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Franziska

Diciembre de 1990

Estaba sobrecogida. Tras salir de la clínica, Jenny la había guiado por la casa. Tres habitaciones estaban casi terminadas y amuebladas. Además, el precioso cuarto de baño… Madre mía, la chica tenía buen gusto. Azulejos blancos con mosaicos dorados. Y grifos dorados. Ese mismo día habían llevado la bañera restaurada. Un sueño hecho realidad.

Pero aquello no era todo. Había más. Estaba Jenny. Su nieta, que llegó tan vacilante, enseguida se fue y ahora de golpe, con todo en contra, revelaba sus grandes habilidades. En este sentido había sido casi un golpe de suerte haber cogido una pulmonía y haber quedado fuera de combate durante más tiempo. Pues sí, Jenny era una Von Dranitz. Su difunta madre Margarethe habría estado orgullosa de esta chica.

—Esta tarima es guay… elegante, quería decir —se entusiasmó Jenny y señaló el suelo recién encerado—. Solo hemos tenido que reemplazar los cabios, que estaban totalmente estropeados.

Franziska sonrió satisfecha.

—No te preocupes, Jenny. Ese adjetivo, «guay», me resulta muy familiar. Era una de las palabras favoritas de tu madre.

La joven torció el gesto y Franziska comprendió que a su nieta no le gustaba hablar de Cornelia. Qué pena. Ella había tenido una relación muy estrecha con su madre, por eso le dolía tanto no tener una buena relación con su hija. No sabía cuál era el motivo exacto, pero la discordia entre madre e hija parecía continuar entre Cornelia y Jenny.

—La cocina sigue siendo un desastre —continuó Jenny—. Instalación marca RDA. Pero el horno funciona y la nevera también.

Qué orgullosa estaba de sus logros. A fin de cuentas, su hermosa nieta había cambiado. Ya no parecía tan pálida y raquítica. Al contrario, había engordado y tenía un buen apetito.

—Siéntate, abuela. Por desgracia, el sofá huele un poco a moho, pero porque es muy antiguo. Estilo Biedermeier, dijo el holandés. Hemos cepillado y engrasado las sillas. ¡Puaj —se estremeció al recordarlo—, estaban llenas de telarañas!

La madre de Elke cosería las cortinas, solo tenían que comprar la tela. Y cuando por fin hubiesen vaciado la oficina municipal y el cuarto del alcalde, podrían reformar también esas habitaciones.

—Pero antes deberíamos pensar en una calefacción decente. Una calefacción central, que caliente todas las habitaciones. Además, necesitamos una idea básica. Si decidimos convertir la casa en un hotel, deberíamos consultar a un arquitecto.

Franziska se sentó en el sofá junto a Jenny y asintió a todo lo que decía su nieta. Cierto, había pensado en una especie de hotel, no muy turístico, sino pequeño y elegante. Para huéspedes adinerados. No obstante, quería reservarse algunas habitaciones para uso propio.

Era increíblemente hermoso sentarse junto a esa entusiasta joven, sentir el blando respaldo del sofá y a la vez mirar por la ventana al jardín. Por lo menos antes era un jardín bien cuidado. Ahora estaba desatendido, tendrían que rehacerlo todo y talar algunos árboles.

—Los techadores quieren colocar las tejas la próxima semana —aclaró Jenny—. Después nos mandarán una factura exorbitante. Pero ¿tienes tanto dinero, abuela?

—No habrá problemas —respondió Franziska con evasivas. Había ordenado al banco vender algunos de los valores que Ernst-Wilhelm había adquirido. Por supuesto, como autónomo, había tomado precauciones para la vejez, invirtiendo dinero donde pensó que produciría buenos intereses. Ella, como empleada suya, recibía además una pequeña pensión. Pero, sobre todo, quería vender la casa para dedicar el beneficio a la reforma.

—El abuelo y tú ganasteis muchísimo dinero, ¿no es cierto? —preguntó Jenny con curiosidad—. Vuestra casa en Königstein no es precisamente modesta…

Muchísimo dinero. ¿Qué pensaba esa chica? ¿Que era millonaria? Bueno, no era una mujer pobre, pero tenía una relación distinta con el dinero y las propiedades que los jóvenes de hoy en día.

—Cuando mi madre y yo llegamos al Oeste —empezó a contar con precaución—, todos teníamos una maleta de cartón. Nos la dieron en la frontera. Una vieja manta militar, una chaqueta y dos mudas. Esas eran mis únicas pertenencias. Mi madre había salvado algunos documentos. Con ellos llegamos a un campo de refugiados en Hamburgo. Nos alojábamos seis en una pequeña habitación.

Jenny la miró con los ojos fuera de las órbitas.

—¿Cómo? ¿Solo teníais una maleta de cartón? —preguntó incrédula—. ¿No os permitieron llevar equipaje?

La guerra, reflexionó Franziska. ¿Cómo se le podía explicar a esa joven, que había crecido en el bienestar y la seguridad, lo que significa la guerra? Arbitrariedad. Nada de leyes. Odio que se descarga sobre los débiles. Sobre los inocentes. Porque los culpables no están al alcance.

—Subimos muy cargadas al tren en Schwerin. Pero cada vez que el tren se detenía, las puertas se abrían bruscamente y las bandas de maleantes se abalanzaban sobre nosotros. Les quitaban a las personas mayores las chaquetas y los zapatos, y registraban el equipaje. Y lo que hicieron con las mujeres, mejor no lo quieras saber.

Jenny tragó saliva.

—Los rusos, ¿no?

—No. Eran de todas las nacionalidades. Muchos alemanes, pero también checos, polacos… Hombres desarraigados, antiguos soldados que no habían aprendido otra cosa que luchar y matar.

En silencio, Jenny se levantó para echar más madera a la estufa. Estuvo mirando un rato las llamas ascendentes, y después preguntó:

—¿A ti también te violaron?

—Sí, dos veces —respondió Franziska en voz baja—. A otras les fue peor. Algunas murieron. —¿Cómo debía decirle a su nieta lo que sintió?—. Entonces no se hablaba de ello, sobraba con el miedo, la vergüenza, la humillación.

Jenny se volvió a sentar junto a ella, se recostó y se puso las manos sobre el vientre.

—¿Cómo pudisteis seguir viviendo? —preguntó sin voz—. Ese tipo de cosas le persiguen a una durante toda la vida.

—Queríamos vivir —respondió Franziska simplemente—. Es asombroso lo que hay en una persona. Tanta fuerza. Tanto aguante. Tanta esperanza.

—Ahora entiendo por qué querías volver a tener a toda costa esta casa. —Su mirada vagó por la habitación antes de regresar a su abuela—. Quieres recuperar el recuerdo de un mundo mejor.

—En el fondo esto es una locura, Jenny. Solo vale si se tiene una idea en la cabeza. Un concepto claro de lo que será. Si se visualiza con claridad y se cree firmemente en ello, entonces puede funcionar.

—Te refieres a una visión.

—Exacto. —Franziska estaba impresionada. Jenny tenía como mucho veinte… No, veintiún años. Sin embargo, parecía comprender a la perfección lo que quería decir. Lo que entonces describía como esperanza había sido en el fondo una visión. Su recuerdo de un mundo mejor.

—¿Y qué sucedió entonces? —quiso saber Jenny—. Me refiero a después de que llegaseis al Oeste.

¿Salieron adelante su madre y ella? A primera vista, sí. La nueva patria. La construcción. El incipiente bienestar. Y, pese a ello, nunca había desaparecido la añoranza de su antigua patria.

—Primero tuvimos que quedarnos en ese campamento —contó Franziska—. Era el año 1947. Había ruinas por todas partes. Casi nadie tenía trabajo. En invierno nos conformábamos con tener un poco de calor. También los alimentos escaseaban. Solo salí del campamento porque Ernst-Wilhelm aceptó un puesto en una empresa constructora. Entonces nos casamos y nos asignaron un pequeño piso de dos habitaciones que teníamos que compartir. Primero madre no quiso, pero después se mudó con nosotros.

Jenny miró a su abuela, conmovida. Probablemente vivir con su marido y su madre en un espacio tan reducido era un recuerdo horrible. La propia Franziska se había alegrado mucho entonces de tener a su madre con ella. Había sido a Ernst-Wilhelm al que no le gustaba esa situación.

—Pero el abuelo empezó bastante pronto a montar su empresa, ¿no? Y después la cosa fue mejorando —preguntó Jenny con insistencia.

—Primero di a luz a una hija. Entonces estaba muy contenta de que mi madre viviese con nosotros. Tuve problemas tras el parto y ella me ayudó mucho. —De repente se acordó de lo afortunada que había sido cuando una vecina le dejó el viejo cochecito. Y la ropa de bebé era terriblemente cara, así que cosieron algunas prendas con viejas camisas y ropa interior estropeada. Tras la reforma monetaria la situación mejoró un poco.

—¿Te alegraste entonces de tener a tu hija?

Franziska miró a Jenny, un poco desconcertada por su inesperada pregunta. Pero, claro, le había contado demasiados horrores y ahora la chica tenía la impresión de que el mundo de entonces era incierto y lúgubre. Pero no era así. Se reunían y reían. Adornaban un pequeño árbol de Navidad y se intercambiaban regalos. Se alegraban por todo. Una toalla. Un florero. Una cafetera…

—Por supuesto que me alegré. Sentimos una felicidad indescriptible con el nacimiento de nuestra hija. «Una nueva vida, un nuevo comienzo»: eso dijo mi madre entonces. Y así fue.

Jenny sonrió y cerró los ojos un momento. Tenía un gesto socarrón en la boca, como si supiese algo que los demás ignorasen. Franziska se vio obligada a pensar en Elfriede. El pelo cobrizo, que siempre se encrespaba de tan firmes que se hacía las trenzas. La tez pálida. La nariz… Qué raro que Cornelia hubiese heredado tanto la nariz de los Dranitz como el pelo rojo.

—Es cierto que Ernst-Wilhelm y yo hemos trabajado mucho —siguió—. Quizá demasiado. Apenas pensábamos en algo que no fuese la empresa y quizá desatendimos a nuestra hija. Mi marido era de Königsberg, su padre había tenido allí una fábrica. Era como una necesidad. Una orden. Queríamos alcanzar otra vez el estatus que habíamos tenido. No bajar del tren nunca más como refugiados pobres y andrajosos con tan solo una maleta de cartón. Que los lugareños no volvieran a insultarnos diciendo que éramos una panda de piojosos y advenedizos. —Se detuvo al darse cuenta de que había abierto una esclusa que estaba mejor cerrada. Bastaba por hoy. Bastaba en general. Esa jovencita inocente no podía entender lo que ocurrió entonces, cuando el mundo se vino abajo. Solo la iba a agobiar. De repente, sintió que Jenny la había cogido de la mano y apretaba ligeramente.

—Estoy tan contenta de haberte conocido por fin, abuela —dijo en voz baja. Su voz estaba llena de ternura—. Y de que me cuentes todas estas cosas. Es simplemente… es simplemente genial.

Las primeras semanas que pasó en la mansión después de la larga estancia en el hospital le parecieron a Franziska pura felicidad. La recompensa a su valor, su aguante, su perspicacia. Estaba junto a la ventana de su antigua habitación de la infancia y miraba el vasto paisaje, cómo la niebla de diciembre se extendía sobre los campos, los pinares convertidos en oscuras sombras en la blanquecina bruma, y el lago, cubierto de nubes, silencioso, en calma invernal.

Una bandada de ocas silvestres sobrevoló la mansión en un vuelo silencioso y constante, como una flecha dirigiéndose al blanco. Sobre los árboles del parque, los cuervos se peleaban por los mejores sitios y las cornejas bailoteaban sobre las tierras de labranza sin temor de los rapaces que anidaban en los pinos.

«Allí al fondo, los pueblos… ¿Ves la torre de su iglesia?», le había preguntado su padre antaño, tras ponerle la mano en el hombro. «Pertenecen todos a la finca. Y más allá, tras el bosquecillo, la tierra se vuelve fértil, allí están nuestras mejores tierras de labranza…»

Oyó su voz, creyó sentir su mano como si siguiese detrás de ella. Le dijo que debía empaparse bien de todo aquello y no olvidarlo jamás. Por entonces aún se daba por sentado que Jobst, el primogénito, se encargaría un día de la propiedad.

«Tú te casarás, Franzi. Y al parecer acabarás viviendo en Berlín. Pero no te olvides de Dranitz, mi niña…» Nunca lo había olvidado. Incluso cuando sucedió algo muy distinto a lo que su padre pensaba. Ella, Franziska, volvía a estar hoy aquí, junto a la ventana de su habitación, y miraba el paisaje que apenas había cambiado desde entonces.

Un tiempo más tarde aparecieron los primeros disgustos.

—¿Cómo es que sigues viviendo en casa de los padres de Mücke, Jenny? Pero si tienes una habitación aquí, en Dranitz.

—Bueno, ya sabes, abuela, no me molan mucho los muebles viejos. Y siempre tengo tanto de lo que hablar con Mücke…

Franziska no decía nada, pero estaba consternada. ¿Cómo es que no le gustaban los hermosos y antiguos muebles? ¡Los jóvenes no tenían ni idea! Pero bueno, no tenía que ser injusta. Era una cuestión de gusto. Y por supuesto que Jenny necesitaba una amiga de su edad. Había cosas que una joven no quería comentar con su abuela.

Pese a ello, el buen humor de Franziska se había desvanecido. En lugar de abismarse en viejos recuerdos, prefería ocuparse de las siguientes reformas. A fin de cuentas, no podía dejárselo todo a su nieta. Por fin habían trasladado la oficina municipal con todos los expedientes y estanterías, y las habitaciones estaban vacías, por lo que podían empezar.

—¿Empapelar? —preguntó Jenny y lanzó a Franziska una mirada de sorpresa llena de reproches—. ¿No deberías ocuparte primero del concepto general? Me refiero… Quieres convertir la mansión en un hotel. ¿O solo mentiste para que el municipio te dejase la casa a buen precio?

Franziska estaba horrorizada. Justo así reaccionaba Elfriede cuando buscaba problemas.

—Por supuesto que tengo la intención de llevar a cabo este proyecto —respondió con voz firme—. Pero no ahora mismo. Estaría por encima de mis posibilidades. Dentro de unos años, en cambio…

—Cuando tengas ochenta años —objetó Jenny, escéptica—. ¡Genial! Mücke les ha contado a todos que vas a crear puestos de trabajo. ¡Pospuscheit, el muy imbécil, ya ha despedido a diez personas!

Franziska notó cómo se le disparaba la presión arterial. ¿Qué significaba ese tono de reproche?

—Pero ¿qué estás diciendo? —se resistió, enojada—. En esta casa damos trabajo por lo menos a cinco personas del pueblo, además de a un fontanero y a un soldador del pueblo vecino. ¡Y sin contar las vacas lecheras de Kalle, que pastan gratis en mis prados, y del estiércol de cerdo, que apesta hasta el cielo y del que prefiero ni hablar!

Jenny no parecía dispuesta a dar el brazo a torcer.

—Si eres lista, solicita una subvención. Todos la reciben cuando construyen algo aquí, en el Este. De todas formas, tienes que presentar un proyecto razonable.

—No me hace falta —gruñó Franziska—. Yo pago, así que puedo hacer lo que quiera.

—Sí, bueno —suspiró Jenny—. Entonces haz lo que quieras, abuela. Pero sin mí. No tengo ganas de criar a mi hijo en un museo de la memoria de los Von Dranitz.

Franziska miró a su nieta con los ojos fuera de las órbitas. ¿Qué acababa de decir Jenny?

—¿Qué hijo? ¿Tienes un hijo? —balbució desconcertada.

Su nieta puso los ojos en blanco y soltó un ligero gemido.

—Todavía no —aclaró irritada—. Estoy embarazada.

Franziska se apoyó contra el marco de la puerta. Jenny esperaba un hijo. ¡Su nieta estaba embarazada y ella no había notado nada! Por supuesto que le había llamado la atención que hubiese engordado bastante, pero lo había atribuido a la buena comida del campo. Dejó vagar la mirada por el protuberante vientre de Jenny. Tenía que ser la vejez. Al parecer, provocaba ceguera.

—¿De cuántos meses estás?

—Al final del sexto.

—Entonces sales de cuentas en…

—Abril.

Se miraron, Franziska seguía desconcertada, Jenny un poco divertida.

—¿De verdad no habías notado nada?

Franziska sacudió avergonzada la cabeza.

—Ahora que lo sé, lo entiendo todo. Primero siempre te encontrabas muy mal, y luego me alegré porque cogiste peso. Qué estúpido por mi parte —murmuró. Jenny la miró con los ojos entornados. Insegura. Terca. Un poquito esperanzada.

—¿Qué te parece? —preguntó en voz baja.

La respuesta de Franziska llegó sin vacilaciones, directa del corazón.

—¡Es maravilloso, Jenny! ¡Me alegro muchísimo!

—¿De verdad?

—¡De verdad de la buena!

Franziska sintió cómo una gran alegría se apoderaba de ella. Le hubiese encantado regocijarse a gritos. ¡Un bebé! Abrazó a su nieta, se rio, dijo sandeces y estuvo de acuerdo con todo lo que Jenny había propuesto.

—Sí, tienes razón, niña. Si lo de la subvención funciona, lo hacemos. Un hotel para los más exigentes, con sala de conferencias y restaurante. Daremos trabajo a las personas del pueblo, eso haremos, ahora que la siguiente generación está en camino…

Jenny rio aliviada. Le contó que hacía tiempo que todo el pueblo lo sabía, todos sus amigos lo habían notado… menos su abuela.

—¿Por qué no me dijiste nada, niña? —quiso saber Franziska Jenny dio algún rodeo, abochornada, hasta que confesó con una sonrisa:

—Porque mamá siempre ha dicho que el abuelo y tú sois… Bueno, que sois muy conservadores…

—Quieres decir anticuados —interrumpió Franziska.

Jenny se encogió de hombros y ella decidió dejar las cosas como estaban. No quería de ninguna manera seguir alimentando la pelea entre Cornelia y su hija. Al contrario, aspiraba a que con paciencia y energía, ambas se reconciliasen. Al fin y al cabo, Cornelia iba a ser abuela. Y ella —¡qué horror!—, bisabuela.

Durante los días siguientes se sentaron a menudo juntas en la habitación de Jenny —era la habitación de Jenny, aunque de momento no quisiera vivir allí— e hicieron muchos planes. El restaurante y todas las salas relacionadas deberían estar en la planta baja. En el sótano se instalaría un spa con sauna, así como las dependencias del servicio. Las habitaciones irían en la primera planta; en el desván, la sala de conferencias, el salón de reuniones y quizá un pequeño teatro. En el jardín, Franziska quería construir un picadero con establos. Su nieta deseaba una piscina junto a la sauna.

—Me gustaría invitar a un conocido de Berlín a nuestra cena de Navidad —propuso Jenny de repente.

—No será el padre de tu…

—¡Claro que no, abuela!

Franziska no tenía inconveniente. La invitación de Jenny había sido una idea maravillosa: ella también lo había pensado. Una fiesta con los vecinos del pueblo que les echaban una mano con tanta determinación sería un digno final para este emocionante año y tendería un puente con el pasado.

Enseguida empezó a planificar. Había que subir la mesa grande y las sillas del almacén del holandés. Dos sábanas servirían como manteles, pero la vajilla era un problema. Los rusos habían destrozado la maravillosa vajilla de Meissen con motivos de cebollas de su madre, y la suya estaba en Königstein.

—Pero si es muy fácil, abuela —exclamó Jenny—. Cada cual se trae su plato, los cubiertos y una copa.

Eso no le gustó en absoluto a Franziska, aunque, por otro lado, sería un solemne disparate adquirir de golpe y porrazo un servicio de doce piezas. Así que cedió. A cambio, cocinaría con Mine un espléndido menú. Por supuesto, ganso asado, como antaño. De primero debía haber carpa en eneldo, después ganso asado con albóndigas y lombarda, y por último pudin de nata agria con jalea de frambuesa. Mine prepararía el postre, Franziska asaría los gansos en dos tandas, porque en el horno solo cabía uno. Después tendría que mantener caliente el primero en una caja con ladrillos y toallas ardientes. Así lo hacía la antigua cocinera.

La mañana del 24 de diciembre llamaron sobre las nueve a la puerta principal de la mansión. Falko ladró agitado y no se tranquilizó hasta que Franziska lo reprendió con severidad antes de abrir. Esperaba al cartero o a Kalle, que hacia esa hora solía llevar una jarra de leche fresca y llenaba el pasillo de un fuerte olor a cuadra, pero en la puerta había un hombre delgado, moreno, con hermosos ojos azules, que se presentó con mucha amabilidad y educación.

—Me llamo Woronski, soy un conocido de la señora Jenny Kettler. Espero no llegar demasiado pronto…

Un polaco… Bueno.

—En absoluto, joven. Llega justo a tiempo para desayunar, mi nieta tiene que estar a punto de llegar…

—Estoy muy avergonzado, señora Von Dranitz.

—Me apellido Kettler.

—Perdón.

Una persona agradable, pero parecía tener miedo a los perros. Lo mandó al Konsum a comprar bollos recién hechos y a continuación puso la mesa con extrema meticulosidad. Cuando el olor a café recorrió las habitaciones, Franziska oyó que Jenny abría la puerta. Acto seguido apareció en vaqueros y con una rebeca holgada en el salón.

—¡Eh, Kacpar! ¡Me alegro de que ya estés aquí! ¿Qué? ¿Te gusta?

Al joven casi se le salieron los ojos de las órbitas del entusiasmo, y la inequívoca barriga de Jenny no parecía confundirlo en absoluto. Con cuidado, se dirigió hacia ella, la saludó con un abrazo y la besó en ambas mejillas.

—Bueno —respondió cuando la hubo soltado—, sin duda el edificio tiene presencia. Se podría hacer algo con él. Pero, sobre todo, con el terreno. ¿El lago también forma parte del conjunto?

¡Era arquitecto! Poco a poco Franziska entendió por qué Jenny había dado voz y voto a este agradable muchacho.

Tras un desayuno abundante, los dos recorrieron toda la casa, examinaron desde el sótano hasta el desván y, según parecía, tenían mucho que comentar. El resto del día se llenó de preparativos. Jenny dio una vuelta con Kalle, Wolf, Falko y el arquitecto polaco por el bosque para talar un árbol de Navidad, y Mine llegó con —¡milagro!— tres bolas de Navidad plateadas que se había llevado en su momento de la mansión. Mientras tanto, un exquisito olor atravesó toda la casa: el primer ganso ya crepitaba en el horno y el segundo esperaba en la mesa de la cocina, bien rellenos los dos de castañas y manzanas. Falko los vigilaba, ansioso. Mücke picó la lombarda mientras Franziska cortaba en rodajas las cebollas, el tocino y las manzanas.

Prometía ser una fiesta perfecta. Los tres hombres colocaron el abeto en un cubo con arena que Jenny decoró con hojas de pino; Wolf les regaló una guirnalda de luces eléctrica, Kalle trajo espumillón y el joven polaco hizo unas bellísimas estrellas plegadas de papel blanco.

Jenny adornó la larga mesa con hojas y piñas de abeto, colocó pequeñas velas y se negó rotundamente a utilizar como manteles las sábanas que Franziska había preparado.

—¿Para qué necesitamos manteles? ¡Pero si la mesa antigua es preciosa!

Sobre las cinco llegaron Elke y Jürgen, que trajeron a Karl-Erich, al que acomodaron en un sillón alto con muchos cojines.

—¡Menudo banquete! —exclamó entusiasmado el antiguo carretero—. ¡Casi tan bonito como entonces!

La mesa ofrecía una imagen colorida gracias a los muchos y diversos platos y recipientes para beber. Nada hacía juego y, sin embargo, la impresión general era de alguna manera armónica. Mücke y Jenny sirvieron el primer plato y todos brindaron por la anfitriona y degustaron las sabrosas carpas con salsa de eneldo. Después, Jenny intentó entonar «O Tannenbaum», pero fracasó por culpa de Falko, que quería acompañarla a toda costa, lo que provocó grandes carcajadas.

—Qué pena que Ulli no haya podido venir —se lamentó Mine cuando Kalle trajo el primer ganso.

Franziska se puso en pie para dar un breve discurso a sus invitados. Destacó lo feliz que se sentía de poder dar a la casa de sus antepasados una vida nueva y aseguró que era muy bonito ver a tantos amigos reunidos a su alrededor.

—Esta casa fue construida en el siglo XIX, ha visto ir y venir muchas generaciones, pero sigue en pie… —En ese momento algo crujió sobre ella, un polvo blanco cayó y varios trozos de revoque se desprendieron del techo. Todos gritaron asustados, Mine se abalanzó sobre los platos con el ganso asado para protegerlo y el arquitecto Woronski se quitó restos de cal del pelo.

Franziska se quedó paralizada y miró fijamente hacia el techo de la habitación, donde se veían varios agujeros y manchas oscuras. Falko reptó por precaución bajo la mesa.

—¡Te lo dije! —susurró Kacpar a Jenny, que se sentaba junto a él.

—¡Tú y tu maldito pesimismo! —refunfuñó esta.

—Pero no ayuda —insistió—. Toda la armadura del tejado está carcomida, se tiene que derribar. Y las paredes y los suelos del primer piso también. Hay que rehacerlo todo…

—Pues nada. ¡Apaga y vámonos! —añadió Karl-Erich, lacónico.