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No soporta verme enfermo.

Y yo estoy enfermo. Eso crece cada vez más en mi interior, me está devorando. No puedo decírselo, pero ella lo ve. De vez en cuando mira el bulto, o lo que creo que es un bulto. No puedo mirar hacia abajo y comprobar si lo es o no. Pero está ahí; no puede evitar mirarlo.

Aún no me duele. ¿Cuándo empieza a doler el cáncer? No podré gritar. Cuando intento hablar con ella no puedo pronunciar bien las palabras. Y, si intento gritar, se me cierra la garganta. Pero cuando el dolor aprieta

En realidad, ¿qué tiene de extraño que esté enfermo? No le gusto cuando estoy sano. Crecí y crecí hasta hacerme grande y fuerte. Fui a la escuela. Sacaba buenas notas, muy buenas. Era un gran jugador de rugby; bueno, digamos que bastante bueno. Pero a mi madre no le gustaba.

«Hijo, estás creciendo demasiado deprisa, te estás haciendo demasiado grande.

¿Qué ha sido de mi niño, del pequeño que sostenía en mis brazos hasta que se quedaba dormido, que se sentaba en mi regazo mientras le cantaba, hasta que comenzaba a cabecear y acababa por caer en el sueño de los ángeles? Tan dulce y adorable, con aquella piel tan suave y aquellos ricitos tan graciosos, tan encantador y afable. ¿Qué ha sido de él?».

¿Sabes, madre? Miro por la ventana, y siempre vería lo mismo si no fuese por el ir y venir de las estaciones. Las hojas crecen, madre. Al principio no son sino pequeños brotes, tiernos al tacto. Pero el destino del brote es la hoja; no puede quedarse en brote para siempre, Si lo hace, muere. La hoja nace y cumple su función y entonces llega el verano que a su vez se acaba, se va, para que llegue el otoño y la hoja, al morir, sea más bella que nunca. Entonces cae y al descomponerse hace el suelo más fértil, o sirve de alimento, de hogar o de refugio para los insectos.

¿Odia el árbol a la hoja por dejar de ser brote? No, madre, no lo odia. Entonces,

¿por qué me odias? Sí, me odias, aunque no tengas el valor de reconocerlo. Me has odiado desde que tuve que separarme de ti. Pero no había más remedio, madre; tenía que ir a la escuela. No se puede ser bebé toda la vida y, aunque lograste retrasarlo un año entero, finalmente tuve que ir al parvulario. Entonces supe, con esa capacidad que tienen los niños de reconocer las cosas principalmente porque los adultos son unos mentirosos detestables, que estabas comenzando a odiarme. No estuve completamente seguro, sin embargo, hasta que comencé el primer grado. Tu odio llegó a hacerse tan terrible que llameaba detrás de tu sonrisa, de tus besos, de tu voz. Sobre todo de tu voz, cada día más y más dura hasta que se rompió. Era demasiado frágil como para no quebrarse.

Solamente me quisiste mientras fui un bebé, mientras me negué a crecer porque sabía que sólo así me querrías. Pero no podía dejar de crecer, ni siquiera para que tú me quisieras. Había todo un mundo esperándome y yo quería ser como los niños y niñas con los que iba a la escuela. Y para eso, madre, debía crecer a la vez que ellos. No quedaba otro remedio.

De modo que crecí y, a medida que lo hacía, madre, tú te hacías más pequeña. En un sentido físico, claro; comparativamente hablando. En un sentido amplio, sigues siendo tal como eras el día en que me diste a luz. No hemos sufrido ningún cambio. Nuestra relación, el hecho de que tú seas mi madre y yo tu hijito, no ha cambiado. Se ha mantenido igual desde aquel día aunque quienes la ven desde fuera no opinen lo mismo e incluso yo lo dude en ocasiones.

Pero todo cambia, madre, incluso nuestra relación. Por más que me niegue a crecer, todo se encorva, se retuerce, como el colmillo del jabalí o el cuerno del carnero. Se curva, entra en la carne, y acaba por clavarse en el mismo hueso del que nació. El colmillo, el cuerno, madre, vuelve a su origen para morir y tal vez para matar.

Pero yo no me estoy muriendo, madre. Sí; en un sentido amplio, me muero y, sin embargo, en otro sentido también muy extenso, no es así. ¿Te parece que lo que digo tiene sentido, madre? ¿Dónde estás? Ah, ya te veo. Acabas de llegar de la iglesia donde, sin duda, cuando miras a la Virgen y al Niño, rezas desde lo más hondo de tu ser para que tú y yo seamos madera o piedra inmutable y que el niño que sostienes en tus brazos no crezca jamás. Rezas para que ambos permanezcamos inmóviles e inalterables, como la piedra o la madera.

En cierta forma, madre, tu deseo ya se ha cumplido. Si no fuera porque puedo parpadear y tratar de hablar de vez en cuando, estaría tan inmóvil como la piedra o la madera. Por eso me arrimas a la ventana, para que pueda ver la calle con sus invariables cambios y a ti cuando vas a la tienda o a rezar.

Exteriormente, inmóvil e invariable. Interiormente, algo ocurrió hace un año, pero no pude explicártelo. Y si lo hubiese hecho, madre, ¿qué podría haberte dicho excepto que llamases al médico?

Nada se detiene jamás. Todo fluye, madre, todo carcome, como trolls que horadan incesantemente el obscuro interior de la montaña. La montaña de mi cerebro. No, de mi alma. Y de mi cuerpo, también. ¿Qué diferencia hay entre mi cuerpo y mi alma? No lo sé. El uno podría ser la otra. Lo sé a ciencia cierta: cuando uno crece, la otra crece, a veces.

Y algo crece y crece en mi interior, madre. Aquí tendido, una tumba viviente, un ataúd de mí mismo, me consumo. Mis brazos y mis piernas son más delgados cada día que pasa, te lo he oído decir a ti. Estoy en los huesos y en mi cara ya sólo hay ojos. Tu misma lo has dicho, madre. Pero no en la habitación de al lado susurrándoselo al doctor sino a mí directamente, cuando me sonríes.

En cambio, mi vientre crece sin cesar, como tú misma dices. Es un tumor, un cáncer que devora mi cuerpo como tú, mi amada madre que no me quieres, has devorado mi alma. No hace mucho que ha empezado a dolerme. He intentado decírtelo, decirte que a veces me duele.

A altas horas de la noche, acallado el rumor del tráfico, si tú no roncas, madre, lo oigo crecer. Se mueve, susurra, roe. El cáncer me está royendo, madre.

Y tú te alegras.

¿No? Lo demuestras con todo menos con las palabras. Si lo ves crecer y no llamas a un médico, luego, cuando no puedas posponerlo, no puedas cerrar los ojos ni hacer oídos sordos a lo que me sucede, será demasiado tarde. Demasiado tarde.

Pero te alegrarás ¿no es cierto, madre? Te pondrás contenta porque el sucio y mal afeitado que apestaba a cerveza y a tabaco, el inmutable que no debería haber cambiado pero cambió, ha muerto. Sin embargo, madre, ya no estoy sucio, no apesto a cerveza ni a tabaco. Ya no. No puedo fumar a menos que tú me sostengas el cigarrillo, cosa que no harás. Y no puedo beber cerveza a menos que me la traigas, cosa que tampoco harás. Así, he tenido que soportar los sufrimientos de la abstinencia sin emitir una sola queja. Aunque a veces, al mirarme a los ojos, te debiste dar cuenta. Pero no sostenías mi mirada mucho rato ¿verdad, madre? Ahora, los míos son los ojos inyectados en sangre de un viejo, no los límpidos ojos azules de un niño.

Ya no voy sucio ni mal afeitado. En ese aspecto no me descuidas. Me bañas y me afeitas cada día y, después, me pasas los dedos por la cara y sonríes. Recuerdas cuando era más suave aún, ¿no es así?

De todos modos, tu sonrisa es cada vez más fugaz. Puedes cerrar los ojos e imaginar que sigo siendo un niño, pero después tienes que abrirlos, y entonces me odias. Oigo cerrarse la puerta de abajo, madre, y crujir los escalones. Subirás y me preguntarás cómo me encuentro, sabiendo que sólo puedo balbucear como un niño. Las palabras, tan claras en mi mente, brotan de mi boca entremezcladas y troceadas como una gran ensalada de ininteligibilidad, como los balbuceos de un niño pequeño. Pero desagradables, porque un niño balbucea porque está aprendiendo a hablar y, con el tiempo, hablará. Pero yo balbuceo porque he olvidado cómo se habla y ya nunca lo recordaré.

Ahora oigo crujir el entarimado del pasillo bajo tus pies y te oigo canturrear la canción de cuna que, según dices, me cantabas cuando era niño. Creo que la oigo. La puerta está cerrada y tú canturreas en voz tan baja. Tal vez la he oído tan a menudo que ahora la oigo incluso cuando no es audible.

Y ahora, madre, ahora se ha movido, ¡se ha movido! ¡Se me está comiendo de tal modo que ahora se ha deslizado hacia la parte que ya ha devorado! ¡Se ha movido, madre!

Esto debe ser el final. ¡Oh, Dios, dije que quería morir! Lo he estado diciendo durante tantos años desde que comencé a ir a la escuela. Si mi madre no me quiere, prefiero morirme. Deseaba morir. Ahora me muero y estoy asustado.

¡Me muero de miedo! ¡Esta sí que es buena! Está obscureciendo cada vez más y yo también me deslizo, como esa cosa que se desliza de un lado para otro en mi interior. La carga de la muerte desplazándose en el interior de la bodega en cuanto el barco comienza a volcar pero ¿qué estoy diciendo? Caigo, desaparezco progresivamente ¿Así es la muerte? ¿Caer, cada vez más abajo? ¿Hacerse pequeño, cada vez más pequeño?

Por lo menos pero, no, no es cierto. Iba a decir que no me duele, pero está comenzando a dolerme. Me devora y me desgarra. Crece; o se acerca. No, soy yo quien me acerco. ¡Qué tontería! Cuando dos cosas se aproximan, ambas están cada vez más cerca la una de la otra. Duele. Me alegro de no poder ver, de que esté obscuro. Ya tengo bastante con oírlo, pero verlo

No, oigo a mi madre. Se acerca por el pasillo. Ahora está en la puerta y yo no puedo hablar, no puedo decir lo que siempre quise decir. ¿Me escucharía si pudiera decirlo? No. ¿Me entendería si me escuchara? ¡Oh, madre, no me dejes morir! O si lo haces, dime, por favor, dime

Ahí estás, madre. ¡Madre! Has intentado gritar pero no has podido. El grito se te ha helado en la garganta, tal como me ocurre a mí, y te has desplomado. Ya voy, madre. Ahora me levantó, débil pero capaz. No te quedes tendida en el suelo. ¿Por qué estás tan rígida y tienes la mirada tan fija, madre? Fui yo quien sufrió la apoplejía.

No, no fui yo; este yo, no. ¡Madre! ¡Ya voy! ¡Mi otro yo! ¡Ya salgo! ¡Ya he salido de mi propia bodega, madre! ¡He desgarrado hasta salir! ¡Estaba a punto de morir ahí dentro! ¡La obscuridad, la presión la humedad, madre! Nos deslizábamos, y me dolía dentro y fuera. ¡Qué terrible dolor, madre! Y el miedo, el miedo por partida doble porque no podía salir y tenía el estómago a punto de estallar ¿Qué? ¿De qué estoy hablando? Todo se desliza, y yo me deslizo al mismo tiempo.

No quería asustarte, mamá. ¡Yo no tengo la culpa de estar lleno de sangre!

¡Mamá! ¡Ya puedez meter a tu niñito en la bañera! ¡Máz, mamá, máz!

¡Tu niñito ha vuelto, ya eztá aquí, mamá! ¡Lávame ezta zangre tan fea!

¡Zangre! ¡No puedo dejar de llorar, mamá!

¡Hay un hombre muerto en mi camita, mamá, y le cuelgan cozaz!