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Diario de Elfriede von Dranitz

15 de mayo de 1945

Estoy sentada en un rincón de la cuadra, donde el fuego ha causado menos estragos y todavía está en pie una parte de las paredes. Están carbonizadas y siguen oliendo a fuego, también un poco a amoníaco, porque aquí estaba antes el Príncipe de las estrellas, nuestro semental. Ya no está, como tampoco están los demás caballos; los rusos se los han llevado todos. También han ahuyentado a las vacas, sacrificaron a los cerdos y las gallinas desaparecieron.

No imaginaba que hubiera personas tan crueles. Sus rostros son apáticos, sus cuerpos apestan a sudor y aguardiente. Dispararon a nuestros perros, que aullaban de dolor, pero esos diablos no pararon de disparar y reír hasta que todos estuvieron muertos. Destrozaron la puerta de la casa, aunque estaba abierta, golpearon y desvalijaron a los refugiados que estaban escondidos en la casa, violentaron a todas las mujeres, también a las ancianas y a las niñas pequeñas. Después, por diversión, empezaron a destruir nuestros muebles y solo pararon cuando descubrieron la bodega de papá. Prefirieron emborracharse con el vino tinto.

En el pueblo, ninguna casa estaba a salvo. Mine no me quiso decir lo que pasó allí, pero lloró cuando ayer nos trajo algo de comer. Nos dijo que a ella no le pasó nada malo. Cuesta creerlo, pero a los demonios rusos les gustan los niños pequeños. Se encapricharon del pequeño Vinzent, que tiene apenas dos años. Le llevaron a Mine incluso harina y manteca, y una vaca para que tuviese leche para los niños.

Han fusilado al abuelo. Abrió de golpe la puerta y se plantó en el umbral con una de nuestras escopetas de caza en las manos cuando saltaron de su camión y corrieron a la mansión. Eso ha contado la vieja Koop, dice haberlo visto desde el lago. Los disparos los oímos papá y yo en la cuadra.

—Lo quiso así —aseguró papá en voz baja cuando Koop se alejó cojeando—. Quiso morir como un hombre, con el arma en la mano, cara a cara con el enemigo. Que Dios lo tenga en su gloria.

Creo que papá se avergüenza de su disfraz. Preferiría luchar, los hombres son así. Pero contra semejante superioridad no puede luchar nadie, solo se puede morir. Y papá quiere vivir. Por nosotros, por mamá, por mí y por Franzi. Por la finca. Por nuestra familia. Por lo que venga después, cuando lleguen días mejores y volvamos a estar todos juntos.

Los rusos no nos hicieron nada cuando llegaron a la cuadra. Solo tenían ojos para nuestros bonitos animales y no hicieron caso de dos mozos de cuadra. Uno de los soldados nos ofreció incluso su cantimplora y bebimos un trago de ella. Era vodka barato. Pero quería hermanarse con nosotros con buena intención. Nunca se sabe qué se puede esperar de ellos. A veces son bondadosos y divertidos como los niños y al minuto siguiente su voz se transforma y pegan y matan como las bestias. No obstante, los oficiales están hechos de otra pasta, son gente formada y solo beben el mejor vino tinto de la bodega de papá. Quizá incluso se podría hablar con ellos con sensatez, pero no nos atrevemos; mejor seguir vestidos de mozos de cuadra. Dirigen un regimiento severo, no dudan en fusilar a sus propios soldados por una leve infracción.

Había escondido mi diario debajo de la camisa cuando papá y yo fuimos por la noche a hurtadillas a la mansión en busca del abuelo. Fue prudente por mi parte, porque cuando llevábamos el cadáver por el parque al cementerio, vimos de pronto las llamas. Habían prendido fuego a la cuadra. Los caballos se habían ido hacía tiempo, pero el heno y la paja de la buhardilla ardían en llamas.

—Mejor así —murmuró papá con amargura—. ¿Para qué necesitamos heno si nos han robado todos los animales?

Fue terriblemente agotador arrastrar el cuerpo hasta el cementerio. Tenía que detenerme a menudo y soltarle los tobillos para descansar un poco. Tenía los tobillos helados y duros al tacto, pero el rostro estaba liso y hermoso, como si solo durmiese. Le habían disparado en el pecho, pero papá le abrochó la chaqueta para que yo no viera la sangre. La llave de la capilla seguía estando en el mismo lugar, debajo de una piedra plana junto a la entrada. Pusimos al abuelo detrás del altar, en el suelo de piedra, le juntamos las manos y yo le atusé el pelo y la barba. Papá recitó el versículo «El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace reposar…» y ambos rezamos el padrenuestro. Después fui a la tumba de Heini para contárselo todo y me dijo que estaba contento de tener al abuelo a su lado.

Llovía cuando papá y yo volvimos. Nos vimos obligados a tener cuidado, porque en el jardín había una horda de rusos sentados alrededor del fuego que se reían, alborotaban y bebían aguardiente. Había mujeres con ellos. La lluvia no parecía molestarlos. Papá y yo pasamos la noche en el cobertizo de la casa del inspector.

20 de mayo de 1945

Hace mucho frío por la noche y tengo un hambre horrible. Mine ha dicho que vaya al pueblo, a su casa. Quiere hacerme pasar por su hermano pequeño. Así podría comer con ellos, cocina gachas con leche porque sigue teniendo una vaca. Pero tengo miedo y no me gusta bajar al pueblo.

Cada vez llegan más rusos. Unos siguen su camino después de haber causado suficientes estragos y les suceden otros para coger lo que sobra. A menudo son tártaros de ojos sesgados y pequeñas caras amarillentas. Llevan barbas finas y gritan más que los rusos: «Uri, uri!». Así exigen que les entreguemos nuestras pertenencias y cosas peores. Desvalijan a los pobres refugiados de la mansión una y otra vez, las mujeres se esconden en el jardín, pero como algunas tienen niños pequeños los gritos las delatan a menudo y los rusos las encuentran. Los pequeños lloran porque tienen hambre y las madres no pueden darles nada. Las provisiones de la mansión se han agotado, no hay nadie allí que se ocupe de los hambrientos.

Papá dice que podemos estar contentos de que no incendiaran la mansión como hicieron con la casa del inspector. Le prendieron fuego porque se pelearon por la noche y se dispararon violentamente. Dentro está todo calcinado, el tejado se vino abajo, las llamas han chamuscado los antiguos árboles junto a la casa, sus copas están deshojadas y negras. Como tres rusos murieron en el incendio, llevaron al patio a todos los refugiados que estaban en la mansión y escogieron a diez personas con intención de fusilarlas. Entonces una de las mujeres gritó que mejor debían fusilar al terrateniente, que se había disfrazado de mozo de cuadra y malvivía en el establo quemado. Sabía algo de ruso porque era de Prusia Oriental, de modo que entendieron lo que dijo. Fueron a buscar a papá y el oficial lo interrogó. Pero no lo fusilaron, sino que lo encerraron en un camión y se marcharon. Después volvieron a meter a los refugiados en la casa, solo algunas de las mujeres tuvieron que ir con los soldados.

Cuando vinieron a buscar a papá, me dijo que huyera lo antes posible y me escondiera en el cementerio. Pero solo llegué hasta el cruce, allí trepé al viejo roble, me escondí en el follaje y miré hacia la mansión. No fui hasta por la tarde, cuando todo había pasado, a la tumba de Heini y pasé la noche entre las lápidas. Lloré mucho tiempo antes de dormirme por fin.

Ahora estoy totalmente sola. Solo Heini mantiene su promesa y sigue conmigo. Me ha dicho que baje al pueblo, a casa de Mine, o de lo contrario me moriré de hambre. Que no tenga miedo.

Nadie me delatará. Está seguro.

10 de junio de 1945

Hoy han vuelto mamá y Franzi a la finca con uno de nuestros coches. Habían cambiado por el camino el caballo medio muerto de hambre que tiraba del coche por el broche de ónice de mamá, los rusos les habían robado nuestros caballos. El broche de ónice era una antigua pieza familiar, aunque nunca pude soportarla porque era demasiado negra y triste. Era la última joya que le quedaba a mamá; el resto, todas las joyas familiares, se las llevaron los rusos. También todo lo que les pareció útil de algún modo: las camas, los alimentos, las ollas, la ropa y las pieles, incluso los libros. Tampoco están ya los dos carruajes, ni el inspector Heinemann ni el profesor de Prusia Oriental. Han tomado sus respectivos caminos y las han dejado solas.

Mamá me contó que llegaron al sector británico, pero allí todo estaba bloqueado, los británicos no dejaron pasar a nadie más y se vieron obligadas a regresar.

Mamá no dijo ni una palabra cuando le conté lo que le había pasado a papá, pero Franzi rompió a llorar. Ahora vivimos las tres en un cuarto de criados de la mansión y tenemos que dar gracias de que los refugiados no nos delaten. Es cierto que ahora vienen menos rusos a Dranitz, pero si se enteran de que somos las terratenientes, nos deportarán o matarán. Al igual que han hecho también en Rusia con el zar y todos los nobles.

Les he dicho a mamá y Franzi quién es la mujer que denunció a papá. Tiene tres hijos, unos insolentes que se comportan como si fuesen especiales. Su madre siempre tiene mucha comida porque se acuesta con los soldados rusos. Cuando cocina, echa a las demás mujeres para que no vean todas las provisiones que tiene y mendiguen. Nadie se atreve a llevarle la contraria por su buena relación con los rusos. Mamá, Franzi y yo la evitamos todo posible, ya ha amenazado un par de veces con que los cabrones de los nobles ya no pintaban nada aquí.

Por dentro la mansión está horrible, apenas he reconocido las habitaciones. Todo destrozado y pisoteado, sucio, apestoso. Cagan en medio de la habitación, algunos han embadurnado incluso las paredes con excrementos. ¿Qué tipo de personas son? ¿En qué les ha convertido la guerra?

Entre las tres hemos tardado varios días en adecentar un poco la pequeña buhardilla. Sobre todo, queríamos librarnos del repulsivo hedor. La plata que habíamos enterrado en el sótano ha desaparecido, todavía se ve el agujero donde estaba la caja. Han sido los rusos, nos dijeron. Ya los primeros que vinieron se pusieron a cavar en el sótano. Sabían que los terratenientes alemanes siempre enterraban allí sus tesoros…

Mamá no se lo cree. Está convencida de que alguien ha revelado el escondite. Pero Franzi dijo que le importan un bledo la plata y las joyas familiares. Si al menos papá estuviese todavía con nosotras… Y si el país pudiese por fin estar en paz. La guerra nos ha arrebatado a todos los hombres. A Jobst y Heini, al abuelo y después también a papá. Y a Walter. A él lo tienen sobre la conciencia los esbirros del Führer. No murió en el campo del honor, tampoco en la batalla. Lo mataron de manera injuriosa. Ahorcado. Y, sin embargo, era un héroe. Walter era más valiente que Jobst y Heini. Más valiente y listo que todos los oficiales alemanes y sus obedientes soldados. Walter estaba con aquellos que querían quitar de en medio a Adolf Hitler para después negociar un tratado de paz que nos habría ahorrado toda esta miseria. Fue una terrible desgracia que el atentado fracasase.

Franzi y yo dormimos en una cama. A menudo cuchicheamos antes de dormir, charlamos de cosas que no podemos comentar delante de mamá. Mamá sigue creyendo que es una deshonra para un oficial matar a su general, pero creo que Franzi tiene razón. Ninguna de las dos olvidaremos a Walter jamás en la vida.

Ayer excavamos entre las tres una tumba para el abuelo. Fue un arduo trabajo, ya que solo teníamos una pala. Dos ablandábamos la tierra con palos y la tercera paleaba. Lo cubrimos con grava y piedrecillas porque no teníamos ataúd para él. Después volvimos a rellenar la tierra y nivelamos el montículo con la pala. Franzi y yo hicimos una cruz con ramas y la pusimos sobre la tumba para poder encontrar el sitio. Un día, cuando podamos volver a vivir en paz en nuestro país, mandaremos ponerle una lápida, como le corresponde a un Von Dranitz.

En julio de 1945

Franzi me ha cortado el pelo con un cuchillo porque no tenemos tijeras. Ahora lo llevo aún más corto que antes y muy irregular. Mamá afirma que el pelo corto me queda bien, que parezco muy «moderna» así.

Tenemos poco que comer porque apenas crece nada en el huerto de la finca. Nadie ha sembrado lechugas o zanahorias, los refugiados arrancan lo poco que brota en cuanto sobresale de la tierra. Mamá dice que luego será mucho peor, porque en primavera ya no se sembró nada en los campos y, por tanto, no cosecharemos ni trigo ni avena y dependeremos por completo de los ocupantes. Nuestros pobres caballos y vacas deben ir hasta Rusia: jamás lo conseguirán. Menuda locura. A veces una no sabe si estos rusos solo son tontos o terriblemente malvados. ¿Qué piensan hacer cuando los animales mueran de hambre y flaqueza durante el largo camino?

Con todo, estoy muy contenta de que ahora mamá y Franzi estén conmigo. Entre las tres es más fácil soportar todo lo malo. A menudo nos sentamos juntas por la noche y hablamos del pasado, revivimos los buenos tiempos, los años dorados, las grandes fiestas familiares, las batidas, los días de Acción de Gracias con los criados y temporeros. Entonces a mamá le gusta describir todo lo que se servía en la gran mesa, las deliciosas sopas con carne de liebre y gallina, los lomos de corzo con arándanos rojos, las bolitas de requesón en salsa dulce. Nos relamemos y sentimos en la lengua el sabor de la carne tierna y la salsa grasa, y creemos que nos llena a pesar de que solo habíamos comido un mendrugo y un par de cucharadas de gachas en todo el día.

Para no desesperarnos, contamos chistes tontos, nos reímos de un ruso inocente que quería beber de la taza del cuarto de baño porque no había visto un retrete en su vida. O bromeamos sobre nuestro aspecto, la ropa andrajosa, los zapatos desvencijados, el estado de nuestro pelo. Solo tenemos lo que llevamos puesto; cuando mamá y Franzi lavan su ropa interior, van desnudas debajo del vestido. Nadie sabe cómo será en invierno, no hay estufa en nuestro cuarto y no tenemos ni abrigos ni chaquetas, ni siquiera calcetines calientes. Mamá dice que está bien que papá no nos pueda ver así, no sería bueno para él.

Hemos quitado dos tablones del techo sobre el armario para poder escondernos en el desván perdido si llegan más rusos. Pasa mucha gente por la mansión que no sabe dónde quedarse. No se parecen a los refugiados que vinieron en primavera de Prusia Oriental, estos no tienen ni coches ni equipaje. Franzi dice que son polacos o rusos que secuestraron como trabajadores extranjeros. También hay entre ellos antiguos presos de los campos de concentración, algunos llevan todavía las batas grises y tienen la cara demacrada. Hay cierta locura en los ojos. Los rusos les dan alimentos, pero a menudo vienen a la mansión y exigen algo que comer. Si no se les da, lo toman a la fuerza.

Franzi se ríe de mí porque siempre escribo en este diario. Ha salvado algunos de nuestros libros y los esconde en el desván para poder leer poesía. Mamá me ha prohibido discutir con ella por este motivo: cada una debe aguantarlo como le guste. Solo temo que mi lapicero se acabe pronto, ya es tan pequeño que apenas puedo sostenerlo con los dedos.

Septiembre de 1945

Ha sido una época mala. Mamá contrajo el tifus y ya habíamos perdido la esperanza. Mine nos proporcionó un carro para que pudiésemos llevarla al hospital militar de Waren. Se opuso con uñas y dientes porque quería morir aquí, en nuestra finca, pero Franzi consiguió por fin persuadirla. Aquí no hay médico ni medicamentos, solo en Waren pueden tratarla y tiene alguna posibilidad de sobrevivir. Mamá no estuvo de acuerdo hasta que algunas refugiadas vinieron a vernos y nos dijeron que tenían miedo por los niños pequeños; al fin y al cabo, la enfermedad era contagiosa. Entonces la envolvimos en todas nuestras mantas y tendimos por encima del coche un toldo que los soldados de la Wehrmacht habían dejado aquí hacía meses. Franzi y yo tiramos del carro y Mine lloró porque hacía mucho frío y llovía, y no nos podía ayudar. No podía dejar a sus hijos solos. De camino nos encontramos tres veces con un pelotón de rusos, pero gritamos «¡Tifus, tifus!», y nos evitaron.

En el hospital militar pusieron a mamá en una sala con muchos otros enfermos de tifus. No nos permitieron pasar, teníamos que irnos inmediatamente. Franzi sacudió afligida la cabeza y dijo que quizá había estado mal llevar a nuestra pobre madre allí. Pero ahora ya no se podía dar marcha atrás y además se quedaron con nuestras mantas. Franzi y yo nos acurrucamos la una contra la otra por la noche para calentarnos. Ayer Mine nos trajo una manta y un par de cosas que pertenecían a Karl-Erich. Calcetines tricotados y dos jerséis gordos. ¡Qué haríamos sin Mine!

Mamá se quedó tres semanas en el hospital militar. Al principio no nos permitieron verla, hicimos el camino a Waren en vano, y tampoco sabíamos si le podíamos dar la leche y los trozos de pan que le habíamos llevado. Pero Franzi pudo hablar con el médico, un joven de Berlín que durante la guerra fue sanitario en Francia. Creo que le hizo perder un poco la cabeza, pues prometió ocuparse de mamá para que volviese sana.

Cumplió su palabra. La semana pasada nos permitieron traer a mamá a Dranitz. Sigue estando muy débil y se ha quedado en los huesos, la falda y la blusa le cuelgan como de un perchero. Pero hacemos todo lo que podemos para que se mejore. También Mine ayuda en lo que puede, y algunas personas del pueblo nos traen pan, harina y verduras. Ahora que todos pasamos las mismas calamidades, muestran compasión y hablan bien de los buenos tiempos, cuando el barón von Dranitz estaba en la finca y todos teníamos suficiente para comer.

—Él sí que era un señor que se preocupaba de todos nosotros —dijo Bott, la abuela de Liese—. Los rusos dicen que debemos tener tierras y echar a los terratenientes, pero tenemos que entregarles harina, manteca y carne. ¿De dónde lo sacamos? Nadie ha sembrado en primavera y se han llevado todos nuestros animales.

Lo que dijo no es exactamente así. Los rusos han sacado el ganado de la granja, pero les han dejado a los campesinos del pueblo muchos animales. Los aldeanos han cultivado también sus jardines, solo el huerto de la finca está revuelto y vacío.

Mamá ha dicho que tenemos que estarles agradecidas. Y que se alegra porque la gente del pueblo nos sigue guardando lealtad. Que es una gran suerte.

Octubre de 1945

Hoy hemos tenido que presentarnos ante el alcalde que el gobierno militar ruso ha investido. Se llama Otto Brockmann y no es de aquí, sino de Schwerin. Es una persona desagradable, baja, huesuda, calva, solo las cejas son negras y frondosas. Nos ha mirado de arriba abajo, vestidas con nuestra ropa andrajosa, y ha comentado que ya hemos explotado suficiente tiempo a los campesinos de esta tierra. El gobierno militar soviético había convenido que todos los nobles abandonasen su tierra. Les da igual adónde vayamos, pero tiene que haber por lo menos treinta kilómetros entre nuestro domicilio y la finca.

Nos quedamos como si nos hubiesen golpeado la cabeza. Mamá señaló que su esposo era prisionero soviético y que nos buscaría cuando saliese de la cárcel, por lo que quería esperarlo aquí.

—¿Cree de verdad que los soviéticos dejarán escapar a un terrateniente? —preguntó arrogante Brockmann. Opinaba que jamás volveríamos a ver a papá. Teníamos dos semanas de plazo para recoger nuestras cosas, después tendríamos que haber abandonado la mansión. De lo contrario, nos arriesgaríamos a ir a la cárcel. Nuestra tierra sería confiscada y repartida entre los campesinos.

A nosotras no nos quedan más que unos cuantos muebles y recuerdos, podíamos sacarlas con un coche de caballos. Del coche y el caballo nos teníamos que ocupar nosotras.

—Conténtense con que seamos generosos y salga viva, señora Dranitz. En Rusia los furiosos campesinos hicieron trizas a los hacendados y los lanzaron a los perros.

Recibimos un papel que debíamos rellenar. Se lo teníamos que presentar a Brockmann cuando partiésemos y él tenía que sellarlo.

20 de octubre de 1945

Franzi nos ha procurado un caballo con la ayuda de Mine. Cargaremos el coche en que volvieron Franzi y mamá con nuestras cosas. No es mucho. Dos colchones, una cómoda, una alfombra pequeña, mantas de lana, dos almohadas. Batería de cocina, platos de latón y cucharas. Una palangana. Un saquito de harina, algo de azúcar. Los libros de Franzi. Mamá quería llevarse algunos cuadros, pero los refugiados no nos querían dejar entrar en su habitación porque tenían miedo a que les robásemos. Algunos se mudaron en verano al Oeste, pero llegaron otros que quieren pasar el invierno aquí. Mamá conserva algunos documentos en una carpeta que cuida como oro en paño.

Nos iremos la semana que viene. Treinta kilómetros no es tan lejos como parece, dice mamá. Solo hasta Malchow. Allí quizá encontremos una casa de campo deshabitada. Cuando hayamos pasado el verano y papá vuelva a estar con nosotras, todo irá mejor.

—Lo conseguiremos, chicas —nos asegura mamá una y otra vez—. No van a poder con nosotras. Somos más fuertes, porque creemos firmemente en Dios. Y en nosotras mismas.

Por la noche tuve un terrible dolor de garganta y la cabeza me zumbaba hasta estallar. Mamá quería que me quedase en la cama, bien envuelta en las mantas. Ahora no puedo resfriarme bajo ningún concepto. Pero no aguanté en la cama, toda la habitación olía de golpe a betún viejo y a madera podrida, de modo que me puse muy mala. Me envolví en la manta y me senté junto a la ventana. Los árboles de hoja caduca del jardín estaban rojos y amarillos, brillaban hermosísimos con los oblicuos rayos de otoño. Diseminan sus hojas por el césped, que ahora está espigado como un prado porque nadie lo ha segado. También he podido ver el cementerio, la capilla de ladrillo rojo sobresale entre los pinos, y encima resplandece la veleta pequeña y dorada. Es de una crueldad indescriptible que nos echen de aquí; también tendré que dejar la tumba de Heini. Jamás podré volver a dialogar con él, jamás podré volver a oír su tranquila y relajante voz. No, no me quiero ir de aquí. Prefiero morir.

24 de octubre de 1945

Mamá me ha traído el diario a la cama. Tengo fiebre. La cabeza me va a explotar y me cruje la tripa. Escribir me cansa horriblemente.

25 de octubre de 1945

He visto a la abuela. Y a la tía Susanne. Estaban junto a mi cama y se lanzaban pelotas de colores. Cuando las pelotas pasaban sobre mí, se convertían en velos y arrastraban largas y ondeantes cintas tras de sí. Mamá cuchichea con Franzi. Me envuelven paños húmedos en las muñecas y tobillos, pero el fuego que me quema por dentro no se puede apagar. Estoy tan enferma que ni siquiera me puedo levantar sin ayuda.

Diciembre de 1945

La buena de Mine me ha guardado el diario. Ahora vivo con ella, en el cuarto que antes pertenecía a su hermano. Mine y los niños duermen todos juntos en el lecho conyugal. Ha dicho que seguro que habrá gritos cuando Karl-Erich vuelva porque no admitirá a los niños en su dormitorio, pero de momento nadie ha vuelto. Ni Karl-Erich ni el cochero Guhl ni el inspector Schneyder ni el profesor Schwenn. Solo nos queda el viejo pastor Hansen, que ya está muy por encima de los setenta y no era necesario que fuese a la guerra.

Mamá y Franzi se han ido. No me acuerdo de cuándo me abandonaron porque tenía la fiebre muy alta. Mine dice que estuve muy cerca de la muerte. Me llevaron al hospital militar en Waren después de que mamá y Franzi se fueran; Mine se lo había prometido. No sé mucho más, durante la mayor parte del tiempo estaba en un mundo fantástico, que a veces era muy bonito, pero en la mayoría de las ocasiones parecía angustioso y sombrío.

Era por los dolores. Me dolía todo, la cabeza, las extremidades, la espalda, la tripa. Sentía cada uno de los pelos de mi cabeza y me ardían los ojos en las órbitas. Pero lo peor era la debilidad. Solo quería estar tumbada y zambullirme en el mundo fantástico. Perderme en él. Descender hasta el fondo de los sueños y quedarme allí. Sin dolores. Sin pena. Sin horror. Solo estar tumbada tranquila, y no regresar jamás a la vida real.

Pero la fiebre bajó y sané. No era agradable estar en la gran crujía y ver la miseria de la gente a mi alrededor. No soy apta para ser enfermera, no puedo ver cómo sufren otras personas. Cómo se lamentan, se quejan, resuellan, vomitan en los baldes. Algunos también murieron.

Le pedí al doctor que me dejara ir y volví a pie a Dranitz.

Nevaba, pero no hacía mucho frío. Tenía una manta, que me puse en los hombros, y calcetines de lana de Mine. Mis viejos zapatos son por desgracia permeables, pero no importaba. Caminé despacio y cogí los copos de nieve con la boca. Se derritieron fría y pulcramente en mis labios y respiré el limpio aire del invierno. Cuando llegué por la noche a Dranitz estaba exhausta, pero había vuelto a la vida.

Mine dice que debo esperar hasta que lleguen noticias de mamá y Franzi. No tendría sentido ir a Malchow si quizá no se pudieron quedar allí y siguieron adelante. Dice que estoy demasiado débil para ir a buscarlas sola y que, además, el doctor le dijo que la fiebre podía volver.

Ya he estado tres veces en la tumba de Heini. Tengo que ir con cuidado, porque han llegado más rusos y me ha crecido bastante el pelo. A Mine no le gusta cortarlo mucho, así que me ha prestado un gorro de Karl-Erich para que parezca un chico. Echo mucho de menos a mamá y a Franzi. Pero si me dejan, preferiría quedarme aquí. Primero por papá. Para que al menos encuentre a alguien de la familia cuando vuelva.

21 de diciembre de 1945

La tierra tiembla y el paraíso se ha abierto. La fiebre ha vuelto, me ha lanzado su pesado y feliz sueño. Quizá siga soñando ahora. Quizá todo sea una ilusión.

Pero lo he visto en sus ojos. Él me ha abrazado y hemos subido a las nubes…

Desde el principio: hoy al mediodía, cuando le daba gachas al pequeño Vinzent en la cocina, alguien llamó a la puerta. Mine miró inmediatamente por la ventanita de la cocina porque hay que tener cuidado, pero, pese a que no había rusos, se volvió a oír el golpeteo. Supuso que era un refugiado que tenía hambre y quería calentarse y abrimos la puerta.

Parecía muy extraño. No lo reconocimos y también él nos miró fijamente, como si tuviese que acordarse. Entonces torció de repente la boca y sonrió. En ese momento creí que estaba loca. Que veía a un muerto.

—Pequeña Elfriede —dijo—. Eres Elfriede, ¿no?

Ni Mine ni yo le respondimos. Nos quedamos de piedra. Solo Vinzent empezó a lloriquear porque ya nadie le daba de comer.

—No os asustéis —dijo el forastero con la mirada en el suelo—. He cambiado mucho, lo sé.

Entonces empecé a hablar a borbotones. Las palabras me brotaban porque sí de la boca, sin que las pudiese controlar, se precipitaban unas sobre otras, se enredaban, se superponían.

—¡Pensábamos que estabas muerto! Nos enviaron una sentencia de muerte… Ponía… ponía que se había ejecutado hacía mucho…

Entonces empecé a sollozar. Oí los gritos de Mine, después se abrió de repente ante mí un abismo giratorio y envolvente que me absorbió. Oscuridad. Y luego nada más. Ni pensamientos ni ruidos ni tiempo. En algún momento temblaron sobre mí unas sombras, crujieron unos escalones, un niño lloró…

—¡Bueno! ¡Has vuelto, pequeña Elfriede! Nos has dado un buen susto.

Su rostro encima de mí. Muy extraño. Muy diferente a antaño. Sombras por todas partes. Alrededor de los ojos. En las mejillas. Alrededor de la boca. Los ojos miraban de otra manera. Amargos. Tristes. Sonreía, pero su sonrisa no era la misma. No encajaba en ese rostro destrozado.

Lo miré todo el tiempo. Tampoco aparté la vista de él cuando me puso encima de la cama y me tapó con una manta de lana. Tenía las manos finas y blancas, las muñecas huesudas. Con el dorso de la mano derecha se tocó una cicatriz roja.

—¡Quédate! —le pedí cuando quiso retirarse en silencio.

Se sentó en mi cama y no sabía bien qué decir.

—Habéis pensado que era un fantasma, ¿verdad? —dijo al cabo de un rato.

Sonreí y asentí avergonzada.

—Me dejaron con vida —continuó con voz ronca—. No sé si estuvo bien o mal… —Se interrumpió y apartó la vista de mí.

Entonces le agarré la mano y la apreté.

—Está bien —musité—. Estoy muy contenta de que estés vivo, Walter.

Me miró de manera extraña. Como si estuviese equivocada. Como si no hubiese motivo para estar alegre. Aun así, se inclinó sobre mí y me besó en las mejillas. Muy suavemente, como papá hacía a veces.

—Mi pequeña Elfriede —murmuró—. Sí, es bonito reencontrarse con los buenos amigos. Bonito, pero también difícil. Porque ya no somos los mismos.

23 de diciembre de 1945

Se ha ido a primera hora. Quiere ir a pie a Malchow para buscar allí a mamá y a Franzi. No me ha querido llevar.

—Solo serás un estorbo para mí, pequeña Elfriede. No tienes zapatos decentes y tampoco puedes ir tan rápido. Cuando haya encontrado a Franzi volveré para recogerte. Te lo prometo.

Estaba furiosa con él. Es cierto que tengo los zapatos agujereados, pero aun así camino más rápido que él con sus botas recias.

—¡Sigo la marcha de tu pata coja!

No respondió nada y más tarde me avergoncé mucho de haber dicho algo tan mezquino. Arrastraba la pierna izquierda. Mine cree que la Gestapo lo torturó en la cárcel. Por eso no tiene problemas ahora con los rusos, cuenta con un documento que certifica que fue prisionero de los nazis. Le dieron un abrigo caliente y botas, y podía utilizar el tren sin pagar.

—Volverá —me consoló Mine—. No es un mentiroso, cumple su palabra.

Yo estaba terriblemente triste cuando se marchó. Me controlé durante todo el día, pero por la noche no pude parar de llorar. ¿Por qué había dicho algo tan horrible? Ahora me odiaría. Se ha ido para buscar a Franzi. Su novia. Por supuesto que la sigue queriendo. Quizá incluso más que antes. Nos preguntó por ella, quería saber si la Gestapo nos había interrogado, si habían tomado represalias contra nosotros, si Franzi lo había desdeñado por haber actuado contra el honor de los oficiales. Si estaba comprometida de nuevo. Cuando le conté que Franzi había ido a Berlín para salvarlo de la cárcel, se le llenaron los ojos de lágrimas. No debería haberme ido tanto de la lengua, pero tampoco sé mentir bien. Ahora quiere a Franzi incluso más.

«El amor es como la sarna», dice la gente del pueblo. «Quien lo pilla, no se libra de él con facilidad».

Es probable que haya encontrado a mamá y Franzi hace mucho. Seguro que primero se llevaron un buen susto, igual que nos pasó a nosotras. Pero después se abrazaron y Walter besó a Franzi. No como a mí, en las mejillas. Fijo que la besó en la boca y a la vez la estrechó cariñosamente. Como hacen los enamorados. Ahora están sentados a la mesa en una bonita casita de campesinos y se cuentan lo que les ha pasado. Hacen planes de futuro.

Si el exprisionero de la Gestapo Walter Iversen quiere casarse con una noble, la futura baronesa Von Dranitz, los rusos no estarán muy entusiasmados. Quizá pierda entonces sus privilegios. Pero seguro que eso no le impide tomar a Franzi como esposa. Qué feliz es ahora mi inteligente y hermosa hermana mayor. Con todas las desgracias que nos han sucedido, ahora puede mirar al futuro esperanzada. Yo, en cambio…

Me recogerán, eso seguro. Walter vendrá con el coche de caballos y Franzi estará sentada a su lado en el pescante. Bien acurrucada junto a él. Como una esposa enamorada. No quiero ir con ellos a Malchow. No quiero tener que ver cómo se dan el «sí, quiero» y se miran a los ojos llenos de añoranza. ¡Por encima de todo no quiero oír lo que hacen en el dormitorio! No quiero, no quiero, no quiero…

Ya es la tercera noche que lloro, pero no ayuda en absoluto. Solo va a peor. ¿Por qué no he muerto de tifus? Me habría evitado esta miseria.

25 de diciembre de 1945

Ha llegado a primera hora. Sin caballo ni coche. Llueve, todos los caminos están inundados. Estaba calado hasta los huesos y tenía las botas llenas de barro. Con una extraña y desfigurada sonrisa nos ha deseado «Felices fiestas», pero no nos ha acompañado a la misa de Navidad. Tampoco quería quedarse en la cocina al calor de los fogones. En su lugar se ha hecho un catre en el desván, justo al lado de la chimenea, y se ha echado a dormir.

—¡Con la ropa mojada! —ha dicho Mine con un gesto de desaprobación—. Si no se nos pone enfermo…

Me he pasado toda la misa de Navidad rezando a Dios. Que lo mantenga sano. Que no se case con Franzi. Que se quede aquí. Que no siga enfadado conmigo…

No son deseos piadosos, lo sé. Pero Dios mira de todas maneras dentro de mi corazón y sabe cómo es. ¿Por qué debería entonces fingir deseos piadosos?

Cuando hemos llegado de la iglesia seguía allí arriba acurrucado, con los ojos cerrados. Mine ha subido a llevarle un par de cosas secas de Karl-Erich, pero no se las ha puesto. Tampoco quería comer. Hasta la noche, cuando acostamos a los niños, no ha bajado a la cocina y nos ha contado que no había encontrado a Franzi ni a mamá en Malchow. No les permitieron quedarse, no querían tenerlas allí, así que tuvieron que seguir su camino. Al parecer fueron con el caballo y el carro a Karow, y de allí siguieron en tren hasta Güstrow. Después a Lübeck. Al Oeste. Salieron del sector ruso.

—Ay, Dios, ay, Dios —se lamentó Mine—. ¿Cómo puede ser? Tan lejos. Entonces seguro que no vuelven nunca.

Walter ha visto lo horrorizada que yo estaba y se ha arrepentido de haber contado tanto. Ha dicho que no eran más que rumores, solo chismes sin demostrar. Quizá no era en absoluto cierto. Y aun cuando Franzi y mamá intentasen pasar al Oeste, era muy improbable que lo lograsen.

Estaba contenta de que me quisiese consolar. Le dije que llevaba mucho tiempo esperando noticias de mamá y Franzi. Y que me había quedado aquí totalmente sola, la última de nuestra familia. Que a menudo me sentía sola, desamparada.

Mine frunció el ceño y dijo que no tenía inconveniente en que Walter se quedase un par de días más en su casa, pero quiso saber qué planes tenía.

—Ninguno —dijo él—. Pero puedo echar una mano en la finca.

Saltaba a la vista que a Mine no le parecía bien. Seguro que necesitaba ayuda, pero era por la gente. Y porque Karl-Erich era muy celoso.

—Si vuelve a casa y encuentra un hombre viviendo conmigo, pensará cualquier cosa de mí.

—Lo entiendo —dijo Walter y sonrió.

Walter y yo sabíamos muy bien que Mine nos mentía. Simplemente no quería que estuviese cerca de mí. Porque había visto cómo lo miraba. Y porque Walter había sentido compasión por mí y quería consolarme en mi soledad.

27 de diciembre de 1945

Walter se ha instalado en dos habitaciones de la mansión. Son el salón rojo y la biblioteca. Lo he ayudado a ordenar y limpiar. Han causado tremendos estragos, Walter estaba igual de horrorizado que yo. Habían echado al fuego los hermosos y antiguos libros que el abuelo había mandado traer de Berlín y que habían costado mucho dinero. Solo han quedado algunos tomos, y de los muebles, solo dos pequeños sillones con la tela cortada, además del sofá. Walter me lo ha preparado como si fuera una cama. Dormirá en la biblioteca y de dos estanterías hará una cama.

—Cuidaré de ti, pequeña Elfriede —prometió—. A partir de ahora ya no estarás sola. Seré un padre y hermano para ti, se lo debo a vuestra familia.

Le he dicho que le estoy infinitamente agradecida. Y que deberíamos seguir juntos hasta que tengamos noticias de mamá y Franzi. Está de acuerdo. Por lo que sea, ha renunciado a buscar a Franzi. Cuando la menciono, algo que solo ocurre rara vez, se le pone un gesto amargo en la boca que le hace parecer muy viejo. Pero cuando estoy alegre y gasto bromas, lo acepta. Me quiere cerca y, cuando le hago reír, lo disfruta como algo largamente añorado. Por el día está fuera, corta leña, habla con los habitantes que quedan, pide prestadas herramientas y echa una mano a los demás. Tiene una buena forma de tratar con la gente. Sobre todo, le hacen caso las mujeres.

Al mediodía comemos lo que he cocinado abajo, en la cocina de la mansión. No es espectacular, porque no soy cocinera, pero me elogia a menudo. Por la tarde enciende la estufa, después elige uno de los libros y me lo lee. Si está demasiado oscuro para leer tiene que parar, porque tenemos pocas velas y las necesitamos para las emergencias. Entonces nos sentamos junto a la pequeña estufa, miramos nuestras sombras en las paredes a la luz rojiza de las brasas y hablamos en voz baja. Nos contamos cosas extrañas, asuntos de los que no se hablaría durante el día. De los sueños febriles y del hermoso mundo ya desaparecido. De los pensamientos que inquietan a una persona en la celda cuando no sabe si sobrevivirá a la noche. De esperanzas frustradas. De la espléndida y dichosa época que se ha perdido para siempre. Hablamos a media voz, a veces susurramos. Nos vemos solo como siluetas oscuras, pero sentimos la presencia del otro con más fuerza que a la luz del día. Dos sombras que se conmueven con palabras. Que se precipitan la una sobre la otra, retroceden la una ante la otra y aun así están hechas la una para la otra…

31 de enero de 1946

Me pertenece. Soy su ama y él es mi siervo. Soy su obediente esclava, él es mi maestro. Nos hemos entrelazado el uno con el otro, unido para siempre, nada puede romper la red que nos rodea.

Fue muy fácil. No sospeché lo mucho que dependía de mí. Lo escasa que fue su resistencia. Soy una seductora, es una habilidad innata. Cada movimiento de mi cuerpo, cada gesto, cada mirada echa leña al fuego de su pasión. Me susurra al oído que no puede hacerlo, que es deshonroso, pero me burlo de él. Acaricio ligeramente el interior de sus manos, paso los brazos por su cuello, los dedos le rodean la nuca, mi boca está caliente y mis labios tan carnosos que no hay escapatoria. Es divertido quebrar su resistencia, sentir cómo la pasión lo domina cada vez más, le sobreviene la embriaguez y hace lo que jamás querría hacer. O lo que siempre ha anhelado.

Me convenzo de que Walter solo me ha querido a mí desde el principio porque he cautivado sus sentidos. Yo, la diabla maliciosa, loca, pelirroja. La hermana pequeña y maligna. La amada cariñosamente salvaje. No, mi honrada hermana jamás habría encendido esa lasciva voracidad en él, este envolvente delirio de fuego, las dulces llamas del infierno que arden sobre nuestro lecho de amor, que nos consumen hasta las cenizas, de las que renacemos todos los días.

He conseguido mi objetivo. La guerra, que ha traído tanta desgracia, me ha dado el amor.

3 de marzo de 1946

Ha escondido mi diario. No quiere que escriba tonterías. Me puse hecha una furia porque lo ha leído sin mi permiso.

—No se anotan semejantes cosas, pequeña Elfriede. Es indecente.

—Entonces ¿hacemos cosas indecentes?

Me ha besado y ha dicho que había una diferencia entre hacer y escribir sobre ello. Hacemos toda clase de locuras y es una pena que ahora no pueda confiarle nada a este diario. Pero obedezco y dejo de lado el lápiz, pues mi severo señor ha empezado a encender la estufa. No quiere que tenga frío, pues no llevo ni vestido ni camisa cuando lo seduzco…

4 de abril de 1946

Me muero, no puedo comer, ni siquiera beber manzanilla. Todo lo vomito y llevo semanas así. Walter está preocupado por mí, porque cada vez estoy más delgada. Dice que pronto solo seré una briza.

Espero un bebé. Un hijo. El hijo de Walter. Si no estuviese tan enferma, estaría infinitamente orgullosa y feliz…

Walter ha ido a ver al alcalde. Quiere que nos casemos. Mi hijo y yo llevaremos su apellido.

Ay, Dios, ¿dónde está el cubo? Estoy muy mal.

10 de mayo de 1946

La vida me trata bien. Nunca había estado tan contenta y llena de felicidad. Ahora tengo todo lo que había anhelado. Mi marido y mi futuro bebé.

La primavera se ha tendido sobre el campo sacudido por la guerra, la nueva siembra crece, los prados están de color verde suave. Hay disputas y discordia entre la gente a quien han dado nuestra tierra, algunos son obreros o vienen de otras profesiones y no entienden nada de agricultura. Walter viaja mucho, se ha procurado un caballo y un coche y negocia con distintos artículos en el mercado negro, entre ellos también el aguardiente casero de los campesinos. Es la mejor opción para conseguir alimentos y un poco de comida. También participan los rusos, Walter tiene una gran clientela. Ahora está lleno de dinamismo y se le ocurren todas las ideas posibles para mejorar nuestra situación.

—Me has devuelto la esperanza y la fe en mí mismo —me dice una y otra vez.

Nuestra boda fue muy modesta en comparación con las grandes fiestas del pasado, pero hermosa. Llevé un vestido blanco que Mine me cosió con unas sábanas y una cortina como velo. La corona de mirto me la ahorré, pues mi vientre ya está tan abultado que no puedo ocultar el embarazo. Pero al pastor Hansen no le molestó. Más tarde lo celebramos con un número reducido de invitados. Estaban Mine y sus hijos, los refugiados que siguen viviendo en la mansión y el pastor. Walter había conseguido dos liebres y Mine cocinó con ellas un puchero maravilloso. Después hubo flan, galletas de miel y café en grano de verdad.

Me encuentro bien, solo que a veces estoy muy cansada. Mine dice que no es nada raro durante un embarazo. Walter es infinitamente cariñoso conmigo, pero debido al bebé ya no me quiere tocar.

Lo quiero más que a mi vida. Cuando está a mi lado, no me falta nada para la felicidad plena. Solo temo que nuestro hijo pueda alterar este equilibrio una vez que haya nacido…