otra vez los tirones!

Todos se quedaron de piedra. Ulli se serenó el primero. Pasó los brazos por debajo de la embarazada y la ayudó con cuidado a bajar del sofá.

—Tranquila, Jenny, yo te llevo a la clínica. Mi coche está justo delante de la puerta.

—Duele muuuuchooo —jadeaba Jenny, que se retorcía de dolor—, no puedo caminar ni un solo paso… ¡Aaahhh!

—Ábreme la puerta, Mine, la llevo al coche. —Ulli pasó un brazo por debajo de la rodilla de Jenny, el otro por su hombro y la levantó. Era un hombre fuerte. Ella se volvió a retorcer. Las contracciones venían en pequeños intervalos, demasiado cortos para el gusto de Mine.

—¡Aaahhh!

Ulli ya casi estaba en la puerta, pero entonces Mine comprendió que aquello no era una buena idea.

—¡Quédate aquí! —ordenó, sorprendida por lo enérgica que sonó su voz.

—Abre la puerta, abuela…

—¡No! Déjala aquí. ¿O quieres que tenga el niño en el coche?

—Estamos a una media hora de la clínica.

—Por los intervalos de contracciones, el niño saldrá como mucho dentro de diez minutos. —Mine sonaba ahora muy tranquila.

Ulli se detuvo indeciso, con Jenny quejándose y retorciéndose en los brazos. Él sabía que Mine entendía del asunto. Durante años había ayudado en el pueblo con los partos, aunque nunca había estudiado.

—Bajo tu responsabilidad —respondió y volvió a llevar a la embarazada al sofá. Jenny empezó a jadear.

—Señora baronesa, una manta, toalla, agua caliente, unas tijeras. —Mine tomó el mando.

Por fin Franziska se puso en movimiento. Asintió, rompió un cartón, sacó un montón de toallas y se las lanzó a Ulli. Después se fue deprisa a calentar agua.

—¿Cómo es que va tan rápido? —susurró Ulli, que se había sentado en el borde de uno de los sillones, totalmente sofocado—. Pensaba que un parto duraba horas.

Mine se sentó de tal manera que él no pudiese ver lo que estaba pasando. Los hombres tenían los nervios irritables, solían desmayarse o incordiar.

—Vete a la cocina y busca unas tijeras… —Un estridente grito de dolor ahogó sus palabras. Ulli no se movió del sitio.

—¡Aaahhh!

Contracciones. Pocas veces Mine había vivido un parto tan precipitado.

—Pronto lo habrás conseguido, chica —dijo la anciana con voz firme—. Ya puedo ver la cabecita. No empujes demasiado fuerte… Despacio…

—No puedo ir despacio —se lamentó Jenny—. Ya no quiero más. Ya no puedo más. ¡Me duele mucho! ¡Aaahhh!

—Ahí está.

La cabecita asomaba. Ahora los hombros, la parte más complicada. Y fuera… ¡Conseguido! Un agudo grito resonó en el salón.

—¡Dame las toallas! —ordenó Mine a su nieto—. ¿Dónde está la baronesa con el agua caliente? ¿Y las tijeras? —Mine se volvió hacia la puerta—. ¡El bebé ya ha salido, señora baronesa! ¡Una niña! ¿Dónde está usted?

Jenny, boca arriba, estaba totalmente agotada y apática. Su pulso iba rápido, pero no era de extrañar. Al fin y al cabo, un parto precipitado no era ninguna tontería.

—¿Una niña? —susurró—. Gracias a Dios. Dámela, Mine.

—Enseguida…

Por fin llegó la baronesa con una cazuela humeante en la que había distintos cuchillos y tijeras que había encontrado en el cajón de la cocina.

—Muy bien —murmuró Mine, después—: Ulli, corta el paño en tiras, para la venda umbilical.

—La comadrona está en camino. He llamado a la clínica, nos mandan a alguien —les comunicó Franziska con la serenidad renovada.

Ajá: por eso había tardado tanto. No solo había hervido el agua, sino que también había telefoneado. Tanto mejor.

Mine envolvió a la recién nacida en varias capas de toallas y se la puso a Jenny en los brazos. Esta contempló a su hija, un poco incorporada, con la espalda apoyada contra el brazo del sofá.

—¡Mirad, tiene el pelo negro azabache y esos deditos! —se entusiasmó, sorprendida y cariñosa al mismo tiempo—. Tan diminuta y ya tiene uñas… Ay Dios, qué monada…

La baronesa se puso de cuclillas delante de su nieta y su bisnieta, sin atreverse apenas a tocar a la recién nacida.

—Una niña, ay, qué bonito, Jenny. Mine, lo has hecho genial. Sabía que podíamos confiar en ti.

El elogio ablandó el corazón de la anciana como la mantequilla. Al fin y al cabo, hacía veinte años que no ayudaba a traer al mundo a ningún niño y no contaba con que lo volvería a hacer a los ochenta.

—Bueno —respondió con modestia—. No he hecho nada, señora baronesa. La naturaleza lo hace por sí sola…

—Podríamos llamarla Libussa Maria —propuso la orgullosa bisabuela—. Así se llamaba mi abuela. O Ida, como mi abuela por parte de madre, de soltera Von Wolfert. O Irene, como la mujer de Alwin, un primo mío…

—¿Estás loca, abuela? Libussa Maria… No puedo hacerle eso a mi hija —la contradijo Jenny con una vehemencia sorprendente.

—¿Y Susanne? Margarethe, como tu abuela…

En ese momento entró la comadrona en el salón. Sacó a la baronesa, Mine y Ulli de la habitación y examinó a Jenny y al bebé. Cuando les permitió volver a entrar les informó de que tanto la madre como la niña estaban bien, y la placenta había salido íntegra, pero aun así, Jenny tenía que ir a la clínica.

—El perineo está desgarrado y hay que coserlo.

Ulli se ofreció a llevar a Jenny y la pequeña a Neustrelitz, y la baronesa insistió en acompañarlas.

La comadrona se despidió y Mine también decidió volver a casa. Allí ya no podía hacer nada más.

Por el camino, la anciana disfrutó del aire fresco en la cara, que iba acompañado de finos copos de nieve. Ahuyentaban las malas sombras que acechaban, los recuerdos de otro parto hacía muchos, muchos años, que no había salido tan bien.