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Franziska

Abril de 1991

El jueves, 28 de marzo de 1991, Jenny Kettler dio a luz en la finca Dranitz a una hija sana. La niña se llama Julia Kettler, es nieta de Cornelia Kettler y bisnieta de Franziska Kettler, de soltera Von Dranitz.

Franziska soltó la pluma estilográfica y prestó atención a Jenny. Había oído un breve grito que acto seguido se convirtió en un murmullo. La pequeña Julia no aguantaba que la cambiasen de lado cuando mamaba.

Julia: menudo nombre. Pero Jenny se había empeñado y Julia era mucho mejor que Jennifer, Laura o Lena. Franziska pasó la mano por la cabeza de Falko, que pretendía animarla con golpes suaves a dar un paseo vespertino. Entonces releyó lo escrito con ojo crítico. ¿No era demasiado conciso? ¿Debería adornarlo un poco? Hacía una semana que había decidido anotar el acontecimiento en el diario de la reconstrucción de la mansión, redactar, por así decirlo, una crónica que empezase el día en que volvió a ver por primera vez la casa de sus padres tras la reunificación. Un trabajo que debía consolarla por las preocupaciones y disgustos, y que, sobre todo, era un remedio contra su impaciencia.

Había muchas historias bonitas que contar. Sobre todo, que Jenny estaba a su lado, que su nieta se consagraba a la finca Dranitz y ahora había dado a luz a una niña. La pequeña Julia había nacido en la mansión. No aquí, en el estrecho piso de dos habitaciones del pueblo, o en la clínica de Neustrelitz. No, había nacido en el gran salón de la mansión, donde antes se celebraban las bodas y los bautizos de los Von Dranitz. ¡Si eso no era un buen presagio para el futuro!

La recién nacida se registró debidamente en la alcaldía y se inscribió en el registro de nacimientos. El nombre completo de la niña es Julia Franziska Margarethe Kettler. El padre del bebé…

Ahora venía el problema, ya que Jenny había asegurado en la alcaldía que no se conocía al padre del bebé. Había sido un encuentro muy desagradable, sobre todo porque el alcalde, Pospuscheit, sonreía arrogante todo el tiempo y no escatimó en insinuaciones ambiguas. Por suerte, a Jenny no le preocupó demasiado y mandó a paseo a ese primitivo neandertal con frialdad.

Pensó que era una pena que no registrase al polaco como padre. Era un buen chico, un verdadero golpe de suerte. Woronski, que continuaba infatigable la reconstrucción de la mansión sin reparar en su salud. Era un fanático, pero sin duda un premio para Dranitz. No solo poseía la pericia necesaria, sino que también era una persona práctica y tenía visión. Es cierto que debían vigilar que no se apartase de la realidad con sus fantasiosas ideas, pero se podía hablar con él.

Woronski merecía un gran elogio. Si Franziska había creído al principio que solo se comprometía porque estaba enamorado de Jenny, ahora estaba convencida de que su amor estaba dirigido a la mansión. Dranitz era su pasión: no les podía haber pasado nada mejor.

No obstante, Franziska se sentía profundamente infeliz. Desde la ventana de su piso se podía ver una parte de la mansión. Hacía una semana que espiaba, se había llevado incluso los viejos prismáticos de Ernst-Wilhelm para poder seguir mejor los trabajos. Ahora evitaba la ventana para no caer una y otra vez en la desesperación. Cielo santo: habían quitado todas las tejas y arrancado la armadura. Solo las chimeneas se elevaban sobre el nublado cielo de abril. Y ahora estaban derribando también parte de la primera planta. Los hermosos empapelados. El bonito cuarto de baño. La cocina. Por supuesto, habían colocado a salvo todo lo que podía estropearse, pero aun así, ver la casa mutilada, cubierta con plástico azul, era difícil de soportar. ¿Cómo iba a secarse si llovía sin cesar?

—Quédate aquí, abuela —la abroncó Jenny cuando volvió a ponerse el abrigo para ir allí—. No haces más que molestar, y cuando vuelves estás totalmente deprimida.

—Pero quiero saber qué sucede allí.

—Kacpar sabe lo que hace. Mejor coge esta baliza acústica en brazos e intenta que se duerma de una vez… —Señalaba la cuna, que llevaba un rato meciendo sin que la pequeña Julia parase de protestar a gritos.

—Los niños tienen que gritar. Fortalece los pulmones. Si vas corriendo cada vez que pía, estarás criando a una egoísta consentida.

Jenny tenía otra opinión. Su hija no gritaba sin motivo, quizá le dolía el estómago o se sentía sola. Le parecía una barbaridad dejar berrear sin más a un niño. Por suerte, la propia Franziska tampoco se atenía a su teoría y a menudo se levantaba por la noche y se quedaba con la gritona para que Jenny pudiese dormir un poco. A veces, cuando Julia se quejaba, también se la llevaba a su cama calentita y la pequeña se dormía entonces al lado de su bisabuela, dulce y plácidamente. La niña necesitaba contacto físico, sola en la cuna se sentía abandonada.

Esa era la cuna en la que habían dormido numerosas generaciones de niños Dranitz. Menuda alegría le había dado Mine cuando subió al pequeño piso ese precioso y antiguo mueble por la escalera con la ayuda de Ulli. Las hermosas tallas se habían conservado sin rayones. Delante, el nacimiento de Cristo; a derecha e izquierda, la Circuncisión y el Ofrecimiento en el templo; en la parte trasera, la huida de la Sagrada Familia a Egipto. Mine había conseguido más almohadas y cosido fundas de tela rosa a cuadros. A continuación, habían colocado a la pequeña Julia en la cuna a modo de prueba, pero el diminuto bebé parecía totalmente perdido.

—La niña todavía tiene que crecer bastante —dijo Mine.

Con todo, la pequeña gritaba como una adulta. Hasta que la sacaban de la cuna y la paseaban por el piso. Franziska, Mine y Mücke se iban turnando. La amistad de Jenny con Mücke había sufrido un poco por el conflicto con Kalle, ya que se mantenía con firmeza del lado de él. Le parecía estupendo que él quisiese ponerse por cuenta propia y le había prometido echar una mano los fines de semana. Después Jenny se había moderado un poco, ya no criticaba la cría de cabras de Kalle y solo decía que esperaba que no se equivocase en los cálculos.

—¡Lo vigilaré con lupa! —prometió Mücke—. Y una granja escuela solo puede tener ventajas para el hotel.

Franziska discrepaba, pero tampoco iban a discutir antes de tiempo. Hasta el momento no había ni hotel ni cría de cabras: tendrían que esperar a ver en qué acababa todo aquello.

—Bueno, vale —murmuró ella cuando Falko la empujó por tercera vez con la nariz contra la rodilla—. Demos nuestra vuelta nocturna. Veremos qué formas oscuras nos volvemos a encontrar hoy por la mansión.

Jenny estaba ocupada con su hija, que ahora pataleaba llena y contenta sobre el cambiador.

—¡Pero solo por el pueblo, abuela! —le gritó—. ¡No vuelvas a jugar a ser la vigilante de las obras!

En el pueblo seguía habiendo vida pese a lo avanzado de la hora; en la casa de cultura había gente joven que bebía cerveza y conversaba en voz alta. A las afueras del pueblo, en la calle de la mansión, Heino Mahnke había abierto una tienda de comestibles con bar donde los lugareños se sentaban durante todo el día, hasta la noche. Kalle y sus colegas estaban allí casi siempre.

La luna iluminaba la noche, se podía incluso ver las estrellas… Apenas había nubes y, sobre todo, nada de lluvia. Franziska salió despacio del pueblo en dirección a la mansión. Disfrutaba de la vista sobre las colinas gris ceniza, donde ya crecía la siembra, las islas que formaban los pinares negros, las oscuras depresiones donde se acumulaba agua en otoño y primavera.

Si se pasaban por alto los bajos pabellones de la antigua cooperativa de producción agrícola, nada había cambiado desde su juventud. Solo que entonces ella y sus hermanos se movían a caballo, aunque más tarde montaba a menudo sola con su padre porque Jobst y Heinrich tenían que estudiar.

Allí estaban los fantasmas de la noche, con los que debía tener cuidado. No eran esos de los que Jenny la había advertido tanto, eran los otros, las sombras que se liberaban de las profundidades del pasado desde hacía algún tiempo y la atormentaban. Recuerdos que brotaban de repente en su interior, tan claros y vivos que a veces se asustaba de sí misma y se preguntaba dónde habían estado escondidas todas esas imágenes a lo largo de los años.

Como en una película, vio cazar a los jinetes por los caminos vecinales, siluetas negras ante las colinas iluminadas por la luna. Allí estaba Jobst, que siempre se adelantaba un poco; Heini con la gorra de visera justo detrás de él, y después su padre, sobre el gran caballo castrado, Joschka. Y allí estaba ella, que cabalgaba sobre el delgado alazán y extendía el brazo. Franzi, la futura baronesa Von Dranitz, veinteañera, hermosa y vivaz. Alargó el brazo hacia el jinete que se detuvo justo a su lado. Él le sonrió y se cogieron las manos durante un momento. La visión la atravesó como un rayo: Walter. ¿Cuánto tiempo hacía? Le pareció una eternidad. Walter Iversen: el gran, único y eterno amor de su vida. Por lo menos eso pensaba entonces. Y era la verdad, porque su matrimonio con Ernst-Wilhelm no tuvo mucho que ver con la pasión. Había sido más bien un matrimonio de conveniencia entre dos personas que se gustaban y se necesitaban. Con Walter, por el contrario, había sentido pura felicidad. Una dicha embriagadora. Entonces nadie intuía lo corta que sería su vida. Y lo cruel y humillante que sería el final.

Estaba tan absorta en las sombras de otros tiempos que no advirtió las reales hasta el último momento. Los gruñidos de Falko la alertaron. Unas formas oscuras se movían en la casa del inspector, arrastraban un objeto pesado entre tres personas al otro lado de la calle, donde esperaba una furgoneta con las luces de cruce encendidas.

Sin pensar mucho, Franziska se detuvo y gritó con todas sus fuerzas:

—¡Suelten eso! ¡Ahora mismo! ¡O les lanzo al perro!

Las tres siluetas se incomodaron poco por sus gritos, y cuando Falko empezó a ladrar furioso se apresuraron a meter la carga en el vehículo.

Franziska soltó la correa del pastor alemán.

—¡A por ellos, Falko!

El perro salió disparado a través de la noche como una flecha negra y desapareció en la oscuridad. Acto seguido se oyeron ladridos furiosos y palabrotas en un idioma eslavo. El trío se quebró, uno de los hombres de las sombras dejó caer un pesado objeto y se refugió en el coche, mientras los otros dos intentaron apartar al perro a patadas y pedradas. A Franziska le entró miedo por Falko. Maldita sea, iba a tener que utilizar la pistola que metía en el bolsillo del abrigo antes de todos sus paseos vespertinos. Una simple medida de precaución. Al fin y al cabo, tenía demasiado presente el recuerdo de la intrusión en su caseta del jardín. ¡Si tuviese todavía las instrucciones de uso en mente! ¿Cómo era aquello? Primero había que quitarle el seguro a la pistola. Pero ¿dónde? Palpó el metal frío y liso, encontró por fin el pequeño pestillo y lo quitó.

Después todo sucedió muy rápido. Tres disparos, tan fuertes que ella misma pensó que se había quedado sorda, resonaron en la noche. Oyó aullar al perro, después el ruido de las puertas del coche que se cerraban. Otros dos disparos y la furgoneta arrancó y aceleró dando bandazos en dirección a Waren.

—¡Falko! ¡Falko… ven aquí!

Se le hizo horriblemente largo hasta que el perro apareció junto a ella, jadeando, con la cabeza gacha. Unas gotas oscuras le caían del morro. A la mortecina luz de la luna comprobó que sangraba por el hocico. Una pedrada lo había alcanzado de lado y tenía los belfos hendidos, una fea herida. Debía regresar al pueblo lo antes posible para que lo curasen. La veterinaria más cercana tenía su consultorio en Waren, así que se dirigió rápidamente al bar de Heino Mahnke.

—¡Kalle Pechstein! ¿Estás ahí? —gritó—. Deberías ocuparte mejor de tu obra. ¡Acaban de robarte la hormigonera!

En el bar estaban sentados cinco hombres y tres mujeres, entre ellos Kalle, Mücke y Gerda Pechstein. Horrorizados, todos clavaron los ojos desorbitados en Franziska, que llevaba el pelo despeinado y el abrigo ensangrentado.

Mücke fue la primera en recuperarse.

—¿Le han disparado los ladrones? —balbució.

—¿A mí? Tonterías. Pero Falko está herido y hay que llevarlo con urgencia a la veterinaria de Waren.

Kalle y sus colegas saltaron de sus asientos y salieron corriendo del bar en dirección a la obra.

Mücke se precipitó hacia Franziska.

—¡Vamos, la llevo a la veterinaria! Conozco a la doctora Gebauer. Vivió aquí. Hace unos años que tiene el consultorio en Waren. —Corrió con Franziska hasta el Trabant de sus padres—. Salvaremos a Falko —exclamó por encima del hombro—, ¡y después les patearé el culo a esos maltratadores de animales hasta que me duelan los pies!