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Franziska

Mayo de 1990

Ya era la tercera noche. Daban voces y armaban escándalo, era evidente que estaban borrachos. Luego la primera piedra golpeó contra la puerta de madera y toda la cabaña tembló. Sacudieron las contraventanas, que por suerte había cerrado con pestillo. No fue idea suya poner ventanas y puertas a prueba de robos. El joven que le había ayudado a montarla con sus amigos fue expresamente a la tienda de material de construcción y reforzó la puerta con cerrojos en tres puntos. Se llamaba Jürgen, y su amiga Elke era una de las dos mujeres que vio el primer día en el Konsum. Eran unos jóvenes muy simpáticos y serviciales. Les había prometido interceder por ellos en la empresa de bebidas de la que antes eran dueños. Con su oficio, Jürgen no tenía muchas perspectivas en Occidente.

—¡Nobles fuera! —gritaron desde la calle.

—¡Nobles fuera! ¡Fuera de nuestra vera! ¡Fuera de aquí, sucios, fuera o a la hoguera!

Cantaban a gritos esa horrible canción con las voces tomadas por el alcohol y arrojaban piedras a la cabaña. Franziska permanecía tiesa como una vela en su silla, que había colocado en un rincón. Ah, no, no les iba a dar el gusto de quedarse agazapada en el suelo, temblando de miedo. Una Von Dranitz no se rendía. Se defendía hasta el último suspiro. Para eso se había procurado un grueso garrote de madera. Solo en caso de necesidad. Hasta el momento siempre se habían marchado al cabo de un rato, y los daños en la cabaña eran limitados. No podía decir lo mismo de sus nervios, que acababan de punta todas las noches.

¿Es que esos chicos no tenían nada que hacer durante el día que podían dedicar las noches a esas aventuras? ¿No se decía que la RDA gozaba de pleno empleo? Entonces tendrían que ir a trabajar. Al día siguiente era martes, un día laboral normal. No era fin de semana.

Varios perros ladraron desde el pueblo. Oyó a los vándalos discutir fuera, mofarse los unos de los otros. Un brillo de luz apareció por una ranura de la contraventana, centelleó, paseó de un lado a otro y desapareció de nuevo. Franziska clavó los dedos en el asiento de la silla de madera. Intentó con todas sus fuerzas mantener bajo control el pánico que la estaba invadiendo. Había llovido durante todo el día. La cabaña estaba húmeda, había goteras en dos puntos del techo y había tenido que colocar ollas. Ahí no podía arder nada. Estuvo unos minutos sentada, quieta, escuchando, decidida a abrir la puerta en caso de incendio y salir corriendo. Con la silla con las patas por delante a modo de escudo. No iba a morir en esa cabaña intoxicada por el humo, no quería concederle ese triunfo a Pospuscheit.

Como se temía, no ocurrió nada. Los vándalos habían lanzado una antorcha contra la cabaña empapada por la lluvia, pero rebotó y cayó al suelo, donde siguió ardiendo un ratito, hasta que se apagó. Sus visitantes nocturnos le dieron unas cuantas patadas fuertes a la puerta de la casa y luego se largaron en dirección al pueblo.

Franziska se fue relajando poco a poco, soltó los dedos entumecidos, respiró hondo, notó el latido del corazón agitado. Al cabo de un rato consiguió abrir la cremallera del saco de dormir verde. Jürgen y Elke le habían llevado varias cosas, entre ellas un colchón que podía poner debajo del saco de dormir para no tener que acostarse sobre el suelo duro. De noche se helaba, aunque no hiciera frío.

¿Por qué lo hacía? En casa le esperaba una cama cómoda. Un baño espacioso con ducha, bidé y bañera. Una cocina bien equipada, con fogones eléctricos, nevera con congelador y lavaplatos. Y su cómodo sillón orejero rojo, eso era lo que más echaba de menos. Por no hablar de otras comodidades importantes para una mujer mayor. El «retrete» había resultado ser una casita ladeada con un apestoso agujero en la tierra.

Pese a todo, estaba decidida a no abandonar la mansión Dranitz. Era responsable de esa vieja casa porque era la propietaria legítima. Allí vivían los últimos recuerdos de su padre, que no regresó de la cárcel de los rusos. Del abuelo. De sus dos hermanos. No podía devolver la vida a sus seres queridos, se habían ido antes que ella. Solo perduraba esa mansión. La casa y el paisaje. Los campos de color verde claro, amarillo suave, con ligeras ondas como las olas del mar. Las avenidas, las franjas de sombras violetas bajo la luz vespertina, los pequeños pinares, manchas oscuras, como mercancía que flota en ese mar de tierra ondulada. Y el lago, que tantas veces habían recorrido con el bote de remos.

El día anterior estaba gris, reflejo del cielo lluvioso, rizado, moteado, bañando inquieto las cañas de la orilla. Dentro vivía una mujer del agua, eso le habían contado, y por aquel entonces sus hermanos incluso afirmaban haberla visto. Franziska estaba segura de que seguían existiendo las ondinas. Los espíritus del agua eran inmortales, el socialismo no había podido con ellos.

No esperaba que la hostigaran de esa manera. Estaba preparada para afrontar dificultades, también a causar indignación o problemas con las autoridades. Prohibiciones. Interrogatorios e investigaciones policiales. Sin embargo, Franziska von Dranitz no interesaba ni a la policía ni a las autoridades, pese a haber vuelto después de haber sido expulsada hacía más de cuarenta años. Era la gente del pueblo la que le daba quebraderos de cabeza. El odio se había instalado en sus corazones, un odio hacia los supuestos explotadores, los nobles terratenientes entre los que debía contarse ella. Era un odio sin sentido, a su juicio. ¿Acaso su padre había dejado morir de hambre o de frío a sus empleados? Seguro que no. ¿Les pegaba? No lo recordaba, aunque llevaba un látigo encima cuando salía a caballo.

¿Y su madre? Está bien, en una o dos ocasiones le había dado una bofetada a una criada. Entonces era habitual castigar así a los niños y a los empleados jóvenes. Se hacía en todas partes, por toda Alemania, no solo en la mansión Dranitz. Solo afectaba a los empleados de menor rango, su madre jamás habría pegado a la cocinera Hanne. Tampoco a las distintas «señoritas» que se hacían cargo de la educación de los niños en la mansión.

No, el odio del que era objeto allí no podía tener nada que ver con lo sucedido en la mansión Dranitz. La gente estaba ideologizada, les explicaban sandeces en el colegio sobre los antiguos terratenientes y les presentaban el socialismo como el salvador de los campesinos oprimidos.

Intentó encontrar una postura algo cómoda para dormir sobre el fino colchón. El saco de dormir era un regalo de los padres de Elke, una pieza muy vieja que emanaba un olor horrible a moho de buhardilla y lignito. No, no todos los vecinos de Dranitz eran malos y estaban llenos de odio. Gracias a Dios.

—Detrás de todo esto está Pospuscheit. Está claro —le había dicho Elke—. Se puso a echar pestes como un tabernero cuando vio que montábamos la cabaña.

Franziska lo recordaba. El alcalde, Pospuscheit, apareció en la entrada de la oficina municipal, se protegió los ojos con la mano y se les quedó mirando fijamente. Tenía la boca tan torcida que se le veían los colmillos amarillos. Al cabo de un rato se acercó a ellos y se puso hecho una furia.

—Arrancadlo. Arrancadlo todo. El suelo es propiedad del municipio, nadie puede montar una cabaña…

—Tenemos un contrato de alquiler, señor Pospuscheit —le recordó Franziska.

Le daba cierto apuro que mencionara ese detalle, pues, además de Jürgen y Elke, sus amigos Kalle y Wolf estaban también ayudando con el montaje.

—Hace referencia a la casa del inspector que tiene detrás, señora baronesa. Aquí nos encontramos en propiedad municipal.

Cómo sonaba en su boca el tratamiento «señora baronesa», con ese aire de suficiencia. Franziska se había presentado por su apellido, Kettler, pero él no se dejó engañar. Le explicó que justo donde estaban montando la cabaña antes se hallaba la terraza acristalada de la casa del inspector.

—Aquí se ven todavía los restos de la pared de ladrillo —dijo, y golpeó con el pie dos ladrillos marrones y quebradizos—. Las baldosas de piedra rectangulares han desaparecido, por desgracia.

—No siga con sus descaradas mentiras, señora baronesa —la reprendió Pospuscheit—. ¡No se lo permito! ¡Y punto!

Al ver que los tres chicos jóvenes no hacían amago de dejar de montar la cabaña de madera se retiró refunfuñando, sobre todo cuando Kalle le preguntó a su amigo Wolf con qué derecho el alcalde se tomaba la libertad de firmar un contrato de alquiler sin la autorización del consejo municipal.

—Ni siquiera se ha dado cuenta de que han cambiado los tiempos —comentó Wolf, un chico bajo y vigoroso que demostró tener una fuerza asombrosa al transportar los tablones del suelo.

—Pospuscheit se llevará una buena sorpresa —afirmó Kalle con malicia—. Ya pasó la época en que abría la boca y podía desacreditarnos. ¡Ese asqueroso espía de la Stasi! Está ansioso por el terreno. Y por la tierra de la cooperativa de producción agrícola…

Así que era eso. El señor alcalde quería enriquecerse a costa de las propiedades de la familia Von Dranitz. Pues no iba a tener suerte. Les quitaron la mansión por la fuerza, se la expropiaron y los expulsaron. Había que reparar esa injusticia. Pospuscheit quería comprar la tierra o convertirse en el propietario de alguna manera, pero iba a tener que entregarla. Franziska solo tenía que andarse con cuidado de que la vieja mansión no sufriera más daños o incluso fuera derribada antes de que pudiera ser de nuevo la propietaria. Legítima.

Se había instalado en su cabaña lo mejor que había podido. Por suerte había pocos días fríos, que superaba bien gracias a un jersey abrigado y un café caliente. Podía cocinar en un hornillo de gas y sacaba el agua para lavarse de un depósito de lluvia. Poco a poco fueron apareciendo lugareños curiosos, se detenían cerca de la cabaña, la miraban y algunos incluso le hablaban.

¿No le resultaba incómodo? ¿No le importaban las moscas y las hormigas? ¿Por qué no se alojaba en casa del doctor Meinhard? Pocos se acercaban más, la mayoría iban a la tienda o tenían algo que hacer en la oficina municipal. Unos cuantos llegaron en coche, pararon el Trabant en la calle y atravesaron el bosque con paso firme para ver a la chiflada en su cabaña de madera. Franziska tenía claro que se había convertido en el tema estrella de conversación en el pueblo. La noble hacendada en la cabaña de madera con letrina sin agua.

Cuando empezó el acoso nocturno comprendió que Gregor Pospuscheit no iba a ceder tan rápido. Sin duda, había sido él quien había sublevado a los jóvenes. Y seguiría haciéndolo. Cuando Franziska dejó la cesta llena del Konsum en la caja, Karin Pospuscheit se negó a venderle los productos.

—¡Aquí no servimos a nobles negreros y capitalistas! —le comunicó la cajera en un tono glacial.

Había otros clientes en la tienda, pero nadie intercedió por ella, así que Franziska dejó la cesta, subió al coche y se fue a Waren a comprar. En una librería y papelería consiguió un Frankfurter Rundschau, por fin información actual y alimento para el espíritu.

De regreso en su cabaña, colocó la silla al sol en un gesto osado, bebió café, comió pan con paté de hígado y leyó el periódico. Podían estar tranquilos, no se iba a dejar amedrentar.

El gobierno de Modrow había firmado «la adhesión inmediata y responsable» de la RDA a la RFA. Eso ya lo sabía. La novedad era que querían crear un organismo para regular casos de patrimonio abiertos. Los antiguos propietarios podían recuperar sus bienes o ser indemnizados.

«Muy bien», decidió. Solo tenía que dirigirse a ese departamento y explicar que era la heredera de la mansión Dranitz, con sus campos, prados y bosques colindantes, una almazara, una destilería y una fábrica de tejas y ladrillos. Su madre había salvado diversos documentos familiares en una carpeta durante la huida, y ahora le vendrían muy bien. No paraba de alzar la vista de su lectura para contemplar la mansión. Pese a las décadas de abandono y los lamentables daños en la construcción, seguía siendo bonita. Imponente. ¡Qué regalo sería recuperarlo todo! Ay, si su madre pudiera verlo… Estaba convencida de que un día la mansión Dranitz volvería a pertenecerles.

Franziska renovaría a fondo la vieja casa y volvería a levantar el voladizo con sus columnas. Había que arreglar el tejado y dejar las habitaciones de nuevo como estaban. O lo más parecidas. Compraría muebles semejantes a los que destrozaron. Encargaría el mismo papel pintado. Tal vez incluso compraría trofeos de caza, de los que tanto se enorgullecía su padre… Entonces pensó que no había nadie por quien hacer todo eso, y notó que se apoderaba de ella una sensación de desánimo. Seguro que Cornelia no querría quedarse con la mansión. La fotografía antigua que colgaba enmarcada encima del piano en Königstein había sido motivo de discusión entre madre e hija desde muy pronto.

—Me importa un bledo la maldita mansión —le gruñó Cornelia—. Siempre con el discursito de nuestros orígenes nobles. Que lo hemos perdido todo. Que un día lo recuperaremos todo… Hay dos estados alemanes, Franziska. ¡Es un hecho que deberías entender tú también de una vez!

En eso se equivocaba del todo su hija, tan lista ella. Pero jamás lo admitiría. ¿Qué había hecho para que su hija fuera tan rebelde? ¿Tal vez no debería haberla dejado estudiar? La universidad en Frankfurt, eso era lo que había echado a perder a Cornelia. Los tipos de pelo largo, con sus vaqueros y sus parcas, los rebeldes como Rudi Dutschke y ese demonio rojo…

Sin embargo, el momento de desánimo pasó. Lo hacía por su familia, que vivió y trabajó durante cien años en esa casa. Por su padre, que nunca volvió a ver su querida propiedad. Por su madre, que murió en el extranjero. Por sus hermanos. Por todos los que vivieron entonces con ella en esa mansión. Por el abuelo Dranitz, que se resistió a los soldados rusos con furia. Y por todos los empleados con los que tenía una relación tan estrecha. Franziska se estremeció cuando algo le rozó la pierna y levantó el periódico que tenía abierto en el regazo. Un perro. El pellejo oscuro del lomo brillaba al sol, y la cola se agitaba con tanta fuerza que se balanceaba todo el trasero.

—¡Falko, aquí! ¡Obedece! ¡Disculpe, no lo hace con mala intención! —exclamó una voz aguda. Era de una mujer joven que Franziska había visto a menudo por allí. Una amiga de Elke, muy simpática. ¿Cómo se llamaba? ¿Abeja? ¿Serpiente? No, Mücke, mosquito en alemán.

—No importa, me gustan los perros —contestó Franziska con una sonrisa—. Antes teníamos perros de caza.

La chica se acercó a ella y agarró por la correa al perro, que miraba intrigado la cabaña por la puerta abierta. Le temblaba el hocico oscuro.

—Está oliendo la carne que he comprado —dijo Franziska.

Mücke se rio y enganchó con cuidado la correa.

—Sí, Falko tiene buen olfato.

—¿Le apetece tomar un café conmigo? Usted es Mücke, la amiga de Elke, ¿verdad?

La chica asintió, pero dudó si aceptar la invitación de Franziska. Se veía que tenía muchas ganas, pero también sus reparos. ¿Sus padres? ¿El novio? ¿O incluso Pospuscheit, cuyos tentáculos llegaban a todas partes?

—Tengo que volver enseguida a la guardería. Solo quería sacar rápido a Falko en la pausa del mediodía. Sus dueños, dos ancianos, ya no caminan tan ligeros.

Franziska estaba decidida a ganarse otra adepta. La chica le caía bien. Era un poco rechoncha, pero justamente eso la hacía encantadora, igual que su rostro sincero, que trasmitía curiosidad y entusiasmo. El sistema no había conseguido convertirla en una gris funcionaria.

—Solo unos minutos —rogó Franziska, que se levantó y entró en la cabaña. Volvió enseguida y le puso en la mano a Mücke una taza servida a toda prisa—. Tenga… ¿Le gusta con leche y azúcar?

Mücke, desprevenida, aceptó el café, dejó que le pusiera leche y azúcar y se sentó en un resto del murete de la terraza.

—Puede tutearme sin problema.

Franziska sonrió y ocupó de nuevo su sitio.

—Gracias. Puedes dejar que el perro deambule sin problema.

—Pero hace tonterías —intervino Mücke—. Caza liebres o entra corriendo cuando puede en el Konsum.

—Entonces ¿no obedece?

Mücke bebió un sorbo de la taza y negó con la cabeza.

—Solo a veces, por desgracia.

Franziska miró al perro, que olisqueaba el suelo. Era evidente que había detectado el rastro de animal. Un gran logro, con todos los rastros que habían dejado los chicos por la noche.

—¡Falko! —gritó con firmeza—. Aquí.

Franziska sabía tratar a los perros, lo había heredado de su padre. En eso era mejor que sus hermanos, más paciente y también más tranquila. Le hacía sentir muy orgullosa. Bijoux, el gran Münsterländer con manchas, solo la obedecía a ella y a su padre. Sintió un dolor reprimido durante mucho tiempo. Los rusos habían matado al perro de un disparo cuando entraron en la mansión. Él solo quería defenderlos.

—¡Vaya, no me lo puedo creer! —exclamó Mücke—. Viene de verdad. ¿Sabe hacer magia?

—No tiene nada que ver con la magia. Es que se me da bien.

Mücke estaba impresionada. Se acomodó en el murete caído y preguntó qué aspecto tenía antes la mansión. Si tenían un coche de caballos. Si sabía montar. Si había llevado faldas largas y un corsé…

Franziska se lo pasó de lo lindo con la ingenua franqueza de Mücke. Lo preguntaba todo, no le daba vergüenza, no tenía reparos.

—¿Es cierto que tenía una institutriz? ¿Una profesora para ustedes solos?

—Por aquel entonces era habitual. Cuando era pequeña iba a la escuela del pueblo con los demás niños. Mis hermanos también, pero más tarde mis padres los enviaron a un centro de secundaria en Berlín.

—¿Y por qué usted no podía ir al instituto? ¿Porque era una chica?

Vaya. Ahí estaba, la ideología. A esas alturas, en el Oeste todo el mundo estaba convencido también de que una mujer debía recibir la misma formación que un hombre. En su época era distinto.

—Bueno, si hubiera querido hacerlo a toda costa, mis padres me habrían dado la posibilidad. Pero no tenía ambiciones de hacer carrera científica.

Mücke se encogió de hombros, luego miró el reloj, dejó la taza y anunció que tenía que irse ya.

—Aún tengo que devolver a Falko a sus dueños, Mine y Karl-Erich. Gracias por el café.

—Sí, claro. Me ha gustado charlar contigo. Pasa cuando quieras.

Mücke bajó del muro de un salto para ir a buscar a Falko, que se había parado entre los árboles, cerca de la cabaña. Saltaba a la vista que había perdido la prometedora pista.

Acudió rápido a la llamada de Franziska. Le acarició la cabeza y le rascó el hirsuto pellejo del cuello.

—Hay que cepillarlo —afirmó—. Donde le roza la correa ya tiene el pelo enredado.

Mücke asintió. Destacó que ella era de la misma opinión, pero no tenía tiempo ni cepillo para perros.

—En realidad es de Ulli, el nieto de Mine y Karl-Erich, que viven en el edificio de ahí detrás. Pero Ulli está en Stralsund y no puede tener un perro tan grande.

A Franziska le gustaba Falko.

—Tal vez pueda quedármelo yo —propuso con cautela—. Más adelante, cuando se hayan aclarado las cosas aquí.

Mücke esbozó una sonrisa de oreja a oreja.

—Eso sería genial. Para todos. Para Falko y también para los Schwadke.

Por fin se le encendió la luz. Ese apellido…, Schwadke. Así se llamaba el carretero. ¿Cómo era su nombre de pila? Siempre lo llamaban «el Schwadke».

Mücke ató a Falko y arrastró al perro, que la seguía a disgusto. Por lo visto prefería quedarse con Franziska.

—¡Los Schwadke! —exclamó—. ¿Tenían algo que ver con la mansión?

—¡Claro! Mine era sirvienta, y Karl-Erich era el carretero. Debería conocerlos.

Por supuesto que los conocía. La cuestión era si los Schwadke aún querían conocer a Franziska Kettler, una Von Dranitz de nacimiento. Por lo que parecía, más bien no…