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Franziska

Mayo de 1990

—¿Al Konsum? —Franziska se dio la vuelta. Tras ella había dos chicas, las dos de unos veinte años, una con vaqueros occidentales y la otra con una falda corta de colores. Parecían de campo, fuertes, bien alimentadas, sin maquillar.

—Sí, para comprar. Está ahí detrás. ¿O quiere ir a las oficinas municipales?

Franziska quería entrar en el vestíbulo de la mansión. Desde ahí por la izquierda se accedía al comedor, detrás estaba la sala de caza del abuelo. A la derecha se encontraban las estancias donde había residido su madre. Con unos preciosos papeles pintados de colores y muebles de estilo Biedermeier.

Las jóvenes la observaban con curiosidad y desconfianza. Comprendió que tenía que decir algo.

—No, no quería ir a las oficinas municipales…

—De todos modos están cerradas —le comunicó una de las mujeres.

En efecto, junto a la puerta de la casa había colgada una placa. «Oficinas del municipio de Dranitz. Horario de apertura: martes y jueves, 9.00-12.00».

—¿Pero el Konsum está abierto?

—Sí, por supuesto.

—Muchas gracias. —Franziska regresó al coche a buscar el bolso y el monedero. Cuando volvió, las chicas estaban girando por la izquierda del edificio. Una volvió la cabeza hacia ella y le dijo algo a su acompañante.

¿Y si sabían quién era? Podría haber sido más hábil, contarles que estaba de paso y que solo había parado un momento a comprar algo. Los Konsum eran los supermercados del Este. Antes también existían en Occidente. En los años sesenta se compraba en la cooperativa registrada. Como Raiffeisen. Pero los Aldi y los Tegelmann pronto engulleron a los Konsum.

El sendero trillado que transcurría junto a la casa tampoco existía. Por aquel entonces, cuando aún estaba en pie el precioso porche de columnas, había a derecha e izquierda terrazas cubiertas. Allí se sentaban en verano bajo la hiedra y las uvas silvestres a desayunar o tomar café cuando tenían invitados. Ahora había ladrillos destrozados y escombros invadidos a medias por la hierba. El Konsum se encontraba en el antiguo salón de la mansión, donde antes se agasajaba a los grupos de cazadores y se celebraban los grandes eventos familiares. Las bodas de oro de los abuelos. La boda de su hermano Jobst. Su compromiso. Ah, y esas celebraciones navideñas tan bonitas que pasaban juntos con el servicio bajo el árbol de Navidad…

Las amplias puertas de dos hojas que daban al jardín ya no estaban, habían tapiado la entrada y colocado una sólida puerta metálica. Al lado había una pequeña vitrina donde se amontonaban latas polvorientas. Franziska posó la mirada en un ramo de rosas artificiales, ya bastante descoloridas, y una placa que rezaba: «paté de hígado fresco». Abrió la puerta, que rozó los peldaños de piedra, aunque a nadie parecía importarle.

La primera imagen del salón la dejó atónita. No por los estantes metálicos grises que había en las paredes, ni por el suelo de linóleo pisoteado o por las lámparas planas de las parcas paredes. No. Fue el techo de la sala. El precioso estucado se había conservado casi por completo, solo en algunos puntos faltaban unos pequeños ornamentos. También se veían aún las cinco guirnaldas de flores en forma de círculo, de cuyo centro colgaban antes las lámparas. Las tres más grandes las electrificó su padre a principios de los años treinta, mientras que en las dos pequeñas colocaban velas. ¿Dónde estarían?

El Konsum ocupaba solo la mitad del salón. Detrás, un tabique de madera separaba la otra mitad, y en invierno se calentaba la estancia con madera o carbón, como demostraba la pequeña estufa. Franziska cogió una de las cestas de rejilla metálica que conocía de tiempos pasados de las tiendas de cooperativa y recorrió despacio los estantes. Las dos chicas jóvenes estaban junto a la caja, charlando con la cajera. Hablaban un dialecto que a Franziska le sonaba, aunque solo lo entendiera a medias. En la mansión, su madre procuraba que se hablara el alemán culto, pero Franziska había aprendido el dialecto de los empleados, y cuando salía con sus hermanos a jugar con los niños del pueblo todos hablaban en la misma jerga. Pero eso eran los años sesenta…

La oferta de productos era parecida a la de un gran economato, pero sin ser tan variada. Tenían los alimentos básicos, empaquetados en recias bolsas marrones, las bebidas en botellas de cristal con chapas, un mostrador de carne mal abastecido con tres tipos de salchicha y una variedad de queso. Aún quedaba pan, pero los panecillos se habían terminado. En un rincón había tres tarros de Nutella y una caja de sopas instantáneas de Maggi. También había productos occidentales. La mujer de la caja rondaba los cincuenta años, era regordeta y de pechos generosos. Estaba pegada a la silla, solo se levantaba cuando era imprescindible y con sus ademanes enérgicos dejaba claro quién mandaba allí. Metió la compra de Franziska en la caja y exigió el importe en marcos de la RFA. A Franziska le molestó, pero no quería caer mal de buenas a primeras y pagó sin rechistar.

—¿Está visitando a unos parientes? —preguntó la cajera, intrigada.

«Ten cuidado con lo que dices», pensó Franziska, y metió la compra en una bolsa de plástico que llevaba encima.

—Sí, cerca de Güstrow. Ahí vive un tío mío.

No era mentira, solo que los rusos mataron de un tiro al tío Bodo en el umbral de su casa. Con todo, su mansión estaba en Güstrow, también tenía bosque y un lago.

—Güstrow, una ciudad bonita… Sí, no para de venir gente de Occidente aquí. También algunos de aquí se han ido, como nuestro médico. Pero solo algunos. ¡En Dranitz estamos muy arraigados a nuestra tierra! —Se echó a reír y le dio el cambio en marcos del Este.

Franziska vio que las dos chicas intercambiaban miradas. Parecía que condenaban la actitud de la cajera pechugona, pero no se atrevieron a decir nada.

—Una casa muy bonita —comentó con aire inocente—. ¿Pertenece al Estado?

La cajera posó sus ojillos grises un momento en Franziska antes de contestar titubeante:

—La vieja casa pertenece al municipio. Pero ya no vale mucho. Antes ahí dentro estaba la guardería, pero como las ventanas no cierran bien y el suelo tampoco sirve para nada, ahora están en un edificio nuevo junto a la cooperativa de producción agrícola.

Señaló con el pulgar detrás de ella. Una cooperativa de producción agrícola. ¿Al otro lado de la calle? ¿Donde antes se extendían los prados y campos de la mansión? Las vaquerizas y más allá la pocilga.

—Qué lástima —comentó Franziska, y miró hacia arriba—. Pero ese precioso estucado tenía que conservarse, ¿verdad?

La cajera no parecía conocer la palabra «estucado». Siguió con los ojos la mirada de su clienta hasta el techo.

—Ah, se refiere a los adornos. —Hizo un gesto de desprecio—. Eso no le hace falta a nadie. En general una casa tan grande es puro derroche de espacio.

Franziska calló, era evidente que no tenía sentido discutir con aquella mujer sobre arquitectura y estética. Visto así, tal vez incluso tuviera razón.

—Se devuelve dinero por traer las botellas. Y las chapas también las recogemos nosotros. Se lo digo para que lo sepa…

—Ah, ¿sí? Eso me parece muy sensato. Deberíamos aprender algunas cosas de vosotros en el Oeste. —Franziska esbozó una sonrisa amable.

—Allí se tiran muchas cosas, ¿eh?

Otra clienta entró en el Konsum. Franziska miró por la puerta de entrada abierta hacia fuera. Donde antes estaba el jardín inglés con bancos, arbustos cortados y arriates, ahora se erguían los árboles de un bosquecillo entre cuyos troncos brillaba el lago. Ahí detrás estaba antes la casa guardabotes pintada de verde, donde su hermano Jobst se veía en secreto con Brigitte mucho antes de la boda; ella misma una vez se acercó hasta allí, aprovechando las sombras de los árboles y los matorrales, emocionada, con el corazón acelerado, pues la estaban esperando…

—¿Los terrenos de alrededor de la casa también pertenecen al municipio? —preguntó con cara de inocencia.

La cajera se había levantado a regañadientes para pesar a la clienta nueva doscientos gramos de paté de hígado. Se encogió de hombros e intercambió una mirada con la mujer, que llevaba atado un pañuelo en el cabello cano. Franziska miró su pequeña nariz chata, las pobladas cejas blancas y la boca decrépita sin labios.

—Todo pertenece al municipio, todo lo que está a este lado de la calle —respondió—. También el lago. Allí pescan siempre los jóvenes, hay anguilas y carpas. De vez en cuando también pica un lucio…

En su época también lo hacían. Jobst y Heinrich sacaban el bote y lanzaban la caña de pescar. Elfriede tenía ocho años, en realidad no podía ir con ellos, pero como siempre armaba un escándalo se la llevaban al bote. A veces esa niña se portaba como un pequeño mal bicho. ¿Cuánto tiempo hacía que había fallecido? Más de cuarenta años…

—Entonces, adiós —dijo Franziska, y se dirigió a la puerta.

—Adiós. Y que lo pase bien en Güstrow —le deseó la cajera.

Le dio las gracias y salió de la tienda. Se detuvo una vez fuera y miró entre el nuevo bosquecillo hacia el lago. Era demasiado tentador. En vez de tomar el sendero trillado de vuelta a su coche, se abrió paso entre los matorrales asilvestrados, se hundió con los zapatos en los cojines de musgo, olió los galios y el aroma a musgo y hongos de los troncos que se pudrían. El camino que bajaba al lago le pareció infinito en comparación con su recuerdo; en aquella época, en unos minutos cruzaba los prados hasta la orilla. Sin embargo, entonces era joven, deportista, buena amazona y una corredora resistente. Lamentablemente, ya no quedaba nada de eso.

El lago estaba intacto, la superficie del agua, de color turquesa y un poco encrespada, brillaba al sol. Una bandada de ánades reales daba vueltas, entre ellos las crías mullidas y de color claro. Más allá, donde crecían las cañas, Franziska vio una garza gris inmóvil entre la paja, como si fuera de yeso. Desvió la mirada hacia la derecha como si buscara algo, sin mucha esperanza de encontrar nada más que un montoncito de tablones descompuestos. Sin embargo, lo que vio entre la maleza espesa y llena de flores blancas parecía bien firme, aunque no estuviera pintado de verde. Se acercó intrigada y comprobó que no se trataba de la vieja casa guardabotes, sino de un cobertizo sólido en forma de caja, con la puerta asegurada con una cadena y un candado. Pensó que dentro guardarían los botes y los aperos de pesca, como se hacía entonces. Solo que la vieja casa guardabotes era un poco más grande y la madera estaba tallada como una dacha rusa. Había un espacio para cambiarse y un porche cubierto que llegaba hasta el embarcadero.

De pronto Franziska se sintió cansada y buscó un lugar seco en la hierba de la orilla para descansar. «No me extraña —pensó—, llevo en pie desde las cinco de la mañana, y encima sin desayunar». Había pasado la noche en un hotel de Hannover, pero se había marchado muy pronto, cuando la cocina aún estaba cerrada. Luego llegó el emocionante cruce de la frontera, y después la imagen de la mansión. Tantos recuerdos, tanta dejadez, tanta incomprensión, tanta ruina.

«No quería otra cosa —reconoció, cansada—. Y sigo queriéndolo. Sea lo que sea lo que le hayan hecho a esta vieja casa, es mi hogar, mi patria. Estas paredes han presenciado ciento treinta y cinco años el devenir de la familia Von Dranitz, han acogido nacimientos y muertes, diversión y dolor, amor y odio, respiran mi historia, me pertenecen, y yo a ellas».

Franziska intentó abrir la botella de limonada, algo nada fácil sin un abridor. Al final se ayudó con la lima de las uñas y el líquido amarillo salió echando espuma por el borde. ¡Puaj, qué sabor tan dulce! Sacó una galleta del paquete, que no estaba nada mal. Contempló el lago mientras masticaba. Ahora estaba bajo el sol y formaba una amplia superficie plateada. Unas pequeñas olas acariciaban la orilla, las abejas zumbaban, una gaviota planeó por encima del agua y asustó a los patos. Presente y pasado confluían.

«Quieren los marcos occidentales y la reunificación», reflexionó. «El bienestar de Occidente, kiwis, plátanos, piña. Pues entonces tendrían que compensar las injusticias cometidas y devolver lo que han robado. La casa, la tierra, el lago, los bosques…, todo. Pero sobre todo la casa. En realidad solo quiero la casa, el resto no lo necesito».

—¡Eh! ¡Usted! —gritó una voz masculina—. ¡Luego llévese la basura!

Se estremeció, la voz sonaba áspera.

A su izquierda apareció un hombre entre los troncos de los árboles, la miró con una sonrisa y luego se acercó a donde estaba comiendo. Era un tipo rechoncho con la cara roja y una barriga incipiente, ataviado con botas de goma y una chaqueta de trabajo gris. Seguramente salía de la cooperativa, al menos le pareció respirar cierto olor a establo.

—Pospuscheit —se presentó, y le tendió una mano ancha y dura, la mano callosa de un campesino que llevaba toda la vida trabajando duro—. Gregor Pospuscheit. Soy el alcalde de este maravilloso pueblecito. No se enfade, solo era una broma. —Apretó con fuerza, pero Franziska no hizo ninguna mueca—. Antes ha estado en el Konsum —continuó—. Me lo ha contado mi mujer, es la de la caja.

—Sí, es correcto —admitió Franziska, vacilante. La cajera había ido a buscar a su marido, así que ahí había gato encerrado—. Me llamo Kettler. Estoy de paso. Es un lago muy bonito… ¿En el cobertizo hay botes?

—Pertenecen a la asociación de pescadores. Solemos cerrar con llave, nunca se sabe… —comentó entre risas.

Pero su risa sonó un tanto falsa, contenida, cómplice, pensó Franziska. Ningún conocido suyo se reía así. Tal vez fuera porque allí siempre estaban rodeados de espías, y eso marcaba.

—Sí, hay que andarse con cuidado —le secundó ella para no contrariarlo.

El hombre parpadeó al sol y se encajó aún más la gorra de visera en la frente. Parecía reflexionar sobre algo. Al cabo de un rato preguntó:

—¿No tendrá por casualidad algo que ver con la mansión? Quiero decir, de parentesco.

Vaya. Se lo temía. Bien, entonces ella también iba a poner las cartas sobre la mesa. De todos modos, tarde o temprano tendría que hacerlo. La cuestión era si ese Pospuscheit, vaya con el apellido, era el interlocutor adecuado.

—Soy una Von Dranitz de nacimiento.

Pospuscheit asintió varias veces y guardó silencio. Había confirmado sus sospechas y ahora sopesaba cómo proceder.

Franziska vio la tensión en su rostro, arrugó la nariz varias veces.

—Mira por dónde —murmuró por fin, y sonrió—. ¿Quería ver qué había sido de la mansión? Bueno, está todo. La tierra se cultiva, tenemos vacas y cerdos, antes también aves, pero daban demasiado trabajo, así que lo dejamos. Y la casa se usa, dentro está la guardería, un médico, la oficina local, la tienda y además hay viviendas. La buhardilla la alquilamos a estudiantes.

La miró triunfante, y Franziska comprendió que temía que ella reclamara la casa y la tierra. Por eso lo presentaba como si la vieja mansión estuviera llena hasta la buhardilla.

—Su esposa me contó que ahora han trasladado la guardería a un edificio nuevo.

Él se la quedó mirando. Malhumorado. Casi indignado. Probablemente estaba maldiciendo en su fuero interno la verborrea de su media naranja.

—Y que el médico se fue a Occidente…

Gregor Pospuscheit hizo un gesto despreocupado y soltó un bufido.

—¿Qué más da? No era de aquí. No hemos derramado ni una lágrima por él.

—Parece que el tejado tiene goteras, así que ya no se puede alquilar la parte de arriba.

—Bueno, lo hacíamos hasta hace unos años. —Pospuscheit no se dejó amedrentar. No mostraba ni una pizca de vergüenza por haber sido pillado en una mentira. Era un tipo duro de pelar—. Ahora tiene peor aspecto. La casa está bastante machacada. Tiene unos cuantos años, ¿verdad? —Soltó de nuevo una extraña carcajada conspirativa.

Franziska se sintió obligada a dar una explicación.

—Ciento treinta y cinco años, para ser exactos.

—¿Tantos? —exclamó, con asombro y alborozo a la vez—. Bueno, entonces ya ha prestado su servicio. El municipio la derribará y la sustituirá por un edificio nuevo.

Franziska notó que se le paraba el corazón. ¿Derribarla? ¿De verdad había dicho «derribar»?

—Pero…, no puede hacer eso —balbuceó con la voz ronca—. La casa tiene una buena base y aguantará los próximos siglos con unas cuantas reparaciones. ¡Sería más caro derribarla que sanearla!

Pospuscheit sonrió, satisfecho. Había conseguido sacar de sus casillas a la «vieja arrogante de Occidente». Él se encogió de hombros, como si lo lamentara.

—Eso no depende de nosotros. Esas mansiones y castillos, esos edificios pomposos que se construyeron los nobles hacendados a costa de los campesinos subyugados, nadie los quiere aquí, ¿lo entiende? Son vestigios de una época que por suerte ha pasado.

La ira se apoderó de ella, se plantó delante de él y entonces se dio cuenta de que le pasaba dos cabezas. Pero eso le daba igual.

—¡Han utilizado el edificio durante cuarenta años, y totalmente gratis!

—Sí, ¿y? —repuso él, impasible—. Nos convenía y era barato. A fin de cuentas, dentro están el sudor y el trabajo de los campesinos explotados. Ellos tuvieron que prestar servicio a los señores feudales por nada. Se ve que en Occidente no se lo explican, pero aquí sí lo sabemos. Lo aprendemos en el colegio.

Franziska se lo quedó mirando, anonadada. ¿Qué tonterías estaba diciendo ese tipo? ¿Señores feudales? Eran de la Edad Media. En el siglo XIX se pagaba a los trabajadores, pero no tenía sentido discutir. Con esa visión distorsionada por la ideología socialista no comprendería que estaba equivocado.

—Está bien —transigió ella—. En ese caso podría alquilar una vivienda aquí, tal vez la consulta médica, que debe de estar vacía.

El hombre tardó un momento en procesar aquella rápida jugada maestra. Luego negó con la cabeza.

—No, no puede ser.

—¿Por qué no? —repuso ella.

—¿Por qué no? Está muy claro: la casa está destartalada, el tejado tiene fugas, hay hongos en las paredes. Lista para ser demolida. No podemos admitir nuevos inquilinos.

—¿Aunque paguen en marcos occidentales?

Era evidente que le costaba responder.

—Tampoco.

Franziska estaba dispuesta a todo. Iba a proteger la casa de la demolición aunque tuviera que encadenarse a la pared.

—Entonces alquíleme la casa del inspector.

Al principio no la entendió, siguió con la mirada el brazo estirado de Franziska y soltó una breve carcajada. Burlona y nada disimulada.

—Ah, eso… Ahí no se puede vivir.

—Pago quinientos marcos occidentales al mes.

Pospuscheit la observó con escepticismo, intentando adivinar qué tramaba.

—Hay agua corriente gratuita —bromeó él—. Un retrete en el cobertizo. Y las lámparas de petróleo aún están en el sótano.

Ahora fue ella quien le tendió la mano.

—¿Entonces? Firmemos un contrato. Medio año. Eso son tres mil marcos occidentales.

Él se encogió de hombros. Oteó entre los troncos, pero desde ahí no se veía la casa del inspector. Estaba a una considerable distancia de la mansión, los dos lo sabían.

—Primero tiene que aprobarlo el consejo municipal… —murmuró, y dio media vuelta para marcharse.