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Mine

Finales de agosto de 1990

Karl-Erich volvía a tomar demasiado café. Astuto como era, se había aliado con Ulli, que le cambiaba las tazas a la velocidad de un rayo cuando Mine le había servido. Como si fuera tan tonta como para no darse cuenta.

A Mine le gustaba cuando se mostraba tan descarado. Siempre le había gustado. Pero con la tensión alta no era divertido.

—Solo hoy, como excepción —le aseguró Ulli, que tenía mala conciencia—. Puedes ponerle más agua caliente, abuela.

—No, no —se opuso Karl-Erich, que tapó la taza con la mano.

—Entonces ¿ya te ha escrito? —preguntó Mine.

—Ha llamado. Está bien. El tío y la tía se han llevado una alegría. Ya era hora de la segunda siega. En eso ha podido ayudar. —Hablaban de Angela, la esposa de Ulli. Había descubierto a unos parientes en Austria. Un tío por parte de su madre con el que antes no podía tener contacto. Llamó a Schladming, y enseguida le preguntaron si quería ir—. Ahora solo tienen unas cuantas vacas. Para los turistas. Alquilan habitaciones e incluso varias casas de vacaciones —siguió explicando Ulli.

Angela había ido sola. Ulli no podía coger vacaciones, la situación en el astillero era demasiado tensa. Se habían producido más despidos, y eso significaba que había que aguantar en el puesto de trabajo, hacerse imprescindible. La empresa necesitaba «sanearse». No podían arrastrar mano de obra que sobraba.

—Antes no existía nada de eso —gruñó Karl-Erich con gesto huraño—. Ni en la RDA ni antes con el barón.

—A cambio, ahora podemos viajar adonde queramos —repuso Ulli.

—Angela puede hacerlo —replicó Mine—. Tú no.

—Yo también —insistió él, malhumorado—. Cuando esté todo arreglado en el astillero, yo también volveré a tener vacaciones. Por ahora aún hay que construir en Stralsund los veinticinco barcos de arrastre que van a la Unión Soviética. Y tal vez uno o dos de pasajeros para Noruega.

Y, en el peor de los casos, Ulli aún podía ir a Rostock. O a Bremen. A Papenburg. Como ingeniero de construcción naval cualificado tenía buenas oportunidades en todas partes.

—Tampoco es que Angela esté ahí de vacaciones —aclaró—. Está ayudando. Prepara el bufé de desayuno para los turistas. Y luego lleva el heno. Me ha contado por carta que también quieren pagarle algo.

—Bueno, entonces… —intervino Mine, como si con eso estuviera todo arreglado. En realidad tenía sus dudas sobre el altruismo de los nuevos parientes. Podría ser que solo buscaran mano de obra barata. Cogió las pinzas de la cocina y quiso servirle a Ulli otro trozo de pastel de molde, pero él lo rechazó.

—Mejor abre la ventana para que el abuelo y yo podamos fumar un cigarrillo.

—Siempre el maldito pitillo —gruñó Mine, pero se levantó y apartó el cactus que estaba al sol sobre el alféizar. Dejó las hojas de la ventana entreabiertas. Pensó en la conversación que tendrían Ulli y Karl-Erich a continuación, y no hacía falta que los Kruse, que vivían abajo, la oyeran.

—Pues es su nieta —dijo Ulli, en efecto—. Debería habérmelo imaginado. Igual de caprichosa que la vieja.

Karl-Erich sacó un cigarrillo de la cajetilla que le ofrecía Ulli.

—Un diablo pelirrojo, según Anna Loop —informó con una sonrisa. Se colocó el cigarrillo entre los labios y sujetó el otro extremo hacia la llamita del mechero de Ulli. Le dio una placentera calada y expulsó el humo hacia la ventana.

—Me imagino que aquí se ve enseguida —continuó el joven, y se encendió su cigarrillo. Karl-Erich asintió mientras tosía.

Ulli lo miró con preocupación.

—Pospuscheit —dijo Karl, con la cara roja—, ese habla muy mal de ella. Explícaselo, Mine.

La anciana había presenciado la escena y se la había imaginado ya varias veces de colores luminosos. Durante tres días no se hablaba de otro tema en el pueblo. Pospuscheit había pretendido prohibirle el acceso al Konsum a la chica. Se había plantado en la puerta, con los brazos cruzados en el pecho y las piernas separadas. A cualquier otra le habría dado miedo, pero no a la nieta de la baronesa. Se acercó a él y le clavó el dedo índice en la barriga. Pospuscheit se tambaleó hacia atrás por la sorpresa y, cosas del destino, había tres cajas con sardinas en aceite para llevar al almacén. Detrás de las sardinas en aceite estaba la estantería con harina, azúcar y fideos, y en la parte superior los botecitos con las hierbas para la sopa.

Fue una locura ordenarlo después de que Pospuscheit lo volcara todo como si fuera un dominó y volviera a incorporarse sin dejar de soltar palabrotas. Y la pelirroja Jenny, con todo el desastre de objetos rotos, se limitó a mirarlo con calma y preguntarle con inocencia si se había hecho daño. Luego hizo su compra con tranquilidad y la llevó a la caja. Karin Pospuscheit estaba tan estupefacta que no dijo nada.

Ulli hizo un gesto de incredulidad con la cabeza mientras reía al oír la historia.

—Seguro que no le ha hecho ningún daño a Pospuscheit, ese viejo descarado. —Le dio una calada a su cigarrillo y luego preguntó, intrigado—: ¿Vive con su abuela en la caseta del jardín?

—No —contestó Karl-Erich—. Vive en casa de los padres de Mücke. Aún tienen una habitación libre en la buhardilla desde que Klaus está en Rostock.

—¿Se lleva bien con Mücke? —se asombró Ulli.

—Muy bien. Son muy amigas.

Ulli hizo una mueca de asombro. A Mine le parecía que Ulli había adelgazado. Tal vez fuera por el corte de pelo que se había hecho. Al estilo occidental. Como un erizo, para el gusto de Mine. Seguro que él tampoco trabajaba mucho.

—Bueno —comentó el joven un instante después, y expulsó el humo por la ventana—. Mücke tiene buen corazón. —Luego quiso saber si había novedades en Dranitz.

Karl-Erich hizo un gesto elocuente y dio una calada ansiosa. Expulsó el humo antes de hablar.

—Bueno, sí, una cosa. A nosotros no nos va mejor que en vuestro astillero de Stralsund. Lo que antes servía para algo ahora ya no tiene valor, y lo que antes estaba mal visto y prohibido, ahora se anuncia a los cuatro vientos. La cooperativa de producción agrícola se ha terminado. Se disolverá y se convertirá en una cooperativa agraria según el modelo occidental. Ha sido una propuesta de Pospuscheit, y como está tan preocupado por todos nosotros, quiere ser también el presidente. De lo contrario, todos perderíamos pronto nuestro trabajo, según él. La cooperativa no es rentable, no podría seguir el ritmo de Occidente…

Ulli escuchaba con la cabeza gacha. Cuando Karl-Erich terminó, soltó un fuerte bufido.

—Pero ¿la cooperativa según el modelo occidental sí podrá seguir el ritmo? Precisamente Pospuscheit quiere conservar los puestos de trabajo aquí. Pues mucha suerte.

Karl-Erich explicó que había habido tres votos en contra. Fueron él, Krischan Mielke, el padre de Jürgen, y Valentin Rokowski, el padre de Mücke. Pero los otros seis estaban a favor, así que estaba decidido.

—Entonces ya se sabe a quién echarán primero —murmuró Ulli—. Pospuscheit es un rencoroso. No olvida nada.

—A nosotros nos da igual —comentó Mine—. Estamos jubilados y ya nadie nos puede echar. Pero a los jóvenes les espera una época difícil.

Ulli arrugó la frente y Mine se arrepintió al instante de haber pronunciado esa frase. Los jóvenes encontrarán su camino. Aunque sea duro. A fin de cuentas, ellos mismos habían sobrevivido a la guerra y a los años de escasez de la posguerra, y de algún modo siempre habían salido adelante.

—¿Y la mansión? —preguntó Ulli—. ¿Qué pasa con ella? ¿La recuperará la señora baronesa?

—De momento no está nada resuelto. —Karl-Erich aplastó el cigarrillo en el cenicero—. Hace poco se celebró una larga sesión en el consejo municipal, hubo muchas disputas por la renovación de las calles y la iluminación, demasiado cara. Luego ya nadie tenía ganas de pelearse además por la mansión. Si fuera por Pospuscheit, la convertiría en un supermercado. Pero no lo va a conseguir. Aunque nos cuenta que el Konsum se perderá y todos tendremos que ir a comprar a Waren.

—Quiere poner ahí un supermercado —caviló Ulli—. Pero necesita un aparcamiento enorme. No solo tendrían que derribar la mansión, también medio bosque.

—Y habría que ensanchar las calles. Por los proveedores —coincidió Karl-Erich—. Pero, claro, así habría puestos de trabajo para los vecinos de Dranitz. La madre de Kalle, Gerda, ya sueña con abrir un quiosco. Con prensa, licores y salchichas al curri.

Ulli se encogió de hombros.

Mine recordó que antes él jugaba con sus amigos en el lago. En el antiguo jardín de la mansión, ahora convertido en bosque. Un supermercado con un enorme aparcamiento asfaltado acabaría con el reino de su infancia. Pero así era la vida. Nadie podía retroceder en el tiempo.

—¡Ah, hay algo aún mejor! —exclamó Karl-Erich, y golpeó en la mesa con la mano agarrotada por el reuma—. También hay un ruso que quiere comprar el terreno. Incluso restauraría la vieja mansión. Ese tipo tiene dinero a espuertas, se ha enriquecido con la glásnost.

—¡No! —exclamó Ulli, y se pasó la mano por su nuevo peinado de erizo—. No me digas que quiere poner aquí una de esas tienduchas de porno… —se interrumpió y se disculpó con una mirada a su abuela.

—Tienes toda la razón. —Mine asintió—. Quiere abrir aquí un centro erótico. Con cine y bar. Y un…, ¿cómo se llamaba, Karl-Erich?

—Club de intercambio —murmuró él—. Ni idea de qué intercambian. Seguramente los billetes, y en dirección a la caja.

Ulli soltó un leve silbido entre dientes.

—Bueno, eso son puestos de trabajo —dijo con sarcasmo—. Los vecinos de Dranitz podrían hacerse ricos. Ya veo a Gerda Pechstein con su licor y las salchichas con curri. Solo que supongo que el jefe se traerá a sus chicas de Rusia…

—No saldrá adelante —afirmó Karl-Erich, convencido—. Ya puede ofrecer lo que sea, aquí nadie quiere algo así. Para eso prefiero el supermercado.

—¿Y qué pasa con la señora baronesa? —preguntó Ulli—. ¿Ya ha comunicado sus intereses?

Karl-Erich asintió y miró con cautela a Mine. Sabía que en el fondo su mujer estaba de parte de la baronesa, aunque no lo demostrara abiertamente. En cuanto a él, no le hacían falta ni terratenientes ni barones. Ya no. Esa época había pasado.

—Sí —contestó a su nieto, prudente—. Pero cree que le van a dar la casa y todo lo que depende de ella por cuatro duros. Franziska von Dranitz se va a llevar una sorpresa. Por veinte mil marcos no le van a dar ni siquiera la casa del inspector.

—¿Qué dices de la casa del inspector? —El muchacho se levantó para abrir más la ventana—. Pero si no es más que un montón de piedras viejas. No la querría ni regalada.

Karl-Erich alcanzó de nuevo la cajetilla de cigarrillos y estuvo hurgando en ella hasta que por fin logró sujetar entre los dedos reumáticos uno de sus queridos pitillos. Pasó por alto la cara de preocupación de Mine hasta que tuvo problemas con el mechero de Ulli y le lanzó una mirada suplicante. La mujer suspiró, pero le hizo el favor.

—La señora baronesa sí —continuó Karl-Erich, que echó el humo hacia Ulli—. De hecho, preferiría que se lo regalaran todo. El lago, el antiguo terreno del parque, la mansión y a ser posible también el terreno de la cooperativa de producción agrícola. Se inventa que tiene derecho a ello.

Mine guardó silencio. Costaba decidir quién tenía derecho y quién no. ¿A quién pertenecían la casa y el jardín? Los rusos se lo quitaron al barón y lo entregaron al municipio y los campesinos. Era su derecho como vencedores. «La tierra de los nobles en manos de los campesinos», decían. El municipio no le había quitado la mansión al barón, así que tampoco tenían por qué devolvérsela a la baronesa. Por lo menos, no a cambio de nada. Podía pagar, Franziska von Dranitz no era una mujer pobre. ¿O cómo se llamaba ahora? Ah, sí, Franziska Kettler.

Ulli había abierto del todo las hojas de la ventana, apoyó las manos en el alféizar y observó la mansión. Tampoco se veía mucho desde ahí. En invierno, cuando las hojas habían caído, se veía más.

—¿La baronesa antes también era pelirroja? —preguntó.

A Mine le sorprendió la pregunta. Qué cosas se planteaba el chico…

—No, Franziska no. Su madre, Margarethe von Dranitz, era una Von Wolfert de nacimiento. De ahí viene el pelo rojo.

Ulli se inclinó mucho hacia delante, parecía que había descubierto algo. Su nieto tenía buena vista.

—Ese es su coche, ¿verdad? El Kadett rojo.

—No. Ese es el de la nieta, Jenny —le informó Karl-Erich—. Te gusta, ¿eh?

—¡Tonterías! —Ulli retrocedió al tiempo que lo negaba con la cabeza. Tenía que irse a casa, dijo, y rechazó la ensalada de patata que Mine había hecho especialmente para él—. Aún tengo que ver a unos colegas. Siempre hay algo que comentar, pero eso ya lo sabéis…

Su abuela le llenó un cuenco de ensalada de patata y añadió unas cuantas salchichas. Puso un plato encima y lo metió todo en una bolsa de plástico. Así podría comer algo cuando saliera del bar. Antes casi nunca salía de noche, ahora lo hacía solo porque Angela no estaba.

—Saluda a Mücke de mi parte —dijo cuando le dio un abrazo de despedida—. Que tenga cuidado con Jenny. Díselo.

—Se lo diré —prometió Mine, aunque pensó para sus adentros que era más bien Ulli el que debería andarse con cuidado.

Karl-Erich esperó hasta que su mujer recogió la mesa y lavó los platos. Luego sacó con una sonrisa pícara una cajetilla del bolsillo de los pantalones y la dejó sobre la mesa.

—¡Anda, mira! —exclamó con falsa sorpresa—. ¡Ulli se ha olvidado sus cigarrillos!