Capítulo XIV
EN EL CUAL VAN MITTEN TRATA DE HACER COMPRENDER LA SITUACIÓN A LA NOBLE SARABUL
En uno de los más bellos lugares que pueda imaginarse, a cierta distancia de la colina sobre la que se halla edificada Scutari, estaba situada la mansión de Kerabán.
Scutari, ese arrabal asiático de Constantinopla, la antigua Crisópolis, con sus mezquitas de doradas cúpulas; toda la confusión de sus barrios, donde reside una población de cincuenta mil habitantes; su embarcadero, flotando sobre las aguas del estrecho; la inmensa cortina de cipreses de su cementerio (aquel campo de reposo preferido por los ricos musulmanes, que temen que la capital, siguiendo una leyenda, sea tomada mientras los fieles oyen sus oraciones); después, a una legua de allí, el monte Bulgurlu, que domina aquel conjunto y permite extender la vista sobre el mar de Mármara, el golfo de Nicomedia y el canal de Constantinopla: nada puede dar una idea de aquel espléndido panorama, único en el mundo, sobre el que se abrían los ventanales del rico negociante.
A aquel exterior, a aquellos jardines escalonados, a los bellos árboles, plátanos, hayas y cipreses que les daban nombre, respondía dignamente el interior de la habitación.
Verdaderamente hubiese sido lastimoso perder todo aquello por negarse a pagar los escasos paras del impuesto sobre los caiques que cruzaban el Bósforo.
Era entonces mediodía. Desde hacía cerca de tres horas el amo de la casa y sus huéspedes se habían instalado en aquella espléndida finca. Después de haberse debidamente aseado, descansaban de las fatigas y de las emociones del viaje; Kerabán, satisfecho de su aventura, burlándose del Muchir y de sus onerosos impuestos; Amasia y Ahmet, felices como pareja que va a desposarse; Nedjeb, en una perpetua
carcajada; Bruno, alegre, diciendo que ya engordaba, pero inquieto por su señor; Nizib, siempre tranquilo, aún en las grandes circunstancias; Yanar, más feroz que nunca, sin que pudiera conocerse la causa; la noble Sarabul, tan imperiosa como pudiera estarlo en la capital del Curdistán, y Van Mitten, bastante preocupado por el resultado de aquella aventura.
Si Bruno advertía ya cierto mejoramiento en su figura, no era sin razón. Había despachado una comida tan abundante como magnífica. No era la famosa comida a la que Kerabán había invitado a su amigo Van Mitten seis semanas atrás; pero no por eso era menos excelente. Y, sin embargo, todos los convidados, reunidos en el más encantador salón de la casa, cuyos amplios ventanales se abrían sobre el Bósforo, acababan, en una animada conversación, de congratularse los unos a los otros.
—Mi querido Van Mitten —dijo Kerabán, el cual iba y venía dando apretones de manos a sus huéspedes—, era una comida a la que yo os había invitado; pero no es necesario disculparme si la hora nos ha obligado…
—No me quejo, amigo Kerabán —respondió el holandés—. ¡Vuestro cocinero ha hecho muy bien las cosas!
—Sí, muy buena cocina, verdaderamente, muy buena cocina —añadió Yanar, que había comido más de lo regular—, incluso para un curdo de excelente apetito.
—No se haría mejor en el Curdistán —respondió Sarabul—; y si alguna vez, señor Kerabán, venís a Mosul a visitamos…
—¡Cómo! —exclamó Kerabán—. Iré, bella Sarabul, iré a veros a vos y a mi amigo Van Mitten.
—Y nos proponemos que no echéis de menos vuestra casa… lo mismo que vos a Holanda —añadió la amable Sarabul volviéndose hacia su prometido.
—¡Cerca de vos, noble Sarabul…! —Creyó oportuno responder Van
Mitten, que no llegó a terminar la frase.
Después, mientras la amable curda se dirigía hacia las ventanas del salón, que se abría sobre el Bósforo, dijo a Kerabán:
—Creo que ha llegado el momento de decirle que este matrimonio es nulo.
—¡Tan nulo, Van Mitten, como si no se hubiese efectuado jamás!
—¡Me ayudaréis un poco, Kerabán, en esa tarea… que no deja de ser escabrosa!
—¡Hum…!, amigo Van Mitten —respondió Kerabán—; ésas son cosas íntimas… que no deben tratarse más que cara a cara.
—¡Diablo! —dijo el holandés.
Y fue a sentarse en un rincón, para meditar cuál había de ser su conducta.
—¡Inefable Van Mitten! —dijo entonces Kerabán a su sobrino—. ¡Qué problema tiene con su curda!
—Es necesario no olvidar —respondió Ahmet— que por nosotros ha continuado la mentira hasta casarse con ella.
—Por eso le ayudaremos, sobrino. ¡Bah!, estaba casado en el momento en que, bajo pena de prisión, se le forzó a efectuar ese nuevo matrimonio, y para un occidental, es un caso de nulidad absoluta. Por lo tanto, no hay nada que temer… ¡nada!
—Lo sé, tío, pero cuando la señora Sarabul reciba ese golpe se enfurecerá como una pantera… Y el cuñado Yanar, ¡qué explosión de pólvora!
—¡Por Mahoma! —respondió Kerabán—. Les haremos entrar en razón. Después de todo, Van Mitten no era culpable de lo sucedido, y en el parador de Kissar el honor de la noble señora Sarabul jamás corrió ni la menor sombra de peligro.
—Jamás, tío Kerabán; y es lógico que esa tierna viuda buscase casarse a todo precio.
—Sin duda, Ahmet. Así es que no ha necesitado más que echar la mano sobre el bueno de Van Mitten.
—¡Una mano de hierro, tío Kerabán!
—¡De acero! —replicó Kerabán.
—Pero, en fin, tío, se trata de deshacer prontamente ese falso matrimonio…
—Se trata de hacer uno verdadero, ¿no es verdad? —respondió Kerabán frotándose las manos como si las tuviera enjabonadas.
—Sí… ¡el mío! —dijo Ahmet.
—¡El nuestro! —añadió la joven, que acababa de aproximarse—. ¿Lo hemos merecido?
—Bien merecido —dijo Selim.
—Sí, mi pequeña Amasia —respondió Kerabán—; merecido diez veces, cien mil. ¡Ah, querido hijo!, cuando pienso que por mí, por mi terquedad, ha sido necesario…
—¡Bueno! No hablemos de eso —dijo Ahmet.
—¡No, jamás, tío Kerabán! —dijo la joven tapándole la boca con su pequeña mano.
—Así es que —repuso Kerabán— he hecho voto… ¡Sí!, he hecho voto…
de no obstinarme más, sea lo que fuere.
—¡Querría verlo para creerlo! —exclamó Nedjeb riéndose.
—¿Eh? ¿Qué ha dicho esa burlona Nedjeb?
—¡Oh, nada, señor Kerabán!
—Sí —repuso éste—, no quiero volver a ser testarudo… si no en amaros a los dos.
—¡Cuándo renunciará el señor Kerabán a ser el más testarudo de los hombres…! —murmuró Bruno.
—¡Cuando no tenga cabeza! —respondió Nizib.
—¡Y ni siquiera entonces! —añadió Bruno.
Sin embargo, la noble Sarabul se había aproximado a su prometido, que
estaba pensativo en un rincón, buscando sin duda la solución de su tarea, tanto más difícil cuanto que tenía que ejecutarla personalmente.
—¿Qué os sucede, señor Van Mitten? —le preguntó—. Os encuentro pensativo.
—¡En efecto, cuñado! —añadió Yanar—. ¿Qué hacéis ahí? ¡No nos habréis traído a Scutari para no ver nada! Mostradnos, por lo tanto, el Bósforo, como nosotros os enseñaremos dentro de algunos días el Curdistán.
A aquel nombre, el holandés se conmovió como si hubiese recibido la sacudida de una pila eléctrica.
—¡Vamos, venid, señor Van Mitten! —repuso Sarabul, obligándole a levantarse.
—¡A vuestras órdenes…, bella Sarabul…! ¡Estoy enteramente a vuestras órdenes! —repuso Van Mitten.
Y mentalmente, decía y volvía a decir:
«¿Cómo decírselo?».
En aquel momento la joven zíngara, después de haber abierto una de las grandes ventanas del salón, al que ricas colgaduras evitaban los rayos solares, exclamaba gozosamente:
—¡Mirad, mirad…! ¡Scutari está muy animado! ¡Será magnífico pasearse hoy por él!
Los huéspedes de la finca se habían adelantado hacia las ventanas.
—En efecto —dijo Kerabán—; el Bósforo está cubierto de adornadas embarcaciones. En las plazas y en las calles percibo acróbatas, vendedores… Se oye la música, y los barrios están llenos de gente como para un espectáculo.
—Sí —dijo Selim—, ¡hay fiesta en la ciudad!
—Espero que eso no nos impedirá celebrar nuestro matrimonio —dijo
Ahmet.
—Ciertamente que no —respondió Kerabán—. Nos va a suceder en Scutari lo mismo que en Trebisonda, cuyas fiestas parecían haber sido dadas en honor de nuestro amigo Van Mitten.
—¡Me alegraré infinito! —murmuró el holandés.
—¡Amigos míos —dijo entonces Selim—, ocupémonos inmediatamente de nuestro gran negocio! Hoy es el último día…
—¡Y no lo olvidamos! —respondió Kerabán.
—Voy a casa del juez de Scutari —repuso Selim— a fin de preparar el contrato.
—Iremos a reunimos con vos —respondió Ahmet—. Sabed, tío, que vuestra presencia es de todo punto indispensable…
—¡Casi tanto como la tuya! —exclamó Kerabán, acentuando su respuesta con una sonrisa.
—Sí, tío… más indispensable todavía, si queréis… en vuestra cualidad de tutor.
—Pues bien —dijo Selim—, dentro de una hora, id a casa del juez de
Scutari.
Y salió del salón en el momento en que Ahmet añadía, dirigiéndose a la joven:
—Después del contrato en casa del juez, querida Amasia, hagamos una visita al imán, que nos dirá su mejor oración… Después…
—Después… ya estaremos casados —exclamó Nadjeb, como si se tratase de ella.
—¡Querido Ahmet! —murmuró la joven.
Entonces la noble Sarabul se aproximó por segunda vez a Van Mitten, que, todavía más pensativo, acababa de sentarse en otro rincón del salón.
—Mientras aguardamos la ceremonia —le dijo—, ¿por qué no bajamos hasta el Bósforo?
—¿El Bósforo? —respondió Van Mitten, como si no comprendiese—.
¿Habláis del Bósforo?
—¡Sí…, el Bósforo! —repuso Yanar.
—Sí…, sí… Estoy presto —respondió Van Mitten, levantándose bajo el impulso de la mano de su cuñado—. Sí…, ¡el Bósforo…! Pero antes desearía… quisiera…
—¿Qué quisierais? —repitió Sarabul.
—Quisiera tener una conversación… particular… con vos… bella Sarabul.
—¿Una conversación particular?
—¡Sea! Os dejo, entonces —dijo Yanar.
—No… quedaos, hermano mío —respondió Sarabul, que miraba fijamente a su prometido— quedaos… ¡Tengo el presentimiento de que vuestra presencia no será inútil!
—Por Mahoma, ¿cómo se explicará? —preguntó Kerabán.
—¡Es un trago muy amargo! —dijo Ahmet.
—Es mejor que no nos alejemos, a fin de apoyar, en caso necesario, las maniobras de Van Mitten.
—Seguramente, le van a hacer pedazos… —murmuró Bruno.
Kerabán, Ahmet, Amasia y Nedjeb, Bruno y Nizib se dirigieron hacia la puerta, a fin de dejar sitio libre a los contendientes.
—¡Valor, Van Mitten! —dijo Kerabán, que apretó la mano de su amigo al pasar cerca de él—. No me alejo; estaré en la estancia vecina y velaré por vos.
—¡Valor, amo mío! —añadió Bruno—. ¡Cuidado con el Curdistán!
Poco después, la noble curda, Van Mitten y Yanar estaban solos en el salón, y el holandés, rascándose la frente con el índice, se decía en un aparte melancólico:
—¡No sé cómo comenzar! Sarabul avanzó hacia él.
—¿Qué tenéis que decirme, señor Van Mitten? —preguntó con tono suficientemente contenido para permitir comenzar una discusión tranquilamente.
—¡Vamos, hablad! —dijo más duramente Yanar.
—Sentémonos —dijo Van Mitten, que sentía doblársele las piernas.
—Lo que puede decirse sentado, se puede decir de pie —replicó
Sarabul—. Os escuchamos.
Van Mitten, acumulando todo su valor, empezó con esta frase, cuyas palabras parecen hechas a propósito para una persona que está alterada o conmovida:
—Bella Sarabul, sabed verdaderamente que… primeramente… y bien a pesar mío… siento…
—¿Qué sentís? —respondió la imperiosa mujer—. ¿Qué es lo que sentís?
¿Acaso vuestro matrimonio? No es, después de todo, más que una legítima reparación.
—¡Oh! ¡Reparación…, reparación…! —se aventuró a decir, a media voz, el balbuciente Van Mitten.
—Y yo también lo siento —replicó irónicamente Sarabul—. ¡Sí, de veras!
—¡Ah! ¿Lo sentís?
—Siento que el audaz que se introdujo en mi habitación en el parador de
Kissar no hubiese sido el señor Ahmet.
Debía decir la verdad la consolable viuda, y sus sentimientos se comprenderán perfectamente.
—O el señor Kerabán —añadió—. Por lo menos, hubiese sido con un hombre con quien me hubiera casado.
—¡Bien hablado, hermana mía! —exclamó Yanar.
—En lugar de un…
—Mejor hablado todavía, hermana mía, aunque no hay��is creído prudente acabar vuestra frase.
—Permitidme… —dijo Van Mitten, herido con aquella observación que atacaba directamente a su persona.
—¡Quién hubiera podido creer jamás —añadió Sarabul— que el autor de aquel atentado fuese un holandés conservado entre hielo!
—¡Ah, finalmente, me rebelo! —exclamó Van Mitten, completamente exasperado por haber sido comparado a una conserva—. Y, por otra parte, señora Sarabul, no hubo atentado alguno.
—¿De veras? —dijo Yanar.
—No —repuso Van Mitten—; todo fue un error. Nosotros, o, mejor dicho, por una falsa y tal vez pérfida noticia, me equivoqué de habitación.
—¿De verdad? —dijo Sarabul.
—Una simple equivocación que, bajo pena de prisión, tuve que reparar mediante un matrimonio… prematuro.
—Prematuro o no —replicó Sarabul—, no estáis por eso menos casado… casado conmigo. Y, creedlo, señor, lo que ha comenzado en Trebisonda, acabará en Curdistán.
—¡Sí, hablaremos en Curdistán! —respondió Van Mitten, que comenzaba a incomodarse.
—Y como advierto que la compañía de vuestros amigos hace que seáis poco amable conmigo, hoy mismo abandonaremos Scutari y partiremos para Mosul, donde sabré infundiros un poco de sangre curda en las venas.
—¡Protesto! —exclamó Van Mitten.
—¡Una palabra más, y partimos al momento!
—¡Partiréis, señora Sarabul! —respondió Van Mitten, cuya voz tomó una
inflexión ligeramente irónica—. Partiréis, si os conviene, y nadie pensará en deteneros. Pero yo no partiré.
—¿No partiréis? —exclamó Sarabul, ultrajada con aquella inesperada resistencia, como de un camero contra dos tigres.
—¡No!
—¿Y tenéis la pretensión de resistimos? —preguntó Yanar cruzándose de brazos.
—Tengo esa pretensión.
—¿A mí… y a ella, una curda?
—Aunque fuese todavía diez veces más curda.
—¿Sabéis, señor holandés —dijo la noble Sarabul acercándose a su prometido—, sabéis qué mujer soy, y qué mujer he sido? ¿Sabéis que a los quince años era viuda?
—Sí —repitió Yanar—, y cuando se ha tomado con gusto esa costumbre…
—Sea, señora —respondió Van Mitten—. Pero ¿sabéis a lo que os desafío a llegar a ser jamás a pesar de la costumbre que podáis tener?
—¿Qué?
—¡Qué llegaseis a ser viuda de mí!
—Señor Van Mitten —exclamó Yanar llevando la mano a su yatagán—;
sería suficiente para eso un golpe…
—Os engañáis, señor Yanar, y vuestra arma no haría viuda a la señora
Sarabul… por una excelente razón: porque jamás he podido ser su marido.
—¿Eh?
—Y que nuestro matrimonio sería nulo.
—¿Nulo?
—Porque si la señora Sarabul tiene la dicha de ser viuda de sus primeros
esposos, yo no tengo la de ser viudo de mi primera mujer.
—¡Estaba casado…! ¡Estaba casado…! —exclamó la noble curda, puesta fuera de sí por aquella repentina confesión.
—Sí —respondió Van Mitten, ahora metido en la discusión—; sí, casado. Y no fue más que por salvar a mis amigos, para evitar que fuesen detenidos en el parador de Kissar, por lo que me sacrifiqué.
—¡Sacrificado…! —replicó Sarabul, que repitió aquellas palabras dejándose caer sobre un diván.
—Sabiendo que este matrimonio no sería válido— continuó Van Mitten—, puesto que la primera señora Van Mitten está tan muerta como yo viudo… y que me aguarda en Holanda.
La falsa esposa, ultrajada, se había levantado, y volviéndose hacia Yanar, dijo:
—¿Lo oís, hermano?
—Lo oigo.
—Vuestra hermana acaba de ser engañada.
—¡Ultrajada!
—¿Y ese traidor está todavía vivo?
—No le restan más que algunos instantes de vida.
—Pero, estáis furiosos… —exclamó Van Mitten, verdaderamente inquieto por la amenazadora actitud de la pareja de curdos.
—Os vengaré, hermana mía —exclamó Yanar, quien, con la mano alzada, se dirigió hacia el holandés.
—Me vengaré yo misma.
Y diciendo esto, la noble Sarabul se precipitó sobre Van Mitten, lanzando gritos de furor que afortunadamente fueron oídos por los de fuera.