Febrero de 1991
Jenny dejaba atrás una dura lucha. Fuera bromas: la abuela era más testaruda que todo un regimiento de tanques. ¡Jamás abandonaría Dranitz! Jamás daría permiso para derribar la casa hasta los cimientos. No había ido hasta allí para eso. Quería conservar, volver a construir, reformar, restaurar, ¡pero no demoler!
—¡Por encima de mi cadáver! —había gritado.
Sin embargo, Jenny también era una Von Dranitz. Y a la hora de la verdad, también podía empecinarse.
—Podría haber sido sencillo, abuela. ¡Si no te hubiésemos llevado a la clínica a tiempo!
—Bueno —admitió—, me puse enferma, pero eso no te da derecho a darme órdenes, ni mucho menos. Esta es mi casa, mi propiedad…
—¿Y quién se queda con la choza si la cosa no es tan leve la próxima vez, abuela?
Jenny tuvo mala conciencia al ver la mirada de horror de Franziska clavada en ella. Pero al final estas cosas se tienen que hablar.
—Quiero decirte quién se la queda —siguió Jenny—. Mi madre será tu heredera. ¿Y qué hará con la finca Dranitz? ¿Y bien? Creo que ambas lo sabemos perfectamente.
Cornelia vendería la propiedad lo antes posible, eso estaba claro. Odiaba todo lo que recordara al noble pasado terrateniente de su madre. Incluso se podía esperar de ella que regalase la mansión a la cooperativa. Porque ella era en primer lugar una comunista empedernida y, en segundo lugar, no conocía al buitre de Pospuscheit.
—Si lo que quieres es que Dranitz se quede en la familia —continuó la joven—, ¡deberías aceptar mis propuestas, abuela!
La cabezota baronesa tuvo que ceder. Primero parecía que le resultase sumamente difícil, pero luego sonrió de pronto y empezó incluso a reír.
—¡Eres un hueso duro de roer, niña! —dijo—. Puñeteramente duro. Pero es lo que se necesita en Dranitz. Eres la persona adecuada, lo sé. Y me alegra. Más de lo que imaginas. Aun así, no permitiré que mi nieta me atropelle por mucho tiempo. Sigo teniendo la sartén por el mango, mi diablo pelirrojo…
Jenny estaba dispuesta a aceptar todas las ofertas de paz. Por supuesto que la abuela llevaba la voz cantante. Y no había que olvidar que era su mansión, su dinero y además lo había organizado todo. Aun así, Jenny tenía la sensación de estar demasiado metida en este asunto para dejarlo ahora. La finca Dranitz sí era algo por lo que merecía la pena vivir. Un objetivo. Un sentido. Un futuro para ella y su bebé.
—La armadura del tejado: vale —cedió Franziska—. Lo comprendo. Esos timadores me han engañado, han puesto las nuevas tejas sobre la madera carcomida… —Por desgracia ya no se podía hacer nada, ya que para entonces la empresa había quebrado. Justo después de que ella transfiriera el dinero—. Pero la primera planta se queda como está.
Sin la ayuda de Kacpar, Jenny no lo hubiese conseguido. Tenía talento para describir los hechos de forma clara y comprensible, pero sobre todo permanecía siempre tranquilo, con una sonrisa en los labios. Incluso cuando mediaba entre las posiciones encontradas y corría el riesgo de que ambas partes se encendiesen. Casi se podía decir que Kacpar Woronski se divertía domando dos leonas a la vez.
—Piense lo que hubiese hecho su padre, señora Kettler —dijo él con seriedad—. Creo que su padre era un hombre que miraba hacia el futuro. Para él era muy importante la subsistencia de la vivienda familiar. Para garantizarlo, debería reformar totalmente el tejado. Necesita calefacción, los cuartos del sótano tienen que sanearse y, además, debería realizar varias reformas en el interior del edificio. Para ello tenemos que elaborar un plan financiero.
Solicitar subvenciones, conseguir créditos bancarios… Franziska lo rehusó.
—No lo necesitamos. Venderé mi casa en Königstein. Además, tengo ahorros…
—También los necesitará, señora Kettler. Hasta que reciba el primer ingreso pueden pasar unos años. —Propuso que inscribiese a Jenny como copropietaria en el registro de la propiedad. Así sería más fácil obtener un crédito bancario.
—¿Estás loco? ¿Me tengo que echar semejante cantidad de deudas al hombro? —lo abroncó Jenny—. Una vez estuve de prácticas en un banco. Vale, solo las empecé, pero una cosa es segura: quien pide dinero a un banco debe tener claro que devolverá el cuádruple. Porque la banca, queridos míos, siempre gana.
A mediados de febrero pasaron por fin a los hechos. Franziska se decidió a ir a Königstein, donde tres solícitos agentes inmobiliarios muy dinámicos ya rondaban por su casa. Puesto que la mansión no se podía habitar por las recientes reformas, Jenny quería que ambas se instalasen en el apartamento recién desocupado de Elke y Jürgen. A finales de enero la pareja celebró una animada despedida antes de mudarse ligeros de equipaje. Dejaron todos los muebles, salvo unos pocos, porque olían a la RDA, y de todas formas querían empezar de cero.
—No me dejes volver a poner las cosas antiguas en el sótano —le advirtió Franziska a su nieta—. Ese holandés es capaz de venderlas.
—¡En cualquier caso, tiene que sacar todos sus trastos! —replicó Jenny sin compasión—. Ya has alquilado una nave a la cooperativa. Antes estaban ahí las ponedoras. Mine dice que quien entra cae muerto, porque apesta a caca de gallina.
Franziska lanzó una carcajada.
También encontraron un alojamiento en el pueblo para Kacpar: ocupó la antigua habitación de Jenny en casa de los padres de Mücke. Es cierto que al principio vacilaron cuando les dijeron que un polaco quería vivir con ellos, pero después Woronski se presentó y conquistó sus corazones.
—Un arquitecto —comentó la madre de Mücke, y su hija asintió—. Y tan modesto…
—Un tío simpático, es cierto —convino Mücke, encogiéndose de hombros.
—Y por si fuera poco, sigue estando de buen ver, Mücke.
—Mmm.
La señora Rokowski le recordó a su hija que ella también tenía ascendencia polaca por parte de padre, pero que los Rokowski ya habían emigrado el siglo pasado a Mecklemburgo-Pomerania Occidental.
—Creo que le daremos otro edredón, mamá —propuso Mücke—. Hace un frío del demonio en esa habitación y la estufa no es muy buena.
A Jenny le contó esta conversación media hora más tarde con pelos y señales. Las dos amigas apenas podían parar de reír.
—¡A tu madre no le importaría tenerlo de yerno! En serio, ¡esto puede llegar lejos! —bromeó Jenny.
—¡Seguro! Mamá ya me está emparejando con él…
—¡Enhorabuena! Te quedas con un esposo dulce y trabajador de ojos sinceros y azules.
—No, gracias. —Mücke hizo un gesto con la mano—. No me van los cándidos.
Barrieron y fregaron el nuevo domicilio de Jenny y Franziska. Elke y Jürgen apenas habían limpiado durante la última semana y habían recogido la cocina solo lo justo tras la gran fiesta de despedida.
—¿Y cuáles te van, entonces? —preguntó Jenny sonriendo mientras metía cuatro botellas de cerveza vacías en la caja.
—Altos, cachas, con algo en el coco: pues un buen tío…
—¿Barba?
—¡No! Rasca.
—Entonces Kalle encaja, ¿o no?
—¡Kalle! —Mücke sacudió la cabeza—. Solo es un buen amigo.
Mmm. A Kalle seguro que no le gustaría oír eso, pensó Jenny, que limpiaba con abnegación la cocina eléctrica con líquido abrasivo. Tuvo que parar al notar las patadas del bebé en el vientre.
—Será una niña —sonrió Mücke—. Ya quiere ayudarte a limpiar.
—Me gustaría que fuese niña —dijo Jenny pensativa.
En realidad, no se imaginaba trayendo a un niño al mundo. Y menos uno que se pareciese a Simon.
—¿Te has enterado de que Ulli se ha ido a Schladming? —preguntó Mücke, que se puso en ese momento con las ventanas del salón—. Porque Angela no ha vuelto a casa ni siquiera en Navidades.
A Jenny los problemas conyugales de Ulli le daban bastante igual. Al menos parecía un tío honrado y era muy amable con sus abuelos. Pero por lo demás, era un paleto. Un verdadero paleto de la RDA. Desagradable a más no poder. Quizá por eso Angela lo había abandonado.
—Pues yo creo que tiene a otro. De veras que lo siento por Ulli. —Mücke llenó un cubo de agua para limpiar la ventana.
—Bueno, quizá se reconcilien. —La cocina ya estaba lista.
La amiga de Jenny ni se planteaba esa posibilidad. Le recordó que antes ya discutían mucho, y solo cuando Angela se quedó embarazada, Ulli la trató con guante blanco. La llevaba en palmitas.
—Pero Angela sigue siendo la misma bruja que antes —contó—. Seguro que es duro para él, pero en el fondo, Ulli debería alegrarse de habérsela quitado de encima.
Jenny no dijo nada. Hacía tiempo que había notado que Mücke estaba enamorada de Ulli Schwadke. Y su abuela promovía el asunto: según ella, Mücke era justo la mujer adecuada para su nieto.
—¿Hace mucho que conoces a Ulli? —le preguntó a Mücke.
—¡Claro! —Apretó los ojos y ladeó la cabeza para comprobar si el cristal estaba por fin limpio—. Lo conozco desde que nací. Era muy pequeño cuando sus padres sufrieron un accidente. Se estrellaron con el Trabant contra un árbol. Por eso creció en casa de Mine y Karl-Erich. Pero entonces, ya sabes, para él yo solo era un pequeño y rechoncho panecillo…
Jenny se echó a reír y se puso enseguida la mano sobre el vientre. Ahí alguien quería reírse también. E incluso patalear.
—¿Te has dado cuenta de que le molas a Ulli? —preguntó Mücke, mirándola de reojo—. Siempre pregunta por ti cuando está aquí.
—Ay, Dios mío —se lamentó Jenny y se dejó caer sobre la silla de la cocina.
—Te has puesto muy pálida —constató Mücke—. La limpieza no te sienta demasiado bien. ¿Sabes qué? Coge a Falko y ve a dar una vuelta por la nieve. Yo sigo con las ventanas; de todos modos, por aquí ya está todo listo.
—Pero no te puedo dejar trabajando aquí sola —se resistió Jenny.
—Claro que puedes. ¡Ve a que te dé el aire!
Fuera brillaba un intenso sol de invierno, que cegaba y hacía resplandecer la apelmazada nieve. El cielo estaba azul claro y apenas había nubes: el tiempo perfecto para una postal de invierno.
Con Falko de la correa, Jenny recorrió las calles del pueblo. El perro estaba bastante apático desde que Franziska se había ido: es posible que echase de menos a su dueña. Pobre. Probablemente pensaba que había desaparecido para siempre. Franziska había pensado incluso en llevarlo con ella a Königstein, pero al final no lo había hecho. Necesitaba sitio en el coche para transportar a la vuelta todo tipo de recuerdos queridos a Dranitz. Sobre todo, la vieja foto de la mansión que estaba colgada sobre el piano. Jenny se lo había pedido expresamente.
Un flamante Volvo pasó de largo junto a ellos y serpenteó en la curva a toda velocidad porque el conductor no levantó el pie del acelerador. Jenny reconoció a Pospuscheit al volante, junto a él, su mujer, Karin, y en el asiento trasero, Gerda Pechstein, la madre de Kalle. Probablemente iban a Waren para comprar. Desde que ya no había Konsum en Dranitz, los habitantes del pueblo tenían que compartir coche para ir a hacer sus compras. Mine había oído que Pospuscheit contaba por todas partes que eso había que agradecérselo a la baronesa. Si se le hubiese hecho caso a él, ahora habría un bellísimo supermercado con todo tipo de ofertas especiales en el terreno de la mansión. Y también habría creado puestos de trabajo.
«Canalla», pensó Jenny mientras esperaba a que Falko olisqueara una esquina de la casa y dejase su marca olfativa. Qué pena que no se estampara con su nuevo y ostentoso coche contra la horrible «casa de cultura». Se apretó la bufanda al cuello y se esforzó por abotonarse el abrigo. Lo consiguió, pero le pareció que iba como una salchicha embutida. En ese momento tenía la sensación de engordar por lo menos medio kilo al día. Aún faltaban unas ocho semanas, si no se habían equivocado en los cálculos. Uf, en realidad ya le bastaba.
A la salida del pueblo surgió ante ella la vista sobre la mansión y el bosque de atrás. Se veía bonita, tan invernalmente cubierta de nieve bajo el claro y frío cielo. En realidad, no importaba que faltase el porche, solo había que reconstruir las dos casitas de caballería a derecha e izquierda que se veían en la foto antigua. Una para Franziska y la otra para…
Junto a ella, un coche frenó con tanta brusquedad que la nieve húmeda saltó por los aires y el vehículo dio unos cuantos bandazos por la calle. Esta vez era un Trabant. Estos orientales conducían como locos.
—¿Kalle? —exclamó cuando reconoció al hombre tras el volante—. Tío, pero ¿qué haces? ¡Con este tiempo nadie pega esos frenazos!
Kalle bajó la ventanilla y echó pestes a grito pelado de los malditos capitalistas de mierda, que primero explotaban al trabajador diligente y luego lo mandaban al infierno.
—Los empapelados que hemos encolado —la reprendió—. Aguantan, te lo digo yo. No se mueven, aunque toda la choza se derrumbe. ¡Lo que yo encolo aguanta!
Falko se irguió y empezó a gruñir. Pese a que su dueña no estaba presente, la chica al otro lado de la correa estaba bajo su protección.
—Pero ¿qué pasa? ¿He dicho algo del empapelado? —preguntó Jenny, a la que no le gustaba que la regañasen sin motivo.
—Tú no, sino el exquisito señor que al parecer corta ahora el bacalao en vuestra casa. Ese hijo de su madre…
Vaya, pensó Jenny. La madre de Mücke había dado rienda suelta a su entusiasmo con el nuevo inquilino, y precisamente delante de Kalle.
—Que lo sepáis —siguió echando pestes el joven—. La casa del inspector me pertenece. Y el huerto con el prado también. Allí no se os ha perdido nada. ¿Entendido?
—Muy bien, Kalle —lo apaciguó Jenny.
—O sea, que me pongo por mi cuenta —siguió y escupió por la ventana abierta en la nieve.
Jenny tranquilizó a Falko, que seguía gruñendo, y sonrió sosegada a Kalle. Qué bonito, quería montar algo. Sí que era loable. Aunque, en realidad, no lo creía demasiado capaz. Kalle era de los que tenían el cerebro en los bíceps y no en la cabeza.
—¿Quieres abrir un taller de artesanía? —preguntó con interés.
La sonrisa de Kalle le pareció un tanto maliciosa. Quizá fuera por su barba cerrada. Se la podría haber recortado para no parecer un gnomo de bosque.
—No. Cabras.
Jenny se inclinó un poco hacia delante para poder oírlo mejor.
—¿Has dicho «cabras»?
—¡Exacto! —asintió Kalle.
Jenny lo miró fijamente, confusa.
—¿Cómo que cabras? ¿Quieres abrir una granja escuela?
—No es mala idea —sonrió Kalle—. Pero, sobre todo, se trata de la leche. Leche de cabra. Queso de cabra. Yogur de cabra. Requesón de cabra…
—¿Requesón de cabra? —balbució Jenny—. ¿Quieres… quieres tener cabras? ¿En la casa del inspector?
—¡Exacto! Se convertirá en un establo para cabras con lechería y quesería. La cooperativa me arrendará los pastos y quizá también un granero para el heno.
Jenny hizo un gesto con el índice en la sien.
—Se te va totalmente la olla, Kalle. ¿De dónde vas a sacar el dinero? Y, sobre todo: ¡de eso hay que saber!
—Yo me encargo. ¡Chao! —Kalle aceleró. Las ruedas derraparon sobre la carretera nevada, después volvieron a agarrar y el Trabant se puso en marcha en dirección al pueblo.
Desconcertada, Jenny lo siguió con la mirada. Una cría de cabras. Cabras que balan, con cuernos curvos y barbas puntiagudas. Y, por supuesto, machos cabríos. Son los que más apestan. Y todo eso enfrente de su hotel de lujo. Césped al borde del lago con peste a macho cabrío y balidos de cabra. A la abuela le daría un ataque al corazón cuando se enterase.
Curioso, Falko siguió a Jenny hasta la mansión y buscó con la mirada la sección de salchichas del Konsum, que muy a su pesar ya no existía. En su lugar solo había mesas y estanterías, cajas de madera vacías, botellas de bebidas, cartones y un montón de residuos plásticos. Antes no los había en la RDA, todos los envases eran de cartón o papel.
Sobre una de las mesas, Kacpar había extendido su plano y sujetado los extremos con dos ladrillos. Estaba haciendo anotaciones con un lápiz cuando vio a Jenny y le hizo señas.
—¡Mira esto! —exclamó—. Pondremos grandes vidrieras por todas partes, así la vista del jardín será maravillosa. Y fuera construiremos varias terrazas, separadas unas de otras por bancales o bloques erráticos. Es más íntimo que un área exterior.
Jenny se acercó despacio a él y se inclinó sobre el plano.
—Dime, ¿a ti también te ha hablado Kalle de su cría de cabras? —preguntó y señaló el lugar del terreno en que se encontraba la casa del inspector.
Kacpar la miró inquisitivo, después se rio e hizo un gesto de desprecio con la mano.
—Está enfadado porque he criticado su empapelado. Y por la constructora de Hamburgo. —Había establecido contacto con una empresa especializada en la reforma de casas antiguas y estaban negociando—. Creo que lo más sensato es que contratemos a profesionales. Por supuesto, supervisaré las obras, es muy importante para mí.
Sus ojos azules parecían sumamente insistentes. Poco a poco Jenny fue entendiendo que el dulce y tímido Kacpar podía ser endiabladamente resuelto.
—Pero deberíamos contratar a toda costa a trabajadores de la zona —objetó ella—. Sobre todo, de Dranitz…
—Para echar una mano está bien, pero necesitamos un equipo experimentado. Es una gran ventaja. Mira, el plano para el restaurante. —Señaló el dibujo que estaba delante de ella—. Ahí va el bufé, construido en círculo, en medio puede trabajar un cocinero.
—Claro —replicó Jenny con cinismo—. Y para desayunar, tortitas con requesón de cabra…