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Diario de Elfriede von Dranitz

5 de agosto de 1944

En estos terribles días, en los que entre todos nosotros hay un silencio funesto, lo he reencontrado. Fue una casualidad. Subí con Mine al desván para buscar algunos de los vestidos escondidos que guardamos allí en las maletas de ultramar. Como ahora hay tan poco que comprar, nos arreglamos las chaquetas y faldas con las prendas viejas. Y allí estaba, entre los vestidos de verano de mamá y el bolero de Franzi. Olía bastante al antipolillas que habíamos esparcido en la maleta por culpa de la chaqueta de lana de andar por casa de papá, pero estaba intacto, y el hilo que le había atado seguía bien anudado. Mi antiguo diario.

¡Cuántas tonterías había escrito en él! Al hojearlo no pude evitar sonreír a menudo o sacudir la cabeza. También había partes de las que me avergonzaba y pensé seriamente en arrancar las páginas. Pero al final no lo hice. Porque ese libro es mi único y verdadero amigo, y porque quiero ser honesta con él. En realidad, no había nadie en esa casa a quien pudiese confiar mis pensamientos y sentimientos, mi corazón. Mamá no, tampoco papá. Mucho menos Franzi o Brigitte, ni siquiera los abuelos. Tampoco Mine. Solo Heini… Sí, Heini era mi único confidente. Y ahora lo es este libro.

Guardan silencio. Me evitan, dicen trivialidades amables, no responden mis preguntas. Es como un muro que no puedo atravesar. Extiendo los brazos y mis dedos tocan una sierra dura y transparente. Los veo sonreír, compasivos, suplicando comprensión, ausentes. Déjanos en paz, pequeña Elfriede. No nos atormentes con tus preguntas. No hay nada que decir. Solo el silencio. La rigidez.

La pobre Brigitte ronda como una sombra muda. Desde que perdió el bebé cada vez está más enferma; nadie sabe cómo soportará el próximo golpe.

Hace tres meses que es viuda. También mi hermano Jobst cayó. No podemos enterrarlo porque su cadáver está en algún lugar de Sebastopol y los rusos no devuelven a los oficiales alemanes caídos. Esta vez fueron dos de sus camaradas los que nos trajeron la noticia del fallecimiento. La recibimos en el salón de mamá y les servimos té y tarta; el ambiente era grotesco, porque tardaron mucho en dar su mensaje. Saltaba a la vista que no sabían cómo hacerlo. Cuando por fin desembucharon, Brigitte se quedó paralizada, como si todo eso no le importase nada. Mamá la abrazó y Franzi me agarró con fuerza. El abuelo empezó a maldecir. Dijo que su nieto había caído por la patria. Por la patria: no por Adolf Hitler. Por él no había combatido. Ningún Von Dranitz había luchado por esos arribistas. Solo por el káiser y por nuestra Alemania.

Mamá y Franzi se esforzaron por tranquilizarlo y, después de que papá lo hubo acompañado fuera, Franzi les dijo a los oficiales que el abuelo estaba perturbado, que la aflicción lo había enajenado. Hicieron como si lo comprendiesen, pero más tarde Liese, que les llevó los abrigos y gorros al vestíbulo, nos contó que estaban «indignados» y que había que echarle el ojo a «esa gente».

Esto ocurrió en mayo. Fue terrible, todos estábamos deprimidos y esperábamos que la guerra terminara pronto. Entonces la pared de cristal todavía no nos separaba. Mamá, Franzi y yo nos hablábamos, llorábamos juntas y nos ocupábamos de Brigitte. Cada vez estaba más delgada y las oscuras ojeras más negras, pero decía que estaba bien, que no nos preocupáramos por ella.

Franzi recibía regularmente correo de su prometido. Si llegaba una carta para ella, la cogía y subía para encerrarse en su habitación. No enseñaba las cartas de Walter a nadie y las escondía tan bien que nunca pude encontrarlas. Sí, sé que es indecente leer el correo ajeno, pero pese a ello lo hubiese hecho. Solo para ver su letra. Para sentir el papel que sus manos habían tocado. Embriagarme con sus palabras, aunque no estuvieran dirigidas a mí.

Me he acostumbrado. Él quiere a Franzi. Solo soy la malvada hermana pequeña que ha impedido la boda. Al menos Franzi dice que es culpa mía que Walter haya aplazado la boda. Supuestamente tenía miedo de que yo me volviese a tirar al agua o cometiera un disparate. Pero no es cierto. Franzi se equivoca. No sabe nada, pero tampoco nada de él.

Me di cuenta de lo cambiado que estaba Walter cuando regresó de Rusia. Fue hace unos dos años y medio, en febrero del 42, cuando vino a Dranitz para unas breves vacaciones. Se había convertido en otra persona. Miré sus ojos, su boca tenía un gesto extraño, también su voz sonaba más baja y seria. Franzi, en su enamoramiento, no se dio cuenta de nada porque estaba muy feliz de tenerlo a su lado. Deseaba una boda rápida, pero él le pidió esperar hasta después de la guerra. Nadie en Dranitz pudo entenderlo, porque la gente se estaba casando sin demora precisamente por la guerra. En privado, muchas familias opinaban que los hombres, si tenían que combatir y morir, antes debían al menos procrear.

¡Cómo me atacó entonces mi hermana mayor! Qué malévola fue conmigo. «Mal bicho», me llamó. «Envidiosa. Cainita». Que yo había destrozado su amor. Destruido su felicidad. Dios me castigaría por ello con el fuego del infierno. Fue tan lejos que al final mamá salió en mi defensa y papá dijo que más valía que se ocupase de sus asuntos. Si el comandante Iversen no quería casarse con ella, también podía deberse a que se había quedado durante meses sola en Berlín para convertirse en fotógrafa, lo que una joven decorosa no hacía de ninguna manera. Franzi había abandonado su formación tras casi cuatro meses y había vuelto a Dranitz. El porqué solo se lo había confiado a mamá, y esta se lo callaba. Qué pena. Es una desgracia ser la benjamina de la familia, porque nunca dejan de tratarte como a una niña pequeña.

Sin embargo, nada de eso tiene que ver con el gran y oscuro silencio que asfixia desde hace dos semanas cada ruido, cada movimiento en la mansión y me quita la respiración. Sé que mis padres y Franzi hablan en voz baja y están preocupados, pero si entro en la habitación, me sonríen y hablan de la cosecha o del nuevo inspector; se llama Heinemann, y como cojea de una pierna no tiene que ir a la guerra.

Pero lo que más me perturba es que a veces me despierto por la noche y oigo sollozar a Franzi en la habitación contigua. Entonces un miedo glacial se apodera de mí y junto las manos para rezar. No creo que Dios nos ayude, pero rezar es lo único que puedo hacer.

8 de agosto de 1944

Es evidente. El horror que se cernía sobre nosotros ha sucedido. Se han llevado a mis padres y a Franzi. No sabemos si los volveremos a ver algún día. Solo algo es seguro: Walter será ejecutado, o quizá lleve ya tiempo muerto.

Sucedió esta mañana, cuando estaba en nuestro cementerio para llevar flores frescas a Heini. Le había contado mis penas, como he hecho a menudo estos días, y él me consoló. «Tranquila, hermana, algo pasa. No lo hacen con mala intención. Te quieren y pretenden protegerte». He discutido un poco con él porque también me trata como a una niña, pero entonces he visto los camiones grises del ejército. Eran dos. Uno más pequeño, en el que iban los oficiales, y un furgón abierto en cuyo interior había al menos veinte soldados.

«Quédate aquí», me susurró Heini. «No vuelvas a la finca. Aquí estás segura, Elfriede». Pero no lo resistí y fui por el parque a la casa del inspector. No me abrieron cuando llamé a la puerta, así que seguí caminando hasta que me vio uno de los soldados que montaban guardia ante la puerta principal de la mansión. Entonces vinieron y me llevaron a la casa. Dentro había ruido por todas partes, soldados que corrían de un lado a otro, un teniente que daba órdenes con voz penetrante. Me condujeron al salón rojo de mamá, donde debía esperar. Me senté en un sillón y tuve la sensación de estar en un sueño absurdo.

La puerta del despacho de papá estaba solo entornada y pude ver cómo registraban su escritorio, sacaban y vertían el contenido de todos los cajones sobre la alfombra y hacían trizas los expedientes. Del salón verde llegaban voces; una era de un hombre desconocido, sonaba cortante y malvada; la otra era de Franzi. Hablaba tranquila y quedamente.

Cuando ya creía que se habían olvidado de mí entró un comandante. Estaba enfadado y sudaba bajo el uniforme. Que si era Elfriede von Dranitz y, en caso afirmativo, por qué me había escondido de ellos.

Le dije que no me había escondido. Había ido como todas las mañanas al cementerio familiar para hablar con mi hermano.

—¿Con qué hermano?

—Con Heini. Heinrich-Ernst von Dranitz. Era teniente y murió hace cuatro años.

El comandante me miró fijamente, como si me quisiera ensartar.

—Así que ha hablado con un muerto… Veamos. ¿Cuál era su relación con el comandante Walter Iversen?

No comprendí por qué lo preguntaba, pero estaba decidida a revelar lo mínimo que pudiese.

—Estaba prometido con mi hermana —respondí.

—¿Se anuló el compromiso?

—No lo sé.

Quería saber con qué frecuencia venía Walter a la finca Dranitz. Qué conversaciones se mantenían. Si había habido una correspondencia regular. Siempre respondía que no lo sabía exactamente. Por suerte, él también me tomó por una niña y me creyó.

—El insidioso atentado contra nuestro querido Führer también tendrá consecuencias para su familia, señorita Von Dranitz. Cuanto más me cuente, tanto mejor para usted —vociferó.

Lo había leído en el periódico, pero no le había dado mucha importancia al asunto. Al fin y al cabo, no le había pasado nada al Führer. Ponía que se actuaría con implacable severidad contra los conspiradores.

¿Acaso Walter era uno de los autores del atentado? ¿Me lo habían ocultado? ¿Por eso el muro de cristal?

—¿Cuántos años tiene, señorita Von Dranitz?

—Dieciocho…

—Vaya —dijo alargando las vocales—. Me había parecido más joven. —Escribió algo en un cuaderno negro, lo cerró de golpe y metió el bolígrafo en el bolsillo interior de la chaqueta del uniforme—. ¡Quédese aquí por ahora! —ordenó y salió del salón rojo.

Yo estaba junto a la ventana y vi cómo se llevaban a mamá y a papá. Luego también a Franzi. Los tres tuvieron que subir al furgón y sentarse entre los soldados, como delincuentes. Fue horrible tener que presenciarlo. Aún peor fue pensar que ejecutarían sin lugar a duda al comandante Walter Iversen.

Cuando desaparecieron, salí con mucho cuidado de la habitación. Apenas me atreví a asomarme. La casa en la que vivo desde que nací me pareció extraña. La disposición de las cosas estaba alterada, la armonía de las habitaciones, rota, revuelta por manos ajenas; unos ojos desconocidos habían revelado el contenido de los armarios y las cómodas. Mine subió de la cocina, los ojos rojos de llorar. Habían interrogado allí abajo a los empleados y les habían prohibido abandonar la cocina.

El abuelo estaba sentado en el cuarto de caza, con la mirada vidriosa tras ahogar su ira en aguardiente de pera.

—Un oficial que quiere dinamitar a su caudillo por la espalda: eso es un infame traidor. Un cobarde. Un perjuro —maldijo para sí—. ¡Y encima el muy imbécil no le da ni una vez! —añadió y sirvió el siguiente vaso.

19 de agosto de 1944

Hoy papá ha vuelto con nosotros. El inspector Heinemann lo ha tenido que recoger en la estación de tren en Waren, al igual que a mamá y a Franzi. Ambas fueron liberadas anteayer, pero a papá lo retuvieron otros dos días más bajo arresto. Cuando bajó del coche, Franzi corrió a su encuentro y lo abrazó; mamá esperó en el salón. No quería que los empleados los viesen al saludarse. Papá no habló mucho. También me abrazó, y fue raro, porque tenía un olor extraño y sus mejillas estaban cubiertas de una barba blanca de varios días.

—Mine te ha preparado un baño —dijo mamá.

Entretanto habíamos ordenado y reparado los daños, aunque sabíamos que en la finca Dranitz nada volvería a ser como antes. Por la noche nos sentamos en el comedor y no nos dirigimos la palabra. La abuela estaba en la cama y Brigitte se sentía demasiado débil para levantarse.

—¿Por qué no me habíais dicho nada de eso? —quise saber.

Mamá aclaró que no había nada que contar. Lo que sea que Walter Iversen hubiese hecho o sabido, no lo había comunicado a nadie de la familia. Tampoco a Franzi.

—¿Y por qué quemaste ayer todas sus cartas?

Se enfadó y dijo que eso a mí no me importaba, que lo había hecho porque Walter se lo había pedido en su última misiva. Y mamá me suplicó que no se lo contase a nadie. No los creía. Me mentían.

—Sí que lo sabíais. ¿Por qué estabais todos tan raros?

Al principio no entendían a qué me refería. Luego papá dijo que un buen amigo lo había llamado y advertido poco después del atentado. El comandante Iversen había tenido contacto con los autores del ataque, de ahí que su prometida y su familia tuviesen que esperar también algunas dificultades.

—Creíamos que, en caso de urgencia, era mejor para ti no saber nada, Elfriede —aclaró mamá—. A menudo eres tan precipitada e irreflexiva que nos preocupaba que pudieses ponerte en peligro.

Siempre es lo mismo. Me toman por una niña ingenua a la que no se le puede confiar nada importante. Cuando Franzi tenía mi edad, la trataban de manera muy distinta. Franzi siempre era la lista, la mayor, a la que los adultos se confiaban.

—Según parece, el cáliz se ha apartado de nosotros por ahora —dijo papá y miró alrededor—. Dios quiera que quede así. Brindemos por nuestra patria. Por el honor y la justicia. ¡Y por un final próximo de la guerra!

Brindamos y bebimos con semblantes serios. Franzi dio solo un diminuto sorbo, apenas podía comer y preguntó a mamá si podía ir a su habitación.

—¿Qué ha sido del comandante Iversen? —pregunté, preocupada.

Papá esperó para responder hasta que Franzi hubo abandonado el comedor; después me miró. Ahora que se había afeitado, me llamó la atención lo lívida que estaba su tez y las bolsas bajo sus ojos.

—No lo volveremos a ver, Elfriede…

3 de septiembre de 1944

Hace una semana que Franzi se marchó a Berlín. Lo hizo a escondidas y sin el permiso de nuestros padres; la abuela, que ya está chocha y no entiende nada, le dio dinero. Franzi le contó que quería mandar hacer su vestido de novia y tenía que comprar la tela.

Fue indecente par parte de Franzi engañarla así, pero la puedo entender. Durante un tiempo también pensé en ir a buscarlo, quizá incluso poder ayudarlo. En caso de que todavía se le pueda ayudar… He soñado tantas veces que lo libero de su oscura prisión, avanzo a hurtadillas con él por las nocturnas calles de la gran ciudad y lo pongo en libertad. En Bremerhaven nos subiríamos a un barco y viajaríamos a América. A Australia. A India. Habitaríamos una cabaña a orillas del mar y nos alimentaríamos de frutas. O viviríamos en una casa hecha de troncos, como las que construyen los granjeros en Estados Unidos. Entonces él me pertenecería. Sería mi amante. Para siempre. Sí, soy una soñadora, pero solo los sueños me protegen de la oscura y profunda desesperación. Franzi no es una soñadora. Coge las cosas, toma lo que quiere. Solo que esta vez regresará con las manos vacías.

Ayer llegó a casa un escrito de Berlín. Era una sentencia judicial. Walter Iversen fue condenado a morir en la horca por traidor y autor de un atentado. La sentencia se ejecutó el 30 de agosto.

Soy una persona indecente, pérfida, ruin. Solo lo confieso aquí, en mi diario, pues he prometido ser sincera. Walter está muerto. Nada ni nadie puede traerlo de vuelta. Lo hemos perdido para siempre. Y, sin embargo, estoy aliviada. Franzi no se casará con él, nunca serán una pareja feliz que se ama, nunca tendrán hijos juntos. Mi suplicio se ha acabado. El destino es cruel, pero justo. No se me permitió tenerlo y ahora Franzi tampoco lo conseguirá.

Sigue en Berlín, vive en casa de nuestros tíos y ya ha llamado dos veces. Presumiblemente regresará pronto a Dranitz. Puede tomarse todo el tiempo que quiera; sin ella se está mucho más a gusto.

—Ahora solo te tenemos a ti, mi pequeña Elfriede —dice mamá una y otra vez. Mamá y papá me miman y consienten. En realidad, es muy triste. Antes éramos muchos a la mesa, y ahora Jobst y Heini ya no están y también falta Franzi. En cambio, Brigitte se ha recuperado, se levanta todas las mañanas, se viste y asiste a todas las comidas. Pero de pronto soy la preferida de mis padres. El único hijo que les queda. La pequeña, que crecerá de pronto. La chica en que depositan todas sus esperanzas.

Es bonito poseer por primera vez todo su amor.

2 de octubre de 1944

Ayer recibimos la visita de la tía Susanne y el tío Alexander. Poseen una finca cerca de Königsberg, en Prusia Oriental, a la que íbamos muy a menudo de niños en verano y nos bañábamos en el Báltico. Tía Susanne es la hermana mayor de mamá; como no puede tener hijos, llegaron a pensar que Heini quizá quisiera hacerse cargo de la finca Hirschhausen. Pero eso es agua pasada.

Por desgracia solo se quedaron tres días, pero pese a ello pasamos un momento agradable que nos distrajo de todo lo triste. Tampoco me ha molestado que Franzi haya vuelto. Al contrario, ahora nos llevamos muy bien, damos largos paseos juntas y hablamos de todo lo imaginable. Menos de Walter.

Nuestra cocinera, Hanne, se superó y, pese a la escasez de alimentos, hizo unas maravillosas sopas e incluso un gulasch de liebre con mucho primor. Y papá sacó las mejores botellas de su bodega. Por desgracia, tenemos que entregar muchísimos alimentos, también nos quitaron la mantequilla y pronto se llevarán los últimos cerdos y vacas del establo. Tía Susanne nos contó que en Prusia Oriental pasa lo mismo que aquí, y que además tienen trabajadores polacos en la finca a los que tienen que alimentar. En la nuestra son franceses. Pero es gente simpática, nos saludan con amabilidad y trabajan bien. Creo que están contentos por no tener que combatir.

Por las noches nos sentábamos juntos en el cuarto de caza y contábamos viejas historias. Nos reímos mucho, lo que más tarde me pareció curioso, pues no dejan de ser tiempos tristes. Pero quizá justo cuando se cae en desgracia se siente una fuerte añoranza de la alegría y las carcajadas. Tía Susanne contó que los abuelos Wolfert siguen sanos, pero ambos chochean mucho, y que el abuelo olvidó hacía poco ponerse el pantalón y se presentó en calzoncillos a desayunar.

Más tarde, cuando Brigitte y Franzi ya habían subido, estuvieron hablando de la guerra. Los rusos son impenetrables en la frontera, informó el tío Alexander. Ya hay gente en Prusia Oriental que recoge sus enseres para huir al Oeste.

—¡Una vergüenza! —exclamó tía Susanne—. Quien hace algo así le prepara el terreno al enemigo. Nosotros, Alexander y yo, jamás abandonaremos nuestra patria.

—Tampoco lo hará ninguno de nosotros —afirmó papá y mamá asintió.

Por supuesto, es muy fácil decirlo. Estamos en Mecklemburgo, a un día de viaje de Berlín. Aquí los rusos no llegarán tan rápido.

24 de diciembre de 1944

He trenzado una corona de ramas de abeto y hojas de pino para Heini y se la he dejado a primera hora sobre la tumba. Es Nochebuena, veremos todos juntos el auto de Navidad en la escuela y después entregaremos los regalos a los empleados. Hace muchísimo frío, el termómetro marca ocho grados bajo cero. Mañana iremos a la iglesia, como todos los años. También los franceses reciben un regalo de Navidad, papá ya lo hizo el año pasado y lo seguiremos haciendo, como le hubiese gustado.

Hace cuatro semanas la Wehrmacht convocó a papá, a pesar de que ya tiene cincuenta y cinco años. Pero lo peor para él fue que lo desposeyeron de su rango de oficial. En la última guerra fue capitán de caballería, pero ahora tiene que combatir como soldado raso. Nadie lo ha dicho en voz alta, porque no queremos hacer daño a Franzi, pero le han hecho eso a papá porque su hija estaba prometida con uno de los autores del atentado.

No tengo mucho tiempo para escribir en mi diario. En la mansión están alojadas cuatro familias de Prusia Oriental y tres de ellas tienen niños pequeños. Además, tenemos que cuidar a la abuela enferma. Mine y Liese no pueden con todo solas, también Hanne está desbordada, de modo que todos tenemos que ayudar. Está bien así, el trabajo distrae de la tristeza.

20 de enero de 1945

Hay nieve, el suelo está congelado. A los franceses les costó mucho cavar la tumba para la abuela. Murió el año pasado, el 28 de diciembre. Ahora en la capilla yacen dos ancianos que vinieron con la caravana de refugiados de Prusia Oriental y murieron en la mansión.

Todo ha cambiado. Estamos desbordados de refugiados, ocupan todas las habitaciones de la buhardilla, también hemos puesto camas en el salón y biombos para ellos, y tenemos que encender la calefacción continuamente. Es gente muy variada. Algunos son educados, hay personas cultas, como una pareja de profesores con dos hijas, una joven que sabe tocar el órgano y dos señoras mayores que han perdido a su familia por el camino. Pero también hay otro tipo de personas. Gente que nunca ha visto un retrete o un orinal y que como hace frío hacen sus necesidades en un rincón de la habitación. Se pasan todo el día en el campamento y esperan a que les llevemos algo de comer. Y después todavía se exceden, exigen aguardiente y dicen que somos ricos y podemos servirles pollo asado y vino tinto.

Es difícil mantener la calma. Mamá ha dicho que es nuestro deber como cristianos dar refugio y alimento a todas estas pobres personas que han perdido su patria. Pero Mine comentó abajo, en la cocina, que no teníamos otra opción que llenar todas esas bocas, que si no lo hacíamos voluntariamente, tomarían lo que necesitan e incluso algo más.

Si papá estuviese con nosotros nos sentiríamos más seguros. Pero no hay noticias de él y el abuelo está muy confuso. Desde que la abuela ha muerto, no hace más que sentarse en el cuarto de caza con la mirada perdida. Y cuando alguien entra en la habitación, él pregunta si ya ha llegado el novio. Nadie sabe a qué se refiere exactamente.

8 de febrero de 1945

Los soldados de la Wehrmacht circulan por Dranitz. Ayer se detuvieron aquí y los oficiales comieron con nosotros en el cuarto de caza. Franzi trajo del escondite en el sótano unas botellas del vino de papá y todos estábamos muy contentos. Más tarde, cuando el pelotón desapareció, pasaron por el pueblo varios camiones en los que se transportaban heridos. Mine dice que se oía gritar y quejarse a los pobres muchachos.

En la capilla ya yacen cuatro muertos. No los podemos enterrar porque el suelo está congelado.

Vienen cada vez más refugiados. En Prusia Oriental los rusos están causando estragos, matan a todos los hombres y violan a las mujeres. Tiran a los bebés contra la pared. No tenemos noticias de la tía Susanne ni del tío Alexander. Mamá tiene mucho miedo por su hermana.

13 de febrero de 1945

El ministro de Propaganda, Goebbels, ha hablado en la radio. Ha dicho que todos tenemos que librar el último y determinante combate para alcanzar la victoria final. La comunicación telefónica con Berlín está cortada. Están bombardeando nuestras ciudades. Franzi está en la cama, tiene mucha fiebre.

En su habitación viven tres mujeres de Pillau y una de ellas se ocupa de mi hermana. Ahora tengo que controlar las estufas, apenas nos queda madera.

16 de marzo de 1945

Hoy ha muerto nuestra pobre Brigitte. Se ha mantenido en pie hasta el final con gran disciplina y nos ha ayudado en lo que podía. Ha fallecido dulcemente por la noche. Mamá dice que está con nuestro Jobst y su pequeño nonato.

20 de marzo de 1945

He buscado mucho tiempo mi diario y llegué a temer haberlo perdido. Es un ir y venir continuo en la finca Dranitz. Desde que hace un poco más de calor, muchos de los refugiados se ponen en camino hacia casa de sus familiares o amigos, donde esperan alojarse. Se rumorea que los rusos se dirigen hacia Berlín. Entonces también vendrán aquí… Uno de los oficiales de la Wehrmacht que paró hace tres días en nuestra casa le sugirió a mamá que hiciéramos las maletas.

2 de abril de 1945

¡Papá ha vuelto! Todos estamos locos de alegría. Está herido en el hombro y en la rodilla derecha, y exhausto. Tenemos que esconderlo en el sótano para que nadie lo vea.

10 de abril de 1945

Nuevas caravanas de refugiados se amontonan a lo largo de la calle. En medio, los vehículos de la Wehrmacht obligan a las personas a franquearles el paso. A los exhaustos refugiados les cuesta un esfuerzo infinito apartarse, sus caballos están demacrados y débiles, apenas pueden tirar de las cargas. Papá le ha dicho a Franzi que deben coger los dos coches y enganchar el caballo castrado y la yegua. El inspector Heinemann puede conducir uno de ellos, y el profesor de Prusia Oriental llevar el otro carruaje.

Mamá se ha negado a abandonar la finca. Yo también me quedaré. Nadie me va a sacar de aquí.

10 de mayo de 1945

Ya se los oye. Su artillería traquetea y retumba como truenos lejanos. A veces tiembla el suelo. Cuando miro hacia arriba por uno de los tragaluces, los veo en las colinas. Vehículos blindados de color gris oscuro, camiones, hombres. Disparan una y otra vez. Han arrasado dos de nuestros pueblos y ahora se dirigen como una ola negra y fatídica hacia la mansión.

Franzi y mamá me lo han pedido con mucha insistencia, pero no huiré con ellas. Me quedo con papá y el abuelo.

Se han marchado esta mañana temprano con los dos carruajes muy cargados con cajas y sábanas, batería de cocina, alimentos y las joyas de mamá. La plata la hemos enterrado en el sótano.

Hemos sacado a dos mujeres muertas y una chica del lago. Se ahogaron por el miedo a los rusos. Liese dice que no son las únicas… Papá fue al pueblo y les prohibió cometer semejante pecado. «Todas nuestras vidas están en manos de Dios», dijo. Por la noche me dio un pantalón, una camisa y una chaqueta medio rota. Me he cortado el pelo y ahora soy un chico. Friedel, el mozo de cuadra. Me reí cuando me vi en el espejo con la ropa andrajosa y el gorro torcido en la cabeza.

Voy a esconder mi diario en el establo, debajo de las cajas de pienso. Aunque lo encuentren, no saben leer alemán.

No les tengo miedo a los rusos. Papá está a mi lado. Y también Heini ha prometido protegerme.