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Un juramento

Las ropas que Sophie había conseguido para Daimon eran generosamente grandes... pero de ancho. El demonio era esbelto por lo que todavía le seguían quedando cortos, principalmente los pantalones que Daimon terminó amarrando con la misma tela celeste que llevaba alrededor de la cintura en el bosque. Anselin quiso deshacerse de ella; estaba rota y sucia, pero él se había negado rotundamente. Parecía tener alguna especie de apego con este trapo.

De todas formas a pesar de cualquier cosa que tuviese encima, su rostro sería el que más llamaría la atención.

Le había prometido alimentarlo con manjares y ahora se veía en el problema de llevarlo a la cocina sin que nadie lo viera. Tranquilamente podía pedir que trajeran la comida a sus aposentos, y sería lo más lógico. Pero quería mostrarle su hogar a Daimon. Quería enseñarle cada rincón del castillo y sus lugares favoritos; como la cocina, por ejemplo, la biblioteca y los jardines. Aunque sería toda una odisea pasearlo por el palacio sin que los sirvientes gritaran y llamaran la atención, mandándolo al frente con el Rey.

Sin embargo creía que si mostraba que Daimon no era una amenaza (tal vez, seguía teniendo sus dudas), podría lograr que lo dejasen caminar por los pasillos, aunque fuera con escoltas. Ya había decidido que se haría responsable de las consecuencias... Solo que evitaría llegar a eso hasta donde la situación le permitiera.

Antes de salir de su habitación, sacó la cabeza por la puerta y examinó los alrededores. El corredor estaba completamente vacío. Las siete de la tarde era la hora exacta en la que todos los criados hacían el relevo, por lo que el castillo quedaba desierto por apenas unos minutos.

Abrió la puerta por completo y antes de poner un pie afuera, se giró para ver a Daimon que permaneció detrás de él clavándole los ojos en la nuca. —Iremos rápido —Lo tomó de la muñeca y lo haló para que lo siga. Caminando a paso ligero le indicaba: —, los sirvientes no volverán hasta dentro de diez minutos, más o menos. Si somos rápidos tendremos tiempo de sobra para sacar lo que queramos de la cocina sin que nadie nos vea. Pórtate bien, y si alguno llegase a verte y gritar, no hagas nada.

Daimon fue arrastrado por el palacio y disfrutó del rápido e improvisado tour que le dio el Príncipe antes de llegar a la cocina.

Al entrar, todo tipo de aromas exquisitos ingresaron por su nariz y salivaron su boca. Anselin le entregó una canasta de mimbre para que sostuviera mientras él saqueaba los estantes y el interior de los hornos. Los ojos del demonio brillaron con deseo cuando el Príncipe dejó un trozo de carne cocinada en la canasta.

—Hay muchas cosas sabrosas aquí, pero creo que es suficiente por hoy. Mañana volveré-

Cuando volteó, se encontró a Daimon con la boca llena y masticando frenéticamente. Bajó los ojos a la cesta y notó que todo lo que dejó allí había sido mordido. Anselin parpadeo lentamente, observándolo.

Comía y masticaba como un perro.

¡Toda la comida estaba manoseada y mordisqueada, ahora solo eran sobras!

Pero no podía molestarse. Sabía que él había pasado toda su vida comiendo miserablemente. Simplemente sonrió levemente. — ¿Está delicioso? —Le preguntó.

Daimon dejó de masticar y tragó la comida. —Lo está.

—Eso veo.

—Deje comida para ti —Le mostró la canasta, confirmándole que efectivamente solo había sobras manoseadas.

Pensó que era una situación similar a cuando un niño te convida de su comida masticada y babeada y tú tienes que fingir estar agradecido por ello. Y eso hizo; sujetó la canasta con una sonrisa y le agradeció su amabilidad.

Unas voces se escucharon detrás de la puerta de entrada. A pesar de haber casi corrido hasta allí, el recorrido de su habitación a la cocina era gigantesco, los diez minutos apenas habían sido suficientes para llegar. Se escuchaba como los sirvientes volvían a rondar por los pasillos de camino a la cocina. En un abrir y cerrar de ojos, Daimon sujetó a Anselin y los metió a ambos dentro de un escobero.

¡Esto es mucho peor! ¡Si nos atrapan aquí no habrá escusa que valga!

Ya era demasiado tarde para salir, el lugar había sido invadido por los trabajadores.

El escobero era desconsideradamente pequeño. En definitiva no había sido construido para que dos hombres adultos se metieran en él. Anselin ni siquiera tenía espacio para mover su cabeza, se había quedado atascada entre una de las paredes del mueble y el pecho de Daimon. Apretó los labios para esconderlos y que no tocasen la piel del otro. Daimon por su lado tenía que encorvar su espalda para caber de manera forzada. Su respiración chocaba contra el cuero cabelludo del Príncipe, dándole escalofríos.

Anselin aguantó la respiración cuando oyó que uno de los trabajadores se acercó hasta allí, encontrándose con la canasta y los restos de comida en el suelo.

—¿¡Quien hizo esto!?

La adrenalina recorrió su cuerpo al sentir que podrían ser descubiertos en cualquier momento. De alguna manera, le recordó a cuando era niño y jugó a las escondidillas con alguien, y le pareció que era una pizca de divertido.

—¿¡Quién se atrevió a saquear la cocina de Su Majestad!?

Todos se quedaron callados sin saber qué responder. Nadie despreciaba tanto su vida como para robarle al Rey. Además de que todos los empleados del castillo eran bien alimentados, para que no tuvieran que llegar a necesidades extremas.

El jefe de cocina apareció y suspiró con enfado. —Lo hecho, hecho está. Limpien esto y alguien hágase responsable.

Una criada se había acercado con rapidez a la canasta en el suelo para comenzar a limpiar. Por la prisa accidentalmente golpeo la puerta del escobero con el codo, haciéndola temblar.

Esto sobresaltó al Príncipe que se removió en el lugar sin querer, y el cuerpo de Daimon se puso rígido por el repentino roce. Algo duro, que no había sentido antes, comenzó a tocar el abdomen de Anselin. Era molesto y se presionaba en su estómago haciéndole doler. El Príncipe pensó que el palo de una escoba había caído entre ellos cuando la muchacha golpeó el escobero. Dirigió su mano allí para hacerla a un lado, pero al tocarla se dio cuenta de que era más grande y grueso de lo que debería y se sentía caliente. Un jadeo ahogado salió de la boca de Daimon que petrificó al Príncipe. En ese instante sintió como si un rayo había caído justo en su cabeza y apartó la mano como si hubiera sujetado un cactus. Todo su cuerpo comenzó a arder por la vergüenza. Quería cortarse las manos y arrojarlas muy lejos para nunca volverlas a ver.

La respiración del demonio se había vuelto levemente errática; su pecho subía y bajaba frente su cara, sin duda por la caricia sin intención del Príncipe.

S­in previo aviso, la puerta del escobero había sido abierta revelando a los dos hombres adentro. Ambos voltearon a ver a la criada de rostro pálido por la impresión, Anselin la miró con advertencia, y le indicó con un gesto que guardara silencio. La joven, con los ojos casi en blanco, volvió a cerrar la puerta sin decir una palabra.

El Príncipe maldijo en todo el idioma habiente posible dentro de su cabeza. Y como si el infortunio, o quizá la suerte, lo estuviera siguiendo, un guardia real ingresó a la cocina vociferante. —¡Su Majestad el Rey le ordena a todos los trabajadores reunirse en los jardines reales para una inspección!

El jefe de cocina preguntó, —¿Una inspección? ¿De qué se trata esto?

—El demonio ha desaparecido de su prisión y el Rey convocó a todos dentro del castillo para interrogarlos sobre su paradero.

Los sirvientes temblaron con miedo mirándose los unos a los otros. Todos sabían que era una mala idea traer al demonio con vida, pero no podían ir en contra de las decisiones del Príncipe. La jovencita que permaneció parada frente al escobero, tragó saliva y le dio una ojeada antes de salir con sus compañeros camino al jardín.

En cuanto supo que todos se habían marchado, Anselin no esperó ni un segundo más para abrir la puerta y salir. Respiró profundo y tragó saliva varias veces antes de recomponerse. Daimon salió detrás de él con normalidad, y por más que intentaba, no podía ocultar la expresión de ansia en su rostro.

El Príncipe ni siquiera se atrevió a encararlo. Puso ambas manos en la cintura y caminó hasta la puerta, como si nada hubiera pasado. —Ya hemos causado muchos problemas. Me debo hacer responsable, ahora entiendo que era inevitable.

Cuando llegaron a los jardines, observaron una larga fila de empleados que esperaban con la cabeza gacha ser interrogados por el mismísimo rey. El castillo contaba con un numeroso personal para mantenerlo funcionando. Tanto criados que se encargaban de la limpieza y el orden, como funcionarios y guardias, todos y cada uno habían sido convocados. Anselin supo que estaba en aprietos.

En ese momento la majestad se encontraba interrogando a la jovencita de hace unos momentos. Su nerviosismo la había delatado y el Rey no lo pasó por desapercibido. —¿Tienes algo que decir? —le interrogó.

La muchachita de unos diecisiete años, temblaba con terror. Había visto al Príncipe con el demonio, pero la alteza le pidió que guardara silencio. Mentirle al Rey tanto como dejar en evidencia al Príncipe, podría costarle la vida. Estaba al borde de las lágrimas cuando el heredero llegó al jardín. —Su Majestad —Su voz resonó segura y fuerte.

Solo el Rey y Darren voltearon a verlo, los demás intentaban mirar por el rabillo del ojo sin levantar el rostro. Los ojos de los dos primeros casi se escapan de sus cuencas en el momento que vieron llegar a Anselin acompañado del demonio.

Darren parecía querer decir algo, pero no se atrevió frente al Rey. Por su parte, la majestad parecía querer escupir sangre por la boca. —Te atreviste a desobedecerme —siseó.

De inmediato Anselin se puso de rodillas, mostrándole que jamás sería su intención desafiarlo. Daimon lo observó hacer aquello y lentamente imitó su acción. El Príncipe agradeció su sensatez.

—Jamás me atrevería —expresó—. Pero como Príncipe y heredero, no pude hacer ojos ciegos al trato que estaba recibiendo en nuestras mazmorras. Al igual que todos es un ser vivo y no le ha hecho daño a nadie.

Darren rodó los ojos, como si no pudiera creer sus palabras, y Tinop enmarcó una ceja. —Este demonio es acusado de acabar con el ganado de nuestra gente y de tomar la vida de una joven. ¿Aun así dices que no ha hecho daño?

Anselin giró levemente la cabeza hacia el demonio y lo miró a los ojos. Este le devolvió la mirada sin rastros de culpabilidad en ella. El Príncipe mantuvo sus ojos en él por otros segundos, antes de volver a hablarle a su padre. —Son acusaciones sin fundamentos, Majestad. No hay pruebas que evidencien que ha sido él. Creo que merece el beneficio de la duda.

El Príncipe se escuchaba realmente convencido en sus palabras. Era la primera vez que veía a su hijo defender sus convicciones. Normalmente se hubiera quedado a un lado y obedecido sus palabras sin rechistar, siempre había sido de este modo. Pero desde que regresó del bosque, no dejaba de actuar por cuenta propia.

Esto le molestaba un poco, estaba acostumbrado a que todo se cumpla al pie de sus deseos. Pero Tinop entendía que como heredero y futuro ­rey, no podía castigarlo frente a todo el séquito del castillo presente. Traería consecuencias para el futuro si no se hacía respetar, aunque sea mínima, la autoridad de su hijo como Príncipe ­Heredero.

Dirigió su atención a Daimon. Verlo de rodillas y con la cabeza baja, mostrando sumisión lo ponía un poco inquieto. Pero sin duda era favorable. —Demonio —lo llamó—. ¿Tienes un nombre?

El nombrado no levantó la cabeza. Su mirada podría ser malinterpretada. —Mi nombre es Daimon —contestó—...Su... Majestad.

—Anselin —lo nombró de pronto y él levantó la cabeza, dispuesto a escuchar—. ¿En verdad te crees capaz de mantenerlo bajo control?

—¡Sí, Majestad! No debe dudar de mí. Daimon tiene buen comportamiento, no causará problemas.

El Rey no pronunció ninguna palabra por un pequeño rato, que para todos duró una eternidad. Anselin sabía que está era la última oportunidad que tenía para convencer a su padre de que no lo mataran, por lo que, expectante, no podía dejar de sudar.

En un momento, se lo escuchó suspirar pesadamente. Como si en verdad le estuviera costando tomar ciertas decisiones. —Como el Príncipe es quien le otorga el beneficio de la duda, el demonio será enjuiciado. Mientras tanto, tendrá permitido circular dentro del castillo bajo custodia militar hasta que se reúnan pruebas suficientes para llevarlas a la corte real. Sin embargo, no tiene permitido a salir del castillo, por lo que su estadía también será ocultada a la ciudad hasta el día del juicio —Decretó—. No quiero ni una palabra sobre esto fuera de estos muros.

—¡Sí, real Majestad! —dijeron todos los presentes a coro.

El Rey se dispuso a marcharse y antes de ello, se detuvo al lado de Anselin. —Tú te encargaras personalmente de él. Edúcalo y no hagas que me arrepienta —le dijo, y se fue.

Anselin dejó escapar la bocanada de aire que estaba conteniendo.

¡Lo conseguí!

¡Había conseguido que su padre cediera! ¡Esto era digno de un acontecimiento histórico!

Se puso de pie, y suspiró satisfecho. La brisa primaveral sopló, trayendo consigo el aroma a las flores del jardín. Y delante de todos los sirvientes, guardias y funcionarios del castillo, Daimon permaneció de rodillas.

Anselin lo miraba curioso, antes de escucharlo hablar. La voz de Daimon salió sincera y aterciopelada: —Su Alteza, a partir de hoy estoy bajo tu cuidado. Juro fielmente seguir tus órdenes, te seré fiel a ti ante cualquier cosa. Te ruego que me aceptes como tu seguidor.

Su cabeza se levantó, mostrando sus ojos brillantes de una intensa devoción. Anselin no supo qué hacer ante aquel repentino juramento.