webnovel

Jenny

Junio de 1991

¡Nunca más! Nunca más volvería a traer un niño al mundo. ¡Era una auténtica tortura! Ya no podía dormir por las noches. Mientras tanto, casi se había acostumbrado a la teoría de la abuela de deja-que-la-niña-grite-es-bueno-para-los-pulmones. Pero solo un poco. Aunque a menudo le entraban ganas de dar una patada a la cuna para que se balancease, girarse hacia el otro lado de la cama y ponerse la almohada sobre las orejas.

Una y otra vez aparecía ese maldito instinto maternal. ¿Y si está enferma? ¿Y si ha vuelto a escupir la leche y se ahoga?

—¿Por qué vuelve a berrear? —preguntó la abuela, que también se había levantado y arrastraba los pies por la habitación en bata y zapatillas.

Jenny no respondió, se hizo simplemente la muerta para que la abuela, ya que estaba en pie, se ocupase de la pequeña Julia. Durante unos pocos y maravillosos minutos tenía paz, todo se apaciguaba a su alrededor y caía en la tranquila inconsciencia del sueño profundo.

—¿Jenny? Jenny, lo siento, creo que tiene hambre. Tienes que darle el pecho.

Ay, dolía despertarse cuando una estaba tan agotada. El sueño se pegaba a ella con mil hilos y tenía que soltarse por la fuerza.

¡Maldita lactancia! Tenía que acabar de una vez. Ocho semanas eran más que suficiente y la leche en polvo era sana y sabía bien. ¡También tenía que descansar!

Los gritos de Julia fueron a más.

No servía de nada. Jenny se sentó en la cama y se echó a su hija al pecho. De repente, la enrojecida llorona volvió a ser esa cosita pequeña y fascinante que dependía de su mamá, por completo desvalida. ¡Pero qué bien olía! El cálido aroma a bebé recién lavado y a caramelo. La cara, que ahora brillaba de alegría, humedecida por las lágrimas. Era maravilloso tener un niño. Sin duda, lo mejor. A quien no lo experimentase, a quien no lo viviese, le faltaba algo muy importante. No sabía lo que era la vida.

—Maldita, adorable, vil y fascinante hija —murmuró con dulzura—. Julia, mi pequeña Julia, Jule…

¡Ojalá no fuese pelirroja como su madre! En todo caso, hasta ahora la fina pelusilla en su cabecita era oscura. Julia parecía haber heredado el pelo de su abuela. A propósito de la abuela de Julia: Jenny había recibido recientemente una llamada sorpresa de su madre.

—¿Jenny? ¿De verdad eres tú? ¡Por fin puedo hablar contigo! —sonó la voz de Cornelia por el auricular.

¿De dónde diablos había sacado su número de teléfono? No hacía mucho que la abuela y ella tenían teléfono en el antiguo piso de Elke y Jürgen.

—Ah… ¡Hola, mamá! ¡Menuda sorpresa!

Al otro lado de la línea algo cayó al suelo. Su madre se lamentó y llamó a un tal Herrmann. Le pidió que apartara de una vez sus libros. Después, siguió en tono de reproche:

—He recibido un parte de nacimiento. Me has convertido en abuela. Sin previo aviso. ¡Sin más! ¡He envejecido al momento!

—¿Un parte de nacimiento? —preguntó Jenny, sorprendida. Solo podía haber sido la abuela. Había enviado mensajitos a sus espaldas.

—Hay que tener el detalle de anunciar el nacimiento de una nieta sana… —le dijo. Ay, Dios, ¿a quién más había agraciado con semejante anuncio?—. ¡Es increíble las locuras que hacéis las dos juntas, tú y tu abuela! ¡Una se endeuda en la vejez para ver cumplido un sueño de infancia y la otra tiene una hija ilegítima!

—¡Y precisamente tú me lo echas en cara! —se defendió Jenny.

—Por mí puedes traer al mundo tantos niños bastardos como te apetezca, pero estaría bien que me lo dijeses. Al fin y al cabo, soy tu madre. Quizá me gustaría pasar por vuestra casa para conocer a mi nieta. ¿Es pelirroja como tú?

—¡No! —bufó Jenny desagradable, aunque no estaba claro si se refería al pelo rojo o a la visita de su madre a Dranitz. Su madre allí, en la mansión. Lo que faltaba. La abuela y el bebé ya eran lo bastante agotadores. Con Cornelia, que metía baza en todo, que quería controlarlo y elegirlo todo, sería un auténtico horror.

—Pensaba pasarme el próximo domingo —anunció su madre en ese instante.

—Ahora no es buen momento, mamá —se apresuró a objetar Jenny—. Espera por favor hasta el verano. Estamos en plenas obras y no tenemos tiempo para visitas.

—No soy una visita. ¡Soy tu madre! —gritó en el auricular.

—Por eso mismo. Hablamos en julio o agosto. Adiós, mamá, hasta entonces.

Lo bueno del teléfono era que una podía simplemente colgar. Cortarlo. Fin. No más discusiones. Era la única posibilidad de ponerse a salvo de su madre. Era una auténtica maestra de la persuasión. Al parecer lo había aprendido durante los años sesenta en las reuniones con sus camaradas de la APO, la oposición extraparlamentaria. Eran, en conjunto, una banda de charlatanes.

Por la tarde, cuando la abuela volvió de la obra, Jenny le habló del anuncio del nacimiento. A Franziska la había pillado una repentina lluvia de junio que la había calado hasta los huesos. También Falko estaba empapado y se sacudía en el pasillo. Ninguno estaba precisamente de buen humor.

—Por supuesto que envié el parte de nacimiento —declaró la abuela, como si fuese lo más normal del mundo—. También a mi hija Cornelia. Al fin y al cabo, tiene derecho a saber que ha sido abuela.

—Claro, dio saltos de alegría —respondió Jenny sarcástica—. ¿Y a quién más le mandaste el mensajito?

—A algunos viejos amigos y familiares. No los conoces…

Eso tampoco le hacía ninguna gracia. ¿Cómo es que informaba a gente que no conocía del nacimiento de su hija?

—Además, deberías pensar en si quieres darle la noticia al padre de Julia. Quizá se alegre.

—Seguro. ¡Se volverá loco de la emoción!

Franziska escudriñó a su nieta con la mirada. Jenny no le había contado que Julia era la hija de su antiguo jefe, se había guardado para sí la traición de Simon, pero la anciana había sacado sus propias conclusiones y Jenny no lo había desmentido cuando le contó su suposición sin rodeos.

—Algún día tendrás que decirle a tu hija quién es su padre —insistió testaruda.

—No urge, abuela. No espero una pensión alimentaria ni ninguna otra ayuda por su parte. Cuando Julia sea mayor, hablaré con ella del tema, prometido. Pero hasta entonces queda mucho tiempo… —Y dio el asunto por zanjado, sin importar lo mucho que la abuela quisiese seguir atosigando e insistiendo. Al fin y al cabo, no era la única madre del mundo que había indicado «padre desconocido» en el registro. Otras mujeres también se las apañaban.

En ese momento dio señales de vida la pequeña Julia, que por lo visto volvía a tener hambre. Jenny fue hacia ella de mala gana y la sacó de la cuna. Dar el pecho, cambiar los pañales, acunar… Todo el día igual. Poco a poco fue entendiendo a Franziska cuando hablaba tan bien de los viejos tiempos. La baronesa Margarethe von Dranitz no había dado el pecho a sus hijos. Para ello tenía a una nodriza. Y a una cocinera. Y una lavandera. Y una niñera, y Franziska también había tenido ayuda. De Margarethe, que entonces era mucho más joven que la abuela ahora y por eso podía echarle una mano. ¿Y ella qué tenía?

—Estás histérica por el bebé —dijo Mücke poco después—. ¡En serio, estás insoportable, Jenny!

Si al principio se había esforzado en evitar el tema «Kalle» en presencia de Mücke, ahora cada vez le costaba más. En repetidas ocasiones había discutido con su amiga por las «ideas imbéciles» de Kalle, y había que agradecer a Franziska que no hubiesen llegado hasta entonces a las manos en serio.

—¿Acaso no te das cuenta? —preguntó Franziska cuando Mücke se hubo ido.

—¿Darme cuenta de qué? ¿De que se está transformando en una cabra loca? Viene bien. Pronto podrá irse al establo de Kalle.

Franziska sacudió la cabeza con un suspiro y comentó que Jenny no solía ser tan tonta.

—Todos los sábados y domingos Ulli está por aquí. Va contigo a pasear con la niña, trae juguetes, incluso te ayuda a cambiar los pañales…

Era cierto. Y era muy agradable que Ulli fuera a verlas, porque era muy paciente y sufrido y se divertía muchísimo con la pequeña. Aun así, Jenny sabía que Mücke estaba colada por Ulli.

—¿Lo he invitado yo? —preguntó desafiante—. Viene él solito. Y además, Mücke casi siempre está presente.

—Precisamente —suspiró Franziska—. Así se entera de primera mano de cuánto te desea Ulli.

—¡Menuda tontería! —exclamó Jenny furiosa—. No quiero nada de él. No quiero nada de nadie. ¡Estoy hasta las narices de los hombres, te lo juro!

El sábado por la tarde Ulli volvía a estar a disposición. Recién duchado, con camisa planchada y unas deportivas flamantes, la miró expectante. Enamorado.

—Entonces me voy —dijo Mücke, que había doblado y guardado la ropa del bebé en los cajones de la cómoda—. Quiero ir hasta casa de Kalle, está poniendo piedras…

—¿Y eso? —preguntó Ulli, muy decepcionado—. He traído tarta para todos. De Mine. Os manda saludos.

Jenny se alegró de que Ulli retuviera tan decididamente a Mücke y ella se sumó. Primero podrían tomar café y luego irían con Mücke hasta la obra. Llevarían a la pequeña Julia en el fular portabebés. Se lo había regalado Mücke, y aunque Jenny tardó un tiempo en acostumbrarse al fular, ahora lo llevaba con mucho gusto. Sobre todo, porque su hija parecía relajada y feliz cuando estaba tan ceñida al cuerpo de su mamá.

Mücke cedió, pero permaneció más bien callada mientras tomaban café y se entretuvo sobre todo con la pequeña Julia. Ulli contó que su divorcio tardaría más de lo esperado por la nueva situación jurídica, ya que los juzgados y los abogados estaban sobrecargados.

—¿Y qué tal por el astillero? —quiso saber Franziska.

Se encogió de hombros.

—Tenemos encargos para tres transatlánticos. Para Noruega. Eso sí…

—¡Ah, bueno! —También Jenny se mostraba optimista—. Los noruegos seguro que no están en quiebra y pueden pagar lo que piden.

—Eso creemos también —reconoció Ulli y sonrió contento—. Siempre se necesitan barcos.

Después de tomar el café, Mücke ayudó a preparar a la pequeña Julia para la excursión y a envolverla en el fular portabebés y Ulli le puso la correa a Falko, cuya herida en el hocico estaba por suerte totalmente cicatrizada. Franziska les deseó que se divirtiesen mucho y anunció que quería retirarse a dormir una larga siesta.

—Pobre abuela —dijo Jenny mientras iban por las calles del pueblo en dirección a la mansión—. Todas las noches está despierta durante horas. Antes por las reformas, que cuestan un montón de dinero, y luego por esta pequeña llorona… —Le acarició la cabeza a su hija con cariño.

—Pero poco a poco tendría que aguantar toda la noche —opinó Mücke—. Algunos ya lo consiguen a las seis semanas.

—Las mujeres Von Dranitz son especialmente despiertas —bromeó Ulli.

—¿A qué te refieres? —preguntó Mücke.

Ulli miró inseguro a Jenny, pero estaba absorta contemplando las espigas de centeno y no parecía haber captado su comentario.

—Era broma —replicó él, evasivo.

Al contrario que en la mansión, que parecía casi una ruina, se podían distinguir notables avances en la antigua casa del inspector. El perímetro del terreno estaba liberado de escombros y vegetación, los ladrillos todavía aprovechables habían sido apilados ordenadamente, y al lado Kalle y sus colegas habían construido un almacén con tejado de chapa ondulada, piedras, arena, sacos de cemento y la hormigonera, el objeto de la disputa. Los primeros muros ya estaban levantados y encima tenían que colocar un techo de hormigón. Kalle proyectó los espacios de trabajo en el primer piso; en la planta baja quería poner una tienda, donde vendería queso, yogur, mantequilla y leche de cabra.

Mücke y Ulli fueron hacia los hombres para charlar un poco mientras Jenny silbaba al perro y seguía despacio el estrecho camino, que llevaba al antiguo cementerio familiar. No tenía ganas de hablar con Kalle, que no le había dado las gracias a la abuela por su misión nocturna para salvar su hormigonera. Un tío grosero, y además rencoroso, ya que todavía parecía ofendido porque Kacpar había criticado las paredes que él había empapelado.

La pequeña Julia estaba dormida, la gorrita un poco grande sobre los ojos. Un olor a moho y tierra caliente le subió a la nariz. Entre los pinos había aquí y allá lugares donde crecían árboles de hoja caduca, sobre todo hayas, que ahora, a principios de junio, abrían por completo su follaje. Unas resplandecientes manchas solares brillaban a través de las ramas, y más arriba, en el bosque, los rayos del sol caían como embudos dorados entre los troncos sobre el musgoso suelo del bosque.

—¡Jenny! Pero espera… —oyó exclamar de repente a alguien detrás de ella. Se volvió.

Ulli la seguía a paso ligero. Se había remangado la camisa, de manera que se le veían los fornidos brazos.

—¿Haces culturismo? —quiso saber, sonriendo.

—¿Yo? ¿Por qué? Ah… No… —murmuró avergonzado—. Es de familia. Mi abuelo levantaba un carro de labranza y lo sujetaba hasta que la rueda estaba cambiada, o al menos eso me ha contado Mine.

Jenny notó que el tema lo incomodaba. En realidad, era curioso. Otros se mataban todos los días durante horas en el gimnasio para estar así y a él le daba vergüenza.

—¿Y tu padre era así también? —quiso saber.

Asintió. Miró al pinar y parpadeó porque los rayos del sol le cegaban los ojos.

—¿Todavía te acuerdas de él?

—Claro. Tenía diez años cuando pasó. Trabajaba de soldador en el astillero. Los fines de semana jugaba conmigo y mis amigos al fútbol. Y en el colegio yo tenía que ser bueno, le importaba mucho la educación. Quería que fuese ingeniero. Como mi madre.

—¿Tu madre era ingeniera?

Qué locura. Su madre era ingeniera naval y trabajó siempre. Recorría con botas de seguridad y casco las estructuras de los barcos, mientras el pequeño Ulli se tomaba la papilla en la guardería. Así era en la RDA. Jenny pensó si estaría dispuesta a dejar a la pequeña Julia todas las mañanas en una guardería para ir corriendo después a la oficina. Bueno, no estaría mal dejar alguna vez a la dulce y pequeña baliza acústica en otras manos durante un ratito…

—¿Has estado alguna vez allí? —preguntó Ulli, señalando el final del sendero. A través de la clara maleza se distinguían unos paredones.

—Sí. Con la abuela. Es el antiguo cementerio familiar. Pero unos imbéciles han destruido la capilla y derribado las lápidas.

—Sí, por desgracia —asintió él—. Mine dice que sucedió en los años cincuenta. Entonces había aún por esta zona un montón de chiflados. No les había bastado con la guerra, tenían que seguir destrozando y rompiendo.

Jenny levantó con cuidado la gorra de Julia un poco más. Dormida, tenía unos mofletitos gordos y rosados, parecían hinchados.

Cuando llegaron al cementerio, Ulli le tendió la mano para que pudiese subir sobre los restos del muro derruido. Permitió por una vez que la ayudase, pero solo porque con Julia atada al pecho no podía caerse bajo ningún concepto. Era agradable sentir su mano, fuerte y grande. Pero ¿por qué Angela huyó de él? Bueno, probablemente tuviese sus defectos. Como todos los hombres. Ahora no los mostraba, pero segurísimo que estaban ahí. Quizá bebía. O era irascible y podía ponerse violento…

—Es increíble lo rápido que el bosque devora todo esto —comentó él entonces, mirando a su alrededor.

En efecto. El calvero con los restos de la antigua capilla estaba cubierto de vegetación, la naturaleza había recuperado los lugares creados por la mano del ser humano a una velocidad asombrosa. De la propia capilla no quedaba mucho más que los sólidos cimientos de bloques erráticos, que habían sido cortados y unidos. Pesaban demasiado para los destructores. Falko parecía conocer bien el lugar, ya que levantó varias veces la pata en distintos sitios. Era evidente que el cementerio era su territorio.

—Los trozos más voluminosos no pudieron llevárselos —certificó Ulli—. Pero los ladrillos y las tejas se pueden ver en el pueblo, en algún que otro cobertizo. ¡Mira! —exclamó—. ¡Esa la puedo levantar!

Típico de los hombres. Ese era su defecto: era un fanfarrón enmascarado. Agarró una de las lápidas caídas, cubiertas de musgo gris, y la levantó poco a poco. Los músculos de los brazos se le marcaban: no había duda, habría ganado cualquier concurso de culturismo.

—Qué pena —dijo Jenny y se agachó, con Julia bien sujeta en brazos—. Allí quitaron un trozo bastante grande a la fuerza. —Apartó al perro, que ya volvía a levantar la pata—. Largo, Falko. Aquí no se juega.

La lápida estaba muy deteriorada en la parte delantera, pero por lo menos se podían distinguir algunas letras y números. Jenny rompió unas ramas de un arbusto silvestre y limpió las letras con ellas.

IVERSEN

tiembre de 1946

—Ahí ponía septiembre —confirmó Jenny—. La persona murió en septiembre del año 1946. O sea, poco después de la guerra…

—¿Había alguien en tu familia que se apellidase Iversen?

Jenny no tenía ni idea. Le preguntaría a la abuela, tenía en la cabeza el árbol genealógico de los Von Dranitz, con sus complicadas ramificaciones.

—Quizá tampoco se llame Iversen, porque antes había otras letras. Tiversen, Griversen, qué sé yo…

—Suena raro —opinó Ulli—. Mejor Iversen. Podría venir de Noruega…

—Seguro que no hay ningún noruego en nuestro árbol genealógico.

—¿Quién sabe? —Rio—. ¿Puedo levantar también esa de allí enfrente?

—No, déjala estar…

La pequeña Julia volvió a dar señales de vida y quiso que la amamantasen otra vez.

Jenny se sentó sobre una de las lápidas caídas y colocó a su hija. Para no molestar a madre e hija, Ulli fue mientras tanto a cazar liebres con Falko. Una y otra vez Jenny dirigía la mirada a la tumba descubierta. Iversen… tiembre 1946. Después tenía que preguntarle sin falta a la abuela.