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EL OSCURO DESIGNIO (47)

Eso había sido hacía mucho tiempo. Había llegado el día en el que Peter había hecho el amor con una mujer ante el altar de una iglesia vacía, aunque estaba borracho cuando hizo esto. Ocurrió en una catedral católica romana en Syracuse, y la mujer era judía. Había sido idea de ella. Odiaba la religión porque creía que los chicos católicos polacos de la escuela secundaria de Boston a la que iba ella la habían molestado varias veces porque era judía. La idea de profanar la iglesia le había parecido a Peter estupenda en aquel momento, pero a la mañana siguiente se había puesto a sudar pensando en lo que hubiera podido haber ocurrido caso de ser descubiertos. Pero hacerlo en una iglesia protestante no le hubiera atraído tanto. Las iglesias protestantes siempre le habían parecido unos lugares estériles. Dios no se dejaba ver por allí. Prefería merodear por los lugares de culto católicos. Peter siempre había tenido una tendencia hacia la religión románica, y había estado dos veces a punto de convertirse. Uno sólo puede blasfemar cuando Dios está ahí, lo cual no dejaba de ser una curiosa actitud. Si uno no creía en Dios, ¿por qué preocuparse por blasfemar?

Y por si eso no fuera suficientemente malo, él y Sarah habían entrado en un cierto número de casas de apartamentos en una calle cuyo nombre no podía recordar ahora. Se trataba de un distrito en su tiempo elegante, donde los ricos habían construido enormes casas llenas de cúpulas y adornos superfluos. Luego se habían ido a otros barrios, y las casas habían sido convertidas en apartamentos. La mayoría de sus actuales habitantes eran gente mayor, viudas y parejas jubiladas. Los dos habían vagabundeado por los pasillos de tres edificios donde todas las puertas estaban cerradas a cal y canto y al otro lado no se oía más que el apagado rumor de los aparatos de televisión. Estaban en el tercer piso del cuarto edificio y Sarah estaba arrodillada ante él, manipulando en su bragueta, cuando se abrió una puerta. Una mujer entrada en años asomo la cabeza al pasillo, gritó, y volvió a cerrar la puerta de golpe. Riendo, él y Sarah habían huido a la calle, y habían terminado subiendo al apartamento de ella.

Más tarde, Peter se había preocupado pensando en lo que hubiera podido ocurrir si hubieran sido sorprendidos por la policía. La cárcel, el deshonor público, la pérdida de su trabajo en la General Electric, la vergüenza de sus hijos, la cólera de su mujer. ¿Y si la mujer vieja hubiera sufrido un ataque al corazón? Buscó las columnas necrológicas, y se sintió aliviado al descubrir que nadie de aquella calle había muerto la noche anterior. Aquello era en sí mismo una rareza, puesto que Sarah decía que nunca había podido mirar por la ventana de su apartamento sin ver un cortejo funerario bajando por la calle.

También buscó alguna información del incidente en los periódicos. Si la vieja dama había llamado a la policía, sin embargo, la noticia no había sido reflejada por la prensa.

A los treinta y ocho años, sin embargo, un hombre no tenía que hacer cosas tan infantiles como aquella, se dijo a sí mismo. Especialmente si podía resultar afectada gente inocente. Nunca más. Pero, a medida que pasaban los años, no dejaba de reírse cada vez que pensaba en ello.

Aunque ateo a los quince años, Frigate nunca había sido capaz de librarse por completo de las dudas. Cuando tenía diecinueve años, había acudido a una reunión revivalista con Bob Allwood. Allwood había sido educado en una devota familia fundamentalista. El también se había pasado al ateísmo, pero aquello sólo le había durado un año. En aquel tiempo, los padres de Bob habían muerto de cáncer. El shock le había conducido a pensar en la inmortalidad. Incapaz de soportar la idea de que su padre y su madre estaban muertos para siempre, que nunca volvería a verlos, había empezado a acudir a sesiones revivalistas. Su conversión se ha había producido a los dieciocho años.

Peter y Bob acostumbraban a verse a menudo, puesto que habían sido compañeros de juegos en la escuela secundaria y habían ido a la misma escuela superior. Discutían mucho acerca de religión y de la autenticidad de la Biblia. Finalmente, Peter aceptó ir con Bob a una reunión masiva en la cual iba a predicar el famoso reverendo Robert Ransom.

Para gran sorpresa de Peter, se descubrió profundamente afectado, aunque todo ello le viniera por el camino del ridículo. Se sorprendió aún más cuando se halló de rodillas ante el reverendo, prometiendo aceptar a Jesucristo como su Señor.

Esa promesa fue rota antes de un mes. Simplemente, Peter no podía mantenerse mucho tiempo firme en sus convicciones. Según la terminología de Allwood, se había

«deslizado de nuevo hacia atrás», había «caído de la gracia».

Peter le dijo a Bob que su primitivo condicionamiento religioso y las apasionadas exhortaciones de los conversos habían sido los responsables de sumirlo en aquella crisis de la fe.

Alwood continuó discutiendo con él, intentando «forcejear con su alma». Peter siguió irredento.

Peter se aproximaba a los sesenta años. Sus amigos y compañeros de escuela iban muriendo; él mismo tampoco gozaba de buena salud. La muerte ya no estaba a mucha distancia. Cuando era joven, había pensado mucho acerca de los miles de millones de personas que le habían precedido, habían nacido, sufrido, reído, amado, llorado, y muerto. Y pensaba también en los miles de millones que vendrían tras él, y serían lastimados, y odiados, y amados, y desaparecerían también. Al final de la Tierra, todos, hombres de las cavernas y astronautas, serían polvo y menos que polvo.

¿Cuál era el significado de todo eso? Sin la inmortalidad, no había ningún significado. Había gente que decía que la vida era la excusa para la vida, su única razón.

Eran estúpidos, se engañaban a si mismos. No importaba cuán inteligentes fueran en otras materias, eran estúpidos en esto. Se habían puesto unas anteojeras, eran idiotas emocionales.

Por otra parte, ¿por qué tenían que temer los seres humanos la oportunidad de otra vida después de la muerte? Eran unos infelices tan miserables, codiciosos, egoístas e hipócritas. Hasta los mejores lo eran. No conocía a ningún santo, aunque admitía que

habían existido y podían existir algunos. Tenía la impresión de que tan sólo los santos merecían la inmortalidad. Pero incluso pese a ello, dudaba de las afirmaciones de aquellos que habían sido premiados con aureolas.

Tomemos a San Agustín, por ejemplo. «Tonto del culo» era la única palabra que encajaba con él. Un monstruo del egocentrismo y de la pedantería.

San Francisco era tan santo como podía serlo cualquier persona. Pero era indudablemente un psicótico. ¡Besar las llagas de un leproso para demostrar humildad!

Sin embargo, como había señalado la esposa de Peter, no hay nadie perfecto.

Y allí estaba Jesús, aunque no había ninguna prueba de que fuera un santo. De hecho, resultaba evidente por el Nuevo Testamento que había restringido la salvación de los judíos únicamente. Pero ellos lo habían rechazado. Y así, San Pablo, descubriendo que los judíos no estaban dispuestos a abandonar la religión por la cual habían luchado tan duramente y habían sufrido tanto, se volvió hacia los gentiles. Hizo algunos compromisos, y el cristianismo, al que se podría llamar mejor paulismo, había degenerado. Pero San Pablo era un pervertido sexual, puesto que la total abstinencia sexual era una perversión.

Eso hacia de Jesús un pervertido también.

Sin embargo, algunas personas no estaban sujetas a un poderoso impulso sexual. Quizá Jesús y Pablo habían sido dos de ellos. O quizá habían sublimado sus impulsos hacia algo más importante, su deseo de conseguir que la gente viera la Verdad.

Buda quizá fuera un santo. Heredero de un trono, de riquezas y poder, casado con una encantadora princesa que le había dado hijos, había renunciado a todo. Las miserias y desgracias de los pobres, la rigurosa inevitabilidad de la muerte, lo habían visto vagar por la India, en busca de la Verdad. Y así había fundado el budismo, rechazado finalmente por el mismo pueblo, el hindú, al que había intentado ayudar. Sus discípulos habían llevado sin embargo sus enseñanzas a otros lugares, y allí habían arraigado y se habían desarrollado. Del mismo modo que San Pablo había tomado las enseñanzas de Jesús y las había trasladado de su pueblo nativo para plantarlas como semillas en tierras extranjeras.

Las religiones de Jesús, Pablo, y Buda, habían empezado a degenerar antes de que sus fundadores se hubieran enfriado en sus tumbas. Del mismo modo que la orden de San Francisco había empezado a corromperse antes de que se hubiera corrompido el cuerpo de su fundador.