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Jenny

Julio de 1990

Pues sí que empezaba bien. En vez de vivir en la mansión que pertenecía a su familia, la abuela se alojaba en una caseta del jardín. Dentro tenía un perro pastor. A Jenny no le gustaban los perros. En uno de los pisos compartidos había uno de mezcla que se llamaba Timo, un chucho repugnante. Robaba como un cuervo y ladraba cuando a alguien se le ocurría acariciarle. Jenny aún tenía cicatrices de sus dientes afilados. Dos en la rodilla derecha, una en la muñeca y una encima del ojo. Por suerte solo le dio en la ceja.

Se sentó con cuidado en la tumbona del jardín. Puaj, ese saco de dormir apestaba a buhardilla y ropa usada. Hacía un tiempo que se había vuelto muy sensible a los olores. Necesitaba ir al lavabo, pero allí no había retrete. Ni ducha. Ni electricidad. Ni siquiera un televisor. «He aterrizado en la Edad Media», pensó, irritada.

Por lo menos había reconocido a su abuela al instante. Estaba exactamente igual que en su recuerdo: de estatura media, delgada, el pelo rizado gris. Se movía rápido y con seguridad, no como una anciana.

Se oyó un rasguño en la puerta. Una pata amarilla con las garras oscuras apareció entre la puerta y el marco y un hocico puntiagudo la abrió a empujones. Por lo menos era tan hábil como Timo, que también abría todas las puertas en el piso compartido. Incluso la de la nevera.

—¿Te encuentras mejor? —preguntó la abuela. Dejó una taza con una bolsita de té en la caja de madera que tenía al lado.

Jenny notó un olor desagradable en la nariz.

—Mucho mejor, gracias —contestó, vacilante.

—Aun así, bebe un poco de manzanilla. Calma el estómago.

Esperaba poder escabullirse, pero la abuela señaló la taza y le hizo un gesto exigente. Jenny bebió por obligación esa cosa caliente, se quemó la lengua y de pronto recordó viejos tiempos. Una cama ancha en un edificio antiguo de la Kettenhofweg, las sábanas revueltas, su madre quitando una almohada. Había estado enferma, había vomitado y tenía que beber infusión de manzanilla. También entonces se quemó la lengua.

—¿Qué has comido? —preguntó la abuela.

Jenny arrugó la frente.

—Una pizza. Con champiñones. —Al pensar en el trozo de pizza en el área de servicio de pronto le volvieron las náuseas. Estaba blanda y tibia, pero tenía tanta hambre que se la había tragado.

—Aquí no saben hacer pizza decente —afirmó Franziska, y le quitó la taza medio vacía—. Tendrían que aprender.

El perro se había sentado junto a la puerta, con las orejas puntiagudas rectas hacia arriba. Observaba con atención y jadeaba.

—¿Cornelia te ha enviado? —preguntó la abuela.

¡Qué idea tan absurda! Si no se encontrara tan mal, habría soltado una carcajada. Su madre antes se habría dejado arrancar el dedo meñique que enviar a Jenny a ver a su abuela. A Franziska: su madre nunca llamaba mamá a su madre, y odiaba también que Jenny la llamara a ella así. Hasta para su propia hija era Cornelia.

—No… Solo quería volver a verte.

La abuela la escudriñó con sus ojos de color gris verdoso.

—¿Y cómo sabías dónde encontrarme?

—Se lo pregunté a mi madre —gruñó Jenny, consciente de que sonaba poco convincente.

Por suerte, la abuela no ahondó más en el tema. Anunció que tenía que ir a buscar las compras del coche y desapareció, seguida del perro.

Jenny respiró hondo. Ese olor a perro era horrible, sobre todo cuando hacía tanto calor y encima jadeaba. Una cosa estaba clara: no iba a pasar la noche allí bajo ningún concepto. Prefería dormir en el coche o intentar alquilar una habitación en la zona.

Visitar a su abuela no había sido la mejor idea. Parecía una mujer peculiar. En todo caso, no parecía nada burguesa, como siempre había asegurado su madre. No encajaba en absoluto con la preciosa casa con el sofá de fieltro de Königstein. Pero en una caseta del jardín…

Franziska regresó con dos bolsas y con Falko pisándole los talones, y empezó a guardar en la estantería la coliflor, las patatas, las manzanas, las zanahorias, la mantequilla y un paquete de queso suizo envasado al vacío.

—¿Tienes pensado quedarte mucho tiempo? —preguntó por encima del hombro.

No sonó desagradable, más bien objetiva. Aunque tampoco era exactamente una invitación. La alegría de la abuela por verla se mantenía discreta. Jenny se sentía decepcionada, pero ¿qué esperaba? ¿Que la recibiera con los brazos abiertos? ¿Que su abuela le preguntara con interés por sus planes y preocupaciones y le ofreciera consuelo y cariño? Bueno, sí, en el fondo esperaba justo eso.

Se aclaró la garganta.

—Aún no lo sé… Vengo en mal momento, ¿verdad?

La abuela levantó un tablón. Debajo había un hoyo con ladrillos que usaba de nevera. Metió el queso y las zanahorias y volvió a colocar el tablón. Como decía: pura Edad Media.

—Es cierto —contestó su abuela, y se incorporó—. Pero aun así me alegro de verte. Si quieres quedarte una temporada, encontraremos una solución.

Jenny asintió. La abuela no era persona de grandes aspavientos ni arrebatos sentimentales. Era pragmática y pensaba con claridad. ¿Por qué no? Mejor que el teatro que le montaba su madre por cualquier tontería.

—Quería ver la casa —explicó, y se dirigió a la ventana, donde se veía una parte de la antigua mansión—. La vi aquel día en la fotografía, ¿sabes? En el entierro del abuelo.

La expresión de la abuela, neutral en el mejor de los casos, se transformó en una sonrisa.

—¿Aún te acuerdas?

Jenny asintió. Se calló el enfado de su madre cuando ella le preguntó por la fotografía. Pero seguramente por eso esa imagen se le había grabado tan bien en la memoria, porque Cornelia no la soportaba.

—A tu madre no le gustaba. —Su abuela se inmiscuyó en sus pensamientos, al tiempo que acariciaba la cabeza de Falko—. Tal vez fuera culpa mía. Hablaba demasiado de la mansión Dranitz. No podía olvidarla, es la casa de mis padres.

Los ojos de la señora mayor que tan decidida parecía en su caseta cobraron un brillo de ensueño.

A Jenny le pareció fascinante: su abuela albergaba dos almas en su interior. Una fría y objetiva y otra apasionada y romántica.

—¿Tú y tus padres vivíais solos ahí? —preguntó—. Es bastante grande…

—Claro que no, no vivíamos solo nosotros. Coge la mesa. Vamos a sentarnos fuera, siempre y cuando te encuentres mejor de verdad.

Jenny asintió.

Su abuela agarró las dos sillas y empujó la puerta con el pie. El perro salió corriendo tras ella. Jenny se peleó con la mesa, que no paraba de desplegarse y costaba hacerla pasar por la estrecha puerta, hasta que por fin lo consiguió.

Fuera se estaba mucho mejor. Los árboles altos tras la cabaña arrojaban suficiente sombra, y a Jenny le sentó bien el aire fresco. La abuela le puso delante de las narices el resto de la infusión de manzanilla, que ya estaba tibia, además de una botella de limonada y un cuenco con pan tostado.

A Jenny le rugió el estómago. Cogió con resolución dos tostadas y se las comió mientras la abuela le hablaba del pasado. La joven estaba asombrada. No se lo imaginaba así. La noble familia Von Dranitz tenía muchos empleados: dos criadas, una institutriz, dos cocheros, un carretero y un inspector, además de mozos y muchachas para el trabajo en el campo. Vivían en el pueblo, en la casa de los campesinos, que también pertenecía a los señores. Aparte de la abuela, en la casa vivían sus dos hermanos mayores, su hermana pequeña, sus padres y sus abuelos.

—La casa del inspector está justo detrás de nosotras —le explicó la abuela, y señaló los árboles altos que daban sombra a la cabaña y a sus asientos.

Jenny vio unos restos de paredes quebradizas mientras su abuela le describía una preciosa casa con revoque blanco, voladizos y terraza. Bueno, aquello ya era historia.

—¿Y tus hermanos? —preguntó con cautela—. ¿Dónde están? Quiero decir… ¿siguen vivos?

La mirada de la abuela se endureció. Jenny comprendió que se había equivocado con la pregunta. Se apresuró a cambiar de tema, pero su abuela se le adelantó.

—Tu madre no te ha hablado mucho de la familia, ¿no es cierto? —Al ver que su nieta desviaba la mirada, cohibida, continuó—: Mis dos hermanos cayeron en la guerra. Y mi hermana menor murió durante la ocupación rusa.

Por un momento se hizo el silencio. Ninguna de las dos mujeres dijo una palabra, solo los pájaros seguían gorjeando incansables, el perro jadeaba y en el cielo un avión emitía un leve zumbido. La guerra. Por supuesto, en el colegio habían hablado de la Segunda Guerra Mundial. También de la Primera. La guerra de los Treinta Años. Las guerras napoleónicas. Habían visto imágenes y fotografías, películas y documentales. Las guerras eran terribles, crueles, inhumanas. Millones de soldados muertos. Aún más civiles. Jenny siempre había sacado buena nota en Historia porque le interesaba y se le daba bien. Pero lo que le estaba contando la abuela era distinto. Le afectaba de cerca. Se trataba de los hermanos de la abuela, su hermana pequeña…

Jenny se aclaró la garganta.

—¿Y cómo murió? Tu hermana pequeña, me refiero…

La abuela lanzó una mirada a la mansión y se quedó callada tanto tiempo que Jenny ya creía que no iba a contestar a su pregunta.

—No lo sé exactamente —dijo por fin a media voz, con la mirada aún fija en la gran casa señorial—. Yo ya estaba en Occidente cuando me enteré de la muerte de Elfriede.

A Jenny le pasaron por la cabeza mil preguntas a la vez. ¿Por qué estaba la abuela en Occidente cuando su hermana pequeña perdió la vida en el Este? ¿Había podido huir y tuvo que dejar atrás a Elfriede? ¿Y qué pasó con los abuelos? ¿Con los empleados? ¿Con la mansión?

—Parece que… eh… necesita unas cuantas reparaciones —comentó con precaución, al tiempo que señalaba la mansión.

En realidad le parecía que tenía un aspecto muy destartalado, pero no deseaba herir los sentimientos de la abuela.

—Sí, hay mucho que hacer. —La anciana asintió—. Pero me alegro de que la casa al menos siga en pie. Por aquel entonces los rusos prendieron fuego a muchos edificios. Y durante la época de la RDA numerosas mansiones y bonitos castillos acabaron en ruinas.

Jenny había oído hablar de ello. Su madre sentía muchas simpatías por la RDA. El socialismo era la única forma justa de convivencia humana, decía siempre Cornelia. Con el socialismo no hacían falta castillos ni palacios. Toda esa porquería capitalista se podía derribar y construir viviendas en su lugar.

Jenny no era de la misma opinión. Durante la época escolar había desarrollado el gusto por la historia, le atraían las casas señoriales y los jardines de la princesa Sofía, y una vez fue con la clase de excursión al castillo de Hülshoff, donde nació no sé qué poetisa. Aquello le entusiasmó. Un castillo rodeado de agua donde se reflejaban los viejos árboles y las paredes. No, eso no se podía derribar. Solo unos idiotas arrasarían con semejante edificio.

Con todo, la mansión Dranitz era otra cosa. Parecía bastante desguazada. El porche ya no existía. El revoque se caía de las paredes y en la entrada colgaba ese horrible letrero. «Konsum», decía. Con una flecha que indicaba la esquina. Pintado, sin más. En el socialismo los letreros luminosos se consideraban un desperdicio de electricidad.

—¿Y ahora te pertenece de nuevo a ti? —preguntó, un tanto insegura.

A la abuela se le ensombreció el semblante, pero asintió.

—Volverá a ser mía. Sí.

Jenny lo entendió en dos sentidos. En primer lugar, la mansión Dranitz de momento aún no era propiedad de la abuela. En segundo lugar: estaba decidida a recuperarla. Firmemente convencida. Por lo visto había problemas, de lo contrario no se mostraría tan obstinada.

—¿Podemos entrar?

La abuela vació en la hierba el resto de su botella de limonada junto con una abeja que nadaba en ella. La abeja zumbó entusiasmada y se salvó sobre una hoja de diente de león. El perro se acercó, intrigado, e intentó atrapar la abeja. ¡Qué bobo!

—Fuera, Falko —le conminó la abuela, y luego se volvió hacia su nieta—: ¿Por qué no?

Volvieron a guardar juntas las cosas en la cabaña y Jenny miró con cierta congoja cómo su abuela cerraba la puerta con cuidado.

—¿Es que aquí roban?

—¡Como si fueran cuervos!

¡Madre mía! Los del Este robaban muebles de jardín, coliflor y sacos de dormir mohosos. ¿Cómo estaban entonces ellos?

Jenny se quedó horrorizada con el estado de desmoronamiento de la casa, aunque la abuela le hablara de los maravillosos techos estucados y las puertas de dos hojas que aún se conservaban.

—Hay mucho que hacer —no paraba de decir mientras iba de estancia en estancia—. Pero me ilusiona. ¿Tú lo entiendes, Jenny?

Ella solo entendía una cosa: la abuela quería borrar cuarenta años de historia. Volver a levantarlo todo tal y como era antes. Retroceder en el tiempo. Volver a su juventud, a su infancia. Pero eso era una locura. Sabía por su trabajo en el despacho de arquitectura lo que costaba una reforma así. Una fortuna. Mucho más de lo que valía la preciosa casa de Königstein. La abuela se excedería en lo económico, por no hablar del esfuerzo físico y de los nervios que le esperaba.

Lo más sensato era quitarle la idea de la cabeza. Algo que no resultaría fácil.

De vuelta en la cabaña, volvieron a sacar la mesa y las sillas y la abuela empezó a manipular la coliflor.

—¡Ten! —dijo, y le puso a Jenny un cuenco en el regazo—. Puedes pelar patatas. Y luego me hablas de ti.

—¿De mí?

—Exacto. Tu abuela es muy curiosa. Quiere saberlo todo sobre ti.

La abuela sabía escuchar. Coció patatas con verdura sobre el fuego y escuchó. No interrumpió a su nieta ni una sola vez. Le sentó bien soltarlo todo por fin