El aire parecía espeso, cargado de humo, sangre y desesperación. Cassian sentía su cuerpo al borde del colapso, sus músculos quemando con un dolor indescriptible mientras el mundo a su alrededor se desmoronaba. La lanza venía hacia él, lenta pero implacable, como si la propia muerte hubiera tomado forma física para reclamarlo. Ya no tenía fuerzas para moverse, para alzar su espada, siquiera para levantar los brazos en un gesto de defensa inútil. Todo lo que quería era dejarse caer, rendirse al peso insoportable de la vida que lo aplastaba.
Pero los recuerdos lo alcanzaron como una daga atravesando su mente. Su madre, con sus manos callosas pero suaves, llenas de amor mientras arreglaba su ropa rota. Su padre, silencioso y estoico, compartiendo una jarra de vino barato bajo las estrellas, sin palabras, solo la compañía de una noche tranquila. Eran recuerdos de un tiempo que parecía pertenecer a otra vida, una vida que él había perdido y que nunca podría recuperar. Ese pensamiento, esa certeza, encendió algo en su interior. Algo más fuerte que el dolor, más profundo que la desesperación.
No podía morir. No ahora. No cuando aún quedaban tantas cuentas por saldar, tantas promesas rotas que vengar. Lyanna y Aldira estaban esperándolo, vulnerables en un campamento lleno de monstruos disfrazados de hombres. Si caía aquí, las dejaría a su suerte, expuestas a una crueldad que no quería imaginar. Y luego estaban ellos, los Ojos del Cuervo, esos malditos hijos de puta que lo habían reducido a poco más que un esclavo con una espada. Había matado a uno, sí, pero no era suficiente. Ni siquiera había comenzado a pagarles por lo que le habían hecho. Tenía que seguir vivo. Tenía que sobrevivir, por ellas, por él mismo.
La lanza estaba a un paso de atravesarle el pecho cuando lo sintió. Un calor abrasador que brotaba desde lo más profundo de su ser, como si su propia sangre se hubiera convertido en lava líquida. Su piel ardía, como si la estuvieran marcando con hierro al rojo vivo, y un rugido primigenio escapó de su garganta, uno que no reconoció como suyo. Su visión se tornó roja por un instante, luego morada, un brillo intenso que parecía emanar de él mismo. No lo entendía, pero tampoco importaba. El dolor que lo había estado consumiendo desapareció, reemplazado por una energía brutal, salvaje. Se sentía invencible, un monstruo desatado en un campo de mortales.
Los tatuajes que recorrían su piel, oscuros y apenas visibles en su vida cotidiana, comenzaron a brillar con un violeta deslumbrante, formando patrones rúnicos que parecían danzar al ritmo de su latido acelerado. Con un movimiento casi instintivo, giró sobre sí mismo, esquivando la lanza por un pelo, y con una fuerza inhumana agarró al soldado enemigo por el brazo. El hombre, que había esperado una presa fácil, apenas tuvo tiempo de gritar antes de que Cassian lo lanzara hacia un lado como si fuera un muñeco de trapo. El cuerpo del enemigo chocó contra el suelo con un crujido sordo, y quedó inmóvil.
El guerrero de la maza, que aún cojeaba con el virote sobresaliendo de su ojo, lo vio. Sus labios, agrietados y ensangrentados, se curvaron en una mueca de odio, pero también de algo más: miedo. Con un rugido, levantó su arma, decidido a acabar con este hombre que parecía transformarse en algo que no pertenecía a este mundo. Cassian no esperó. Avanzó hacia él con una velocidad y una fuerza que no debería haber sido posible. Sus pies destrozaban el suelo bajo ellos, y su espada, antes pesada como un yunque, ahora se movía con la ligereza de una pluma en sus manos.
El choque fue brutal. La maza del gigante descendió como una tormenta, pero Cassian alzó su espada con ambas manos, bloqueando el impacto. La fuerza del golpe habría partido a cualquier hombre normal en dos, pero él aguantó, sus piernas hundiéndose en la tierra mientras empujaba hacia arriba con un grito de pura rabia. La espada resbaló, desviando la maza hacia un lado, y en un movimiento fluido, Cassian giró y lanzó un tajo directo al costado del guerrero. El filo se hundió entre las placas de la armadura, atravesando carne y hueso.
El hombre gritó, un sonido grotesco que resonó en todo el campo de batalla. Pero aún no caía. Con su único ojo restante, miró a Cassian, y en ese momento, ambos supieron que ninguno saldría ileso de este encuentro. El guerrero soltó la maza, dejando que cayera al suelo con un estruendo, y sacó un cuchillo largo de su cinturón, listo para luchar hasta el final.
Cassian se lanzó hacia adelante, pero el gigante era rápido. Más rápido de lo que debería ser alguien de su tamaño. El cuchillo encontró su camino hacia el costado de Cassian, perforando la carne. El dolor fue agudo, pero no lo detuvo. No podía detenerlo. Cassian agarró el brazo del gigante con una mano, rompiéndolo con un crujido seco, y con la otra hundió su espada en el cuello del hombre.
El cuerpo del gigante cayó al suelo como un saco de carne y metal, pero Cassian apenas podía respirar. Su pecho subía y bajaba con esfuerzo, el aire entrando en sus pulmones como fuego, ardiente y espeso. No había tiempo para descanso, ni siquiera para procesar lo que acababa de hacer. El olor metálico de la sangre y el sudor lo envolvía, mezclado con el humo de las hogueras y los gritos agónicos de los hombres a su alrededor. Apenas levantó la mirada cuando el destello de una espada larga se precipitó hacia él. Instintivamente, rodó hacia un lado, sintiendo cómo el filo del arma rozaba su hombro, arrancándole un jirón de tela y carne.
El enemigo no perdió el tiempo. Era un hombre alto y robusto, vestido con una armadura de placas desgastada pero funcional, con una expresión feroz en el rostro. Blandía su espada larga con habilidad, buscando cualquier abertura en la defensa de Cassian. Pero Cassian, a pesar de su agotamiento, no era una presa fácil. Levantó su espada bastarda con ambas manos, bloqueando un golpe que habría destrozado a cualquier otro hombre. El sonido del acero chocando fue ensordecedor, y las chispas volaron como estrellas fugaces en medio del caos.
El impacto hizo que los músculos de Cassian ardieran de nuevo, pero algo más lo impulsaba ahora, algo más que su simple fuerza humana. El brillo violeta en sus ojos se intensificó, y con un rugido que parecía venir desde lo más profundo de su ser, empujó con todas sus fuerzas. La espada del enemigo crujió, luego se partió en dos bajo la presión descomunal. El hombre apenas tuvo tiempo de retroceder antes de que Cassian girara sobre sí mismo, llevando su espada bastarda en un arco devastador. El filo atravesó la armadura del hombre como si fuera de papel, partiéndolo casi en dos. La sangre brotó en un chorro caliente, salpicando el rostro y el pecho de Cassian, quien apenas lo notó.
Se tambaleó un instante, con el cuerpo vibrando de adrenalina y furia. Su espada, aunque resistente, comenzaba a mostrar las marcas de la brutalidad con la que la estaba usando. Observó las mellas en el filo y la ligera curvatura que había empezado a formarse en la hoja. Esto no le serviría por mucho más tiempo. Con un gruñido frustrado, envainó el arma y buscó a su alrededor, sus ojos ardientes recorriendo el campo de batalla en busca de algo más útil.
Entre los cadáveres yacía un martillo de guerra de dos manos, aún sujeto por los dedos rígidos de un cadáver que había quedado medio aplastado por el peso de la armadura. Cassian no dudó. Pateó el cuerpo, liberando el arma, y la levantó con ambas manos. Era largo y pesado, agarró el mango de madera reforzada con ambas manos y lo levantó, notando cómo el peso se sentía natural en sus manos. El martillo tenía un diseño brutal, su cabeza era un bloque de metal con picos en un extremo, diseñado para aplastar armaduras y huesos por igual.
El caos a su alrededor no se detuvo. Las formaciones enemigas intentaban reagruparse, sus oficiales gritando órdenes para estabilizar la línea. Pero Cassian ya no escuchaba nada. Había un zumbido constante en sus oídos, una mezcla de sangre, ira y ese extraño poder que lo consumía. Con el martillo en alto, se lanzó contra una de las formaciones. No pensaba en tácticas ni en estrategia. Solo había un deseo primigenio: matar.
El impacto fue como el estallido de un trueno. El martillo cayó con una fuerza descomunal sobre el primer hombre que tuvo la desgracia de estar en su camino, destrozando su yelmo y su cráneo en un solo golpe. El cuerpo se desplomó, y Cassian giró el arma con un movimiento amplio, barriendo a otros dos hombres que intentaban atacarlo desde los costados. Las armaduras no fueron suficientes para detener el impacto; uno salió volando con las costillas rotas, mientras el otro cayó al suelo con la pierna completamente destrozada.
La formación enemiga intentó responder, pero el caos era demasiado. Cassian se movía como una tormenta imparable, balanceando el martillo con movimientos brutales que no dejaban espacio para respirar. Su furia era ciega, y no diferenciaba entre mercenarios o soldados regulares. El martillo golpeaba carne, hueso y metal, lanzando cuerpos al aire como si fueran muñecos de trapo.
Un grupo de soldados intentó rodearlo, utilizando lanzas para mantener la distancia, pero Cassian no les dio tiempo. Con un rugido, avanzó hacia ellos, tomando uno de los astiles con una mano mientras el martillo en la otra barría hacia los demás. Partió la lanza en dos con una facilidad aterradora, y luego giró sobre sí mismo, golpeando con el martillo al soldado más cercano. El hombre cayó de rodillas, vomitando sangre mientras su armadura se abollaba hacia adentro, aplastándole el pecho.
Los gritos de los moribundos se mezclaban con los alaridos de los que aún intentaban luchar. Cassian no se detenía, aunque su cuerpo comenzaba a mostrar las señales del esfuerzo. Su respiración era pesada, y cada golpe del martillo enviaba una punzada de dolor a través de sus brazos y hombros. Pero no podía parar. No ahora. Cada segundo que se mantenía de pie era un segundo más que le robaba a la muerte.
El hombre de la alabarda no era un oponente cualquiera. Su presencia destacaba en medio del caos como una sombra oscura, amenazante y letal. Su armadura negra, rematada con púas grotescas, parecía hecha no solo para proteger, sino para infundir terror. Su andar firme y decidido lo distinguía de los mercenarios comunes que caían como moscas a su alrededor. Este hombre sabía luchar, y su destreza se veía reflejada en el modo preciso en que manejaba la alabarda. Cuando el arma se hundió en el costado de Cassian, lo hizo con una fuerza calculada, buscando penetrar lo suficiente como para incapacitarlo, pero sin exponerse a un contraataque inmediato.
El dolor fue un destello blanco que atravesó la mente de Cassian como un relámpago. Sintió cómo la hoja desgarraba la fina capa de cuero endurecido de su armadura y el grueso tejido acolchado del gambesón, hundiéndose en su carne. Un rugido brotó de su garganta, gutural y primitivo, pero no cayó. El calor de su propia sangre le empapaba el costado, pegándole la ropa al cuerpo, pero había algo más que lo mantenía de pie. Ese fuego que ardía en su interior, la furia incontrolable que lo consumía, era más intenso que cualquier herida.
Con un grito feroz, soltó el martillo, dejando que cayera al suelo con un estruendo metálico. Sus manos se aferraron a la alabarda, los dedos apretándose con tal fuerza que sus nudillos se pusieron blancos. Tiró del arma hacia él con un movimiento brusco, arrastrando al hombre hacia su alcance. El soldado intentó soltarse, pero no fue lo suficientemente rápido. Cassian, en un acto desesperado, lanzó su cabeza hacia adelante con toda la fuerza que pudo reunir. El impacto fue brutal, un sonido sordo seguido por el crujido de hueso. La nariz del hombre se partió como si fuera de cristal, y un chorro de sangre fresca salió disparado mientras este retrocedía tambaleándose.
Cassian jadeaba, su visión se volvía borrosa por el dolor, pero el ardor en su costado comenzó a cambiar. Era un calor abrasador, como si algo dentro de él estuviera soldando la herida desde el interior. Bajó la mirada y, por un breve instante, vio los tatuajes morados brillando intensamente alrededor del área lesionada, como si intentaran contener el daño. El dolor era insoportable, un fuego que lo devoraba desde dentro, pero las marcas parecían cerrar la herida a un ritmo antinatural. Cassian no entendía lo que estaba ocurriendo, pero no tenía tiempo para cuestionarlo.
El soldado, recuperándose del golpe, se lanzó nuevamente hacia él. Esta vez empuñaba una espada envuelta en llamas, un espectáculo aterrador que iluminaba los ojos del hombre con un brillo asesino. La hoja ardiente siseaba al cortar el aire, dejando un rastro de calor palpable. Cassian no sabía si era magia, un Talento o alguna tecnología extraña, pero el filo incandescente era una amenaza que no podía ignorar.
Con un gruñido de rabia, alzó la alabarda que le había arrebatado al hombre momentos antes. Su peso era extraño en sus manos, diferente del martillo que había estado usando, pero no importaba. Apretó los dientes y lanzó un ataque directo, apuntando al torso del hombre. La hoja de la alabarda cortó el aire con un silbido antes de chocar contra la espada flamígera en un estallido de chispas y calor. El impacto envió una vibración por los brazos de Cassian, haciéndolo retroceder un paso mientras el enemigo mantenía su postura firme.
La lucha se convirtió en un intercambio feroz de golpes y bloqueos, cada movimiento más desesperado que el anterior. El hombre de la armadura negra era rápido, más rápido de lo que Cassian esperaba para alguien con una armadura tan pesada. Su espada danzaba en el aire, cada tajo buscando puntos vulnerables en la defensa de Cassian. Este, por su parte, usaba la longitud de la alabarda para mantener la distancia, lanzando estocadas y barridos con una fuerza brutal.
En un momento de descuido, la espada flamígera logró rozar el hombro de Cassian, quemando a través de la tela y la piel como un hierro al rojo vivo. El dolor lo hizo gritar, pero no cedió. Contraatacó con un barrido amplio de la alabarda, apuntando a las piernas del enemigo. El golpe acertó parcialmente, haciendo que el hombre tropezara y perdiera brevemente el equilibrio. Aprovechando el momento, Cassian giró sobre sí mismo y lanzó un ataque descendente con toda la fuerza que pudo reunir.
El impacto fue devastador. La hoja de la alabarda se hundió en la hombrera del hombre, destrozando parte de la armadura y clavándose en la carne debajo. El soldado rugió de dolor, pero no cayó. Con un movimiento desesperado, lanzó un tajo con su espada hacia el torso de Cassian. Este intentó esquivarlo, pero el filo le alcanzó el costado opuesto, dejando una quemadura profunda y un corte que volvió a empapar su cuerpo de sangre.
Cassian tambaleó, sintiendo que sus fuerzas flaqueaban. Su visión se oscureció por un instante, pero el brillo de sus tatuajes se intensificó nuevamente. Su furia seguía creciendo, alimentando su cuerpo exhausto con una energía que no parecía humana. El hombre frente a él respiraba con dificultad, la sangre goteando de su herida en el hombro, pero su mirada era igual de feroz. Ambos sabían que el próximo movimiento podía decidir quién viviría y quién moriría.
El dolor era un monstruo que lo devoraba desde dentro. El costado de Cassian ardía como si mil brasas se hubieran incrustado en su carne, y el nuevo corte en su muslo no hacía más que alimentar ese fuego. Cada movimiento, cada respiración, era un recordatorio de que su cuerpo estaba al borde del colapso. Sin embargo, no había espacio para la debilidad. El campo de batalla no perdonaba a los lentos, ni a los heridos. La brutalidad que lo rodeaba era implacable, y Cassian era solo un hombre más luchando por no ser tragado por el caos.
Los tatuajes brillaban de nuevo, esta vez con mayor intensidad, como si respondieran al borde mismo de la muerte. Era un fuego extraño, un tormento que lo mantenía en pie pero a un precio cada vez mayor. Su piel se cerraba lentamente, pero el proceso era cruel; podía sentir los tejidos desgarrados uniéndose de nuevo como si un herrero invisible martillara dentro de su cuerpo.
El hombre de la espada en llamas seguía avanzando, incluso después de haber sido empalado por la alabarda. La hoja seguía hundida en su abdomen, pero su mirada ardía con un odio inhumano. Era como si el dolor no significara nada para él. Cassian, tambaleándose, intentó sacar el arma, pero el soldado le lanzó un puñetazo directo a la mandíbula. El impacto lo hizo retroceder, dejando la alabarda atrapada en el cuerpo del hombre. Ahora estaba desarmado, jadeando, apenas capaz de mantenerse en pie.
El enemigo, con un esfuerzo que parecía imposible, rompió la alabarda en dos con un movimiento de sus manos ensangrentadas y avanzó de nuevo. Su espada en llamas, ahora en su mano, chisporroteaba con una energía que parecía crecer con cada paso que daba. Cassian sabía que no podía seguir enfrentándolo de frente. Había perdido demasiada sangre, sus movimientos eran lentos, y el ardor en sus músculos era insoportable.
Miró a su alrededor en busca de algo, cualquier cosa que pudiera usar como arma. A unos metros de distancia, un hacha de guerra yacía entre los cadáveres. Cassian se lanzó hacia ella, sus piernas tambaleándose bajo su peso, pero el hombre de la espada en llamas no se lo permitiría tan fácilmente. Con un grito, lanzó un tajo horizontal que cortó el aire y casi parte a Cassian en dos. Este cayó al suelo, rodando en el barro y la sangre justo a tiempo para evitar el golpe. Sentía las piedras y los restos clavándose en su carne mientras se arrastraba desesperadamente hacia el hacha.
Finalmente, sus dedos se cerraron alrededor del mango del arma. El peso del hacha era familiar, reconfortante en medio del caos. Cassian se levantó con un esfuerzo titánico, girándose justo a tiempo para bloquear otro golpe descendente de la espada en llamas. El impacto fue como el estallido de un trueno. El calor de la hoja casi derretía el metal del hacha, y el brazo de Cassian tembló bajo la fuerza del ataque. Pero no retrocedió. Con un gruñido, apartó la espada y lanzó un golpe lateral con el hacha, apuntando a la pierna del hombre.
El filo del arma chocó contra la armadura, arrancando chispas, pero no logró penetrar del todo. El enemigo contraatacó de inmediato, lanzando una patada que impactó en el pecho de Cassian, enviándolo de espaldas al suelo. El aire salió de sus pulmones con un jadeo doloroso. Su visión se nubló por un instante, pero el instinto de supervivencia lo empujó a moverse. Rodó hacia un lado justo cuando la espada en llamas se hundía en el suelo donde había estado segundos antes.
Ambos hombres estaban al límite. La respiración del soldado era pesada, cada movimiento de su cuerpo parecía una lucha contra el dolor de su herida abdominal. Cassian no estaba mejor; cada músculo de su cuerpo gritaba por descanso, y su sangre manaba libremente, dejando un rastro oscuro en el barro. Sin embargo, ninguno se rendía. Era una batalla de voluntades, tanto como de habilidades.
Cassian se puso de pie una vez más, apoyándose en el hacha como si fuera un bastón. Sus ojos, brillando con ese violeta antinatural, se fijaron en los del soldado. Era un desafío silencioso, una promesa de que, aunque fuera el último aliento que tomara, no caería sin pelear.
El soldado rugió y cargó hacia él, la espada en llamas levantada para un ataque definitivo. Cassian esperó, cada músculo de su cuerpo tenso como un resorte. En el último segundo, se lanzó hacia un lado, girando sobre sus talones y utilizando el peso del hacha para lanzar un golpe ascendente. Esta vez, el filo encontró su objetivo, hundiéndose en la parte trasera de la pierna del hombre. La sangre brotó en un chorro oscuro, y el soldado cayó sobre una rodilla, soltando un alarido de dolor.
Pero incluso en esa posición, el enemigo no era menos peligroso. Con un giro rápido, lanzó un tajo con la espada que casi corta la cabeza de Cassian. Este se agachó justo a tiempo, sintiendo el calor de las llamas rozar su cabello. Aprovechando la posición baja, embistió con el hombro, chocando contra el pecho del soldado y derribándolo por completo.
El impacto envió a ambos al suelo enredados en una lucha desesperada. Los puños de Cassian se estrellaron contra el casco del hombre, mientras este intentaba empujarlo con fuerza suficiente para alcanzarlo con la espada. Cada golpe era más débil que el anterior; ambos estaban al borde del agotamiento. La sangre, el barro y el sudor cubrían sus cuerpos, convirtiéndolos en bestias más que en hombres.
El campo de batalla era un infierno que parecía no tener fin. Los gritos de los moribundos y el estruendo ensordecedor del metal chocando contra metal llenaban el aire, mezclándose con el hedor de la sangre, el sudor y los cuerpos calcinados. Cassian, cubierto de heridas y barro, apenas podía mantenerse en pie. Su pecho subía y bajaba con dificultad, como si el aire mismo se negara a entrar en sus pulmones. A su alrededor, los cadáveres formaban montañas de carne mutilada, y los charcos de sangre se mezclaban con el polvo, creando un lodo oscuro y pegajoso que atrapaba sus botas a cada paso.
El enemigo que había estado luchando contra él yacía inmóvil ahora, su cabeza aplastada hasta quedar irreconocible bajo la fuerza bruta de los golpes de Cassian. Sus manos temblaban por el esfuerzo, los nudillos ensangrentados y la piel desgarrada. No fue un final rápido, ni limpio. Aquel bastardo había luchado con una ferocidad que parecía inhumana, y Cassian había tenido que recurrir a su último aliento, a su pura rabia, para terminar con él. El combate había sido salvaje, un intercambio de golpes y heridas que parecía prolongarse durante horas, pero no había tiempo para celebraciones ni remordimientos. Cada muerte era solo una más en una cadena interminable de violencia.
El campo estaba plagado de cadáveres. Los soldados enemigos, en formación al principio de la batalla, habían sido finalmente destrozados por las compañías mercenarias que lograron romper sus líneas. Fue una carnicería prolongada, dos horas de lucha que parecieron una eternidad. Cassian se había convertido en una bestia en medio de la refriega, utilizando cualquier arma que caía en sus manos: hachas, espadas rotas, incluso trozos de madera astillada. Había apuñalado, golpeado y estrangulado, dejando un rastro de cuerpos destrozados a su paso. Su talento, ese extraño poder que lo mantenía vivo a pesar de las heridas, se había manifestado con una intensidad aterradora. Los tatuajes en su piel brillaron con un resplandor antinatural, otorgándole la fuerza necesaria para continuar, pero también llevándolo al borde del colapso.
Cuando finalmente el poder se desactivó, el dolor golpeó su cuerpo como una avalancha. Cada músculo, cada nervio, protestó con un ardor insoportable. Sus piernas temblaban bajo su peso, y su visión comenzó a oscurecerse por momentos. El aire quemaba al entrar en sus pulmones, y el sabor metálico de la sangre llenaba su boca. Cayó de rodillas, jadeando, sintiendo cómo su cuerpo empezaba a ceder ante el agotamiento. Estaba en el centro de un círculo de cadáveres enemigos, hombres que había matado con sus propias manos. Sus rostros, congelados en expresiones de terror y agonía, parecían observarlo incluso en la muerte.
Entonces, una mano firme se posó sobre su hombro, haciéndolo tensarse instintivamente. Giró la cabeza con rapidez, los dientes apretados, esperando otro ataque. En lugar de un enemigo, encontró la sonrisa desagradable de Fenrik, el líder de los Ojos de Cuervo. Su rostro estaba cubierto de sangre y hollín, y su mirada, cruel y calculadora, parecía burlarse del estado deplorable de Cassian.
—Bien hecho, bastardo —dijo Fenrik, con esa voz áspera que siempre parecía contener un desprecio subyacente—. Sabía que mantenerte con vida nos daría beneficios. Los oficiales dieron permiso para saquear las tiendas grandes primero, así que muévete si quieres algo útil o valioso. Las demás compañías ya están tomando lo mejor.
Sin esperar respuesta, Fenrik se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia las tiendas enemigas que aún no habían sido reducidas a cenizas. Otros miembros de los Ojos de Cuervo, tan maltrechos como él pero con esa mirada hambrienta de los que han sobrevivido al infierno, lo siguieron sin dudar. Cassian observó cómo desaparecían entre las ruinas, mientras su mente luchaba por procesar lo que acababa de escuchar.
El saqueo no era una opción; era una necesidad. Su gambesón estaba destrozado, apenas colgando de su cuerpo en jirones ensangrentados. La armadura de cuero que llevaba encima había sido partida en múltiples lugares durante los combates, y su espada bastarda, una compañera leal en tantas batallas, se había roto en algún momento que ni siquiera recordaba. Las armas improvisadas que había usado estaban inutilizables, dobladas o astilladas más allá de su propósito original.
Con un gruñido gutural que reverberaba en su garganta, Cassian se levantó. Sus piernas temblaban como si fueran a ceder en cualquier momento, y el dolor palpitaba en cada rincón de su cuerpo. Su piel estaba pegajosa por la mezcla de sudor, sangre y mugre acumulada durante horas de combate. Cada movimiento era un recordatorio del precio que había pagado por sobrevivir: heridas abiertas, músculos desgarrados y una extenuación que amenazaba con arrastrarlo a la inconsciencia. Pero no podía permitirse caer, no ahora.
Comenzó a caminar, tambaleándose entre cadáveres y charcos de sangre, sus botas hundiéndose en el lodazal carmesí que cubría el suelo. A su alrededor, el campo de batalla todavía era un caos de gritos, órdenes y el crepitar de las llamas que consumían lo que quedaba del campamento enemigo. Los mercenarios se movían como buitres, saqueando los cadáveres y las tiendas en busca de cualquier cosa que pudieran llevarse. Cassian sabía que tenía que actuar rápido; si quería encontrar algo útil, debía adelantarse antes de que los demás redujeran todo a cenizas.
La primera tienda intacta que encontró estaba sumida en un inquietante silencio. El interior era oscuro, iluminado solo por el tenue resplandor de las llamas distantes que se filtraban a través de los desgarrones en la lona. Cassian entró con cautela, su mano todavía aferrada al mango de su espada improvisada, lista para cualquier sorpresa. Sus ojos recorrieron el lugar con rapidez, evaluando lo que podía serle útil. Había cofres abiertos, llenos de monedas de oro y plata, joyas incrustadas con piedras preciosas, pergaminos enrollados que probablemente contenían mapas o documentos importantes. Todo eso tenía valor, pero su prioridad era sobrevivir.
En un rincón de la tienda, un arma llamó su atención de inmediato. Una espada bastarda descansaba sobre un soporte de madera, y su presencia era casi majestuosa. El arma era una obra de arte, con un diseño que exudaba lujo y mortalidad. La hoja, a pesar de estar manchada de sangre seca, reflejaba la luz con un brillo casi hipnótico. Su filo parecía recién afilado, y la guarda estaba decorada con grabados intrincados de motivos florales que se entrelazaban con figuras de dragones. El mango estaba envuelto en cuero negro, ajustado y reforzado con hilo dorado, y el pomo llevaba una piedra roja que parecía un rubí. Era un arma diseñada tanto para la guerra como para la ostentación, un símbolo de poder y riqueza.
Cassian tomó la espada, probando su peso. Era pesada, pero bien equilibrada, perfecta para alguien con su fuerza. La levantó y realizó un par de movimientos con ella, sintiendo cómo el arma respondía con precisión a cada giro de su muñeca. Sí, esto serviría. Colocó la vieja espada rota a un lado y se quedó con su nueva adquisición, sintiendo una chispa de satisfacción en medio de su agotamiento.
Su atención se dirigió entonces a una pila de equipo apilado cerca de un baúl destrozado. Encontró un gambesón negro, grueso y reforzado, mucho más resistente que la armadura de cuero que llevaba, ahora reducida a jirones inútiles. Con movimientos lentos, se quitó el gambesón roto, revelando la túnica oscura debajo, que estaba manchada de sangre, sudor y desgarrada en varios puntos. El nuevo gambesón le ofreció una protección decente, ajustándose cómodamente a su torso. Era una pequeña mejora, pero suficiente para mantenerlo vivo en los próximos enfrentamientos.
Mientras rebuscaba entre los cofres y bolsas, llenó un par de alforjas con monedas de oro y joyas. Cada pieza brillaba con un fulgor tentador, pero para Cassian no era un simple botín; era una inversión en su supervivencia. Podía usar ese oro para comprar armas, refugio, o incluso pagar a alguien que le ayudara en su objetivo más profundo y oscuro: la venganza.
Un sonido de pasos acercándose lo sacó de su concentración. Sus sentidos se agudizaron de inmediato, y su mano se cerró alrededor del mango de la espada bastarda. Giró hacia la entrada de la tienda, su cuerpo tenso como un resorte, preparado para cualquier amenaza. La silueta de un hombre se recortó contra la luz de las llamas del exterior, y cuando la figura entró, Cassian reconoció a uno de los hombres de Fenrik, otro mercenario de los Ojos de Cuervo.
—Muévete rápido —dijo el hombre, con voz ronca y sin molestarse en disimular su avaricia—. Los otros ya quieren su turno, así que toma lo que quieras y sal. No querrás quedarte atrapado aquí cuando todo esto se prenda fuego...
El hombre se interrumpió, frunciendo el ceño al ver la cantidad de oro y joyas que Cassian había recogido. Su mirada cambió, volviéndose más calculadora, y dio un paso hacia él.
Cassian no le dio oportunidad de decir una palabra más. Con un movimiento rápido y preciso, levantó la espada bastarda y la hundió en el cuello del hombre, atravesando su tráquea con un crujido húmedo. Los ojos del mercenario se abrieron de par en par, una mezcla de sorpresa y agonía. Un gorgoteo escapó de su boca mientras la sangre brotaba a borbotones, manchando la espada y el suelo. Cassian retiró la hoja de un tirón, dejando que el cuerpo cayera al suelo con un golpe sordo.
Se quedó en silencio por un momento, su respiración pesada resonando en la tienda. Sabía que su acción no pasaría desapercibida si alguien encontraba el cuerpo, pero no le importaba. Su odio hacia los Ojos de Cuervo era un fuego constante que ardía dentro de él. Uno a uno, los mataría a todos, hasta que no quedara nadie para recordarle ese nombre maldito.
Arrastró el cuerpo hacia un rincón oscuro de la tienda y lo cubrió con un pedazo de lona rasgada. Luego, volvió a concentrarse en su tarea, llenando otra bolsa con objetos de valor. Su tiempo se agotaba, pero todavía quedaba mucho que tomar. Con cada moneda que guardaba, con cada arma que aseguraba, su resolución se fortalecía. Esto no era solo saqueo; era preparación para la guerra personal que estaba por venir.
Reuniendo las pocas fuerzas que quedaban en su cuerpo maltratado, Cassian salió tambaleándose de la tienda. El aire estaba cargado de humo y cenizas, un espeso miasma que se adhería a la piel y a los pulmones, haciéndolo toser con fuerza. El sonido del saqueo continuaba alrededor, gritos de victoria, risas ásperas y el inconfundible tintineo de monedas siendo vaciadas en sacos. Las columnas de humo negro ascendían hacia el cielo como advertencias de la devastación, y el olor acre de la madera quemada y la carne carbonizada impregnaba el ambiente.
Cassian no tenía tiempo que perder. Cada segundo que permanecía en este lugar lo exponía más a los ojos avariciosos de los otros mercenarios. Aunque sus movimientos eran torpes por el agotamiento, trató de aparentar fuerza mientras avanzaba hacia otro grupo de tiendas que aún parecían intactas, alejándose deliberadamente de la tienda principal donde el grueso de los saqueadores se acumulaba como ratas alrededor de una carroña.
Al llegar a las dos tiendas más pequeñas, notó que no había nadie cerca. Echó un rápido vistazo a su alrededor antes de apresurarse hacia una de ellas. La lona estaba rasgada en algunos puntos, pero al interior todo parecía milagrosamente intacto. Cassian apartó la entrada con brusquedad y se adentró, dejando que sus ojos recorrieran el interior. Frente a él se extendía un pequeño tesoro: armaduras y equipo apilados en desorden, como si hubieran sido reunidos apresuradamente.
No pudo evitar sonreír, una mueca que mostraba más sus dientes ensangrentados que alegría genuina. Rápidamente comenzó a rebuscar entre el equipo. Encontró una túnica de buena calidad, de tela gruesa pero ligera, mucho mejor que la suya, que estaba hecha jirones, empapada en sangre y sudor. Se despojó del gambesón y la túnica destrozada, sintiendo por un momento el aire frío contra su piel lacerada, antes de vestirse con la nueva prenda. La tela se ajustó bien a su cuerpo, ofreciendo comodidad y mayor movilidad. Después volvió a colocarse el gambesón negro, sintiendo que su apariencia empezaba a acercarse a la de un guerrero más preparado.
Entre los montones de equipo, encontró una cota de malla que parecía haber sido hecha a medida para alguien de su tamaño. Era pesada, pero al ponérsela, sintió cómo distribuía el peso de manera uniforme, protegiendo sus puntos vulnerables sin restringir demasiado sus movimientos. Ajustó los laterales y comprobó que las uniones estaban en buen estado; las pequeñas argollas relucían bajo la tenue luz como un manto metálico.
Más adelante, descubrió un par de grebas de acero con correas de cuero que se ajustaban con facilidad a sus pantorrillas, un par de guanteletes de placas reforzadas, y finalmente un yelmo cerrado. El casco tenía una visera rectangular que le ofrecía una visión aceptable y un gorro de cuero integrado en su interior para amortiguar los golpes. El conjunto era tosco pero efectivo, diseñado para sobrevivir en el campo de batalla más que para impresionar.
Mientras ajustaba el yelmo y se aseguraba de que podía girar la cabeza con relativa facilidad, algo llamó su atención en un rincón de la tienda. Un cofre largo y pesado descansaba sobre el suelo. Al abrirlo, sus ojos se encontraron con un arma que parecía haber sido forjada en las profundidades del infierno. Era un hacha de petos, masiva y letal. La cabeza del hacha tenía una forma semilunar, con un filo curvado que prometía cortar a través de armaduras, huesos y carne con una facilidad brutal.
El metal del hacha era negro como la noche, decorado con grabados intrincados de calaveras plateadas que parecían burlarse de cualquiera que se enfrentara a su portador. Cada detalle estaba diseñado para inspirar miedo: las calaveras tenían expresiones macabras, como si rieran en un silencio eterno. La hoja era amplia y robusta, lo suficientemente resistente como para soportar la fuerza completa de un guerrero sin doblarse ni astillarse. El mango era grueso, hecho de madera reforzada con bandas de metal que lo recorrían en espiral, y estaba envuelto en cuero oscuro para proporcionar un agarre seguro incluso cuando estuviera cubierto de sangre.
Junto al hacha, encontró una maza igualmente imponente. Era un arma robusta, con una cabeza pesada que terminaba en puntas afiladas diseñadas para aplastar y perforar a través de cualquier defensa. El metal tenía un brillo opaco, pero era evidente que había sido forjada para durar. Al igual que el hacha, la maza estaba decorada con calaveras grabadas, aunque estas eran más pequeñas y estaban dispuestas en patrones que parecían formar espirales amenazantes. El peso de la maza era considerable, pero Cassian sabía que su fuerza bruta sería suficiente para manejarla.
Se tomó un momento para considerar sus opciones. Las armas eran excepcionales, herramientas de destrucción que podrían inclinar la balanza en cualquier enfrentamiento futuro. Decidió llevar ambas, asegurándose el hacha en la espalda con una correa improvisada y la maza en el cinturón.
Antes de salir de la primera tienda, Cassian tomó un último momento para revisar con cuidado el resto de los objetos desperdigados por el lugar. Su mirada se posó en una pequeña cantimplora de metal que yacía en un rincón, manchada de tierra pero intacta. La sacudió ligeramente y escuchó el chapoteo del agua en su interior. Era un hallazgo más valioso de lo que parecía en medio de la carnicería. La tomó y la enganchó al cinturón, asegurándose de que no se le cayera mientras se movía. Al lado de la cantimplora había un saco pequeño. Al abrirlo, encontró algo de comida seca: pan duro y un par de tiras de carne curada que aún estaban en buen estado, aunque cubiertas de polvo. Se los guardó, sabiendo que no tenía el lujo de ser quisquilloso.
En una esquina oscura, casi oculta bajo un montón de telas rasgadas, encontró un pequeño saco de cuero que, al abrirlo, reveló un puñado de frascos de vidrio. Eran rudimentarios, llenos de líquidos de diferentes colores, probablemente medicinas básicas o tónicos de curación. No había etiquetas ni marcas que indicaran su contenido, pero algo era mejor que nada. Se guardó el saco en una de las bolsas que llevaba consigo y se preparó para salir.
Cuando salió al exterior, el humo y el calor lo golpearon de nuevo como un muro invisible. El caos seguía reinando. Algunos mercenarios reían mientras cargaban cofres llenos de objetos saqueados; otros, cubiertos de sangre, buscaban desesperadamente entre los escombros. El cielo seguía ennegrecido por el humo, y el suelo era un lodazal traicionero de barro, cenizas y sangre. Cassian avanzó con cautela, mirando hacia una segunda carpa que había notado antes. Era más pequeña que la primera, pero parecía intacta, y no había nadie cerca.
Se acercó rápidamente, vigilando los alrededores para asegurarse de que ningún otro mercenario se le adelantara. Al llegar, apartó con fuerza la lona que cubría la entrada y entró. El interior estaba en un estado mejor de lo que esperaba. Un par de estanterías improvisadas sostenían cajas y frascos, mientras que en el centro había una mesa baja cubierta con telas y utensilios. El lugar olía a especias y algo metálico, como si hubiera sido usado para preparar alimentos o tal vez para tratar heridas.
En una de las estanterías, encontró más comida. Había sacos de grano y legumbres, demasiado grandes para llevarlos consigo, pero también pequeños paquetes de carne curada y frutas secas envueltos en tela. Cassian tomó todo lo que pudo cargar, deslizando los paquetes en sus bolsas con movimientos rápidos. Encontró también un cuchillo pequeño, más adecuado para cortar alimentos que para pelear, pero lo guardó de todos modos. Nunca se sabía cuándo un arma, por pequeña que fuera, podía salvarle la vida.
En una esquina vio algo aún más útil: un par de botellas de vidrio llenas de un líquido transparente. Las destapó con cuidado y olió su contenido. Era alcohol, probablemente usado tanto para limpiar heridas como para beber. Decidió tomar ambas, asegurándolas junto al saco de medicinas. Cerca de las botellas había un pequeño mortero de piedra y algunos polvos de colores desconocidos. No sabía si eran venenos, medicinas o especias, así que los dejó donde estaban. No podía arriesgarse a cargar con algo inútil o peligroso.
Bajo la mesa central, encontró un cofre más pequeño. Lo abrió con esfuerzo, y dentro descubrió utensilios de cocina y una pequeña tetera de hierro. Aunque no podía llevarse todo, tomó la tetera, pensando que podría usarla para hervir agua en caso de necesidad. El resto era demasiado pesado y voluminoso para su viaje.
Antes de salir, echó un último vistazo. Había una caja mediana, cerrada con una cuerda. Al abrirla, encontró vendas limpias, agujas y algo de hilo. Era un equipo básico de primeros auxilios, pero su utilidad era innegable. Lo añadió al resto de su botín y finalmente salió al exterior.
El aire parecía aún más sofocante que antes, y su cuerpo empezaba a resentirse por el esfuerzo. Cassian sabía que no podía quedarse más tiempo. Con cada minuto que pasaba, los otros mercenarios se volvían más agresivos, más hambrientos de botines y sangre. Su mirada se dirigió instintivamente hacia la tienda principal, donde el saqueo continuaba como si fuera un mercado en plena feria. Pero él no tenía interés en compartir espacio con los demás. Había conseguido lo suficiente por ahora.
Ajustó las correas de las bolsas que colgaban de sus hombros, comprobó que el hacha y la maza seguían firmemente aseguradas, y se alejó de las carpas con pasos firmes pero pesados. El peso de todo lo que llevaba parecía aplastarlo, pero cada objeto que había recogido era un paso más hacia su supervivencia en un mundo que no daba segundas oportunidades.
Cassian caminó con pasos firmes pero pesados por el campamento destruido, su mirada oscurecida por la mezcla de furia y cansancio. El suelo estaba cubierto de escombros, cadáveres, barro y sangre seca, un recordatorio constante del caos que había dejado la batalla. A lo lejos, los mercenarios victoriosos seguían rebuscando entre los cadáveres y los restos, saqueando todo lo que pudiera tener valor antes de retirarse. Las risas ásperas y los gritos vulgares resonaban en el aire, mezclándose con el crujir de las llamas que consumían las tiendas destrozadas de los soldados de la casa Kravonn.
Con cada paso, el peso de sus alforjas se hacía más evidente, cargadas con monedas, medicinas, comida y otros artículos esenciales que había conseguido reunir con tanto esfuerzo. Finalmente, llegó a su tienda, una estructura improvisada que apenas ofrecía refugio, pero que, en aquel momento, representaba lo más cercano a un hogar. Al entrar, dejó caer las alforjas al suelo con un sonido sordo, y su mirada recorrió rápidamente el interior. No había rastro de Lyanna ni de Aldira.
La sensación de alarma se extendió por su pecho como una llamarada, apretándole el corazón con fuerza. Su mente, agotada pero alerta, imaginó lo peor. En un campamento lleno de mercenarios brutales y sin escrúpulos, mujeres como ellas no estarían a salvo por mucho tiempo. Cassian tomó su hacha de petos con mano firme, el filo semilunar brillando a pesar de las manchas de sangre que lo cubrían, y salió de la tienda con pasos decididos.
Avanzó por el campamento, sus ojos escaneando cada rincón, cada sombra. Los sonidos de quejidos y gemidos provenientes de algunas tiendas le hicieron apretar la mandíbula. Apartó las lonas de varias estructuras, encontrando únicamente prostitutas y esclavas tomadas durante la campaña, sus cuerpos y rostros marcados por la brutalidad de los hombres que las usaban. La furia en su interior crecía con cada vistazo, pero no podía detenerse por ellas. Tenía que encontrarlas a ellas, a Lyanna y Aldira.
Recorrió el campamento en minutos, moviéndose con la eficiencia de un depredador cazando a su presa. Su mente trabajaba frenéticamente, considerando posibilidades, preguntándose si alguien habría osado llevarse a sus mujeres. Sabía que en ese entorno, ser cauteloso no era suficiente; el menor descuido podía significar perderlas para siempre. Finalmente, una idea cruzó su mente. Si no estaban en el campamento, tal vez habían buscado refugio en el bosque cercano.
Se dirigió hacia los límites del campamento, donde los árboles comenzaban a cerrar filas, sus troncos oscuros y retorcidos como guardianes de secretos antiguos. El aire aquí era más fresco, y el sonido de los mercenarios empezaba a desvanecerse, reemplazado por el crujido de hojas bajo sus botas. Caminó con cuidado, manteniendo el hacha lista, sus sentidos alerta.
Entonces, en un pequeño claro entre los árboles, las vio. Lyanna y Aldira estaban sentadas juntas, abrazadas, como si buscaran consuelo mutuo. La luz de la luna atravesaba el dosel del bosque, bañándolas en un resplandor suave que resaltaba la delicadeza de sus figuras. Ambas estaban con las cabezas inclinadas, hablando en voz baja, con sus rostros marcados por la preocupación y el cansancio, pero sin ningún signo de daño.
Cassian dejó escapar un suspiro profundo, sintiendo cómo la tensión que había apretado su pecho durante los últimos minutos comenzaba a disiparse. Estaban a salvo. El peso de la angustia se esfumó, reemplazado por un alivio abrumador que casi lo hizo caer de rodillas. Caminó hacia ellas, el crujir de las hojas bajo sus pies hizo que levantaran la mirada al unísono.
Lyanna fue la primera en reaccionar. Sus ojos se llenaron de lágrimas, y se levantó rápidamente, corriendo hacia él con pasos torpes. Se lanzó a sus brazos sin decir una palabra, aferrándose a él como si su vida dependiera de ello. Su fragancia suave, a pesar del sudor y la suciedad, le trajo un extraño consuelo. Aldira la siguió, un poco más tímida pero igualmente emocionada, sus manos pequeñas temblando mientras se agarraba a su brazo. Ambas parecían diminutas y vulnerables bajo su sombra, la fragilidad de sus cuerpos contrastando con la robustez de la armadura que él llevaba.
—Pensamos que no volverías... —murmuró Lyana, su voz quebrándose mientras enterraba el rostro contra su pecho. Aldira asintió en silencio, sus grandes ojos mirándolo con una mezcla de adoración y dependencia que hacía que Cassian sintiera un nudo en el estómago.
—No iba a dejar que algo les pasara —respondió él, su voz baja tratando d eno sonar tan serio. Su brazo libre envolvió a Lyanna mientras su mirada se dirigía a Aldira, ofreciéndole un pequeño gesto de aprobación que hizo que ella se sonrojara levemente.
—Perdón... nos escondimos aquí porque teníamos miedo. No queríamos ser un problema para ti —dijo Aldira, con su tono sumiso y dulce, mientras bajaba la mirada como si estuviera avergonzada por su propia vulnerabilidad.
Cassian no respondió de inmediato. Sabía que no había palabras suficientes para asegurarles que siempre las protegería, que haría cualquier cosa por mantenerlas a salvo en un mundo tan cruel. Simplemente dejó que ambas permanecieran cerca de él, aferrándose como si fuera su único ancla en un mar de caos. Por ahora, eso era suficiente.
Cassian carraspeó, aclarando su voz mientras intentaba recuperar la compostura. Aunque el alivio de haberlas encontrado seguía fresco en su pecho, no podía permitirse parecer vulnerable frente a ellas. Su rostro, endurecido por los días de lucha y tensión, trató de mostrar una expresión más neutral, aunque sus ojos aún reflejaban el peso de la preocupación.
—Veo que encontraron un río, ¿eh? —dijo con voz suave, casi burlona, en un intento de romper la tensión. Su tono tenía una nota de cansancio, pero también de calidez. Pasó una mano por su rostro, notando la suciedad incrustada en su piel—. No he tenido un maldito baño en días.
Lyanna, aún aferrada a su pecho, levantó la mirada tímidamente, sus mejillas encendidas por un rubor que contrastaba con la suciedad en su rostro. Sus manos pequeñas y temblorosas seguían apretando el peto de Cassian, como si soltarlo significara perderlo de nuevo.
—Sí, encontramos el río... —respondió en un murmullo, su voz apenas audible. Bajó la mirada rápidamente, como si se sintiera avergonzada de haber sido descubierta. Su respiración era irregular, y Cassian podía sentir cómo trataba de contener las lágrimas que amenazaban con salir—. Pero... con todo lo que ha pasado, con el miedo... no nos atrevimos a bañarnos. No queríamos desnudarnos.
Aldira, que había permanecido un poco más apartada, se acercó lentamente, con las manos juntas frente a su pecho en un gesto de nerviosismo. Su delicado rostro, enmarcado por mechones de cabello desordenado, mostraba una mezcla de vergüenza y autoconsciencia. Aunque no decía nada al principio, sus ojos grandes y húmedos buscaban la aprobación de Cassian como si su propia valía dependiera de ello.
—Pensamos que sería peligroso... —añadió Aldira finalmente, su voz apenas un susurro. Sus palabras eran medidas, cada una pronunciada con cuidado, como si temiera que cualquier error pudiera molestar a Cassian—. Sin ti cerca... no nos sentimos seguras.
Cassian las miró a ambas, y por un momento, su semblante se suavizó. Había algo profundamente conmovedor en su dependencia, en la forma en que confiaban en él para todo, como si fuera su única fuente de fortaleza en un mundo que parecía empeñado en destruirlas. Pero también sintió una punzada de frustración. No podía permitirse que fueran tan vulnerables. En este lugar, la debilidad se pagaba con sangre.
—No pueden permitirse dudar así. —Su tono era firme, pero no cruel. Dejó escapar un largo suspiro, colocando una mano sobre el hombro de Lyanna y luego sobre el de Aldira—. Sé que tienen miedo, pero no siempre voy a estar cerca para protegerlas. Necesitan aprender a cuidarse, aunque sea lo básico.
Ambas asintieron rápidamente, como si estuvieran recibiendo órdenes de un comandante, pero sus rostros seguían mostrando esa mansedumbre que parecía grabada en su naturaleza. Lyana bajó la cabeza, con los labios temblando, y murmuró en un tono casi inaudible.
—Lo intentaremos, Cassian... pero es difícil. Todo aquí da miedo.
Aldira, siempre más reservada, simplemente asintió, sus manos entrelazadas con fuerza mientras mantenía la mirada fija en el suelo. Había algo desgarrador en su sumisión, en cómo parecía querer agradar en todo momento, incluso a costa de sí misma.
Cassian observó a las dos mujeres durante unos segundos, sus pensamientos girando en un torbellino de emociones. Sabía que el mundo no les daría tregua, que el peligro estaba a cada paso, y que depender de él únicamente era una carga que, tarde o temprano, ambos lados sufrirían. Pero también entendía que no podía culparlas por ser quienes eran. Habían vivido en un mundo que las había hecho así: dependientes, temerosas, delicadas hasta el extremo.
—Está bien, —dijo finalmente, con un tono algo más suave. Bajó el hacha y la apoyó en el suelo con un movimiento pesado, cruzando los brazos mientras se inclinaba ligeramente hacia ellas—. Por ahora, solo quédense juntas y no se separen de mí. Si algo pasa, corren hacia el campamento, ¿entendido?
Ambas asintieron con una sincronía casi perfecta, como si sus respuestas hubieran sido ensayadas. Sus rostros, aunque todavía marcados por el miedo, mostraban una ligera calma al estar cerca de él. Cassian no pudo evitar sentir una responsabilidad abrumadora hacia ellas. No solo por proteger sus vidas, sino por enseñarles a sobrevivir en un mundo que no perdonaba la fragilidad. Pero ese sería un problema para otro día.
—Bien, —murmuró. Miró hacia el río, el agua reflejando la luz de la luna con un brillo sereno que parecía un contraste cruel con la brutalidad que los rodeaba—. Supongo que un baño no nos vendría mal. No sé ustedes, pero yo ya no aguanto el hedor de mi propia piel.
Aldira dejó escapar una risita nerviosa, tapándose la boca con las manos como si el sonido hubiera salido por accidente. Lyana lo miró con una pequeña sonrisa tímida, sus ojos llenos de un agradecimiento que no necesitaba ser expresado con palabras.
Cassian dejó escapar un largo suspiro, permitiéndose por un momento liberar algo de la tensión acumulada en su pecho. Había sido un día infernal, como tantos otros desde que esta maldita guerra comenzó, y aunque había aprendido a enterrar sus emociones bajo capas de pragmatismo y dureza, esta calma momentánea lo desarmaba un poco. Sin embargo, había algo más que lo inquietaba, algo que lo había perseguido desde que despertó en este cuerpo joven y fuerte. Su mente, tan acostumbrada al enfoque frío de la supervivencia, no podía evitar desviarse hacia pensamientos más carnales.
Habían pasado meses desde que estuvo en presencia de mujeres desnudas, y aunque intentaba no pensar demasiado en ello, no podía ignorar cómo su cuerpo reaccionaba ante ciertas imágenes. Recordó con nitidez ese primer baño en el río tras haber renacido en este mundo. Su madre y otras mujeres, campesinas de rostros cansados y cuerpos desgastados por la pobreza, se habían desnudado sin pudor, acostumbradas a la falta de privacidad. Pero para Cassian, un hombre con recuerdos de otra vida, la visión había sido un desafío insoportable. Aunque la lógica le decía que no había nada que desear en esas figuras ajadas por el tiempo y la miseria, su cuerpo traicionó sus pensamientos. Aquella erección involuntaria lo había llenado de vergüenza, y se sumergió en el agua helada con los ojos cerrados, rogando por mantener el control.
Ahora, al estar frente al río con Aldira y Lyanna, esos recuerdos volvieron con fuerza, y Cassian sintió una incomodidad que intentó disimular. Se giró hacia ellas con una expresión neutra, luchando por mantener su mente enfocada mientras sus manos empezaban a despojarse de la pesada armadura híbrida que había robado horas antes. Con movimientos firmes, colocó cada pieza en el suelo, dejando que el aire frío de la noche acariciara su piel sudorosa. Cuando finalmente se quitó los pantalones, manchados de barro, sangre y sudor, se sumergió en el agua. La frialdad lo envolvió de inmediato, haciendo que su cuerpo temblara ligeramente. Pero la incomodidad era bienvenida; prefería eso a sucumbir a pensamientos que lo distrajeran de lo que realmente importaba.
No quiso mirar, pero lo hizo. Fue casi instintivo. Sus ojos, pese a su voluntad, se desviaron hacia las mujeres cuando comenzaron a despojarse de sus vestidos. Y por un instante, el aire pareció volverse más pesado.
Aldira fue la primera en quitarse el vestido con movimientos lentos y vacilantes, como si incluso estando en compañía de Cassian, su naturaleza tímida le impidiera exponerse por completo sin cierta reticencia. Su piel parecía brillar bajo la tenue luz de la luna, suave y pálida como la porcelana más fina. Sus curvas delicadas estaban marcadas por una feminidad que parecía casi irreal, y cuando finalmente quedó completamente desnuda, su figura tenía una pureza etérea que contrastaba con la suciedad y brutalidad del mundo en el que vivían. Su pecho, generoso y coronado con pezones rosados, subía y bajaba con el ritmo acelerado de su respiración, mientras que su vello púbico, oscuro y suave, añadía un detalle natural que intensificaba su atractivo terrenal.
Lyanna, por otro lado, tenía un aire más terrenal pero igual de hipnótico. Con movimientos algo más seguros pero igualmente reservados, dejó caer su vestido al suelo, revelando una figura voluptuosa que parecía hecha para atraer miradas. Su piel tenía un leve tono dorado que captaba la luz con un brillo cálido, y sus curvas eran pronunciadas y llenas de vida. Sus pechos, grandes y redondeados, se movían con gracia cuando avanzaba hacia el agua, y sus pezones rosados parecían endurecerse al contacto con el aire frío. Al igual que Aldira, su vello púbico era visible, un recordatorio de su naturaleza cruda y humana.
Cassian cerró los ojos por un momento, dejando que el agua helada calmara el calor que comenzaba a arder en su interior. Era consciente de lo que estaba viendo, de lo que sentía, pero sabía que no debía permitirse perder el control. Estas mujeres dependían de él, no solo para su seguridad física, sino también como un pilar emocional en un mundo que las había roto de tantas maneras.
Cuando volvió a abrir los ojos, ambas mujeres ya estaban dentro del agua, moviéndose con una timidez evidente. Aldira permanecía cerca de la orilla, con los brazos cruzados sobre su pecho en un intento de cubrirse, aunque su expresión reflejaba más vergüenza que verdadero miedo. Lyanna, en cambio, se sumergió hasta el cuello, sus ojos buscando constantemente a Cassian como si esperara su aprobación.
—No tengan miedo —murmuró él, su voz ronca pero tranquila, mientras sus manos frotaban su rostro y el agua fría corría por su cabello—. Aquí están a salvo.
Ambas asintieron, pero no dijeron nada. Sus miradas tímidas y sus gestos suaves hablaban más que cualquier palabra. Cassian observó cómo intentaban relajarse, pero no podía ignorar la forma en que buscaban constantemente su validación, como si cualquier cosa que hicieran necesitara su permiso para estar bien.
Mientras el agua seguía enfriando su cuerpo y sus pensamientos, Cassian reflexionó en silencio. Estas mujeres eran hermosas, sí, pero más que eso, eran frágiles. No solo en cuerpo, sino también en espíritu. Dependían de él de una manera que le resultaba tanto halagadora como agobiante. En un mundo como este, donde la debilidad era una sentencia de muerte, esa dependencia era peligrosa. Pero por ahora, solo podía protegerlas y esperar que, con el tiempo, encontraran una forma de fortalecerse. Aunque, en el fondo, dudaba que eso fuera posible.
Cassian carraspeó, tratando de suavizar el peso de la tensión que flotaba en el aire como una bruma densa. La fragilidad emocional de las mujeres era palpable, pero el silencio comenzaba a resultarle incómodo. No podía permitir que esa incomodidad creciera; en medio de un mundo cruel, cualquier momento de conexión, por insignificante que pareciera, era un refugio necesario.
—Bueno, ¿qué tal si nos conocemos un poco mejor? —dijo, su voz áspera pero suave, intentando sonar despreocupado—. No sé casi nada de ustedes y ustedes tampoco saben mucho de mí.
Lyanna alzó la mirada tímidamente, sus ojos grandes y brillantes, llenos de una mezcla de inseguridad y curiosidad, se clavaron en los de Cassian. Jugaba con un mechón de su cabello mojado, torciéndolo nerviosamente entre sus dedos.
—No soy muy interesante, en realidad. —Hizo una pausa, como si dudara de si debía continuar, pero al ver la expresión paciente de Cassian, decidió hablar—. Soy... era... la hija de una prostituta. Mi madre trabajaba en un burdel cerca de las murallas de un viejo castillo. No recuerdo mucho de mi infancia, solo el olor a vino barato y el sonido de hombres gritando o riendo. Crecí allí, viendo a las mujeres envejecer rápido y a los hombres tratarlas como basura. Sabía que mi destino sería el mismo. Estaban esperando a que cumpliera los dieciséis para venderme, porque a esa edad las chicas tienen más valor.
Sus palabras eran simples, pero cargadas de una resignación que solo podía venir de alguien que había aceptado su desgracia mucho antes de que esta se consumara. La manera en que hablaba de su propia historia, como si fuese un hecho inevitable y no una tragedia, hizo que Cassian apretara los dientes con fuerza. No la interrumpió; sabía que debía dejarla hablar.
—Siempre me pregunté si sería tan mala como las otras, si me cansaría tan rápido de vivir como ellas. —Lyanna soltó una risa nerviosa que no contenía alegría alguna—. Pero antes de que eso pasara, llegó la guerra. Y, bueno, ya sabes lo que hacen los soldados con los burdeles.
Aldira se movió inquieta, como si las palabras de Lyanna la hubieran hecho recordar algo que preferiría olvidar. Finalmente, habló, con una voz más baja pero igual de cargada de tristeza.
—Mi historia tampoco es bonita. —Se abrazó a sí misma, como si el simple acto de hablar la expusiera más de lo que quería—. Soy hija de un comerciante. Pero no uno de esos ricos y amables que ves en las historias, sino un hombre tacaño y avaro. Teníamos suficiente dinero para vivir cómodamente, pero nunca lo hacía. Nos obligaba a vivir como mendigos, siempre ahorrando cada moneda para sí mismo. Mi madre intentó protegerme de su ira, pero al final fue ella quien sufrió más. —La voz de Aldira se quebró, y respiró hondo antes de continuar—. La mató a golpes cuando yo tenía doce años. Y a partir de entonces, toda su atención se volcó en mí. Me golpeaba por cualquier cosa. Decía que yo no era mejor que mi madre. Y cuando cumplí quince, empezó a buscar un comprador para mí. Un terrateniente vecino quería casarse conmigo, pero era un viejo cruel que ya tenía tres esposas. Mi padre no me preguntó si quería. Solo pensaba en el beneficio.
Aldira calló, y durante un momento, el único sonido fue el suave chapoteo del agua mientras intentaba controlar su respiración. Cassian sentía un nudo en el estómago al escuchar esas historias. Eran mujeres rotas, como tantas otras que había visto desde que comenzó este infierno. Sin embargo, había algo en su vulnerabilidad que lo hacía sentirse responsable, como si fuera su deber protegerlas del mundo que les había fallado.
Fue Lyanna quien rompió el silencio, con una mirada tímida pero curiosa.
—¿Y tú, Cassian? ¿Cómo era tu vida antes de todo esto?
Cassian desvió la mirada hacia el agua, sus ojos endureciéndose mientras los recuerdos se agolpaban en su mente. Habló lentamente, escogiendo las palabras con cuidado, no porque quisiera ocultar algo, sino porque revivirlo era doloroso.
—Era el hijo de un talador de árboles y de una mujer amable y hermosa. —Una pequeña sonrisa, amarga y breve, cruzó su rostro—. Mi vida era... simple. Me enseñaron a trabajar desde que tuve la edad para sostener un hacha. Pasábamos los días cortando madera y vendiéndola al pueblo cercano. No éramos ricos, pero tampoco nos faltaba nada. Pensé que eso sería mi vida para siempre. —Hizo una pausa, apretando los puños bajo el agua—. Hasta que una noche, lo que creí que eran saqueadores atacaron nuestra casa y todo el pueblo. Mi padre me despertó y juntos intentamos defendernos. Maté a más hombres de lo que debería haber sido capaz, pero no fue suficiente. Mi padre me ordenó que me llevara a mi madre y huyera. Lo hice, pero no sirvió de nada. Nos derribaron del caballo y mataron a mi madre frente a mis ojos.
Cassian respiró hondo, sintiendo el peso de las palabras en su lengua.
—Maté a varios de ellos. Incluso a un caballero. Pero al final, me capturaron. Me llevaron como prisionero de guerra, y ahí fue donde supe que mi padre había muerto también. Me obligaron a pelear como un animal durante meses. Luchaba para sobrevivir, para no morir como los otros. Y cuando la guerra entre las casas terminó, me vendieron como esclavo a esta compañía mercenaria. Los Ojos de Cuervo.
El silencio que siguió a sus palabras era tan denso que parecía absorber el sonido del bosque. Solo se oía el murmullo del agua del río, fluyendo imperturbable, ajeno a las vidas destrozadas que se desmoronaban en su orilla. Cassian tragó saliva, sintiendo cómo el ambiente se volvía insoportablemente pesado. Tenía que decir algo, cualquier cosa, para aliviar la tensión que colgaba sobre ellos como una sombra.
—Es un poco incómodo todo esto, ¿no? —dijo con una sonrisa tensa, intentando aliviar el peso de las confesiones con una pizca de humor. Su voz sonaba casi estrangulada, pero las palabras sirvieron para romper momentáneamente la barrera de emociones contenidas.
Lyanna levantó la cabeza lentamente, ocultando su rostro tras la cortina de su largo cabello castaño, húmedo y revuelto. Dio un paso hacia Cassian, sus pies desnudos apenas haciendo ruido sobre las piedras húmedas que bordeaban el río. Su cuerpo temblaba, ya no por el frío, sino por algo más profundo, más visceral. Cuando finalmente habló, su voz era un susurro quebrado.
—Soy virgen... —dijo, las palabras cayendo como una confesión pesada, cargadas de una vulnerabilidad que no pudo ocultar—. No me hicieron nada. Antes de eso... fue el asalto a la aldea donde te conocí. —Su mirada se alzó hacia él, sus ojos grandes y vidriosos, llenos de lágrimas—. Aún soy pura.
Cassian arqueó una ceja, sorprendido por la declaración. No sabía cómo responder de inmediato, pero al ver cómo las lágrimas comenzaban a deslizarse por sus mejillas, entendió que no era solo una confesión, sino una súplica muda por aceptación. Sin embargo, se mantuvo firme, su tono sereno.
—Yo no te pedí que aclararas eso. No tienes que explicarme nada ni justificarte conmigo. No estoy aquí para juzgarte, Lyanna. —Su voz era suave pero firme, un intento de tranquilizarla. Sin embargo, ella comenzó a llorar con más fuerza, como si esas palabras hubieran roto la última barrera que contenía su tormento.
—Lo sé... lo sé. Pero... pero siempre que conseguía a alguien que me gustaba, o incluso a un amigo, me miraban mal cuando se enteraban de dónde venía. Siempre veían a la hija de una prostituta, nunca a mí. Los que no me gustaban solo querían follarme, pero tú... tú no me miras con asco. No me salvaste para aprovecharte de mí, y por eso... gracias. —Las palabras salían atropelladas, ahogadas entre sollozos—. Pero soy una puta carga. Lloro todo el tiempo, apenas puedo ser útil. Tengo miedo... todo el tiempo. Y solo quiero que me abracen, aunque sea un momento. Lo siento por ser tan patética.
Cassian sintió cómo algo se rompía dentro de él. Había algo desgarrador en la forma en que Lyanna se desmoronaba frente a él, tan cruda, tan desprovista de máscaras. Su cuerpo, desnudo y frágil, temblaba mientras las lágrimas recorrían su rostro. Sin decir una palabra, la rodeó con sus brazos, atrayéndola hacia él. Los cuerpos desnudos de ambos se tocaron, piel contra piel, mientras Lyanna se aferraba a él con desesperación, como si fuera el único ancla en un mar de caos.
Cassian respiró hondo, luchando con todas sus fuerzas por mantener la compostura. Sentía el calor de ella, su suavidad, y su mente luchaba contra los impulsos que su cuerpo comenzaba a traicionar. Cerró los ojos, centrando toda su energía en ser un pilar para ella, en ofrecerle consuelo sin permitir que nada más contaminara ese momento.
Cuando abrió los ojos, vio a Aldira a unos pasos de distancia, mirándolos con lágrimas rodando silenciosamente por su rostro. Había algo en su expresión, una mezcla de anhelo y sufrimiento, que partió aún más el alma de Cassian. Hizo espacio entre él y Lyanna, extendiendo un brazo hacia Aldira.
—Ven aquí —dijo en voz baja, su tono cargado de una ternura que no solía mostrar.
Aldira no lo dudó. Dio un paso adelante y luego otro, hasta que finalmente se dejó caer entre sus brazos. Su llanto, contenido hasta ese momento, estalló con una intensidad desgarradora. Se aferró a Cassian como si su vida dependiera de ello, enterrando el rostro en su pecho mientras sollozaba sin control. Cassian los sostuvo a ambas, sus manos moviéndose lentamente por sus espaldas en un intento torpe pero sincero de consolarlas.
Mientras las mujeres lloraban, Cassian sintió cómo una avalancha de emociones se apoderaba de él. Por un instante, recordó su vida pasada como Luk. Recordó a su hermana, siempre llorando por cualquier cosa. Una niña berrinchuda que siempre terminaba en sus brazos, consolada con golosinas o juguetes baratos que él compraba con los pocos ahorros que tenía. Recordó las noches en las que ambos intentaban ignorar los gritos de sus padres, los golpes que resonaban a través de las paredes como un tambor infernal. Recordó cómo él mismo había recibido esos golpes, cada uno de ellos cargado con la furia de un hombre que veía en su hijo un reflejo de sus propios fracasos.
Luk había odiado a su hermana cuando se alejó de él con el tiempo, cuando dejó de buscar consuelo en sus brazos, Luk se había quedado solo, solo y quedado atrapado en expectativas imposibles, mientras su hermana se volvía como su padre... Pero ahora, en ese momento, Cassian no podía evitar ver un reflejo de ella en Lyanna y Aldira. Dos mujeres quebradas, buscando desesperadamente un refugio en alguien más fuerte.
Inspirando profundamente, hizo lo único que sabía hacer. Como había hecho con su hermana años atrás, les ofreció su presencia. No con palabras, sino con el simple acto de sostenerlas, de compartir su calor y su fuerza. No había palabras que pudieran reparar lo que ambas habían perdido, pero podía ser el pilar que necesitaban, al menos por ahora.