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Jenny

Octubre de 1990

¡Pim, pam, pum! Se acabó el pasado. Nada de reliquias. Todo fuera. ¡Fuera los trastos! ¡Espacio para algo nuevo!

Lo que sea que venga.

Había pegado varias hojas a los postes de las farolas de la zona para invitar a un mercadillo en su casa esa misma mañana. El éxito fue abrumador: en unas horas el piso estaba vacío.

No tenía que pensar en otro inquilino, su antigua compañera de trabajo, Angelika, se había ofrecido por sorpresa a alquilar el piso. Quería mudarse al día siguiente, pero eso a Jenny no le importaba, porque a cambio podía alojarse temporalmente en el piso de Angelika, cuyo contrato de alquiler vencía a finales de mes.

Con el monedero abarrotado en la mano tras el éxito del mercadillo, Jenny miró pensativa los espacios vacíos. Ahora tenía otras preocupaciones. Ya sabía a qué se debían las náuseas matutinas y por qué no paraba de vomitar. ¡Pero si tomaba la píldora! Bueno, por lo visto esas nuevas microcosas que estaban en el mercado desde hacía uno o dos años no eran tan de fiar. ¿Qué iba a hacer? ¿De verdad debía seguir el consejo del ginecólogo, que el día anterior había confirmado sus sospechas, y buscar un hospital lo antes posible?

Sí, no había más tela que cortar: Jenny Kettler estaba embarazada. De su exjefe, Simon Strassner. «Bueno, te ha salido realmente genial», pensó, y de pronto se sintió bastante sola.

El contestador parpadeó. Jenny oyó el mensaje y comprobó que era de Kacpar. Había intentado ponerse en contacto con ella en varias ocasiones y había grabado dos veces un mensaje breve. Decía que lo llamara, por favor, que estaba preocupado por su repentina desaparición. Además de Kacpar, le habían dejado un mensaje Angelika, la abuela, su madre, Mücke y Simon. Sí, Simon había reunido el valor para llamarla y dejarle unas frases en el contestador, palabras vacías que solo reforzaban su decisión de no volver a verlo.

«… que nuestra relación tuviera que acabar así», se quejaba en tono lastimero. «… tu arrebato de histeria… completamente injustificado y por sorpresa… me hirió en lo más profundo… decantó mi decisión, que al principio había recaído en ti, en otra dirección… Te deseo para tu futuro… No te guardo rencor por nada… Si nuestros caminos se vuelven a cruzar…»

—Espero que no —susurró, y apretó el botón de parar—. Siempre he salido adelante sola, a fin de cuentas mamá ya tenía suficiente consigo misma y sus compañeros de piso, y ahora voy a tener un bebé. ¿O debería abortar?

Iba a sacar el cable del enchufe cuando sonó el teléfono. Fue un tono agudo que resonó en las paredes vacías. Jenny estiró el brazo hacia el auricular en un gesto automático y contestó.

—¿Diga?

—¿Jenny? ¡Tía, por fin te encuentro! Tengo un montonazo de novedades…

¡Mücke! Debería haberle devuelto la llamada hacía tiempo, pero no estaba de humor para hacerlo. Ahora se alegraba de oír la voz alegre y exaltada de su nueva amiga.

—¡Hola! Siento no haber dado señales de vida. Tenía mucho que hacer, he vendido todos mis muebles y también ropa y otros trastos…

—¿Todo fuera? Entonces ahora eres rica, ¿no?

Típico de Mücke. Siempre veía solo el lado positivo de la vida. Mücke sería un buen motivo para volver a Dranitz. Y la abuela, claro. Pero Mücke aún más. Lástima que en la tierra de los del Este no hubiera trabajo para ella.

—Ser rica es otra cosa… —dijo entre risas—. Pero ahora mismo prefiero tener la pasta en el monedero que todos los cachivaches que había por el piso.

—Por Simon, ¿verdad?

Chica lista. Mücke había dado en el clavo sin dudar. Jenny no había querido conservar nada que le recordara a Simon. Tampoco sus estúpidos ositos de peluche. Por mucho que lo echara de menos…

—Ahora cuéntame —le exigió a Mücke—. ¡No puedes tenerme más en vilo!

—Primero mejor siéntate o te caerás.

—Me gustaría, pero no tengo sillas. Espera, que voy al dormitorio y me siento en la cama; se la llevan mañana a primera hora.

—Pues agárrate, Jenny: tu abuela ha comprado la mansión y el bosque, junto con el lago, y todo por unos míseros setenta mil marcos.

Por la casa destartalada era mucho dinero. El bosque, el antiguo parque y el lago, eso era harina de otro costal. Ahí sí que podría haber hecho la abuela un buen negocio.

—No está mal —contestó Jenny, a la expectativa—. ¿Y lo consiguió así, sin más?

—¡Qué va! —exclamó Mücke—. En la sesión del consejo municipal volaron cuchillos. Pospuscheit y unos cuantos más preferían vender al supermercado, pero Anne, que es la secretaria de la oficina municipal, se enteró de que le habían prometido a Pospi una mordida. Y mi padre lo expuso en la sesión. Imagínate la que se armó…

Jenny se rio entusiasmada. Se lo merecía, ese asqueroso del alcalde. Le había prohibido a su mujer venderles alimentos a ella y a su abuela en el Konsum. Fue fantástico verlo caer hacia atrás en las cajas de sardinas en aceite y topar con la estantería de los botecitos de especias. Se armó una buena. Seguro que luego Karin se llevó lo suyo por no haber ordenado las cajas.

—Parece que se llenaba los bolsillos a la chita callando —comentó.

—¡Bah! —le contestó Mücke—. Los demás no son mejores. Solo se enfadaron porque no compartió con ellos el dinero del soborno. Por eso votaron a favor de tu abuela. Por pura rabia…

—Cuando dos se pelean, un tercero sale ganando —citó Jenny un viejo dicho—. Seguro que la abuela está contenta.

—Claro. Ahora se muda al piso del doctor Meinhard, y Kalle se queda con la cabaña.

—¿Kalle? ¿La va a instalar en su jardín?

Mücke se alegraba en secreto, porque ahora podía atacar con la segunda sorpresa.

—Ah, ¿no te lo he contado? La madre de Kalle, Gerda Pechstein, ha comprado la casa del inspector. Bueno, las ruinas y el parque que la rodea. Fue la venganza de Pospi. Aportó un plano del terreno bastante dudoso y probó que la casa del inspector y el parque no pertenecían al jardín de la mansión. Por eso la comunidad podía venderlo por separado. Gerda fue la más rápida en poner el dinero necesario en el banco.

—Ay… ¿Y para qué quiere la casa del inspector?

—Creo que la quiere para Kalle.

Las dos se echaron a reír. Kalle era un buen chico, iba detrás de Mücke, pero ella no le hacía mucho caso. Había otro en juego, pero Mücke no le había dicho quién. Aunque Jenny tenía sus sospechas. Si era cierto, tendría que hablar seriamente con Mücke. No servía de nada enamorarse de un hombre casado, lo sabía por experiencia propia.

—¿Y tú qué tal? —preguntó Mücke—. ¿Has hecho algo?

Mücke era la única persona, aparte del ginecólogo, que sabía lo de su embarazo. Sus pensamientos se desviaron hacia los numerosos folletos informativos sobre las opciones de interrumpir el embarazo que aún llevaba en el bolso grande. El médico le había dejado claro que un aborto era un paso serio que había que sopesar con cuidado.

Jenny se aclaró la garganta.

—Sí, pero no es tan fácil. Aquí se llama «indicación». Debo tener una enfermedad incurable o algún otro problema físico o mental importante. Una violación también es un motivo para abortar. Otra posibilidad es demostrar que no puedo tener el niño por motivos sociales. Es lo que más se adapta a mí: ni marido, ni trabajo ni piso. Con eso debería bastar.

—Vaya… —Mücke sonaba sorprendida—. ¡Es complicado! Aquí puedes interrumpir el embarazo hasta el tercer mes incluido. Da igual el motivo. Solo hay problemas cuando se ha superado el plazo. Opinamos que la mujer debe decidir si quiere tener un niño o no.

Jenny lo había oído. Era evidente que no todo en la RDA era peor que en el Oeste. En todo caso, las leyes sobre el aborto eran más avanzadas, aunque seguramente se habían perdido en el acuerdo de unificación que firmaron los políticos en octubre.

—Sí —murmuró—. Es como es. Es bastante asqueroso, tanto teatro.

Mücke se aclaró la garganta y luego dijo a media voz:

—Procura buscar un médico decente y una buena clínica, ¿vale? Es muy importante.

—Lo sé. —Jenny subió una rodilla y se la rodeó con el brazo que le quedaba libre.

—¿Y cuándo sería?

«Eso me gustaría saber», pensó Jenny, pero no quería decepcionar a su amiga.

—Si me decido a hacerlo, en algún momento de la semana que viene, supongo. —Le explicó que a partir de ese día ya no estaría localizable por teléfono porque se alojaría temporalmente en casa de una antigua compañera de trabajo.

—Entonces ¿la semana que viene? —La voz de Mücke sonó entusiasmada en el auricular—. Vaya, Jenny, tengo muchas ganas de que vuelvas. Y tu abuela más. Está ansiosa de tenerte de regreso en Dranitz.

¡Madre mía! Ahora le pesaba en la conciencia también la abuela.

—Yo también me alegro —dijo, con la sensación de ser una cobarde embustera—. Hasta entonces.

Jenny acababa de colgar cuando el teléfono sonó de nuevo. Cuántas veces había deseado oír ese timbre, esperando que Simon llamara para anunciar que iría corriendo a buscarla. «Llevo todo el día pensando en ti. ¿Puedo pasar a verte un momento?»

«No, no puedes», contestaría, y se acercó a su maleta. Nunca más. Y adiós… Levantó la maleta y comprobó que pesaba mucho. El teléfono no paraba de sonar. Simon no era, eso seguro; siempre colgaba después del tercer tono. ¿Por qué no paraba de pensar en Simon? Tenía que salir de allí, eso era.

Sin embargo, tal vez fuera Angelika que quería decirle algo importante sobre el piso. Lo mejor sería contestar, o de lo contrario se pondría en contacto con media ciudad.

—¡Jenny! Ya iba a colgar…

«Pues haberlo hecho», gruñó para sus adentros, enfadada.

—Hola, Kacpar —saludó con poco entusiasmo.

—He pensado mucho en ti. Se te echa de menos en el despacho. Mucho. Angelika también lo dice.

Qué raro. Mientras trabajó en el despacho de Simon, Angelika no le había demostrado mucho afecto, y ahora le alquilaba su casita y le ofrecía vivir hasta finales de mes en su piso medio amueblado.

—Ya —dijo con desgana—. Seguro que pronto Simon contratará a una becaria. Como se suele decir, nadie es irreemplazable.

—Una becaria no podría sustituirte. Por cierto, me gustaría invitarte a cenar esta noche, Jenny.

El día anterior le habría dado las gracias y habría rechazado la invitación porque no se fiaba de su estómago removido, pero ahora volvía a tener un hambre de lobos. Lo pensó un momento. Estaba claro que quería algo de ella. Por otro lado, era un buen tipo y no merecía ser descartado sin más. Podía concederle una cena de despedida.

—¿Por qué no? Esta noche no tengo plan. ¿Vamos a un italiano? Me apetece un plato de espaguetis a la boloñesa y antes una gran ensalada. —Dios mío, pero ¿qué estaba diciendo? Con suerte le saldría bien.

—Te recojo. A las siete estoy en tu casa.

—De acuerdo. Vivo en…

—Sé dónde vives. Hasta luego.

—Hasta luego, Kacpar —se despidió Jenny y colgó. Miró pensativa el cable de teléfono tenso, que ya llegaba a la cama. Por supuesto que lo sabía. Solo tenía que consultar los expedientes del personal. Estupendo. Tal vez podría ayudarla con la maleta.

Fue puntual, justo como esperaba. Kacpar era de fiar, sincero y un buen arquitecto. Lástima que no fuera su tipo. ¡Cómo sonrió cuando ella le abrió la puerta! Le dio la mano, feliz y un tanto cohibido, una mano firme y cálida, que agarraba con cuidado. Colocó la pesada maleta en el coche y subieron a un Ford para ir juntos a un italiano.

Había escogido un pequeño local en un callejón que, atrapado entre un bar y un cine, no llamaba mucho la atención. Cuando entraron entendió por qué la había llevado allí. El dueño lo saludó con grandes aspavientos, la hija se acercó corriendo, los llevó a una mesa libre y les entregó las cartas.

—¿Quieres echar un vistazo o te mantienes en tu elección? —preguntó Kacpar con una sonrisa.

—¡Por supuesto! —contestó Jenny también sonriendo—. Espaguetis a la boloñesa y antes una ensalada grande. Con atún. Tengo un hambre de lobos.

Pidieron una botella de chianti y agua, el jefe les llevó pan de pizza y un plato de aceitunas como entrante. Jenny se sirvió con gusto. Era increíble lo que le estaban provocando las hormonas, podría estar todo el día comiendo. Daba igual. En unos días habría solucionado el tema.

—¿Va todo bien en el despacho? —preguntó con indiferencia—. ¿De verdad te divierte el trabajo?

Él bebió a su salud y le sonrió ensimismado.

—Claro. Esta profesión siempre me ha divertido, por eso me hice arquitecto. Pero creo que mis días con Simon Strassner están contados. No encajamos.

Eso no era nada nuevo. Simon se había aprovechado de Kacpar de una manera impúdica, había presentado sus ideas como propias y ganado mucho dinero con los esbozos del joven.

—¿Eso significa que estás buscando algo mejor?

Kacpar asintió. Sirvieron la ensalada. Tenía una pinta deliciosa, y solo el olor podía elevar a las más altas esferas a un cliente hambriento.

Jenny engulló a paladas jamón, queso, atún, aceitunas y hojas de lechuga y escuchó lo que Kacpar le contaba sobre sus planes de futuro. Quería abrir un despacho propio y ya había hablado de ello con Simon, que estaba dispuesto a proporcionarle encargos al principio. Sonaba muy generoso, pero Jenny sabía muy bien que Simon Strassner descargaría en Kacpar lo que a él le costara tiempo y nervios y le procurara pocos beneficios.

Mientras Kacpar le hablaba de su esperanza de ganar el concurso de no sé qué terminal, Jenny dejó caer los cubiertos, los dejó junto al plato de ensalada vacío y se concentró en su estómago. Todo bien. Se encontraba estupendamente. Satisfecha y aun así… ¡Ay! ¿Qué era eso? ¿No serían gases? Podría ser, con tanta ensalada y la cebolla. Las aceitunas tampoco le habían sentado bien nunca. ¡Ay, otra vez! Una fuerte presión en la barriga, casi como si le dieran una patada por dentro. ¿Y si perdía el bebé? No podían ser movimientos del bebé, como mucho estaba al final del primer trimestre. Se recompuso y centró de nuevo su atención en su acompañante.

—¿Y tú? —Kacpar no había pedido ninguna ensalada y se concentraba en el chianti.

—Yo… eh… sí, bueno… —balbuceó Jenny—, he decidido terminar el bachillerato. Y luego quiero estudiar.

Kacpar le dedicó una sonrisa de aprobación y comentó que era una buena decisión. Le preguntó si ya había pensado cómo quería hacerlo, ¿tal vez ir a un instituto nocturno para poder trabajar de día? Sería duro, pero lo conseguiría. De eso estaba seguro.

Jenny asintió, sonrió ante el enorme plato de espaguetis a la boloñesa que le plantó delante la hija del dueño y agarró los cubiertos.

—Aunque te mudes a Mecklemburgo-Pomerania Occidental…

De pronto Jenny dejó caer la cuchara y el tenedor y lo miró perpleja. ¿Cómo lo sabía? Nunca le había hablado de la abuela ni de Dranitz. Ni siquiera Simon lo sabía…

—No me mires así —le dijo, un tanto avergonzado—. Angelika me contó que tu abuela había heredado una mansión allí…

¡Típico de Angelika! Era incapaz de cerrar la boca. Jenny se arrepintió de haber mencionado a su abuela y la mansión delante de su antigua colega.

—Heredado no —murmuró—, ha tenido que comprarla.

Espolvoreó parmesano con generosidad por encima de sus espaguetis y empezó a comer. Estaba delicioso. Ese fino aroma a albahaca y una pizca de ajo. Rara vez había disfrutado así de una comida. Entre bocado y bocado le habló de la mansión Dranitz, de su abuela, valiente y un poco loca, de la casa destartalada, el lago, el antiguo parque…

—Suena genial —exclamó Kacpar cuando ella hizo una pausa para tomar un gran sorbo de vino. Él había pedido un escalope con patatas. Para eso no hacía falta ir a un italiano. Pinchaba sus patatas, masticaba, bebía vino y no paraba de hacerle preguntas. Cuándo se había construido la casa. Qué uso se le había dado. Qué intenciones tenía su abuela para la casa.

—Mi familia también tuvo una mansión en una época —explicó—. Hace mucho tiempo. Tras la Segunda Guerra Mundial los rusos se adjudicaron el terreno. Y eso no va a cambiar.

—¿Sí? —Jenny lo miró sorprendida. Kacpar Woronski, propietario de una mansión. No le pegaba nada, no era un tipo arraigado, parecía más bien un artista. Un artista sensible y fiable con mucha alma, pero sin habilidad para los negocios.

—Entiendo muy bien a tu abuela —continuó—, y por eso… —No llegó a terminar la frase porque, de pronto, Jenny se sintió mal. El malestar la cogió por sorpresa.

—Ahora mismo vuelvo. —Se levantó de un salto y corrió al lavabo. Cuando abrió la puerta vio que Kacpar la miraba con una expresión de intriga en el rostro.

En el baño, Jenny dejó correr agua fría sobre sus muñecas. Al poco tiempo se encontró mejor. Vaya.

Por lo visto la circulación se le estaba volviendo loca. Tal vez no debería haber bebido dos copas de chianti. El alcohol no era bueno para las embarazadas. Aunque si de todos modos no quería quedarse con el niño, daba igual, ¿no? Se peinó y se estudió en el espejo. Un rostro pálido le devolvió la mirada, un poco tenso, pero por lo demás volvía a estar bien.

De regreso en la mesa, Jenny vació su plato y bebió otra copa de vino.

—¿Sabes, Jenny? Me parece muy valiente lo que está haciendo tu abuela. Me gustaría ofrecerle mi ayuda. Como arquitecto. Por puro interés personal, no pediría nada a cambio.

—Ya. —Jenny lo miró con escepticismo. ¿Quería ofrecerle su apoyo? ¿Así, sin compensación ninguna? ¿O tal vez creía que de ese modo se ganaría a Jenny?

Kacpar la miró expectante.

—Puedo preguntárselo —contestó ella, vacilante.

—Sí, por favor. De verdad que me darías una alegría. —Lanzó una mirada al plato vacío de Jenny—. Tienes buen apetito. ¿Puedo invitarte a un postre? Aquí tienen un tiramisú delicioso.

Jenny lo pensó. La presión en la barriga había cedido, pero no quería sobrecargar el estómago. Echó un vistazo a la carta de postres. Tiramisú, helado de vainilla con cerezas al marrasquino, zuppa inglese…

—¿Te vas a mudar allí? —preguntó de repente.

Jenny levantó la mirada de la tentadora oferta.

—No lo sé.

—Creo que tu abuela se alegraría. Y para ti también sería una buena solución. Temporal. —Esbozó una sonrisa de oreja a oreja y reprimió el hipo.

¿Cuántas copas de chianti se había tomado? ¿Había pedido una segunda botella cuando ella estaba en el lavabo?

—¿A qué te refieres? —preguntó ella con cautela.

—Bueno, estás embarazada, eso es maravilloso. Un niño en el campo, en una vieja mansión, tal vez con animales…

Jenny no daba crédito. ¿Cómo sabía lo de su embarazo?

Como si le hubiera leído la pregunta en los ojos, Kacpar continuó:

—Angelika me contó que habías preguntado por una clínica. Sea lo que sea lo que estés pensando, no lo hagas. Seguro que luego te arrepentirás. Un niño es una gran suerte.

Angelika. ¿Es que no podía callarse nada? En efecto, había preguntado por una buena clínica, pero con la excusa de una inflamación del apéndice. Por lo visto, su antigua compañera de trabajo había sumado dos más dos. Jenny hizo un gesto al dueño del restaurante y pidió la cuenta, que luego le dio a Kacpar. De pronto, solo quería estar sola y no había nada que se adecuara mejor a ese fin que su piso vacío, sin muebles, que pisaría por última vez esa noche…