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Jenny

Julio de 1991

«El teléfono es una invención del diablo».

¿Quién lo decía siempre? ¿Su madre? No, ella seguro que no. A veces estaba colgada al teléfono durante horas y bloqueaba el aparato para sus compañeros de piso. Entonces era de alguna película antigua que le había gustado.

No pudo evitar descolgar el feo y gris auricular de la RDA cuando empezó a zumbar, y decir «Kettler», como hizo en ese instante.

—¿Jenny? —oyó que decía una voz familiar—. Por favor, no cuelgues. Escúchame primero. Te lo ruego.

Se dejó caer en el sillón afelpado de la abuela, le faltaba el aire. Simon… ¿De dónde había sacado su número? Probablemente había llamado a su madre. Y ella le había dado su número, sin más. Típico de Cornelia.

—No quiero hablar contigo —dijo e iba a colgar cuando él exclamó «¡No! ¡Espera, Jenny!» en el auricular.

—Solo un par de palabras, por favor…

¿Por qué no colgaba? Habría sido tan fácil. El auricular a la horquilla y se acabó. Y en caso de que volviese a llamar, simplemente bloquear la línea.

—¿Qué quieres? —preguntó en cambio, titubeante—. ¡Sé breve, tengo cosas que hacer!

—¿Es verdad que tenemos una hija?

Jenny tragó saliva.

—¿De dónde sacas eso?

—Me han enviado un parte de nacimiento.

¡La abuela! ¡La iba a oír!

—Ha sido un error.

—¿Un error? ¿A qué te refieres? Aquí pone que has dado a luz a una niña que se llama Julia… ¿Hay algo que no cuadre?

Tenía poco sentido negarlo. Mejor tomar la ofensiva, quizá entonces la dejaría en paz.

—¿Qué tal están tu querida mujer y los niños? —preguntó con la voz empapada de sarcasmo—. ¿Todos bien? ¿Felicidad en familia?

Oyó un bufido en el auricular que sonó a una mezcla de suspiro y silbido colérico.

—Me separé hace tres meses. El divorcio está en trámite. —¿Le mentía? ¿O su Gisela había encontrado por fin el valor de liarse la manta a la cabeza? Bueno: le daba igual. Se había hartado de él. De sus mentiras. De su cobardía. Se acabó. Ya. Fin.

—El divorcio no me incumbe. Y en lo que respecta a mi hija: es mía. ¿Lo entiendes, Simon Strassner? Únicamente mía. No te necesitamos. Ni a ti ni tu dinero. ¿Me he explicado con claridad?

Él adoptó entonces un tono distante. Así hablaba con los clientes de los que se quería deshacer.

—No has cambiado ni un pelo, Jenny. Cuando recibí la tarjeta, primero pensé que quizá podríamos hablar como amigos. Pero, por desgracia, no es posible. De todas maneras, tengo que advertirte que tengo ciertos derechos como padre del bebé. Jurídicamente…

—Primero tienes que probar que eres el padre —lo interrumpió.

Simon enmudeció. Mucho rato.

—Contigo no se puede hablar —dijo cuando ella ya creía que había colgado—. Volveré a llamar más tarde. Hasta luego…

—¡Hasta nunca! —exclamó, pero la línea ya se había cortado.

Colgó el auricular con prudencia de la horquilla y permaneció sentada durante un momento en el sofá para asimilar la llamada. ¡Abuela! Maldita sea, empezaba incluso a comprender un poco a su madre. ¿Cómo podía permitirse enviar un parte de nacimiento no solo a su madre, sino también a Simon?

En el dormitorio, la pequeña Julia empezó a dar la lata exigiendo su ración de leche. Primero el pecho y luego un biberón. Jenny solo le daba el pecho por la mañana y por la noche, a mediodía preparaba un biberón y dentro de poco lo intentaría con la papilla. La papilla llenaba. Los niños llenos no daban la lata. Ojalá se acabase por fin la leche materna. Cuando la pequeña Julia empezó con el biberón, pensó que su propia leche se agotaría, pero por desgracia no fue así. A su cuerpo le daba igual que en la cocina hubiese ahora un gran bote con leche en polvo y todo tipo de biberones, seguía produciendo leche para la pequeña Julia.

—Tienes que tomártelo con calma —le había recomendado Mücke—. Parar no funciona. Pillarás una buena mastitis. Eso sí que duele. Cada vez un poco menos, entonces se acaba en algún momento.

Ojalá.

La abuela se escaqueaba de dar el biberón todo lo que podía. Prefería curiosear por la obra y examinar los avances. Dentro de poco había que poner los tubos de la calefacción, pero estaba la cuestión de la antigua muralla que habían descubierto durante las obras de excavación en el sótano.

—Cieguen —había ordenado la abuela, que no quería aceptar más retrasos—. Seguimos otros tres metros a la derecha con la calefacción.

Kacpar objetó que debían dar parte a la oficina de Patrimonio. En todo caso, era muy habitual en la RFA, pues los muros que habían encontrado eran claramente de la Edad Media. Pero aquí, en el Este, cada cual hacía de momento lo que quería, le aseguró después. Y cegar seguía siendo mejor que demoler.

Jenny llenó el hervidor y lo encendió. Dosificó la leche en polvo con una cuchara y metió el polvo blanco en un biberón. Añadió el agua hervida, agitó con fuerza y desenroscó la tetina de la botella. Después comprobó la temperatura en la muñeca y fue a la lujosa cuna tallada, que había empezado a tambalearse con los gritos y pataleos de la pequeña Julia.

—Tú también eres una Dranitz alborotadora, ¿o no? —dijo cariñosa y levantó a su vocinglera hija para meterle el biberón en la boca bien abierta. De pronto, se hizo el silencio. La pequeña chupaba contenta.

Jenny se sentó con la niña en el sofá. Sus pensamientos se encaminaron hacia su abuela. ¿Sospechaba en qué lío la había metido con su campaña de partes de nacimiento que había hecho por su cuenta? Se acordó de que la abuela había vuelto hacía poco al piso calada hasta los huesos y con manchas de musgo en la falda. Le contó con una sonrisa extraña que se había dormido en el cementerio. Curioso. ¿Quién se quedaba dormido en el cementerio? Y, además, lloviendo. Solo los que tenían su sitio allí. Pero para la abuela era aún demasiado pronto…

El timbre la sacó bruscamente de sus pensamientos y también la pequeña Julia se sobresaltó con el sonido estridente y escupió la leche. Con su hija en brazos, Jenny fue a la puerta y abrió. Fuera estaba Ulli, que la miraba con una sonrisa expectante. En las manos sostenía un ramo de flores y una cajita rosa envuelta con un lazo. Cuando vio el gesto de reprobación de Jenny, se le borró la sonrisa de los labios.

—Hola, preciosas. Llego en mal momento, ¿no?

Era un buen tipo. Lo quería muchísimo. ¡Qué decepcionado parecía ahora!

—¡Nos han fastidiado la comida! —dijo en tono de falso reproche.

—Ah, lo siento —respondió compungido—. Entonces será mejor que me vaya… —Le guiñó un ojo, socarrón. Conocía el juego. Sabía que lo invitaría a pasar enseguida.

Y efectivamente:

—No, tranquilo. Ya que estás aquí, puedes ir a buscarme una toalla. La pequeña Julia ha vomitado un poco.

Ulli entró, dejó la cajita y las flores, y salió pitando hacia la cómoda. Chico listo, ya se manejaba bastante bien en su pequeño piso. Angela lo había educado bien.

—Ha sido el récord del mundo en vómito —bromeó y frotó con la toalla el lugar húmedo sobre su hombro—. Hasta el suelo. Y a las zapatillas de la abuela también les ha llegado algo.

Jenny sonrió.

—Ten, cógela. Voy a poner las flores en agua.

Sacó del armario un florero de cristal de la abuela, lo llenó de agua y metió las flores. Rosas asalmonadas con gerberas y gisófilas blancas.

—Qué bonito —dijo y después cogió la cajita—. ¿Qué hay dentro? —preguntó curiosa y la agitó con cuidado. Era ligera. No golpeteaba. ¿Un animal de trapo?

—Ábrela —la animó sonriendo. Se había dado cuenta de que le encantaban las cajitas. En eso era como una niña pequeña.

Deshizo con cuidado el lazo, retiró el papel de regalo y gritó alborozada.

—¡Una foca! ¡Es una monada! ¡Y esos ojos grandes y brillantes!

Él se alegró. Jenny le había contado una vez que le habían hecho pocos regalos cuando era pequeña. A su madre esa costumbre burguesa de repartir cajitas para el cumpleaños y las Navidades le parecía bastante trivial. Le compraban juguetes cuando su madre tenía dinero. Uno de los compañeros de piso le llevó una vez un traje de vaquero porque quería hacerle la corte a Cornelia.

—Es una cría de foca —aclaró Ulli con una media sonrisa—. Un bebé foca. Todavía blanquito. Cuando crecen tienen la piel gris.

Jenny frotó las mejillas contra el suave tejido y le pareció una pena dárselo a un bebé vomitón.

—Me lo llevo a la cama. Para acurrucarme.

Ulli la contempló durante un momento con una mirada muy singular, después levantó a la pequeña Julia y dio vueltas con ella. Gorjeos. Chillidos. Risas. Ella quería repetir una y otra vez.

—¡Ten cuidado de que no vuelva a vomitar! —exclamó divertida Jenny.

—¿La metemos en el carrito? Hace un día estupendo. De hecho, había pensado que estaríais en la mansión…

—No… Solo la abuela y Kacpar. La pequeña Julia y yo hemos pasado una noche agotadora.

Jenny bajó a Julia por la escalera y Ulli cargó con el cochecito. Abajo, metieron al bebé en el carrito, pusieron las llaves de casa debajo de la manta, y el pañal de recambio y el pelele para los casos de emergencia en la bolsa. Jenny empujó el carrito que Mücke le había conseguido a través de una amiga. Ulli caminaba a su lado a grandes zancadas.

—¿Cogemos ese camino? —propuso él—. De niños siempre bajábamos por ahí corriendo para ir al lago.

—¿Os bañabais allí? —preguntó Jenny.

—Claro. Nos bañábamos, íbamos en barca y pescábamos. Lo pasábamos genial. Y ningún adulto a la redonda…

—Nosotros íbamos a menudo al lago Masch —le contó Jenny—. Está en el medio de Hanover. Cogíamos el tranvía. Sin pagar.

—¿Y no tenías problemas con tu madre?

Jenny se rio.

—Solo cuando yo era tan tonta para dejarme pillar…

Ulli sacudió la cabeza, pero se rio.

—¡Pensaba que había que educar a los hijos para que fueran honrados y decentes!

—En eso tienes razón —admitió Jenny—, pero sobre todo deberían tener los ojos abiertos y no dejarse tomar el pelo. Demasiada gente engaña, lo sé por experiencia. —Le vino a la mente la cara de Simon Strassner, pero en ese momento no quería pensar en él—. No se debería confiar demasiado en nadie —continuó y ahuyentó una mosca grande del carrito—. También os daréis cuenta en el astillero.

Por lo visto le había tocado la fibra.

—¿A qué te refieres?

—Bueno, en el fondo sois una empresa en apuros. Como todas las empresas del Este. Eso lo sabe hasta un niño. Quizá construyáis barcos muy buenos, pero nada rentables. Demasiado caros. Gastos de personal muy elevados. Y otros os quitan los contratos.

Resopló enfadado y le recomendó no hablar de cosas de las que no sabía nada.

—La calidad siempre ha sido lo más importante —afirmó—. Y por eso el astillero se salvará. ¡Estoy convencido de ello!

—Si tú lo dices…

Avanzaron en silencio. Jenny hizo como si estuviese ocupada con el carrito y Ulli había metido las manos en los bolsillos y oteaba el camino. En la bifurcación, preguntó si quería que empujara el carrito. Jenny aceptó la oferta de paz. Por lo menos no se las daba de ofendido. Un punto para él.

—Nos tenéis que agradecer que la mansión siga en pie —dijo—. En realidad, se debería haber demolido, pero entonces se unieron muchas personas en Dranitz e hicieron una solicitud. También mis abuelos y mis padres. Porque opinaban que la mansión pertenece a Dranitz. Como una especie de emblema. Una parte de la identidad. Así que la dejaron en pie. —Se detuvo y dejó vagar la mirada por el florido paisaje—. Esto es bonito, ¿no te parece?

Jenny asintió y le sonrió. Por un momento permanecieron así. En silencio. Después, Ulli levantó muy despacio la mano y le tocó el mentón. Le pasó un mechón rojo detrás de la oreja, que enseguida se volvió a desprender y ondeó al viento.

—Los Von Dranitz y los Schwadke —dijo él en voz baja y se acercó tanto a ella que su camisa le tocaba el brazo desnudo—. Siempre han estado relacionados. De algún modo van de la mano, ¿no?

Un segundo más y habría pasado. Cuánto le hubiese gustado a Jenny besarlo, sentir sus manos fuertes, su cuerpo de hombre, caliente y musculoso. Pero no podía ser. Primero tenía que desterrar a Simon de su vida para siempre.

—¡Déjalo, Ulli Schwadke! —refunfuñó y lo rechazó con brusquedad.

Ulli la miró perplejo durante un segundo. Luego recuperó la compostura.

—¡Eh! ¡No te hagas ilusiones, señorita baronesa!

—No te hagas el tonto… Primero empujar el carrito y después tirarse a la mamá. Es el truquito de los del Este, ¿eh?

—Claro —respondió irónico—. Primero tirarse a la mamá y luego dejar el carrito: ¿ese es el truquito de los del Oeste?

Jenny le lanzó una mirada furiosa, dio la vuelta al carrito y regresó al pueblo.

Ulli la siguió.

—Ah, por cierto —dijo adusto cuando llegaron a las primeras casas—. He consultado la guía telefónica de Stralsund y, como no encontré nada, también la de Rostock. Muchos del campo se fueron entonces a las ciudades. Imagínate: allí hay un Iversen. Walter Iversen, registrador de barcos en la autoridad portuaria. No obstante, la guía telefónica es de 1985.

Jenny se detuvo y abrió la boca para responder algo, pero se le adelantó.

—Solo quería que lo supieras. Hasta luego. —Se volvió a poner en marcha y dobló por un camino. Por lo visto quería correr un rato para soltar la ira acumulada.