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Franziska

Septiembre de 1990

La noche había sido fría, se había helado pese al saco de dormir y la manta de lana. Ahora, al amanecer, Franziska veía una fina niebla entre los árboles. La mansión también estaba envuelta en un vaho lechoso, lo que le confería al edificio un aire atemporal, casi irreal. Tal vez fuera porque los daños en el revoque y las ventanas destrozadas de la planta baja ya no se veían con tanta claridad. Con un poco de imaginación podía ver el porche con columnas y las terrazas cubiertas de hiedra. Pero ¿había hiedra? ¿O era parra salvaje? Lástima que su memoria fallara a menudo en esos detalles.

Hacía casi dos semanas que volvía a estar sola en Dranitz. Jenny, la nieta que había aparecido por sorpresa, había regresado a Berlín. Por lo visto quería dejar su piso y luego volver. Franziska no estaba segura de si Jenny lo decía en serio. Esperaba que sí. Mucho, incluso. Pero algo que le decía que no.

Por desgracia, ella tampoco había dado muy buena impresión a su nieta. Sobre todo al principio. Cielo santo, esa chica era una reproducción perfecta de su hermana menor, Elfriede, tanto que al principio tuvo que sobreponerse al susto. En vez de estrechar a su nieta entre sus brazos con alegría, se quedó ahí quieta, lidiando con los recuerdos que la asaltaban. Pero luego mejoró, se acercaron, y la chica incluso habló mucho.

Le había dolido en el alma que Cornelia hubiera tenido tan poca influencia maternal en su hija. La chica dejó las prácticas en el banco para lanzarse al cuello de un tipo casado, ¡que encima era su jefe! ¡No podía ser cierto! No expresó su opinión al respecto, había aprendido del pasado y se quedó callada. De todos modos, ya no tenía sentido regañarla: Jenny era una Von Dranitz, aprendería de las experiencias amargas y en un futuro sería más lista. O eso esperaba. En muchos aspectos le había parecido muy sensata, aunque un poco testaruda. Al menos en lo que decía sobre las reformas pendientes parecía tener la cabeza en su sitio. Por suerte, en el carácter era muy distinta de la lastimosa Elfriede.

A Franziska le alegraba que se llevara tan bien con Mücke. Las dos chicas pasaron un domingo entero fuera con Falko, dieron la vuelta al lago y se bañaron. Al día siguiente Jenny le contó que quería ocupar una habitación en casa de los padres de Mücke. Eso también había sido una decisión sensata, porque en la cabaña no había espacio para las dos.

Sí, tenía muchas esperanzas de que Jenny volviera. Sin duda, aún era muy joven, tenía poco más de veinte años. Pero su energía, su alegría, su talante natural, era todo lo que Franziska echaba de menos ahora mismo. Con Jenny a su lado, la ingente tarea que le había impuesto la vida le resultaba mucho más fácil de asumir.

«Un bonito sueño», pensó, y se llamó al orden. A fin de cuentas no tenía derecho a pasarle a su nieta semejante carga. Era solo tarea suya.

El día anterior había recibido la amable visita de Gregor Pospuscheit. Aporreó la puerta de su cabaña cuando ella estaba echando una siesta. Falko, que estaba tumbado en el suelo, a su lado, se levantó de un salto ladrando furioso. Franziska se llevó tal susto que por un momento se encontró fatal.

—Qué tal —saludó el alcalde cuando abrió. Miró con desconfianza a Falko, que gruñía, y dio un paso con cautela.

—Buenos días —contestó Franziska con hostilidad—. ¿Qué desea?

Falko gruñó más fuerte y levantó los belfos, enseñando los colmillos.

—¡Sujete al perro! —le reprendió Pospuscheit, que se quedó en el umbral—. He venido en calidad de alcalde y representante del municipio.

Franziska lo observó con suspicacia.

—No hace nada.

Pospuscheit estaba convencido de lo contrario. Tres años antes le había dado una patada al perro en la barriga porque le había saltado encima, desde entonces Falko demostraba una aversión extrema hacia él.

—Solo quería comunicarle algo rápidamente —empezó—. Para que pueda prepararse, señora baronesa.

Qué cínica sonaba semejante afirmación en su boca, pensó Franziska, pero no contestó nada, solo lo miró, a la espera.

—Hemos… —continuó Pospuscheit, pero luego se interrumpió porque Gerda Pechstein y Anna Loop se dirigían al Konsum y los miraron intrigadas. Las saludó con la cabeza, esbozó una sonrisa ambigua y luego siguió hablando a media voz—: hemos recibido una oferta del supermercado. —Hizo una pausa para comprobar el efecto de sus palabras.

Franziska procuró conservar la calma. Un supermercado así disponía de los medios suficientes para desbancar a un interés privado, como había sido clasificada ella, por desgracia.

—Sí, ¿y? —preguntó por fin, al ver que él no continuaba.

Pospuscheit se retiró la gorra de la frente con una amplia sonrisa.

—Ochocientos mil marcos.

Eso sí que era mucho dinero. Ese importe superaba con creces sus posibilidades, aunque vendiera su casa. Y tenía que guardar dinero para pagar las reformas necesarias. Pese a todo, estaba muy lejos de darse por vencida.

—¿Solo por la casa?

Él hizo un gesto altivo. Seguramente se había llevado una decepción al ver que ella mantenía la compostura en vez de ponerse hecha una furia o quejarse.

—No. Por la casa y el terreno juntos.

—¿También por el lago? —preguntó ella.

—¿Cómo se le ocurre? Por supuesto que no. ¿Para qué quiere un lago un supermercado?

Era lógico. El lago seguía siendo propiedad del municipio. Iban a derribar la casa sin más. Acabar con los árboles del antiguo recinto del parque y aplanarlo todo. El que habían creado y cuidado varias generaciones de su familia, enterrar el jardín de su infancia bajo una capa gris de asfalto. Seguramente también el lugar del sepulcro familiar donde yacían sus antepasados. Solo había estado una vez allí y había comprobado que ni las paredes ni la capilla habían resistido a la RDA. Todo había sido destrozado a propósito, y lo que no había conseguido el ser humano lo había hecho la naturaleza. Las lápidas estaban invadidas por zarcillo y maleza, crecían pinos y abedules donde antes los arbustos bajos y el césped rodeaban las tumbas de los Von Dranitz.

—¿Y por qué me lo cuenta, señor Pospuscheit? —preguntó con más aspereza de la que pretendía. Esperaba que no viera lo afectada que estaba en realidad.

Sin embargo, el alcalde se encogió de hombros y puso cara de inocente.

—¿Podría ser que usted sopesara la situación y decidiera participar? En todo caso, quería darle la oportunidad. No soy rencoroso, señora baronesa. Los mismos derechos para todos, así es aquí, en el Este. No sé si sabe a lo que me refiero…

Increíble. Ese usurero jugaba al póquer al mejor estilo occidental y tenía la desfachatez de hablar de derechos. ¿A qué derechos se refería? Si se tratara de justicia, le devolverían su propiedad familiar y además le darían una indemnización.

—Si la comunidad quiere tener aquí un supermercado, estupendo —contestó, con falsa indiferencia—. Pero no crea que aportará muchos puestos de trabajo. ¿Ha visto alguna vez cuántos empleados trabajan en esas grandes superficies? Se cuentan con los dedos de una mano. Es lógico: muchos productos, precios bajos y ahorrar costes por donde se pueda.

No parecía muy convencido. Consideraba que sus palabras eran pesimistas para aguarle la fiesta del supermercado. En efecto, esa era su intención, ya que sabía por Mücke que había un tercer interesado en juego. Si lo que la chica le había contado era cierto, ese ruso podía pujar mucho más que cualquier gigante de los supermercados.

—Entonces no se enfade, señora baronesa. —Pospuscheit se dio un golpecito en la gorra y dio media vuelta, dispuesto a irse—. Si cambia de opinión, hágamelo saber. Pero no espere demasiado. La siguiente sesión del consejo municipal tendrá lugar dentro de dos semanas, y entonces todas las ofertas tendrán que estar sobre la mesa.

Dio media vuelta y se dirigió a la calle. Con las piernas separadas y paso firme, ese Pospuscheit pisaba fuerte. Además de contar con una buena dosis de ingenio. ¿Se trataba de un soborno? «Pequeñas ayudas en la toma de decisiones», lo llamaban. ¿Ese era el motivo de la visita del alcalde? ¿Acaso esperaba que ella le ofreciera un soborno? ¡Podía esperar sentado, ese estafador!

Así que aún disponía de dos semanas. Tenía que volver a hablar con Mücke y Elke. Sus padres estaban en el consejo municipal y, por suerte, el alcalde no tomaba él solo la decisión de quién se llevaba la adjudicación. En eso todos tenían algo que decir. Tal vez Mücke pudiera poner a Kalle de su parte. Su madre también estaba en el consejo municipal. Eso ya serían cuatro votos. Casi la mitad. En total había nueve votos. ¿O eran diez? ¿El voto de Pospuscheit tenía más peso por ser el alcalde? Bueno, de todos modos sabía cómo influir en su gente.

Estaba muy ajustado, pero lucharía y jamás se daría por vencida. ¡A fin de cuentas se trataba de la herencia de la familia Von Dranitz!

Franziska ató al perro y salió de la cabaña. A los dos les sentaría bien un poco de movimiento. La niebla matutina empezó a levantarse, ya rodeaba las copas de los árboles y se disipaba en un fino velo. Caminó entre los árboles y encontró los restos de un antiguo camino que recorría a menudo de pequeña. Por aquel entonces toda una red de esos senderos de arena atravesaba el gran parque, se cruzaban, se bifurcaban, rodeaban el lago y regresaban a la mansión dibujando arcos y lazos. Cuarenta años después la mayoría de esas vías trilladas habían desaparecido, la hierba y los matorrales los habían cubierto y por todas partes crecían pinos y chopos. Ese camino también se conservaba solo en parte, y se perdía una y otra vez entre las raíces de los árboles y el moho, pero consiguió seguirlo durante un buen tramo. Sabía adónde conducía, pero solía regresar antes de que se vieran los tristes restos entre los árboles. Ese día continuó.

Solo era una sensación. Tal vez sentimentalismo. Un arrebato romántico que se había apoderado de ella como salido de la nada. Se subió a los restos de los muros del cementerio y caminó entre las viejas lápidas. Algunas estaban tumbadas, con la inscripción hacia abajo, pero la mayoría seguían en pie, legibles.

Libussa Maria von Dranitz

nacida Von Maltzan

1868-1944

Era su abuela. Recordaba muy bien a esa anciana bajita y vivaracha. En la misma lápida había otra inscripción:

Otto von Dranitz

1863-1945

Su abuelo. Un hombre espigado, apenas encorvado por la edad, con el cabello espeso y oscuro que los años no habían blanqueado. Solo la barba y el bigote lucían canas. Se negó a abandonar la mansión, se quedó cuando ella y su madre cargaron el coche de caballos con las pertenencias más importantes y emprendieron la huida con dos criadas y el cochero. Cuando regresaron a la mansión, arrollados por el frente ruso, desvalijados y medio muertos de hambre, se enteraron de que los rusos lo habían matado de un disparo. Fueron los empleados leales los que lo enterraron en el cementerio. Pero ¿quién encargó grabar la inscripción en la lápida? Por entones ella tenía otras preocupaciones…

Advirtió que Falko miraba algo fijamente y le ordenó que se acercara a sus pies. El perro lo hizo con desgana, pero obedeció y se sentó a su lado. Franziska siguió su mirada y vio a una mujer en el borde del viejo cementerio. Era menuda y llevaba una chaqueta oscura sobre el vestido, además de un pañuelo atado a la cabeza. Del brazo colgaba una cesta con asas. Seguramente iba a buscar setas. Estaba quieta, parecía indecisa sobre si debía continuar o era mejor dar media vuelta.

—Mine… —le salió a Franziska sin querer, luego se corrigió enseguida—. Señora Schwadke.

Falko se levantó de un salto y salió corriendo hacia la anciana. Husmeó entusiasmado en su cesta, estornudó y se frotó la cabeza en la cadera de Mine, que le rascó con cariño detrás de las orejas puntiagudas. Luego empujó al perro a un lado y se acercó a Franziska cojeando, con pasos pequeños y lentos.

«Ya debe de tener más de ochenta años —calculó Franziska—, y aún va a buscar setas. Se conserva bien, nuestra Mine». Pasó por encima de dos lápidas para acercarse a ella y se detuvo delante de los restos del amurallado.

El rostro de Mine seguía siendo redondo, pero lleno de arrugas, la boca estrecha, sin labios y completamente arrugada. Solo los ojos conservaban el mismo color azul claro y la viveza de antes.

—Buenos días, señora baronesa —la saludó con una voz más grave que antes, pero aún potente.

—Buenos días, señora Schwadke —respondió Franziska. Sonaba muy formal. ¿No era esa su querida Mine, la que siempre había servido con lealtad a su familia?

Franziska superó el resto del muro y tendió la mano a Mine. Ella pareció alegrarse y la aceptó. Notó una mano firme y dura en la suya, la mano de una campesina, llena de callos y durezas. ¡Y eso que entonces Mine creyó haber escapado del campo como criada en la mansión!

—El azar nos ha unido —murmuró Mine, cohibida—. Quería ver si ya había rebozuelos. Tal vez también boletus comestibles…

—¿Y ha encontrado algo?

Mine negó con la cabeza. Sus ojos vagaron por el viejo cementerio.

—Lo destrozaron, señora baronesa. Entonces me dolió en el alma. Eran chicos jóvenes, estaban furiosos con todo. Se desfogaron con las lápidas y desmontaron todo lo que pudieron hacer pedazos.

—¿Los rusos? —preguntó Franziska, con la voz tomada.

—No, señora baronesa. —Mine hizo un gesto apesadumbrado con la cabeza—. Esos hacía tiempo que se habían ido.

Franziska decidió aclarar la situación de una vez por todas.

—Lo de «señora baronesa» se ha acabado ya. Esa época ha pasado. Soy la señora Kettler. Y usted es para mí Mine Schwadke. ¿Lo hacemos así?

—No —repuso Mine con calma—. Para mí usted era antes la hija del barón. Ahora es la señora baronesa. Eso es así y tampoco va a cambiar. Y cómo se dirija usted a mí, es asunto suyo. Pero no me molestaría que me llamara «Mine».

Franziska estaba conmovida y enfadada al mismo tiempo. Era típico de Mine. Pese a toda su lealtad, siempre conseguía salirse con la suya. Si no quería de ninguna manera, no había otra.

Por suerte, Mine le ahorró tener que responder al seguir hablando.

—Hacía tiempo que quería hablar con usted. Siempre lo aplazaba, porque hay unas cuantas cosas que no son tan fáciles de decir. Y también porque Karl-Erich no está del todo a favor… —Miró a Franziska y se colocó bien el pañuelo de la cabeza.

A Franziska le daba la impresión de que se sentía cohibida, pero en todo caso sonreía. Era una sonrisa amplia que ocupaba toda la cara y añadía infinidad de arrugas a las ya existentes.

—Karl-Erich —dijo Franziska, nostálgica—. Así que volvió a casa tras la guerra. Y se convirtió en un buen socialista… —Se mordió los labios. En realidad no quería decir lo de socialista. Por supuesto, los habían «reeducado» a todos, pero no se le podía reprochar a nadie.

Sin embargo, no parecía que Mine hubiera oído siquiera sus palabras.

—Vino en 1949 —explicó—. Entonces yo servía en la finca de Henner Kruse como criada porque tenía a los tres niños y no podía permitir que pasaran hambre. Cuando llegó la cooperativa de producción agrícola, nos fue bien. Karl-Erich trabajó como carretero y reparaba los tractores y las cosechadoras. Y yo era ordeñadora. —La preciosa y vivaracha Mine ordeñaba vacas, ella que tan orgullosa estaba de trabajar de sirvienta en la mansión. En las ocasiones especiales incluso se ponía un vestido negro y un fino delantal blanco de encaje, además de una cofia de lino blanco a juego.

—Sí, la guerra lo cambió todo —reconoció Franziska—. Pero tú y yo hemos tomado las riendas de nuestras vidas pese a todo, ¿verdad? Y ahora he vuelto a la vieja patria…

Mine no perdió la sonrisa.

—Sí, señora baronesa. Ha vuelto aquí, y está bien. Ya no queda nadie más en Dranitz que recuerde los viejos tiempos. El viejo Henner, tal vez, pero ya chochea mucho. Solo Karl-Erich y yo sabemos aún cómo eran aquellos tiempos.

Franziska dudó un momento si plantear la pregunta que le quemaba en la lengua, si bien temía la respuesta, pero la formuló de todas formas.

—No me gusta abordarte con esto de buenas a primeras, Mine, pero es que me quema en el alma. Mi madre y yo nunca descubrimos qué le ocurrió a Elfriede.

Mine asintió, luego se apartó y alzó la vista al cielo.

—Enseguida empezará a llover —murmuró, sin entrar en la pregunta de Franziska—. Será mejor que me dé prisa si no quiero llegar a casa calada hasta los huesos. Que le vaya bien, señora baronesa. Hasta pronto…

Antes de que Franziska pudiera decir nada, se escabulló bajo las ramas bajas de los pinos y desapareció en la maleza.

—¡Hasta pronto, Mine! —le gritó Franziska—. Me ha gustado volver a verte. Iré a visitarte. Si puedo…

No obtuvo respuesta. Se quedó un rato quieta, escuchando el leve murmullo de la lluvia incipiente. Mine. Había sido la alegría de la casa. Siempre disponible. Siempre servicial. Cariñosa. Paciente. Dios mío, cómo la había cambiado la edad. ¿O había sido el socialismo? Tal vez. Necesitarían tiempo para recuperar la antigua relación de confianza.

Ay, la guerra. Esa guerra cruel y sin sentido. ¡Lo había destruido y aniquilado todo! ¿Se curarían algún día las heridas que había abierto?