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Franzi

Navidad de 1942

—¡Viene, mamá! —Franziska miró con alivio el telegrama que Liese le acababa de llevar al salón grande.

Llego 24 diciembre STOP Tengo ganas veros STOP Saludos

STOP Walter

Iba a venir. Todo iba bien. Hablarían y, por fin, él se explicaría. Le confesaría lo que le afligía el alma. Qué fuerzas imprevisibles se había interpuesto entre ellos para provocar semejante cambio. Ay, ya no lo reconocía, al hombre al que amaba por encima de todo. Su silencio la asfixiaba, mataba su amor.

Abajo, en la cocina, el cartero del telegrama era agasajado con café y unas figuras de pasta hechas con harina y agua y pintadas de colores, típicas de Navidad, que casi siempre representaban a los Reyes Magos y que la cocinera preparaba todos los años. Con migas de mantequilla y una gruesa capa de azúcar encima, en realidad era un pecado donde aún había guerra y la gente de las grandes ciudades tenía que reducir gastos.

—¡Dios mío! —exclamó mamá—. El tío Alexander y la tía Susanne no podrán venir hasta después de Navidad. Y Jobst celebrará las fiestas en Rusia.

Jobst había sido ascendido a teniente y luchaba en Rusia, de modo que no se podía contar con él en esas fechas. A esas alturas Kurt-Erwin también era soldado de la Wehrmacht y había vivido su bautismo de fuego en las batallas de los alrededores de Moscú, según les había contado el tío Alwin.

—Me alegro de que por lo menos Walter celebre con nosotros la Navidad —dijo el abuelo—. De lo contrario, solo nos reuniríamos mujeres y vejestorios en torno al árbol. —Durante el invierno había tenido muchos problemas con su reuma, y en ese momento estaba sentado en la butaca muy cerca de la estufa, con una manta de lana sobre las rodillas hinchadas.

—Que no te oiga Heinrich —le amenazó la madre en broma.

El anciano calló y se quedó mirando afligido la estufa de varios pisos y hierro fundido decorada con ángeles barrocos y todo tipo de ornamentos y arabescos. Tras sus comentarios cínicos se escondía la pena por su nieto preferido, Heini, en el que tantas esperanzas había depositado, caído un año antes.

Brigitte había sufrido un aborto natural que a punto estuvo de costarle la vida, y el doctor Albertus les dijo que un segundo embarazo podría significar su muerte. Ahora todos esperaban que el comandante Walter Iversen por fin se casara con su prometida para que surgiera una nueva generación de herederos. Sin embargo, el señor comandante se tomaba su tiempo, aplazaba la fecha de la boda una y otra vez con la excusa de no estar disponible. Nadie entendía su extraña actitud.

—¿Va a venir? Ya te digo yo que ya no te quiere —soltó Elfriede con malicia—. Quiere a otra y no se atreve a confesártelo.

—¡Cierra la boca! —rugió Franzi, furiosa.

—Claro que es así. ¡Sé que tengo razón! —Elfriede se levantó de un salto, salió corriendo del salón y subió la escalera que llevaba a su habitación. Los demás oyeron cómo cerraba la puerta de un golpe.

Su madre hizo un gesto de desesperación con la cabeza.

—No se lo tengas en cuenta. Aún es una niña y no dice más que tonterías.

Bueno, eso Franziska lo sabía muy bien, pero no dijo nada. Ella tampoco creía lo que decía su hermana menor. Conocía muy bien a Walter y sabía que no era un hipócrita. En sus cartas le aseguraba una y otra vez que la quería mucho, que siempre la llevaba en sus pensamientos, pero… «Eres la piedra angular de mi existencia, Franziska», le escribió en su última carta. «Sin ti, sin la esperanza de tener un futuro feliz, esta pena me resultaría insoportable…»

¿Era por la guerra? ¿El lado cruel del heroísmo? ¿O a qué se refería con «pena»? Esa palabra no encajaba en absoluto con el joven alegre y seguro que le había confesado su amor un año antes de forma tan tempestuosa en el cuarto de caza. Pero, claro, desde entonces habían pasado muchas cosas. Por desgracia, no le faltaba razón: la guerra continuaba, ahora la Wehrmacht avanzaba hacia Rusia y luchaba en los alrededores de Moscú. ¿No lo había intentado ya Napoleón?

—Aunque corran tiempos difíciles, padre —le dijo su madre al anciano junto a la chimenea—, celebraremos la Navidad como exige la tradición. Nos lo debemos a nosotros mismos y a todos los que confían en nosotros. —Volvió a esconder una horquilla que se le había soltado en el peinado. El cabello, antes de un color cobre brillante, ahora se veía apagado y atravesado por mechones blancos, pero la energía que desbordaba por toda la casa permanecía intacta pese al dolor por el hijo menor.

«Mamá es el alma de Dranitz», pensó Franziska, al tiempo que miraba con admiración su figura esbelta y erguida. Daba ánimos, apoyaba, cuidaba y pensaba en todo. En la familia, los parientes y el servicio.

—Ve a ver a Elfriede, por favor, Franzi. No me gusta que esté enfurruñada sola en su habitación, no le sienta bien.

Franziska se levantó, obediente, recorrió el frío pasillo y subió la escalera. En la mansión había muchas corrientes en invierno, y solo algunas estancias estaban calientes, mientras los pasillos y dormitorios seguían fríos. Su madre siempre les advertía a todos que cerraran las puertas para mantener el calor en las habitaciones. De todos modos, tras el horneado de Navidad siempre olía de maravilla en el pasillo; abajo, en la cocina, ya estarían preparando los Kollatschen, unas pastas rellenas de mermelada o frutas azucaradas. También había galletas de frutos secos y Kinjees, las típicas en forma de niño, que la cocinera metía en latas para poder repartirlas en Nochebuena y el día de Navidad entre el servicio y los invitados.

No, las costumbres navideñas ya no eran iguales que antes de la guerra. Los hombres jóvenes habían sido llamados a filas en la Wehrmacht, y solo unos cuantos muchachos se habían disfrazado para hacer travesuras en el pueblo. Sin embargo, con sus voces chillonas enseguida eran descubiertos, y las chicas a las que querían asustar no se los tomaban en serio. Dos años antes, el carretero Schwadke se había envuelto en una sábana para hacer de «niño Jesús» y cuando los muchachos fueron a por Mine se produjo una fuerte pelea. El viejo cura Hansen entonces echó pestes de esas «costumbres paganas», y los chicos apaleados acabaron sentados el segundo domingo de Adviento, compungidos y magullados, en los bancos traseros de la iglesia.

«Bueno», pensó con un suspiro, y se detuvo vacilante frente a la puerta de la habitación de Elfriede. La guerra no podía durar eternamente. Seguro que el año siguiente los jóvenes estarían de vuelta en casa, y los trabajadores forzosos de Francia que estaban alojados en el pueblo, en la casa de los campesinos, regresarían a su país. Eran muchachos simpáticos, los franceses, trabajaban mucho y les entusiasmaba que su padre hablara con ellos en francés. Lo que no les contó es que lo había aprendido durante la Primera Guerra Mundial, porque estaba destinado con su regimiento en Francia.

Elfriede estaba acurrucada en su cama, se había puesto el abrigado edredón sobre los hombros y escribía en su diario. Cuando entró Franziska, alzó la vista, enojada, y cerró el librito.

—¡Tienes que llamar a la puerta! —rugió.

—Perdona. Mamá cree que tienes que bajar de nuevo con nosotros.

Elfriede la miró distraída. Como tantas veces, parecía que no estaba escuchando.

—¿Y bien, va a venir o no?

Franziska abrió las cortinas y contempló el melancólico día de diciembre. El jardín le parecía desangelado, los caminos mugrientos, en los prados había charcos por todas partes que reflejaban las ramas desnudas de los árboles.

—¿Te refieres al comandante Iversen? —preguntó por encima del hombro—. Sí, en el telegrama anunciaba que iba a venir. ¿Ya tienes ganas de que llegue Navidad? Mamá nos ha comprado regalos en Waren.

—¿Crees que mi vestido de color azul marino estará listo pasado mañana?

Eso era Nochebuena. Su hermana menor era una chica muy rara. Los regalos le eran indiferentes, su única preocupación era el vestido nuevo que le estaba cosiendo Mine siguiendo un patrón que le había enviado desde Berlín la tía Guste. Muy moderno, con la falda por debajo de las rodillas. Como si fuera una mujer adulta.

—Seguro que sí —contestó Franziska con una sonrisa—. Y estarás preciosa.

—Lo sé… —repuso Elfriede, con la mirada perdida clavada en el armario ropero, pintado de blanco, con un gran espejo en el medio.

—Vamos, no hagamos esperar demasiado a mamá y al abuelo. Abajo hace calor, aquí arriba vas a pillar una pulmonía con este frío tan húmedo.

Elfriede se levantó a regañadientes y siguió a su hermana mayor hasta la puerta.

«Estoy siendo injusta —se dijo Franziska mientras bajaba la escalera con Elfriede hacia el salón verde—. Ya tiene dieciséis años y no es una niña. ¿Por qué siempre la tratamos como a una niña pequeña?»

Ese año, el 24 de diciembre fue frío y gris, y cuando Franziska regresó de su paseo matutino a caballo, los primeros copos de nieve se arremolinaban alrededor de la mansión. Los perros hacía tiempo que habían olido la nieve y estaban muy excitados. Los caballos, que también habían intuido el esplendor blanco, sacudían la crin entre bufidos y no querían entrar en el establo, preferían quedarse fuera en el prado.

En la mansión olía a todo tipo de hierbas y especias. La cocinera Hanne ya estaba mechando el lomo de corzo y lo preparaba para el horno. Además, habían hecho café y en el pasillo había cuencos con galletas de frutos secos. De vez en cuando llegaba alguien del pueblo para desear unas felices fiestas, y el cartero, la señora que ayudaba con la colada y la vieja Loop, que siempre echaba las cartas, recogieron sus regalos y se tomaron un café con una pasta de Navidad y, por supuesto, un licor.

En el salón ya se erguía el gran abeto que Mine y Liese habían decorado el día anterior con estrellas de papel, manzanitas rojas y velas blancas para la celebración con el servicio. El árbol de Navidad de verdad, el que lucía bolas plateadas, pajaritos y tiras de colores, estaba en el cuarto de caza, donde más tarde celebraría la Nochebuena la familia más cercana.

Franziska echó un vistazo rápido al guardarropa, pero no vio un abrigo de uniforme ni unas botas: aún no había llegado. Su madre estaba en el salón con Mine y Liese, y su padre con los abuelos en el cuarto de caza, donde ya ardía la chimenea. En la escalera se le acercó Elfriede con el vestido aún sin coser.

—¿Dónde está Mine? ¡Tiene que coser el dobladillo!

—Está ayudando a mamá en el salón. ¿Por qué no te lo coses tú misma? —preguntó Franziska.

—¡No sé hacerlo! —se lamentó la joven al borde de las lágrimas.

—Lleva el vestido a mi habitación, te lo acabaré yo —le ofreció a su desesperada hermana.

—¿De verdad? ¡Ay, Franzi, eres la mejor hermana, la más bonita, la más querida! —exclamó Elfriede, y se lanzó de pronto al cuello de Franziska, agradecida. Tuvo que zafarse del abrazo exaltado o de lo contrario se habrían caído las dos por la escalera.

Franziska tenía prisa, aún tenía que envolver los regalos. Para la abuela había tejido una chaquetita suave de lana rosa; para Elfriede, un amplio pañuelo para los hombros que quedaría perfecto con su vestido azul. El abuelo recibiría unos calcetines de lana tejidos a mano, y su madre unos preciosos gemelos para el teatro que había comprado en Schwerin. Para su padre había ampliado la fotografía de la mansión y la había enmarcado; quedaría bien con los muebles del cuarto de caza. Además, envolvería en papel navideño un volumen de poemas de Hölderlin y lo decoraría con un lazo rojo. Era el regalo de Walter. ¿Qué le entregaría él ese año? ¿Otro volumen de poemas de Rilke? ¿Una pulsera de plata de Rusia? ¿O una cajita con dos alianzas de oro? Ay. Estaba exultante solo con su llegada. Ansiaba que la estrechara entre los brazos, oír el latido de su corazón cuando la arrimara contra el pecho. Jamás podría confesarle todos los sueños locos y pecaminosos que la asaltaban antes de quedarse dormida. Ni siquiera cuando estuvieran casados y fueran el uno del otro.

Cosió volando con la aguja y consiguió envolver sus regalos en preciosos paquetes y ponerles cartelitos antes del mediodía. El almuerzo de ese día era escaso por tradición, sopa de gallina con arroz, pan y un ligero vino del Mosela.

Su padre había vuelto de la finca vecina, a la que había ido a caballo tras el desayuno para llegar a un acuerdo amistoso sobre una disputa de límites del terreno. Saltaba a la vista que lo había conseguido, le brillaba la cara de satisfacción.

—¡Si sigue nevando así, mañana podremos ir con los esquís a la iglesia! —exclamó, y señaló la ventana con la cuchara sopera.

—Ojalá las calles estuvieran transitables —suspiró en cambio la abuela.

Franziska no pudo disimular su preocupación ante el comentario.

—Seguro que pronto llegará el comandante —intervino su madre, y puso una mano a modo de consuelo sobre la de su hija mayor. Una fina capa blanca cubría ya el adoquinado, la grava y los arbustos de enebro del jardín estaban manchados de blanco y en los charcos nadaba una nieve medio derretida gris y viscosa.

Dos o tres camiones pasaron por la carretera a ritmo lento, además de algunos vehículos tirados por caballos que transportaban barriles de cerveza y madera. Franziska vio a un grupo de lugareños que trasladaban dos abetos pequeños. Para Navidad existía una ley no escrita según la cual tenían que ir a buscar sus árboles de Navidad al bosque de la mansión.

—Daos prisa, chicas —las apremió su madre—. Heinemann ya ha enganchado los caballos.

El inspector Heinemann sustituía a Schneyder, que estaba luchando con la Wehrmacht.

Ahora empezaba la «parte agotadora» del día, como siempre decía Elfriede. Hacia las dos se interpretaba en la escuela del pueblo un auto de Navidad, al que también estaban invitados el cura y la señora baronesa y su familia. Antes, cuando eran pequeñas, podían participar. Mientras los chicos preferían el papel del posadero malvado, las chicas, por supuesto, querían encarnar a la virgen María. Casi siempre los niños de las fincas señoriales iban disfrazados de ángeles o pastores, solo Jobst pudo interpretar una vez al posadero.

—Antes nosotras llevábamos las alas de plumas de ganso —afirmó Elfriede entre risitas cuando ocuparon las sillas que habían preparado para ellas en la abarrotada escuela.

—Chist —le conminó su madre.

Era de una belleza tan increíble y al mismo tiempo tan triste que a Franziska se le llenaron los ojos de lágrimas. Conocía de memoria cada palabra, sabía perfectamente cuándo un niño se quedaba encallado, quién iba a perder el ala y por qué por detrás, junto con los angelitos, se cuchicheaba tanto. Seguro que justo en ese momento uno de los pequeños necesitaba ir con urgencia al lavabo. El coro entonó «De lo alto del cielo vengo yo», y Franziska cantó a pleno pulmón mientras a su lado Elfriede se sorbía los mocos. Una vez más, no llevaba pañuelo de bolsillo y se limpiaba la nariz con la manga del abrigo en un gesto muy poco distinguido.

Más tarde, cuando la actuación llegó a su final feliz, niños y profesores se arremolinaron en torno a la baronesa. Su madre elogió la actuación y agradeció la invitación, luego entregó al profesor Schwenn un regalo para la escuela, que casi siempre eran lápices, cuadernos y gomas de borrar de colores, tizas o un mapa nuevo para colgar. A continuación, todos los niños podían meter la mano en la gran bolsa que Elfriede les ofrecía. Dentro estaban las galletas de frutos secos y los Kinjees que había hecho la cocinera, pero también caramelos envueltos de colores y las ansiadas piruletas con sabor a cereza. No estaba permitido escoger, había que agarrar lo primero que cayera en las manos.

El discurso de agradecimiento del profesor Schwenn solía verse interrumpido por agudos chillidos. Sonaba horrible, los pequeños se tapaban los oídos y los niños mayores corrían a las ventanas.

—¡Tened cuidado con las alas! —se quejó el profesor Schwenn—. El año que viene las volveremos a necesitar.

Fuera se habían reunido los pastores de la comunidad para dar la bienvenida a la Navidad. Entraban en todas las granjas, donde les servían licor y les pagaban el sueldo de todo el año. Las trompetillas de metal pasaban de generación en generación, se guardaban todo el año en los graneros y buhardillas, empañadas y abolladas, pero daba igual: su sonido seguía siendo igual de horrible. Pese a que no era su obligación, las señoras nobles también daban un donativo a los pastores y a cambio recibían un concierto ensordecedor.

Luego, por fin podían subir al coche de caballos y regresar a la mansión. Era un milagro que los caballos no huyeran con semejante escándalo. Debía de ser por la magia de la Navidad, que, como todo el mundo sabe, también sienten los animales. En cuanto volvían a sus establos decorados con ramas de pino y muérdago, recibían una ración adicional de comida.

En el patio no había ningún vehículo de la Wehrmacht cuando el inspector Heinemann detuvo el carruaje frente al porche de columnas. Franziska oyó el suspiro de decepción de Elfriede. Su madre también parecía un poco preocupada, pero no dijo nada. Ella calló y procuró que no se le notara la angustia. Mil miedos asaltaron el corazón de Franziska.

Ya las estaban esperando. Liese les recogió los abrigos y les llevó calzado limpio. Llevaba escritas en el rostro la ilusión y la feliz tensión ante el gran acontecimiento.

En el salón donde el servicio ya se había reunido para el festivo reparto de regalos se oían murmullos, y por todas partes olía a agujas de abeto y repostería. Su padre, con el traje de cazador, esperaba en la puerta entornada. A su lado estaban la abuela, vestida de negro ceremonioso y, pese al dolor infernal que sufría en las rodillas hinchadas, el abuelo, recto como un palo y sin bastón.

—¡Ahí vamos, querida! —exclamó su padre cuando las damas llegaron, y le indicó a Liese con la cabeza que abriera la puerta del salón.

«El año anterior estaba también Walter», pensó Franziska con tristeza, mientras entraba en el salón al lado de Elfriede. Encendieron las velas del gran abeto, apagaron el resto de las luces, y todos admiraron absortos el árbol de Navidad y su decoración de colores. El viejo cura, Hansen, leyó la historia de Navidad con el mismo patetismo que en la iglesia, luego su padre dirigió unas palabras a los empleados, les agradeció su lealtad, el duro trabajo, habló de la época que vivían, que era como una prueba, y expresó su esperanza de que todas las víctimas del pueblo alemán no fueran en vano. Alrededor, a todo el mundo se le ensombreció el semblante y rodaron algunas lágrimas. También en las familias de los empleados habían caído hombres.

—Y, aun así, nuestro Señor nos regala todos los años la estrella de Belén —concluyó su padre el discurso—. La luz que anuncia el nacimiento del Salvador. Pongamos nuestras esperanzas en él, os guiará y llevará la lucha del pueblo alemán a un fin pacífico.

«El año pasado el discurso de papá sonó mucho más pomposo —recordó Franziska—, pero entonces aún esperábamos que esta maldita guerra terminara pronto».

Volvieron a encender las lámparas del salón y todos se sentaron a la larga mesa para disfrutar de la comida de Navidad con los señores y su familia. Consistía en una sopa de gallina con nata y huevo, luego había cabeza de cerdo con col rizada y bolas de patata y para terminar pudín de nata agria con arándanos en conserva. Además, el señor les obsequió con un barril de cerveza y dos botellas de licor. Antes, cuando había más hombres en la mesa, había un gran barril de cerveza y uno pequeño con aguardiente de trigo casero, pero ahora los únicos hombres adultos que quedaban eran el viejo mozo de cuadra, Joshka, y el inspector Heinemann, que era cojo de una pierna, además del abuelo y el barón.

—¿Crees que aún va a venir? —susurró Elfriede, abatida.

—Creo que sí —contestó Franziska sin mucho convencimiento mientras comía sin apetito la col rizada. No quería comer demasiado, porque después la celebración continuaba en el cuarto de caza. Allí le esperaban las auténticas delicias que había preparado la cocinera. La tradición mandaba que los empleados no trabajaban después de la celebración de Navidad, y que la familia de los señores se las arreglaba sola en Nochebuena.

Tras la comida, el servicio se despidió y regresó a sus dependencias, mientras la familia Von Dranitz se sentaba a la mesa en el cuarto de caza. Fuera, al otro lado de la ventana, ya era noche cerrada. Bajo el brillo de la lámpara eléctrica del patio Franziska vio arremolinarse los copos de nieve. Eran gruesos y, cuando el viento los arrojaba contra los cristales de la ventana, se quedaban pegados.

Brigitte bajó con ellos. Tras el aborto se sentía muy débil y casi siempre estaba tumbada en la cama, pero quería pasar la Nochebuena con la familia.

—El teléfono —dijo Elfriede en cuanto tomó asiento en el cuarto de caza. Tenía el oído muy fino, pero hasta ese momento Franziska no percibió el sonido que llegaba del salón rojo, donde estaba el aparato.

Su padre, que ya había empezado a encender las luces del árbol de Navidad, le dio las velas al abuelo y salió.

Durante unos horribles minutos Franziska imaginó infinidad de situaciones: el vehículo del ejército volcado, con las ruedas todavía girando y sus ocupantes tirados en la nieve, bañados en sangre. El cuerpo inerte de Walter, su rostro pálido y desfigurado, el abrigo en llamas…

Su padre regresó y cerró la puerta. Fue breve.

—El comandante Iversen ruega que le disculpemos. Un ataque inesperado. Se pondrá en contacto en cuanto le sea posible.

Solo su madre comentó la noticia. Elfriede enterró los dientes en el labio inferior y calló, y Franziska casi sintió alivio. Por lo menos no era un accidente, estaba sano y salvo. Y ante una orden de entrada en acción no podía hacer nada. Hasta pasado un rato no sintió una profunda decepción. No iba a llegar. No iba a verlo, a sentirlo. Toda la añoranza, las ilusiones, habían sido en vano.

—No nos dejemos doblegar —continuó su padre y animó con la mirada al grupo—. Tengamos una fiesta alegre, queridos. Dios se llevó a nuestro Heini a su reino, pero protegerá a nuestro Jobst y seguro que nos lo devolverá. Ven a mis brazos, Margarethe, te agradezco todo tu amor y lealtad, no hay en el mundo mejor esposa que tú. —Estrechó a su mujer entre sus brazos y luego se volvió hacia sus hijas—. Ahora os toca a vosotras, mis chicas…

Se abrazaron todos, se desearon una feliz Navidad, y se controlaron para no apesadumbrar a los demás. Hacía dos años que ni Jobst ni Heini se sentaban con ellos bajo el árbol de Navidad. Sus sitios permanecían vacíos. El futuro de Dranitz estaba en manos de Dios.