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La decapitación de un Príncipe

El tiempo encerrado fue más del que esperó. Varias lunas pasaron antes de que le preguntara a Shopie, que fue a verlo con llantos y regaños, si conocía la razón. No fue hasta que Darren apareció con una expresión afligida que lo supo.

Resulta que después de su desesperado y fracasado intento de advertirles, los gobernantes del resto de los países firmaron una petición para que se sometiera al Príncipe Heredero a un juicio de carácter internacional. Su padre no tuvo más opción que aceptar.

Anselin casi escupió sangre de la boca al oírlo. ―Un juicio... ―pellizcó el espacio entre sus cejas― Sabía que podría pasar algo en cuanto apareciera, pero no imaginé un juicio, mucho menos internacional. No hay tiempo para eso.

Darren estaba mucho más afectado por la noticia que él. ―Príncipe, lo quieren acusar de traición... No solo a Tinopai, sino a todos los reinos.

―Sé de qué me acusan ―estaba por volverse loco―. ¡Esto es absurdo! ¿Cuándo he cometido traición?

―Los cargos son por atentar contra toda la humanidad ―Darren lo interrumpió de golpe―. Nunca debió relacionarse con el demonio del bosque.

Anselin enmudeció, con los ojos fijos en los de su amigo. Permitió que el ambiente se volviera un poco más tenso antes de volver a hablar. Se sentó en la silla de su escritorio, dejando caer sus codos sobre las rodillas. ―¿Cuándo será?

―Mañana, al salir el sol.

Cerró los parpados y suspiró. Estaba cansado, muy cansado. ―Ya puedes irte. Me gustaría estar solo, necesito pensar.

Pero Darren se mantuvo de pie frente a él, con los ojos casi humedecidos. ―Anselin... Sabes lo que significa un juicio bajo esos cargos.

Lo sabía, claro que lo sabía. No había sido obligado a leer esos gruesos libros sobre leyes durante toda su vida por nada. Porque lo sabía, no respondió, no levantó la vista y ni se movió hasta que Darren abandonó la habitación.

Oyó la puerta cerrarse con suavidad. Cuando estuvo en completa soledad, dejó escapar el aire que estuvo reteniendo y se dejó caer, sin fuerzas, sobre el respaldo de la silla.

No sabía expresar con exactitud qué sentía en ese momento. Tal vez era una sensación de derrota, o podría ser depresión, miedo o furia. Temía que la fuerza mental que estaba manteniendo hasta ahora, lo amenazaba con irse para dejarlo afrontar esto por su cuenta. Seguía dando su mayor esfuerzo por mantener la imagen de hombre fuerte que había creado, pero estaba agotado, realmente cansado. No se hallaba con la voluntad de afrontar un juicio en su contra con pena de muerte.

No era tonto, sabía que tenía todo para perder. Con resignación y desolación, su cabeza aceptó que ese debía ser su destino. Que ya no sería problema suyo lo que sucediera después. No velaría por nadie más.

Fue un pensamiento que apenas duró unos segundos. Con una punzada en el corazón, recordó que lo había mirado directo a los ojos cuando le prometió que se volverían a encontrar.

Inclinó la cabeza hacia atrás y miró al techo con cierta melancolía. ―No puedo romper una promesa que fue dicha directa a los ojos...

Consideró posibilidades, pero huir no era una de ellas. Tanto su puerta como debajo del ventanal, los guardias hacían custodia día y noche para asegurarse de que no pusiera un pie fuera. De otro modo, intentaría convencer al resto una vez más.

Por más que su enorme cama, decorada con sábanas y cortinas de seda, lo esperaba en la habitación, no se movió de la silla. Fue incapaz de pegar un ojo en toda la noche. La ansiedad y la preocupación le habían congelado el cuerpo. Con los ojos todavía pegados en el techo, se dio cuenta de que el sol comenzó a aparecer, anunciando con su resplandor que el tiempo se le había acabado.

Darren lo escoltó sin decir ninguna palabra, pero sus ojos caídos y sus fugaces miradas le hacían saber al Príncipe que temía por él y se mortificaba por no poder ayudarlo. Después de todo, él también estaba atado de pies y manos. Desobedecer su juramento al Rey le costaría su vida y la de los suyos.

Anselin tampoco dijo nada; tenía demasiados pensamientos que se sobreponían en su cabeza, volviéndolo incapaz de ordenarlos para formular una oración.

Las puertas se abrieron de par en par, revelando a funcionarios y a los trece reyes, exceptuando al Rey del Sur. Se ubicaban alrededor del trono donde yacía el Rey Tinop y a su derecha, el Papa. El Príncipe fue conducido al medio de todos ellos mientras era seguido por las miradas agudas que se clavaban como cuchillos en él.

Fue obligado a ponerse de rodillas y a bajar la cabeza en un acto de sumisión.

No fue una sorpresa para él que su padre sea el que diera inicio a su tormento―: Anselin Aston Tinop XI. ¿Conoces la razón de tú enjuiciamiento?

Se tomó unos segundos antes de contestar―: No. No lo sé, Majestades y Su Santidad.

El Rey de Prodavac chasqueó la lengua, haciendo eco entre todo el silencio. ―insolente. ¿Pretende hacerse el tonto?

A pesar de que todos lo oyeron, su comentario fue ignorado. El Rey solo le echó un vistazo antes de continuar. ―Entonces, ¿Ignoras o niegas haber conspirado con un demonio?

Anselin frunció el ceño y apretó los dientes, con el cuerpo rígido. ―Jamás conspiré. Mucho menos en contra de alguien.

―La ruptura del sello de la puerta del límite es un hecho ―el Rey Tinop verificó las palabras del Príncipe, provocando un fuerte murmullo en el juzgado―. Los guardias que estuvieron en Ilac confirmaron que atacaron una posada, y que tú estuviste ahí.

Que el Rey diera por sentado las palabras del Príncipe, dejó a todos pasmados. Entonces, no les cabía ninguna duda.

―¡¡Lo sabíamos!! ¡¡Es un traidor!! ―el soberano de Hismal se precipitó apenas lo escuchó.

Tinop fue interrumpido con descaro. Tuvo que esperar de manera cordial a que guardaran silencio para poder terminar de hablar. ―Que tú estuviste ahí ―repitió. ―, y los protegiste.

Anselin levantó levemente la vista. No esperó que su padre dijera algo a su favor. Discretamente observó su entorno, curioso por la reacción del resto. Pero por primera vez desde que comenzó el juicio, se quedaron callados.

―¿Es eso verdad? ―inquirió Tinop.

―Lo es, Majestad. Pero tengo que admitir que yo no fui de ayuda. De no haber sido por Daimon...

―¡Ahí lo tienen de nuevo, mencionando al demonio! ¡Que desvergonzado de su parte! ―Anselin ya estaba cansado de las interrupciones―. ¡Él mismo está admitiendo que está entrelazado con ese engendro! ¡No se necesitan más pruebas para sentenciarlo! ¿Quién en verdad puede asegurarnos que no estaba originalmente con los demonios en la posada, y fingió proteger a los guardias cuando fue descubierto?

¡¡Esa es una situación demasiado rebuscada!!

Entre el circulo de personas que rodeaba a Anselin, el Alcalde Wong estaba sentado en una silla. Su rostro reflejó algún malestar cuando habló. Daba la impresión de que en realidad no tenía deseos de sacar este tema a la luz―: La falta que el Príncipe Anselin ha cometido, es... la más grabe en nuestra historia de la humanidad. Me temo que sus pecados puedan afectar al reino... tal así como sucedió con el imperio Fānhuǐ.

Anselin levantó un poco la cabeza para observar a su padre unos segundos. El brillo que percibió en sus ojos le pareció con demasía extraño. Parecía que entre las palabras de Wong, se ocultaba un secreto preocupante entre ellos.

No fue capaz de seguir aguantando en silencio ―¡Eso es estúpido! ―su voz grabe y firme resonó en todo el salón, provocando que todos enmudecieran.

La mirada del Rey se volvió más severa de repente ―¡Cómo te atreves a levantar la voz! ¡Muéstranos más respeto! ―Anselin sintió que volvió a los diez años, cuando temblaba de miedo cada vez que le alzaba la voz. La única diferencia es que ahora era un adulto y la sensación era más humillante― ¿¡No tienes conciencia de la situación en la que estás!? ¡La alianza con un demonio es un acto imperdonable para un humano! ―Tinop guardó silencio. Revoloteó la vista entre todos los reyes e inhaló profundo antes de decir―: Y conspirar contra los reinos... En palabras más simples, se te acusa de atentar contra la humanidad. Conoces la gravedad de tú sentencia.

Anselin sintió como un fuego crecía en el interior de su pecho para asfixiarlo dolorosamente. Sus pupilas se contrajeron y tembló de impotencia. Todo su mundo se derrumbaba sobre él, dejándolo inmóvil en el fondo.

Nunca esperó que toda esa admiración y estima que tenían por él fuera... tan frágil. Ignoró el hecho de que solo se trató de un telón para ocultar la envidia. Lo inflaron con adulaciones y palabras bonitas, para luego desinflarlo con un profundo corte.

Comprendió lo doloroso que era que te soltaran la mano, dejándote completamente solo. Su padre le estaba haciendo lo mismo que él le había hecho a Daimon.

Una horrible sensación creció en su corazón hasta esparcirse en todo su cuerpo. Las lágrimas se le acumularon en los ojos hasta volverle borrosa la vista. Se negó a derramar siquiera una. En ese momento las palabras comenzaron a deslizarse de su boca sin pedirle permiso a la razón. ―No estoy de acuerdo con tantas estupideces. Ni siquiera me dejan explicarme... ¿Para que armaron este juicio entonces?, Si solo querían deshacerse de mí, lo hubieran hecho en vez de montar este circo ―intentó ponerse de pie, pero sus rodillas volvieron a golpear el suelo, produciendo un ruido seco, cuando dos guardias lo empujaron al sentirse amenazados―. Soy el Príncipe de oro. Soy a quien respetan, admiran e incluso temen. Se llenaron las bocas con halagos y maravillas sobre mí durante años, y me clavaron los ojos en la espera de que cometiera algún error... Dediqué toda mi vida a cumplir con sus expectativas y peticiones. Los ayudé en cientos de oportunidades, arriesgando mi vida. No solo viví por y para mí reino... ¿¡Cuántas veces vinieron a mí, suplicando por mi ayuda!? ¿¡Y cuándo dije que no!? ―quería mantenerse sereno, pero las emociones le ganaban. Su tono incrementaba con cada palabra. Tenía un sabor amargo en la boca y la garganta le amenazaba con cerrarse― Nunca dije que no ―enfatizó―. Solo esperé su aprobación a cambio, pero así es como resulta... ―esta vez, miró a su padre que lo observaba con el semblante inexpresivo. ―­­­­­­­­Me enviaron al bosque, a mí solo, porque ninguno era capaz de encargarse del asunto. ¡Manden al Príncipe, él obedece sin rechistar! ¡Que asesine nuestro miedo!

El salón estaba enmudecido. Nadie esperó que el Príncipe explotara. Siempre se había mostrado tan calmado y sumiso a recibir órdenes, que ver esta versión de él era como mirar a alguien más. De por sí su apariencia era lamentable, pero su actitud estaba yendo fuera de todo lo que era la instrucción de príncipes. Maleducado y desalineado. ¿En qué momento se le fue de las manos a Tinop?

Anselin tenía el rostro contraído por la frustración y enojo. Hizo una pequeña pausa para acomodar sus pensamientos. Y sin darse cuenta, una pequeña y casi invisible sonrisa se deslizaba por sus labios ―Pero cuando estuve en el bosque y lo conocí, entendí que estábamos mal. Como ustedes ahora ―dijo―. Volví a Tinopai porque mi intención jamás fue abandonar mi deber y responsabilidades. Al contrario, quiero ayudar a resolver el verdadero problema que en cuestión de tiempo se podría presentar ante nosotros.

―El Príncipe tiene razón. ―la voz de una mujer se alzó entre la multitud. Las miradas se deslizaron de Anselin a la Princesa Irina que estuvo siendo contenida por su padre para que no abriera la boca. Ignorándolo, musitó con voz firme―: Los demonios son nuestro verdadero problema ahora. Mientras ponemos nuestra atención en el Príncipe, ellos podrían estar creando estragos en nuestras ciudades. Si lo que desean es castigarlo a pesar de todo lo que atribuyo en estos años, al menos deberían postergar el juicio hasta resolver el asunto.

El Papa habló por primera vez―: Princesa, ¿No será este un intento de salvar a su prometido? A pesar de que él haya preferido ir detrás de un demonio en lugar de esperar y desposarla.

Irina contuvo el aliento y apretó los puños, pero su rostro continuaba sereno. ―Nada tiene que ver con mi matrimonio, Su Santidad. Solo estoy siendo elocuente.

Anselin escuchó su voz, más no fue capaz de mirarla. Se sentía avergonzado de sí mismo­. Por su culpa, ella también resultó perjudicada debido a los rumores maliciosos sobre Daimon y él.

Por último, Anselin intentó una vez más. ―El Príncipe del reino del Sur entregó a su gente a los demonios a cambio de su seguridad ―Anunció. Por supuesto, no fue tomado en serio―. ¿Qué debo hacer para que vuelvan a confiar en mí?

El Papa no tardó en responder―: Creo que es evidente lo que podría hacer. Le propongo a Su Majestad Tinop, que le entregue La Lotus al Príncipe para que de una vez por todas, termine el trabajo que se le ordenó. Con la cabeza del demonio en sus manos, Su Alteza real redimirá sus pecados y los engendros no tendrán un líder que seguir.

El entrecejo de Anselin se frunció notablemente. Ni siquiera esperó a que su padre dijera algo para hablar―Eso no.

La mirada del anciano se clavó con fiereza sobre Anselin. Reprimió su intolerancia apretando con fuerza la Férula Papal ―Si es así, me temo que nada se podrá hacer. Es momento de que lleguemos a un veredicto.

El Príncipe no necesitaba que lo anunciaran en voz alta para conocer la decisión que se había tomado. Solo bastaba con ver las miradas sobre él para saber que lo declararían culpable.

Su padre se había mantenido extrañamente callado, impropio de él. Con constancia se encargaba de resaltar su autoridad sobre el resto. Pero ahora se mantuvo inmóvil, con la vista pegada en su único hijo, el cual estaba a una oración de ser sentenciado a muerte.

El Cardenal, que estaba a un costado, tuvo que llamar dos veces a Su Majestad para que como soberano del reino en el que estaban, hiciera los honores y diera por finalizado el juicio.

Por más que se las apañaban para ocultarlo, más de uno estaba satisfecho con el final del heredero. Era tan retorcido y divertido presenciar como el propio Rey desaparecería a su propia descendencia.

Después de largos segundos que para los espectadores pareció una eternidad, Tinop alzó la voz―Anselin Aston Tinop XI―no titubeó. Y no le importó la conmoción que causo cuando declaró―: De ahora en adelante, estas destituido del título de Alteza Real. Ya no serás el Príncipe Heredero de Tinopai, y desde este momento ya no tienes ninguna relación con este reino. Sin embargo, como antiguo Heredero y por respeto a nuestra sangre, yo te perdonaré la vida.

Contempló a su padre con una expresión anonadada. Era difícil para él descifrar si estaba teniendo un último acto de compasión por su hijo, o intentaba desligar al reino para que no se viera involucrado en sus actos.

Los presentes se miraron entre sí, con confusión e indignación.

―¡Tulav también le perdona la vida! ―Irina exclamó de inmediato. Su padre, con ojos preocupados, le pidió que no se entrometiera. Al revolotear la vista entre los demás, pudo darse cuenta de las miradas despectivas que comenzaron a posarse sobre ellos.

―Aunque el Rey del Sur estuviera presente y optara por perdonarle la vida, todavía no sería suficiente. La mayoría ha decidido. ―sentenció el Papa.

―¡Entonces hagamos otra votación a favor de la vida del Príncipe! ¡Tulav vota a su favor! ―Irina levantó la mano, y Tinop imitó su acción. La joven esperó un momento para que los demás votaran. Pero solo el Rey Tinop y ella eran los únicos que alzaban sus manos. El resto se miraban las caras, como si estuvieran perdidos―¡Deben votar!

El Papa hizo sonar su bastón contra el suelo dos veces antes de hablar―Ya lo hicieron, Princesa.

Anselin giró su rostro hacia ella, causándole dolor en el corazón al verla desesperada. Sus ojos se cruzaron. Le sonrió con cariño en un tonto intento de tranquilizarla.

Lamentaba haberle causado daño, aunque fuera el más mínimo. Irina fue su fiel compañera desde muy pequeños, junto con Darren. La apreciaba tanto que ver que derramaba lágrimas por su culpa, le dolía.

A pesar de que Sakarias Tinop era el legítimo gobernante de Tinopai y el más influyente de los reyes, no tuvo la completa autoridad para salvar a su hijo de manera diplomática.

Los diez reyes hablaron por sus pueblos, cuando optaron por el silencio para no perdonar a Anselin. Su pecado era peligroso y de no actuar pronto con una condena, los dioses no solo podrían castigar a Tinopai, sino a todos los reinos. La desaparición de aquel gran imperio seguía siendo una incógnita para el mundo, pero si algo sabían, era que no querían repetir su final­­­­­­­­.

Con un atisbo de alegría y al fin paz en sus ojos, el Papa decretó―: ¡Por mayoría de votos, Anselin Tinop será ejecutado por crímenes a la humanidad y traición, este mismo día!

Y así, la fatalidad le había preparado la muerte.

El sol estaba a solo una hora de ocultarse por el horizonte, aproximando la noche. Una vez más, el escenario de ejecución se encontró atestiguado de espectadores. La decapitación y destitución del que a ellos conocían como Príncipe Heredero, se había esparcido más rápido de lo que se apaga un incienso.

El pueblo estaba conmocionado por la noticia. No podían creer como el Príncipe que todos amaban y admiraban, terminara de forma tan deshonrosa por culpa de las influencias del demonio del bosque.

Para nadie era una novedad que el Rey haya cometido un error al enviarlo. Tal vez el antiguo heredero era físicamente fuerte, pero resultó ser débil de mente. Se dejó engatusar y eso no trajo más que desgracias en su vida.

Así como había quienes lloraban por su próxima pérdida, estaban los que comenzaron a repudiarlo por causa de los rumores que eligieron tomar como verdad. Los abucheos se mezclaban entre los llantos de pena, creando un ambiente demasiado ruidos y confuso.

Anselin se encontraba parado en el lugar de ejecución, aquel mismo sitio en el que Daimon había estado de manera más atroz. Se sintió mal al recordarlo. Pensó que se merecía esta humillación. Lo ataron de manos, y podía escuchar detrás suyo al verdugo afilar la espada.

En el momento que contemplaba al público que esperaba presenciar su último aliento, sintió lastima por él mismo. Pasó su vida entera esforzándose, para complacer y hacer felices a los demás y este era el resultado. Entre el público reconoció varias caras que en el pasado habían ido hasta él para pedirle ayuda, ahora lo miraban con desprecio y gritaban deseosos de ver a su cabeza rodar.

Por primera vez un sentimiento extraño invadió su cuerpo. Se sentía oscuro y desolador, provocando que su corazón se contrajera con dolencia. Desde su estómago nació una carcajada, que fue seguida de otra, y otra más fuerte. Anselin reía a carcajeos con los ojos desbordándose de lágrimas.

El filo de la espada fue apoyado sobre su cuello, midiéndolo para dar un corte rápido y certero. ―Por respetó a usted, lo haré de un solo golpe. ―consoló su verdugo.

La espada fue alejada de su cuello para tomar envión antes de cortar. Con un silbido que rompió el viento volvió a él, pero a unos centímetros antes de cortarlo Anselin se inclinó hacia delante.

La multitud ahogó un grito de conmoción y los reyes se levantaron de sus asientos.

El verdugo lo miró pasmado al momento que Anselin giró el rostro, todavía medio sonriente―No te pagaran hoy ―dijo.

El Rey de Prodavac fue el primero en levantarse y vociferar―¡¡Desgraciado!! ¿¡Qué pretendes!?

Anselin se puso de pie con tambaleos, e instintivamente quienes estaban sobre el escenario dieron un paso atrás. Encaró a los reyes y al Papa sobre él ―No moriré por los caprichos de reyes y religiosos asustados.

Ejerciendo fuerza en sus brazos, rompió la soga con la que le habían atado las muñecas. Los soberanos y santidades palidecieron y se pusieron rígidos en sus lugares.

El Papa se apresuró a impedir que diera un solo paso―: ¡No tienes el derecho ni la autoridad para oponerte! ¡Detengan al traidor!

Esperó a que vinieran por él, pero antes de que alguien se le acercase el Rey Tinop se levantó bruscamente y amenazó a voces― ¡¡Rodará la cabeza de quien se atreva!!

Como si hubieran sido congelados por sus palabras, nadie se movió.

Anselin les clavó la mirada. Irina no paraba de hacerles señas para que se apresurara a escapar. Antes de hacerlo, le dio un último vistazo a su padre y sin decir una palabra, desapareció de la vista de todos.

El Papa habló con voz temblorosa, ahogándose en rabia ―¿¡Qué está haciendo!?

­―Lo que oyeron. Quien siga a mi hijo, morirá.

Los puños del Rey de Prodavac emblanquecían y temblaban por la fuerza en la que eran apretados. Su reino era el segundo más próspero y prestigioso. La caída del antiguo Príncipe solo era el borde del precipicio para el derrumbe de todo Tinopai. Sin la Alteza Real, o más bien, sin Anselin que protegiera el reino, su declive era inevitable.

―¡Esto es inaceptable! ―manifestó con hostilidad a Tinop―. ¡Está desacreditando la autoridad de la corte! ¡¡Su oposición es una falta de respeto y puede considerarse una revelación contra todos los reinos!!

La serenidad de Tinop era desafiante ―¿Quién se atreverá a hacer algo al respecto?

―¡¡¡Está desafiándonos!! ¡¡Oponerse significa una guerra!! ―levantó la voz para ser oído por todo el mundo, pero dirigiéndose a los reyes y santidades.

Tinop permaneció inmutable cuando fue señalado. La Princesa Irina se puso de pie con la intención de apaciguarlos. Sin embargo, se vio interrumpida cuando de la nada la luz del atardecer fue obstruida por una gigantesca sombra sobre ellos, y una voz la acompañaba de manera provocadora.

Los gobernantes dejaron de discutir, y los pueblerinos apartaron su atención de ellos para levantar las cabezas y mirar con miedo la silueta que parecía mecerse de un lado a otro. Desde la cima de esta, una figura caminó lentamente al frente―Todos los gobernantes están aquí, pero yo no recibí mi invitación. Los humanos siempre son tan... egoístas.

El sol se ocultó, envolviéndolos en una oscuridad casi absoluta. Por arte de magia, las farolas fueron encendidas todas al mismo tiempo. Frente a ellos se reveló una serpiente gigantesca, y sobre ella, lo que podría parecer un hombre.

Bastó ver la serpiente que bailaba de un lado a otro y siseaba sobre las personas, para que se volvieran presos del pánico.

Ignorando los gritos, el réptil bajó la cabeza para acercar al demonio al pedestal donde se encontraban los reyes y santidad. Todos retrocedieron inmediatamente, solo Tinop e Irina permanecieron firmes en sus lugares.

El primero se atrevió a preguntar con desconfianza―: ¿Quién eres?

El demonio hizo una mueca que imitó una sonrisa sin gracia ―A pesar de que soy un gobernante también, no saben quién soy. Después de todo, rijo aquel pedazo de tierra al que ustedes llaman "páramo".

Los ojos del Rey Tinop se abrieron por primera vez con alarma. El actual Emperador de los demonios se había dirigido en persona a su reino, y los miraba cual granjero a su ganado.

―¿T-Tú eres el Emperador de Pandemónium? ¡Pe-pero no eres el descendiente de Sirius Pendragon! ―la manos del Papa temblaron al dirigirle directamente la palabra.

Si bien hace miles de años el más fuerte se quedaba con todo, desde que Sirius tomó el mandato, había anulado esa costumbre. Decretando una monarquía hereditaria.

El demonio movió sus ojos a él, clavando sus pupilas verticales en el viejo asustándolo aún más―No lo soy, pero tengo asuntos pendientes con su hijo ―estiró su boca en una sonrisa que ocupaba considerablemente su rostro. Su aspecto era similar al de una serpiente―Si me revelan su paradero y el del Príncipe que lo acompaña, hoy los dejaré vivir un poco más.

―¡El, el Príncipe acaba de huir hace apenas unos momentos! ―dijo el Papa―. ¡Pero del demonio no sabemos nada, el Príncipe es quien sabe!

El entrecejo de Tinop tembló― Pero llegas tarde. Él ya debe estar muy lejos.

O eso esperaba.

El Emperador se enderezó―En efecto. Pero no será un problema hacerlos volver.

Con un salto se desplazó de la cabeza del reptil a una columna. Un chasquido de sus dedos bastó para que la serpiente comenzara a arrastrarse violentamente por el suelo, atacando a los pueblerinos. Intentaron correr, gritar y suplicar sin recibir la piedad de nadie. Sus huesos y carnes fueron aplastados de tal manera que la piel quedó pegada al suelo.

Se movía en dirección al pueblo, y solo sería cuestión de minutos para que llegara.

Los ilustres observaban horrorizados, sin ser capaces de hacer algo y temiendo ser los siguientes.

Pero no pasó más tiempo antes de que Anselin apareciera de repente entre la avalancha de gente, con la respiración agitada por el esfuerzo y adrenalina. Se había alejado, decidido a abandonar todo lo que conocía. Al final, no se encontró capaz de soltar quien fue durante toda su vida. Volvió con resignación al escuchar gritos.

La sangre se le congeló cuando vio al monstruo aplastar una y otra vez los cadáveres en el suelo, hasta hacerlos parte del mismo. Muchos de ellos eran soldados que habían ido en un inútil intento de proteger a los civiles. Ahora no eran más que una masa que se pegaban al réptil. Con espanto reconoció la cabeza del primo de Darren antes de que fuera aplastada.

Al escuchar una risotada, buscó con la vista, posándola en diferentes lugares hasta encontrar al dueño. Un demonio con aspecto similar al de una serpiente contemplaba el espectáculo que él mismo dirigía.

Todos los músculos del cuerpo de Anselin se tensaron; dentro de su pecho su corazón palpitaba con dolor, calentándole la sangre. Las fosas nasales se ensanchaban al compás de su respiración. En todo él le recorría un instinto asesino. Tomó una espada del suelo y sin pensarlo apuntó al demonio. La hoja voló a toda velocidad cortando el viento, para que se incrustara directo en la sien.

Antes de que siquiera pudiera llegar al demonio, este levantó una mano y sostuvo la punta entre sus dedos. Giró apenas la cabeza con una mirada filosa, y con un suave movimiento de sus dedos la regresó por donde había venido.

Los ojos de Anselin se abrieron alarmados. Para nada esperó que le regresara el golpe. Reaccionó con rapidez para dar una voltereta hacía atrás, evitando ser atravesado. Con un sonido seco y metálico, la mitad de la hoja se incrustó en el cemento.

―Cuanta osadía―pronunció el Emperador―. Heredero.

El chasquear de los dedos, junto a una enorme boca y dientes sobre él, fue lo último que percibió antes de que su mundo se oscureciera.