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Franziska

Finales de octubre de 1990

El holandés Van der Voos miraba preocupado la puerta de la bodega de la mansión, tras la cual se encontraba su amplio almacén de muebles. Se quitó las gafas y las limpió a conciencia. No, no había contrato de alquiler con el municipio…

—Es una lástima. Es un almacén realmente fantástico, con mucho espacio y encima seco. ¿Está usted segura, señora baronesa?

Franziska se impacientó. ¿Qué manía era esa de dirigirse a ella continuamente como «señora baronesa»? Detrás estaba de nuevo Pospuscheit, que no perdía ocasión de incordiarla.

—Me apellido Kettler —le corrigió con aspereza—. Pretendo renovar a fondo el edificio. No me sirve para nada un almacén de muebles en el sótano.

Tardó un tiempo en encontrarlo, porque solo iba a Dranitz de vez en cuando. Mücke, que era amiga de Anne Junkers, la secretaria del alcalde, le había ayudado a buscarlo. Mücke valía un imperio, Franziska no sabía qué habría hecho sin esa criatura alegre y encantadora.

—Señora Kettler —insistió con obstinación el holandés—, me resulta imposible vaciar el almacén en tan poco tiempo. ¿Cómo voy a encontrar algo adecuado tan rápido? ¿Tal vez le gustaría echar un vistazo?

La puerta del sótano era de acero, Franziska la conocía bien. Antes, en el espacio que se encontraba detrás, se cortaba la carne de los animales cazados, la dejaban colgada y la conservaban. Bajo el sótano había otra estancia, pequeña y alicatada hasta el techo, donde se despellejaba y despedazaba a los animales. El abuelo había sido un gran cazador en sus tiempos; su padre menos, pero sus hermanos Jobst y Heini estaban a la altura del abuelo. A Franziska solo le gustaba la caza por los perros, la muerte no le atraía.

La puerta de acero chirrió. Probablemente el marco estaba deformado por culpa de la mampostería. Los recibió un olor mohoso a lignito. A Van der Voos le costó encontrar el interruptor anticuado, marrón oscuro y redondo, con una rebaba en el medio que había que girar. La iluminación era la típica de la RDA, una lámpara de sótano atornillada al techo que arrojaba una luz mortecina y amarillenta. Franziska vio un caos de mesas y sillas apiladas unas encima de otras, armarios junto a la pared, bufés, cómodas, arcones, cuadros y dibujos enmarcados.

—Dios mío, ¿qué hace usted con todos esos muebles? —exclamó.

El holandés acarició el respaldo de una silla con la mano en un gesto profesional y le explicó que llevaría la mayoría de los objetos a un restaurador. Otros los vendería. Tenía que calcular muy bien para no perder dinero.

A Franziska no le parecía que fuera a perder dinero. Al contrario, se iba a forrar. Seguramente había comprado todos esos preciosos muebles antiguos por unas migajas, tal vez incluso los había rescatado de la basura. La gente de aquí estaba loca por las baratijas de las empresas occidentales de venta por catálogo. Los padres de Elke, por ejemplo, habían comprado un nuevo tresillo con tapizado de tejido vaquero.

—Esto es madera de roble, del período de los fundadores —afirmó ella con conocimiento—. Y esto, Biedermeier, y detrás veo estilo imperial e incluso modernismo…

En medio de la sala, oculta debajo de todo tipo de sillas y muebles pequeños, había una imponente mesa de roble. En el salón grande había tres de ese tipo. En las reuniones de cazadores o grandes celebraciones familiares ponían las tres mesas juntas, y podían sentarse hasta cincuenta personas.

—Me interesaría esa mesa de ahí —continuó Franziska, tras un repaso exhaustivo—. ¿Tiene las sillas a juego?

—Sí, claro, señora bar… eh, señora Kettler, justo ahí detrás, espere, que se las enseño. —Mientras buscaba las sillas con esmero, Franziska estudió los armarios y cómodas y vio varias estructuras de cama de madera tallada. Pintadas de negro, tenebrosas, al gusto de principios del siglo XX. Tal vez podría lacar la madera de blanco.

—Oiga, señor Van der Voos —dijo Franziska al holandés—, le propongo un negocio. Yo le dejo este espacio del sótano durante medio año sin alquiler y a cambio escojo algunos de sus muebles.

El hombre estaba entusiasmado, elogiaba alguna que otra pieza, y cuando comprendió que Franziska entendía de muebles y seleccionaba con determinación los mejores, negoció un año entero.

Ella accedió. El espacio del sótano carecía de interés de momento para las reformas. Había espacio de sobra en otros lugares para guardar cubos de pintura, utensilios y materiales. El sótano de la mansión era enorme, y había estancias que, aparte de ella, solo conocían Mine y Karl-Erich. En su momento habían escondido allí la plata de la familia y las joyas de su madre, pero aun así los rusos lo encontraron todo.

Hacía una semana que la mansión, el parque y el lago volvían a ser de su propiedad. Había convocado a su abogado en Dranitz y, para que todo fuera correcto, llevaron a un notario de Waren que había aceptado su caso pese a la ingente sobrecarga de trabajo, de modo que la entrada en el registro de la propiedad también estaba hecha. Ella, Franziska Kettler, era de nuevo señora de la mansión Dranitz, aunque las tierras que antes pertenecían a la mansión estuvieran en manos de otros. De qué le servían campos, bosques y prados. Su sueño era la mansión, el parque y el lago, los lugares donde había pasado su infancia y juventud.

Tras la larga y descorazonadora espera en condiciones deplorables, ahora se sentía liberada. Sumida en una actividad frenética, de noche apenas dormía unas horas, se pasaba todo el día en pie, solucionaba un montón de asuntos, recorría la zona, encargaba materiales de construcción, reclutaba obreros, hacía planes y cálculos aproximados de los costes. Estaba como embriagada. Iba a recuperar lo que se había destrozado, reconstruir lo que se había desmoronado. ¡Ojalá su madre hubiera vivido! Con lo que deseaba poder regresar a Dranitz. Ahora era ella, Franziska, la que llevaba a cabo lo que a su madre le había sido negado.

Las primeras noches en la mansión las pasó en el antiguo cuarto de las criadas, en el jardín. Cuando empezaron las reformas se mudó a la antigua lavandería, donde instaló una cama y un colchón que compró en unos grandes almacenes. Nada caro, pero bastante más cómodo que el tambaleante catre donde había dormido durante varios meses y que le había destrozado la espalda. Falko observaba a su dueña junto al almacén, decidido a ahuyentar a todos los intrusos.

Durante el día tenía que vigilar que no se fuera al Konsum a saquear el mostrador de salchichas. A petición de los vecinos del pueblo, había accedido a permitir que la tienda siguiera de momento en la mansión. De todos modos, aún no estaba claro qué iba a ocurrir con los supermercados de la RDA, pero mientras existiera el Konsum los habitantes de Dranitz no tenían que ir a comprar en coche, algo que les iba muy bien, sobre todo a la gente mayor que no estaba motorizada.

Era importante estar a buenas con la gente, demostrarles que no había regresado como baronesa engreída, sino como una buena vecina. Por supuesto, las relaciones eran distintas que antes, cuando el barón Von Dranitz se sentía responsable del bienestar de los vecinos del pueblo. Muchos trabajaban directamente en la finca, pero los demás, operarios y pequeños campesinos, tenían estrechos vínculos con la mansión. La familia Von Dranitz celebraba las fiestas de pueblo con ellos, los niños de la mansión iban a la escuela del pueblo y todos los domingos y festivos el barón acudía con su esposa y sus hijos a la iglesia a escuchar el sermón.

Franziska se despidió del comerciante holandés de muebles, del que recibió una llave del almacén y el permiso de sacar algunos muebles seleccionados en caso de necesidad. Subió exultante la escalera, que ya estaba cubierta con un plástico. Arriba, las reformas ya estaban en marcha. Habían arrancado el papel de la pared y los suelos, y Franziska había comprobado encantada que bajo el linóleo aparecía el viejo parqué de madera casi intacto. Solo en algunos puntos se veía negro por la humedad y habría que sustituir la madera.

—Lo primero que yo encargaría arreglar sería el techo —le propuso Karl Pechstein, al que todos llamaban «Kalle»—. Hasta que no sea impermeable, es una tontería que empecemos, porque en menos que canta un gallo tendrá toda la casa llena de moho.

No resultó fácil encontrar una empresa de techadores decente en la zona. Al final, Franziska llamó a una empresa de Frankfurt que iba a enviar a un empleado para hacer una inspección, pero de momento no había aparecido nadie. Tendría que insistir. Lo malo era que por la mañana cada llamada de teléfono era una pelea. El único aparato que funcionaba se encontraba en la oficina del alcalde, y cuando Gregor Pospuscheit estaba presente era imposible llamar. Había acordado con las autoridades locales que la oficina podía seguir en la mansión hasta diciembre, pero por el bien de todos sería mejor que no permanecieran más tiempo bajo el mismo techo.

«Y las ventanas, tiene que ponerlas todas nuevas, señora baronesa. No sirve de nada que el techo sea impermeable si luego la humedad penetra por las ventanas», le había dicho Kalle. Desvió la mirada hacia los grandes ventanales, que, en efecto, necesitaban un saneamiento urgente.

Kalle se había erigido en director de la pequeña tropa de reforma y se tomaba su función muy en serio. No solo porque quisiera impresionar a Mücke. Pospuscheit, el nuevo director comercial de la nueva cooperativa agraria, lo había despedido a él y a unos cuantos más. Por motivos empresariales, dijo, pero en realidad el señor presidente estaba enfadado porque Gerda Pechstein, la madre de Kalle, le había arrebatado la casa del inspector delante de las narices. Franziska estaba resuelta a ofrecer trabajo a Kalle y sus amigos. Los jóvenes eran los que más merecían su dinero por las reformas de la mansión.

«Casi como era antes —pensó con una sonrisa—, solo que pronto me quedaré sin dinero y tendré que vender la casa de Königstein». Tiritó de frío. No era de extrañar, llevaba lloviendo desde primera hora de la mañana, y por las ventanas de la primera planta, que no cerraban bien, entraba una desagradable humedad. En el pasillo había una fila de sacos de plástico azul, llenos hasta los topes de papel de pared viejo y linóleo destrozado, que Falko olisqueaba con desconfianza. Kalle había prometido llevarlos a un vertedero cercano en los días siguientes. Franziska prefería no saber si se trataba de un vertedero oficial de la RDA o de una escombrera ilegal. Kalle se había limitado a comentar que allí lo hacía todo el mundo.

Franziska pasó junto a las paredes sin papel, de las que se caía el revoque en grandes pedazos, y por detrás aparecieron los ladrillos de color rojo claro con un aspecto sorprendentemente nuevo. Solo las juntas se desmoronaban; tendrían que rascar la vieja argamasa y volver a pegar las piedras, una tarea ardua pero necesaria. Suspiró. De momento, el aspecto de los antiguos dormitorios de la familia era realmente desalentador. Se dirigió a la ventana con otro suspiro e intentó distinguir en el horizonte los pueblos que le enseñaba su padre cuando aún era pequeña, pero con la intensa lluvia apenas se distinguía nada.

El otoño se acercaba a pasos agigantados, pensó angustiada, y cuando llegara el invierno todo resultaría mucho más difícil. Por primera vez desde que Dranitz volvía a pertenecerle se sintió agotada y dudó de poder superar las tareas pendientes. No era de extrañar. Necesitaba con urgencia unas horas de sueño. Y algo caliente. ¡Si por lo menos pudiera encender una de esas estufas de madera! No eran las mismas que antes. Eran más pequeñas y contaban con unas placas de tierra refractaria que conservaban el calor. Los ocupantes de esas habitaciones en tiempos de la RDA debían de haberlas usado mucho, porque alrededor de ellas las paredes y los suelos estaban cubiertos de hollín.

Falko, que seguía a Franziska como una sombra, se separó de su lado y corrió al baño. De allí llegaban voces exaltadas hasta el pasillo: Kalle y sus compañeros discutían de nuevo sobre un problema que acababa de surgir. Franziska se obligó a mirar hacia delante. Tenía que aguantar unas semanas más, y luego al menos habría dos estancias habitables. Después todo sería más fácil, porque tendría un lugar al que retirarse.

—El agua busca su camino —oyó la voz potente de Kalle—. Puede ser perfectamente que venga de fuera. O de arriba.

—¡Chorradas! Eso es una cañería rota. Está muy claro. Mira eso, es cardenillo. La tubería de latón se ha ido al traste.

Ese era Wolf Kotischke, el mejor amigo de Kalle. Solo ayudaba a última hora de la tarde en las reformas porque trabajaba como tractorista en la cooperativa. Los buenos conductores de tractor eran importantes, Pospuscheit no iba a despedirlo tan rápido, aunque tuviera esa intención.

—¿Hay algún problema? —preguntó Franziska, y pasó por encima de un cubo lleno de baldosas descartadas que estaba en el umbral de la puerta.

—La pared está húmeda —le comunicó Kalle, y le enseñó una gran mancha en el muro que quedaba al descubierto—. Seguramente una cañería rota.

Franziska asintió. Las cañerías de agua eran del siglo anterior. No recordaba que su padre hubiera ordenado cambiarlas, y en tiempos de la RDA, y en eso coincidían todos los ayudantes de las obras, no se había renovado casi nada.

—Podríamos remendar la tubería —continuó Kalle con gesto escéptico—, pero puede que mañana salga el agua por cualquier otro sitio.

Franziska asintió. Kalle tenía razón: necesitaban un instalador. No tenía sentido reparar la tubería y alicatar de nuevo para luego tener que arrancarlo todo otra vez.

Kalle prometió encontrar un buen instalador. Hasta entonces quería dedicarse a las paredes y techos de las habitaciones. Retirar el revoque antiguo, rascar las juntas, llevarse los escombros…

—¿Cuándo podré vivir aquí? —preguntó Franziska.

Kalle se rascó la nuca de exuberantes rizos y contestó, pensativo:

—Eh… Como pronto dentro de tres semanas, diría, siempre y cuando el clima ayude. Si sigue como ahora, no conseguiremos que el yeso se seque.

—¿Tres semanas más? —gimió ella—. Pero cuando venga mi nieta necesitará una habitación decente. No puede vivir eternamente en casa de los Rokowski. ¿No puede ser antes?

Los hombres se miraron y se encogieron de hombros.

—Claro —murmuró Wolf—. Todo puede ser si uno quiere.

—Estupendo. —Franziska sonrió aliviada—. ¡Confío plenamente en usted!

Seguida de su perro, salió del baño y echó un vistazo al reloj: ya eran las cinco y media. Con suerte aún localizaría a alguien en la empresa de techadores. Pospuscheit ya se habría ido de la oficina, así que podría hablar por teléfono con calma. Le habían dado una llave del vestíbulo, donde Anne Junkers tenía su lugar de trabajo y donde estaba el teléfono. Además, le habían permitido usar el retrete y el lavabo mientras su baño no estuviera listo.

Aquel día el pasillo estaba especialmente oscuro por culpa de las pesadas nubes de lluvia que cubrían el cielo como un edredón gris. La oficina municipal, con sus austeros muebles de madera y las paredes sin decorar, poco antes le había parecido fea y triste, pero ahora casi le daban ganas de mudarse allí. Estaba limpio y caliente, tenía baño y retrete e incluso una mesita de té con un fogón. Muy distinto de la habitación húmeda y fría en la que se alojaba en esos momento.

«Bueno —masculló, y dejó a un lado la angustia—. Déjate de comedias. Hubo una época en la que no sabías si ibas a sobrevivir a la siguiente noche. ¿Qué son unas cuantas molestias en comparación con la guerra?»

En la empresa de techadores contestó una mujer joven que le comunicó que en ese momento estaban muy ocupados, pero que la semana siguiente enviaría a alguien.

—¿Puede darme una fecha más concreta? —insistió Franziska—. Me gustaría estar presente para enseñárselo todo a su empleado. Además corre prisa, el techo tiene goteras en varios puntos y llueve a mares desde ayer.

La joven prometió ocuparse de ello y colgó.

Franziska también colgó el auricular del gancho, pero en vez de subir de nuevo se quedó un ratito más sentada en la silla del despacho, acariciando la cabeza de Falko. Le gustó que le pusiera el hocico caliente en la rodilla. ¿Debería también renovar el cableado eléctrico? Se suponía que no podían ser los originales, los que hizo poner su abuelo. Bueno, se lo preguntaría a Kalle.

Fuera, por fin la lluvia había parado, pero a cambio unos espesos velos de niebla rodeaban la casa. Al día siguiente llamaría a un agente inmobiliario de Königstein, un conocido que antes iba como invitado a su casa de vez en cuando. Cuando Ernst-Wilhelm seguía vivo. Conocía la propiedad, sabría apreciar qué valía la pena vender. Necesitaba el dinero para seguir allí, solo cubrir de nuevo el tejado exigiría una suma de cinco cifras. Tampoco iría mal una calefacción de gasoil. Ojalá Ernst-Wilhelm estuviera a su lado, él sabía de esas cosas. Aunque seguramente ni siquiera habría estado de acuerdo en vender la casa de Königstein. Habían trabajado mucho durante todos esos años, apenas habían disfrutado de tiempo libre. Ernst-Wilhelm estaba muy orgulloso de la casa, había dibujado él mismo los planos y luchado mucho con los arquitectos por cada detalle.

«Lo siento, pero Dranitz es más importante. No solo para mí, sino para toda mi familia. Esta casa nos unirá de nuevo a todos. Soy una Von Dranitz y cargo con esa obligación, la misión que me ha encomendado mi familia», pensó afligida.

De pronto le dio la sensación de que se le congelaban los pensamientos. Debía de ser por el frío. Estaba helada, necesitaba con urgencia la chaqueta de punto gruesa que se había comprado en Waren. En la primera planta se oían golpes cada vez más fuertes, lo que en realidad era una buena señal, pues los obreros parecían avanzar. De todos modos, en ese momento solo deseaba que los chicos se fueran a casa para poder meterse en la cama, bajo el edredón calentito.

«Dormir», suspiró, y se levantó, cansada, de la silla de Anne Junkers. «Necesito sin falta dormir unas horas seguidas. De lo contrario no aguantaré. Que sigan con sus martilleos y golpes, voy a sacar el perro un rato y luego me acostaré. Que cierre Kalle con llave, para eso le di la copia».

Mientras Falko hacía sus necesidades fuera, ella esperaba impaciente en la puerta. ¿Qué hacía el perro tanto tiempo en la niebla? ¿Otra vez estaba cazando una marta fisgona? Sintió un vacío en su interior que no auguraba nada bueno. ¿No se estaría resfriando? Tenía la garganta un poco irritada y le dolía al tragar. «No te pongas enferma ahora», se reprendió, «tienes que aguantar. Por lo menos las próximas semanas».

Falko apareció en la oscuridad, se sacudió, pasó corriendo por su lado y subió a la primera planta. Odiaba el plástico que cubría la escalera, había tardado un tiempo en sentirse preparado para pisarlo. Arriba, los obreros habían terminado el trabajo del día y se cruzaron con ella en la escalera, le dieron las buenas noches y Kalle le ofreció por enésima vez una habitación en casa de sus padres.

—Aquí no se puede vivir, señora baronesa. ¡Se va a poner enferma en medio de las obras!

—Soy dura de pelar, joven —repuso ella, y agradeció con educación la oferta. No, no iba a abandonar la propiedad. Estaba comprometida con esa casa, la iba a vigilar y proteger. Allí quería pasar los últimos años de su existencia, y allí quería morir.

«Pero no tan pronto», pensó afligida cuando cerró la puerta de la casa detrás de los obreros. El temblor interior dio paso a los escalofríos, el corazón le palpitaba con fuerza y tenía frío y calor a la vez. Así que era un resfriado, por lo visto con fiebre. A los setenta, una no era tan resistente como a los veinticinco. Subió a rastras los peldaños, agotada, acarició el pellejo húmedo del lomo de Falko, que la esperaba arriba, y estuvo sopesando qué hacer. Anne Junkers, la amable secretaria del alcalde, ¿no tenía un paquete de aspirinas guardado en el cajón del escritorio? Por supuesto, la semana anterior se quejó de su sensibilidad al tiempo, por eso siempre tenía a mano unas cuantas pastillas para el dolor de cabeza.

Franziska regresó al vestíbulo de Pospuscheit y abrió el cajón del escritorio de Anne, donde, en efecto, había una cajita de aspirinas con diez unidades dentro. Franziska tragó con cuidado dos a la vez y se metió el paquete en el bolsillo de los pantalones. ¡Sería ridículo que no lograra controlar un resfriado tan tonto!

Su dormitorio provisional estaba helado. Franziska se envolvió en una chaqueta gruesa de lana y luego se metió bajo el edredón. Ya tiritaba de frío, notaba manos y pies helados y, pese a la aspirina, empezó a dolerle la cabeza.

«Mañana me encontraré mejor. Solo necesito dormir una noche entera», decidió. En efecto, pronto cayó en un sueño inquieto y febril, no paraba de dar vueltas entre gemidos, atormentada por sueños salvajes. Veía infinidad de cubos negros llenos de escombros, ordenados en filas, que rodaban sobre sí mismos como un enorme ejército. «¡Que vienen los rusos!», oyó que gritaba alguien. «¡Tenemos que huir!» Los cubos rodaban sobre las colinas, dibujaban profundos surcos negros en las brillantes ondas color violeta plateado de la barcea, se acercaban a la mansión.

Franziska se despertó gritando asustada y se tomó dos pastillas más. La fiebre y la jaqueca remitieron durante un rato, y en su lugar apareció un intenso dolor de estómago. Hacia el amanecer volvió a dormirse, completamente agotada, y soñó con un prado lleno de vacas mugiendo.

—¿Señora baronesa? —Oyó de pronto que la llamaba de lejos una voz masculina que le resultaba familiar—. ¿Hola? ¿Está usted despierta?

—Aún está durmiendo —contestó una voz de mujer—. Voy a ir a verla un momento.

Mücke. ¿No era esa Mücke? Franziska abrió los ojos y comprobó que fuera ya volvía a haber luz. Un ataque de tos se ocupó de despertarla del todo. Se sentía fatal, le dolía todo el cuerpo, notaba la cabeza pesada y espesa. Se sentó con mucho esfuerzo, se puso los zapatos y se acercó con paso tambaleante a la ventana. Abajo, en el patio, estaba Kalle en medio de un rebaño de vacas de color blanco y negro. Eran unas grandes vacas lecheras Holsteiner con las ubres a rebosar. Los delirios no cesaron ni cuando Franziska se frotó los ojos varias veces y parpadeó.