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Franziska

Julio de 1991

Ya desde los primeros kilómetros Karl-Erich permanecía mudo. Se había vuelto a poner la mano sobre el pecho. Pese al ruido del coche, Franziska oyó su pesada respiración. En el retrovisor podía ver el rostro preocupado de Mine. Se había puesto un pañuelo, que le empujaba hacia delante las arrugas de la barbilla. Pero qué mayores estaban todos. Con qué inclemencia el tiempo había cambiado sus cuerpos. Todavía tenía en la mente a Mine, joven, apenas una veinteañera, en su primer día en la mansión, cuando todos elogiaban lo hábil que era la nueva chica. Y de buena presencia, además, había añadido el abuelo sonriendo. Mine, con el rostro redondo como una manzana y las trenzas castañas, que recogía bajo la gorra blanca. Era ágil. Y lista. Sabía siempre por dónde iban los tiros. Estaba atenta. Se veía que el trabajo le gustaba.

Franziska sonreía por el retrovisor para animar a Mine. El rostro de la anciana seguía serio, impasible. Quizá ella no había mirado el retrovisor y simplemente estaba en Babia.

La clínica de Neustrelitz solo funcionaba a medio gas. Estaban pendientes unas reestructuraciones como consecuencia de la reunificación, había que levantar nuevos edificios, crear nuevos empleos, nuevas áreas de medicina. Franziska dejó a Mine con Karl-Erich en el coche y le aseguró a la enfermera de guardia, una rubia joven con gafas, que se trataba de una urgencia y corría prisa.

—¿Qué tipo de urgencia? —preguntó.

—Sospecho que un infarto…

Entonces todo fue muy rápido. Pocos minutos más tarde Franziska y Mine se encontraron en el pasillo de la primera planta, justo delante de la unidad de cuidados intensivos. Ahora había que esperar. Las tres, las tres y media… Una enfermera con pelo corto y un piercing en la nariz se acercó a ellas y aclaró que el paciente estaba ahora estable, pero todavía no podían verlo. Le habían puesto suero y el médico le había dado un calmante.

Otra espera. Ya eran las cinco. Franziska intentó sin éxito localizar a Jenny, después pidió a las enfermeras una infusión de menta y un biscote que le llevó a Mine en una bandeja. Ambas bebieron el té en silencio.

—Señora baronesa —dijo Mine de repente y soltó un profundo suspiro—. Señora baronesa, tengo que decirle algo.

Sonaba a confesión. Franziska se preparó. En realidad, ya había tenido suficientes emociones por hoy.

—Adelante, Mine.

La anciana suspiró de nuevo y sacudió con cuidado las migas de biscote de su falda.

—No le he dicho la verdad, y Karl-Erich siempre ha insistido en que usted tendría que saberlo en algún momento… —Dejó de hablar y buscó las palabras adecuadas.

Franziska guardó silencio, esperó, leyó lo que ponía en el letrero iluminado sobre la puerta de la unidad de cuidados intensivos que estaba junto a ellas.

—La tumba del cementerio, donde pone Iversen, sí que es una tumba de verdad. No es solo una lápida conmemorativa.

Franziska se asustó. Entonces sí que estaba enterrado en el cementerio familiar. Pero ¿cómo era posible? ¿Habían devuelto los esbirros de Hitler su cadáver? ¿Sus cenizas?

—Sabes, Mine, creo que no quiero saberlo —murmuró en voz baja—. Fue hace muchísimo tiempo. Y no es bueno removerlo. Porque después todo reaparece…

Mine asintió. Lo entendía perfectamente. Seguro que la anciana también reprimía algunos recuerdos porque dolía demasiado recuperarlos.

—Aun así, necesito decírselo, señora baronesa. Porque sigue habiendo gente que lo sabe. En la tumba en que pone Iversen…

Abrieron la puerta de unidad de cuidados intensivos.

—¿Señora Schwadke? Ya puede hablar con su marido.

Mine se apretó el pañuelo y se levantó. Respiró hondo. A Franziska no le molestó que no terminara la frase. Poco a poco, con el típico andar despatarrado de los aldeanos, fue cojeando hacia la puerta.

Ella apoyó cansada la cabeza contra la pared pintada de verde. Menos mal que había convencido a Karl-Erich para llevarlo a la clínica. Ojalá no tuviese la ocurrencia de querer volver esta noche a Dranitz. Ella se lo había prometido, pero seguro que no era lo que más le convenía.

Alguien tocó al otro lado de la puerta y luego apareció Mine.

—Venga, señora baronesa. Por favor, quiere decirle algo…

Franziska suspiró y se levantó de la incómoda silla. ¿Podía entrar a la unidad de cuidados intensivos sin permiso?

La enfermería estaba acristalada a un lado, probablemente había una enfermera para supervisar a los pacientes. Las paredes restantes estaban llenas de aparatos que emitían leves pitidos y zumbidos: cajas grises con pantallas y monitores rojos y blancos. Angustiada, la mirada de Franziska se deslizó por las camas, que estaban a poca distancia las unas de las otras, sin biombos ni cortinas por medio. Sobre cada cama pendía una barra cromada que servía para colgar las botellas de suero. Allí se supervisaban seis pacientes día y noche. Karl-Erich estaba justo delante, no muy lejos de la puerta, conectado a los inquietantes utensilios por infinitos cables y vías.

Se acercó dubitativa, volvió a mirar interrogante a Mine y, cuando esta le hizo una seña con la cabeza, se asomó a su cama.

—Esto es por culpa de Grete —lo oyó susurrar—. Por culpa de Grete…

Franziska se inclinó más sobre él para poder entenderlo mejor. ¿Grete? ¿Qué Grete?

—Su hermana —murmuró Mine, que estaba a su lado, como si hubiera oído la pregunta que no había llegado a formular.

¡Por supuesto! Ahora se acordaba. Mine había dicho que él simplemente no podía olvidar ese asunto. Dios mío, hacía ya tanto de aquello…

—Fue culpa mía —susurró él—. No presté atención. Tendría que haber notado algo…

—No —respondió Franziska—. Nadie lo notó. Ni siquiera Elfriede, que pasaba tanto tiempo con ambos. Los dos, Heinrich y Grete, lo hicieron a escondidas.

Se detuvo y observó su rostro. Ya no tenía la frente pálida, sino enrojecida. No sabía si era buena o mala señal. En todo caso, el pitido en la caja gris junto a su cama seguía siendo constante.

—Entonces ¿por qué no me dijo nada? —siguió susurrando—. No le habría cortado la cabeza. La quería.

—Todos la queríamos —aseguró triste Franziska—. Elfriede lloró mucho por ella. No estuvo bien por parte de Heini. Fue injusto. Una injusticia amarga y terrible. Siempre fue nuestro preferido, ¿lo entiendes, Karl-Erich? Siempre tan alegre, tan optimista. Podía hacer reír a todos cuando quisiese. Pero la guerra se lo llevó, como a tantos otros. Quizá habría sido de otra manera de haber seguido vivo…

Tuvo que tragar saliva porque, de repente, le brotaron las lágrimas. Buscó a toda prisa un pañuelo y se limpió la nariz y se frotó los ojos. Sin embargo, las lágrimas no cesaban, cada vez eran más abundantes.

—Lo siento —murmuró—. Lo siento infinitamente.

El pitido se entrecortó. Detrás de ella hubo movimiento, una enfermera entró corriendo en la habitación, giró la ruedecilla de una vía de suero y esperó hasta que el pitido volvió a ser constante.

—Es mejor que se vayan. Mañana a partir de las diez vuelve a ser horario de visita. En caso de que haya algo urgente, las llamaremos.

Karl-Erich tenía ahora los ojos cerrados, parecía dormir plácidamente. Es posible que la conversación lo hubiese agotado. No obstante, Franziska tenía la sensación de que se había resuelto algo entre ellos. Se había quebrado una resistencia. Por fin había salido a relucir un tema que llevaba mucho tiempo latente. Y les había sentado bien a ambos.

De vuelta a Dranitz, Franziska se detuvo delante de la antigua casa de los campesinos para que Mine se bajase. La anciana le dio las gracias y se volvió para irse cuando de repente pareció venirle algo a la mente.

—Ah, sí —dijo y se volvió de nuevo hacia Franziska—. Lo de la tumba en el cementerio… Dentro no está Walter Iversen. Es la tumba de su hermana Elfriede.

Acto seguido se dio la vuelta y desapareció deprisa en la casa.

Franziska permaneció sentada en el coche, petrificada, miró la valla de madera del jardín, de la que se desconchaba la pintura, e intentó sacar algo en claro de las palabras de Mine. Al parecer, se lo habían ocultado durante todo el tiempo, probablemente para protegerla, para ahorrarle la culpa. Su pobre hermana pequeña debía de estar muy trastornada cuando murió.