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Mine

Noviembre de 1990

El viento era frío e implacable. Agitó la falda de Mine en cuanto bajó del autobús y tiraba de su pañuelo. A duras penas consiguió ordenar el bolso, el paraguas y la bolsa con la comida de tal manera que todo estuviera bajo control y pudiese empezar a caminar. No estaba lejos, solo un par de calles, pero siempre le preocupaba perderse y no volver a encontrar la parada de autobús. No obstante, hoy Ulli quería ir a recogerla a la clínica y llevarla a casa, lo que era un gran alivio. Ahora su nieto también tenía tiempo entre semana: en el astillero habían empezado a trabajar a jornada reducida.

—Buenos días —saludó cuando la rolliza celadora con el pelo teñido de negro corrió el cristal—. Vengo a ver a la señora Kettler, por favor.

El edificio de las habitaciones de la clínica era un bloque gris de cemento, como muchos otros en las ciudades, en forma de caja. Ulli y Angela también vivían en un bloque. Se pusieron muy contentos cuando les dieron el piso por mediación del astillero. Ahora, en cambio, a Angela le parecía demasiado estrecho y las paredes muy delgadas. Se oía todo lo que se decía en el salón del vecino.

—Tercera planta, habitación 215. Coja el ascensor allí detrás. Pero, por favor, no pulse el botón verde.

Mine le dio las gracias a la celadora y se dirigió hacia el ascensor. Para entonces ya había averiguado que tres personas trabajaban en la entrada por turnos. Una señora joven y rubia con gafas, que era bastante desagradable. La rolliza teñida de negro que rondaba los cincuenta, que era maja. Y un joven, que como mucho tenía treinta años y era muy guapo. Karl-Erich se había burlado de ella cuando se lo contó, pero le dio la impresión de que ese celador se parecía al joven barón. A Heinrich-Ernst, que había muerto tan joven.

—¿Quién sabe? —bromeó Karl-Erich, pero su voz había sonado mordaz—. Al joven barón le iba la marcha. Cogía a todas las que le gustaban. Al final, será un nieto o bisnieto suyo.

No se lo tendría que haber contado. Karl-Erich no podía olvidar lo de Grete, se llevaría a la tumba la ira contra el pobre y joven señor. Estaba a punto de subir la escalera, como siempre, cuando la saludó una enfermera y no tuvo más remedio que entrar con ella en el estrecho ascensor.

—¿No está muy acostumbrada a los ascensores? —preguntó la enfermera con una sonrisa—. Es muy práctico cuando se va cargada.

Mine asintió.

—Sí, es verdad…

Siempre había sido una mujer de campo y eso tampoco había cambiado. Durante veinticinco años había ordeñado vacas, colado, embotellado y preparado la leche para el transporte. Solo antes, cuando todavía era criada en casa del terrateniente, vestía hermosos y limpios vestidos y delantales, y entonces ya pensaba que merecía algo mejor. Pero la vida le había mostrado cuál era su lugar.

La amable enfermera salió en la segunda planta y Mine temió que el ascensor volviese a bajar, pero paró en la tercera y la puerta se abrió con un sonidito. Un matrimonio de ancianos con cara de circunstancias estaba esperando. Sin saludar, ambos entraron en el ascensor y bajaron.

«Así es en la ciudad», pensó Mine. «Cada uno carga solo con sus preocupaciones, porque no conoce a la gente con la que se cruza». No, aun así, el destino se había portado bien con ella. Tenía su sitio en el pueblo, conocía a todos los vecinos, incluso a aquellos que entonces, cuando se fundó la cooperativa de producción agrícola, llegaron para instalarse allí.

El Imperio del káiser, el de Hitler, la RDA y ahora la Alemania reunificada: todo eso se había esfumado, pero el pueblo, su Dranitz, permanecía. Ninguno de ellos había podido con él. Sí, así era. Los palacios y castillos acababan en ruinas, pero las cabañas de los campesinos, esas habían aguantado. ¿Quién lo había dicho? Probablemente Karl-Erich y se lo había espetado a la baronesa.

La habitación número 215, que estaba justo al lado del puesto de las enfermeras, era un gran cuarto con cinco camas. Solo hacía unos días que la baronesa estaba allí, antes había estado en la cuarta planta, en una habitación muy pequeña con solo una compañera. Entonces aún tenía colgada sobre ella una cosa transparente de plástico: una bolsa de oxígeno. Los médicos necesitaron casi dos semanas para encontrar el antibiótico adecuado que fuese eficaz contra la pulmonía. Durante un tiempo la pobre baronesa estuvo tan mal que apenas respiraba. Su nieta, Jenny, había ido todos los días a la clínica y casi siempre había llevado a Mine.

Llamó a la puerta y, como nadie respondió, la abrió con cuidado. La baronesa estaba sentada en la cama y charlaba con la compañera de habitación. Cuando la vio, se interrumpió y le pidió que pasase.

—Aquí está mi fiel amiga. Mine, entra. Coge esa silla y siéntate a mi lado.

Volvía a estar muy animada, parecía también mucho más sana. Mine se acordó horrorizada de su primera visita a la clínica: pensó que la baronesa no saldría con vida. Pero Franziska von Dranitz resistía como un gato. Ya había estado también así entonces, cuando huyeron de los rusos y luego tuvieron que regresar porque no la querían dejar pasar al sector inglés.

La anciana acercó una silla, se sentó y sacó la fiambrera y una botella con zumo de cereza de la bolsa. Sonriendo, las puso en la mesita de noche y aclaró:

—Es un puchero de pescado con bacalao y pepinillo. Sigue caliente, he envuelto la cazuela en una toalla. Cómalo enseguida, señora baronesa, para que no se enfríe.

También había pensado en el tenedor y la cuchara, porque allí solo los daban cuando llevaban la comida. Mine se dio cuenta pronto de que la comida hospitalaria era mala, todo estaba recocido y soso. La baronesa jamás se recuperaría si no comía como era debido, hasta Karl-Erich lo decía. Por eso le llevaba siempre que podía una comida caliente cocinada por ella. Y también mermelada de cereza y zumo. Se sentía en deuda con Franziska von Dranitz y, sobre todo, con la difunta baronesa, Margarethe von Dranitz.

—¿Qué haría sin ti y tu cocina, Mine? —preguntó Franziska sonriendo, y se colocó una almohada en la espalda.

—Para algo tengo que servir, señora —respondió ella un poco socarrona y miró con satisfacción cómo la baronesa degustaba el potaje. Esta vez le había salido especialmente bien. Había guardado una cazuela en casa para Ulli, que seguía de rodríguez.

—¿Ya están trabajando los techadores? —quiso saber la baronesa entre dos cucharadas.

—Pululan por el desván —le informó Mine—. Pero lo que hacen se lo puede contar Jenny, que lo sabe mejor.

—Tardaré una buena temporada en salir de aquí —se quejó, y miró impaciente hacia la puerta, como si quisiese invocar el alta médica. Después volvió a centrarse en el bacalao—. Dime, Mine —empezó de nuevo tras unos minutos. Le entregó a la antigua criada de la familia Von Dranitz la fiambrera rebañada con los cubiertos—. Siempre he querido preguntarte algo…

«Ay madre —pensó Mine—. Ahora sí que voy a tener que mentir. O, por lo menos, andarme con medias verdades».

—Mi madre y yo siempre intentamos saber algo de mi hermana Elfriede. Pero aparte de que falleció poco después de la guerra, no supimos nada. He buscado su tumba en el cementerio familiar, pero no he podido encontrarla.

Mine volvió a meter la fiambrera con mucho esmero en la bolsa de tela y elucubró sobre cómo podía salir del apuro.

—Está enterrada abajo, en el pueblo —dijo por fin—. Entonces, cuando nuestra iglesia seguía en pie, le dimos sepultura en el cementerio. Después se demolió la vieja iglesia y se construyó la casa de cultura en su lugar.

—Eso lo vi —dijo la baronesa y torció el gesto—. Pero ¿qué fue de las tumbas, del cementerio… No quedó piedra sobre piedra?

—Pues no —la tranquilizó Mine; después siguió dubitativa—: O sí… Las tumbas de detrás de la iglesia siguen ahí. En el parque, detrás de la casa de cultura, ¿no las ha visto?

—El parque sí, pero las tumbas no. En cualquier caso, ni una lápida.

—Esas se colocaron alrededor de todo el muro. Ahora tenemos el nuevo cementerio al otro lado del pueblo. Allí también hay una capilla para los funerales, que construyeron los hombres de la zona.

—Ah —musitó la baronesa—. ¿Y quién grabó el epitafio de mi abuelo en el cementerio familiar? ¿También los hombres del pueblo?

—No —replicó Mine—, eso lo dispuso su hermana Elfriede.

—¡Elfriede! ¡Dios mío! Eso tuvo que ser poco antes de su muerte… Cuéntame, Mine —insistió Franziska—. ¿Falleció en Dranitz? ¿En la mansión?

Mine asintió.

—Murió en el otoño de 1946, en la mansión. Donde está ahora la oficina municipal.

—Ah —volvió a decir la señora baronesa. Mine vio lo mucho que le afectó la noticia.

—Tengo que irme —dijo angustiada al tiempo que se levantaba—. Ulli, mi nieto, viene a recogerme y no lo quiero tener esperando…

—Claro que no. Pero todavía tienes que contarme cómo murió exactamente la pequeña Elfriede. Es muy importante para mí y creo que mi hija y Jenny también deben saberlo.

Mine ya se había puesto la chaqueta y atado el pañuelo y se dirigía a la salida. Tendría que esperar un cuarto de hora abajo a Ulli, pero ahora mismo lo principal para ella era salir de allí. Por la noche lo hablaría todo otra vez con Karl-Erich. Él decía siempre: «Algún día tendrá que saberlo», pero a Mine le parecía que no tenía que ser necesariamente ahora, cuando todavía no estaba recuperada del todo. Y cuando se lo dijesen a Franziska von Dranitz, antes tendrían que pensar bien las palabras.

—Quizá mañana o pasado ya me den el alta —le gritó la baronesa.

—Tómese su tiempo, señora —dijo Mine por encima del hombro—. Jenny maneja la situación magníficamente. Es una mujer con mucho carácter. Como su señora madre entonces… —Abrió la puerta y salió al pasillo aliviada. Conseguido. Acababa de zafarse otra vez. Quizá fuera una mera estupidez preocuparse tanto, como decía Karl-Erich. Había que pensar en el futuro.

Contenta de que nadie la obligase a subir al ascensor, bajó por la escalera. No se fiaba de esa cámara acorazada colgante. Y, además, se preguntaba por qué no podía pulsar el botón verde. ¿Qué pasaba si alguien lo hacía sin querer?

Abajo, en el vestíbulo, estaba, para su alegría, Ulli, con su nueva chaqueta acolchada azul claro y un gorro. Desenfadado, con una mano apoyada en el mostrador de la garita, charlaba con la rolliza teñida de negro. Parecían llevarse bien, pues ella tenía el cristal corrido y delante de Ulli había una taza de café llena. Mine los miraba boquiabierta. Su nieto tenía mucho de Karl-Erich, pensó cuando se dirigió cojeando hacia ellos. Es cierto que el joven barón Heinrich solía alterarlo, pero en aquel tiempo el carretero Karl-Erich Schwadke no perdía oportunidad. Al menos antes de que se casasen. Y Ulli se había casado demasiado pronto. Aún no había sentado la cabeza como era debido cuando Angela ya lo había pescado.

Ulli alzó la vista.

—¡Aquí estás, abuela! Iba a subir a buscarte. —Le hizo un gesto a la celadora, le agradeció el café, que «podía resucitar a los muertos», después le cogió la bolsa con la fiambrera vacía y salieron. Para entonces ya había atardecido y soplaba un viento glacial.

—Anoche ya heló —comentó él—. Parece que será un invierno frío.

Su coche estaba en el arcén, no muy lejos del edificio de las habitaciones de la clínica. Era un Wartburg, y para conseguirlo, Angela y él tuvieron que apuntarse en una lista de espera. Ahora nadie quería conducir un Wartburg, todos se compraban coches occidentales, que eran más rápidos, más silenciosos, más elegantes y, sobre todo, más cómodos. Mine solo había conocido hasta entonces el coche de Jenny, que era un Opel Kamerad o Kornett o… Maldita sea, lo había olvidado. Pero tampoco le había parecido tan cómodo, aunque quizá se debiera también a que Jenny conducía con bastante brusquedad.

—Sí, hace mucho frío —reconoció cuando se sentó junto a Ulli en el asiento del copiloto—. Me alegra no haber tenido que coger el autobús.

—No entiendo por qué le sirves todos los días la comida a la señora baronesa —gruñó—. Hace mucho que pasaron esos tiempos, abuela.

—No todos los días —le contradijo Mine con una sonrisa.

—Y su nieta, esa bruja pelirroja… ¿Viene acaso a ver a su abuela de vez en cuando?

Mine contó que al principio Jenny había ido todos los días a Neustrelitz, pero la necesitaban a cada momento en la propiedad Dranitz. La joven se esforzaba mucho por seguir donde su abuela había tenido que dejarlo.

—Es una buena chica, Ulli. Y muy amiga de Mücke.

Lo sabía. Es cierto que no le gustaba, pero seguro que Mücke sabía lo que hacía.

—Pero en cualquier caso, todo es una chorrada. Esa ruina no la puede reformar nadie, allí solo sirve demoler y volver a construir —gruñó de nuevo.

Mine no dijo nada, pero le pareció que Ulli había cambiado. Se había vuelto más impaciente, lo veía todo siempre negro. Quizá tenía que ver con el astillero, pero de eso hablaba poco. O con Angela. Seguía en Schladming, en casa de su familia, y mientras tanto ayudaba a atender a los clientes de invierno. Dado que Schladming era en realidad una estación de esquí, ahora era cuando más trabajo había.

—¿Tienes que trabajar mañana o puedes quedarte esta noche? —quiso saber ella y lo miró de reojo ilusionada.

Al día siguiente era sábado, a menudo lo tenía libre. Negó con la cabeza: No, tenía trabajo. Quizá volvería el domingo. Mine asintió contenta. Era agradable que pasara su tiempo libre en Dranitz. Por Mücke. Le caía bien a la chica, siempre preguntaba en qué andaba. Era la adecuada para Ulli, necesitaba una mujer así. Angela debía quedarse tranquila en Austria con su familia. Parecía que aquello le gustaba, o de lo contrario hubiese regresado hacía tiempo.

Pronto aparecieron las luces de las pequeñas poblaciones, que se reflejaban en los lagos. En la carretera secundaria había hojas húmedas y tenía que conducir con precaución y una vez les cerró el paso una rama caída. Ulli se detuvo, encendió las luces de emergencia y retiró el obstáculo al arcén. El resto del camino transcurrió sin problemas. Entraron al pueblo, donde las ventanas iluminadas de las casitas relucían acogedoras. También en la mansión había luz. Al parecer, los obreros seguían ocupados en el desván.

—Seguro que Mücke está en casa de Jenny —comentó Mine—. Podemos recogerla y cenar juntos.

Ulli se encogió de hombros, pero no se detuvo delante de la antigua casa del servicio, sino que siguió hasta la mansión. Aparcó junto a la entrada principal, en la plaza del alcalde, pero Pospuscheit ya no tenía nada que decir. La semana siguiente la oficina municipal se trasladaría a la casa de cultura.

Mine permaneció sentada en el coche mientras Ulli subía los escalones de la entrada y llamaba al timbre. Esperó, pisándose con impaciencia un pie con otro, y se frotó las frías manos. Pasó un ratito hasta que alguien advirtió que había llamado. Probablemente estuviesen muy ocupadas arriba, en el desván.

La puerta se abrió de golpe y Jenny, con vaqueros y una rebeca holgada que parecía de su abuela, apareció en el umbral. Cuando vio a Ulli, retrocedió sorprendida un paso y frunció el ceño, aunque después alegró la cara. Mine no pudo entender lo que dijo, pero parecía estar muy emocionada y alegre. Ulli le clavó los ojos como a una extraña aparición, pero ella no lo advirtió, sino que hizo una seña a Mine para que bajase y pasase a la casa.

«Pero ¿y ahora qué les pasa?», pensó Mine disgustada. Tenía pocas ganas de salir del coche, tan agradable y calentito, y entrar deprisa en la fría mansión. ¿Qué debía hacer? En realidad, solo quería recoger a Mücke.

—Entre, entre —oyó la voz aguda de Jenny—. Es maravilloso. Más de cuarenta años llevan ahí colgados, están intactos. Seguro que los conoce…

Mine lanzó una mirada interrogativa a Ulli, que se encogió de hombros.

—¿Qué sucede? —preguntó Mine—. ¿Habéis descubierto algo? ¿Dónde está Mücke? ¡Queríamos recogerla para ir a cenar!

Jenny la cogió por el brazo y la empujó hacia el umbral.

Mine nunca la había visto así, tan fuera de sí, llena de entusiasmo, con ese brillo en los ojos.

—Cuidado con la escalera —le advirtió Jenny—. ¡Largo, Falko! Son Mine y Ulli, ¡pero si ya los conoces! Sí, Ulli también se alegra de volver a verte… No te apoyes en el pasamanos, Ulli, todavía no está atornillado del todo.

Un poco sofocada, Mine llegó al primer piso poco después que los demás. Jenny la guio por la casa reformada, en la que antes vivía el doctor Meinhard. Entonces ahí estaban los dormitorios de los señores. Ahora las paredes estaban empapeladas con motivos florales, en las habitaciones había muebles antiguos, que según Jenny habían pertenecido al anticuario holandés, los viejos suelos estaban pulidos y encerados, y también el cuarto de baño parecía estar listo. Azulejos blancos con un friso de piedrecitas doradas, eso le había contado Mücke. Todavía faltaba la antigua bañera, pero iban a restaurarla porque la baronesa no quería tener otra en su cuarto de baño.

En el antiguo dormitorio del matrimonio Von Dranitz acababan de terminar con el empapelado. Un plástico lleno de trozos de papel cubría el suelo, y en medio, al lado de Mücke, había una mesa de caballete. Los miró con las mejillas encendidas de emoción.

—¡Mira, Mine! —exclamó entusiasmada—. Tienes que reconocerlos. Son tres grandes. Y dos más pequeños. Con paisajes y edificios…

Entonces Mine vio los cuadros sobre la mesa de caballete. Dios, era el antiguo barón Otto —el Señor lo tenga en su gloria— con su mujer, Libussa. Y allí estaba Urahne con el traje negro y la estrella dorada en el pecho. Entonces se decía que participó en la batalla contra Napoleón.

—Alguien tuvo que sacar los cuadros de los marcos y enrollarlos —aclaró Jenny—. Tenemos que tratarlos con mucho cuidado y restaurarlos. La abuela estará entusiasmada cuando venga a casa. ¿Ya sabe cuándo le darán el alta?

«A casa», había dicho. Mine se asombró. ¡Cómo se había aclimatado Jenny! Y lo mucho que se parecía a su abuela. Sobre todo, en su carácter enérgico. Físicamente era más como Elfriede. Pero ella no lo sabía y no sería Mine quien se lo contara.

—Mañana o pasado, ha dicho la señora baronesa…

Ulli parecía interesarse mucho por los viejos óleos. Los miraba con detenimiento, escuchaba quién o qué representaban y luego tocó las fundas de hule con las que alguien hacía unos cuarenta y cinco años había envuelto los cuadros para guardarlos enrollados en el desván, tras una viga.

—Buen material —dijo sonriendo—. No está roto ni apenas resquebrajado. Género de antes de la guerra.

Jenny se rio.

—¡Todo esto es una locura! —exclamó, y abrazó a Mücke—. Que hayamos encontrado estos cuadros. Y que la abuela vuelva mañana de la clínica…

—Sí —respondió Mücke satisfecha y agarró a Jenny—. Así debió ser. Cuando tu bisabuelo no estaba en el ajo.

Riéndose, se volvieron hacia las pinturas y Mine les contó que dos de ellos estaban colgados en el cuarto de caza, y los demás en el salón. Allí se colocaba también antes el gran árbol de Navidad, el de los empleados.

—Con estrellas de paja que hacíamos para la señora baronesa. Y colgábamos manzanitas rojas. Arriba poníamos una estrella de papel dorado. Las velas eran blancas y en el rincón había siempre un cubo con agua por la corriente de aire…

—¿Sabéis qué? —dijo Jenny, ceremoniosa—. En Navidades estáis todos invitados a nuestra casa. También Kalle y sus amigos. Y Karl-Erich, lo recogeré con el coche. Y, por supuesto, tú y tu mujer también tenéis que venir… Si tenéis tiempo.

Le hablaba a Ulli. A Mine le sorprendió ver que su nieto se sonrojaba. Seguro que se debía al calor de la habitación. Tenían la estufa encendida y Ulli había engordado.

—Por qué no… sí… con mucho gusto… —farfulló. Entonces explicó que conocía a un buen restaurador de Schwerin, había trabajado en una iglesia y sabía de cuadros. Le preguntaría lo que se podía hacer.

—¡Sería genial! —exclamó Jenny contenta.

Ahora Mine estaba obligada a invitarla también a cenar, de lo contrario hubiese sido demasiado descortés. Sin embargo, para su alivio la nieta de Franziska le dio las gracias y rehusó el ofrecimiento. Dijo que todavía tenía que dejar lista la habitación de la abuela y además la habían invitado a comer en casa de los padres de Elke. Jürgen por fin había encontrado un trabajo en el Oeste que le convenía. Elke y él se mudarían a Hannover.

—Ya —dijo Ulli—. Pues así no se puede hacer nada.

No quedó claro si se refería a la joven pareja, que abandonaba su tierra natal, o a Jenny, que no cenaba con ellos.

Más tarde, cuando se sentaron a la mesa en la cocina de Mine y dieron buena cuenta del puchero de pescado con pepinillos, siguieron charlando sobre el sorprendente hallazgo y la anciana les contó cómo los rusos habían registrado la mansión de arriba abajo porque sabían que los alemanes habían escondido los objetos de valor. Desenterraron rápidamente el arcón con la plata y las joyas familiares del sótano.

—En cualquier caso, con las pinturas no habrían sabido qué hacer —meditó Ulli—. El antiguo barón las habría podido dejar colgadas sin ningún problema.

—Tienes razón —respondió Karl-Erich—. Los rusos les tenían un odio tremendo a todos los latifundistas porque en Rusia los habían tratado como siervos. Eran unos pobres diablos. No sabían lo que era un retrete y pensaban, cuando arrancaban un grifo de la pared y se lo llevaban, que solo tenían que abrirlo y el agua ya saldría, estuvieran donde estuviesen. Las pinturas las hubiesen desgarrado y despedazado. Así hicieron con los muebles. Todo destrozado y hecho mierda…

—¡Karl-Erich! —advirtió Mine, que no quería oír cosas semejantes mientras comía.

Mücke bajó la mirada. Antes a nadie se le habría permitido hablar así de los rusos. Como mucho en voz baja. Siempre habían sido los hermanos mayores del espíritu del socialismo.

—¿Y la baronesa? —preguntó Ulli—.

La abuela de Jenny, me refiero. ¿Estaba aquí cuando vinieron los rusos?

—Después —explicó Mine, que no tenía ganas de desempolvar viejas historias—. Huyó con su madre y unos amigos. Pero el frente ruso les ganó la delantera y los ingleses ya no los dejaron pasar a su sector. Entonces volvieron.

—¿Y luego?

Mine pidió ayuda a Karl-Erich con la mirada. Él también podía decir algo con calma, aunque entonces lo hubieran hecho prisionero de guerra.

Karl-Erich se aclaró la voz.

—Vivieron un tiempo en la mansión, pero los rusos los echaron. Primero tuvieron que alejarse a treinta kilómetros de su hacienda, y más tarde la propiedad se repartió entre los campesinos y los nobles se fueron al Oeste.

—¿Voluntariamente? —preguntó Mücke con los párpados entornados por la tensión.

—Ni idea —gruñó Karl-Erich.

—Seguro que no —apuntó Mine.

El silencio se apoderó de la mesa. La anciana recogió los platos vacíos y llevó el postre. Jalea de frutas confitadas con nata montada.

—Jenny —Ulli carraspeó dos veces y luego volvió a empezar—. Jenny está…

Mine suspiró y se sirvió tres cucharadas de jalea en su cuenco de cristal.

—¡Está embarazada, claro! —confirmó Mücke sonriendo—. Bien visto, Ulli. Chapó.

El joven se puso rojo de la vergüenza.

—¿Y el padre? —quiso saber.

—Uf —masculló Mücke, que sacudió la mano como si quisiera espantar una mosca molesta.

Ulli asintió y se comió pensativo la jalea; también Mine reflexionaba.