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EL OSCURO DESIGNIO (3)

Gruñendo, Burton se despertó a medias.

Por un momento no supo dónde estaba. Estaba rodeado de oscuridad, una oscuridad tan densa que casi la sentía dentro de él.

Unos sonidos familiares le tranquilizaron. El barco golpeteaba contra el muelle, y el agua chapoteaba contra el casco. Alice respiraba pausadamente a su lado. Tocó su suave y cálida espalda. Se oían leves pasos arriba, Peter Frigate en su guardia nocturna. Quizá se estaba preparando para despertar a su capitán. Burton no tenía la menor idea de la hora que era.

Había otros ruidos reconocibles. Tras la mampara de madera gorgoteaban los ronquidos de Kazz y de su compañera, Besst. Y luego, del compartimiento siguiente al de ellos, llegó la voz de Monat. Hablaba en su idioma nativo, pero Burton no pudo distinguir las palabras.

Indudablemente, Monat estaba soñando en su lejano Athaklu. En aquel planeta con su

«brutal y extraño clima» que giraba en torno a la gigantesca estrella naranja, Arcturus.

Permaneció tendido por un momento, rígido como un cadáver, pensando: Aquí estoy yo, un hombre de cientoun años en el cuerpo de un joven de veinticinco.

Los Eticos habían ablandado las endurecidas arterias de los candidatos. Pero no habían sido capaces de hacer nada por la aterosclerosis del alma. Esta reparación había sido dejada aparentemente al candidato.

Los sueños iban hacia atrás en el tiempo. La investigación de los Eticos era reciente. Pero ahora estaba soñando que experimentaba de nuevo el sueño que había tenido justo antes de que despertara a la Ultima Trompeta. Sin embargo, se estaba observando a sí mismo en el sueño; era a la vez participante y espectador.

Dios estaba inclinado sobre él mientras permanecía tendido sobre la hierba, tan débil como un bebé recién nacido. Esta vez, El no llevaba la larga, negra y bifurcada barba, y no iba vestido como un gentleman inglés del año cincuenta y tres del reinado de la Reina Victoria. Su único atuendo era una toalla azul enrollada en torno a su cintura. Su cuerpo no era alto, como en el sueño original, sino corto y ancho y fuertemente musculado. Los pelos de Su pecho eran densos, rizados y rojos.

La primera vez, Burton había mirado al rostro de Dios y se había visto a sí mismo. Dios tenía su mismo pelo liso y negro, el mismo rostro arábico con los profundos y oscuros ojos como puntas de lanza surgiendo de una cueva, los pómulos altos, los gruesos labios, y el prominente mentón con un profundo hoyo en el centro. Sin embargo, Su rostro ya no llevaba las cicatrices de la lanza somalí que le había atravesado a Burton la mejilla, rompiéndole varios dientes, rozando con su filo su paladar, y clavando su punta en la otra mejilla.

El rostro parecía familiar, pero no podía identificar a su propietario. Por supuesto, no era el de Richard Francis Burton.

Dios seguía llevando su bastón de hierro. Estaba clavando su punta en las costillas de

Burton.

Vas retrasado. Hace mucho que ha vencido el plazo de tu deuda, ¿sabes?

¿Qué deuda? dijo el hombre sobre la hierba.

El Burton que estaba observando se dio cuenta de pronto de que la bruma estaba torbellineando a su alrededor, poniendo velos entre los dos hombres que estaban ante él. Y una pared gris, expandiéndose y contrayéndose como si fuera el pecho de un jadeante animal, se había alzado tras ellos.

Debes la carne dijo Dios. Pinchó las costillas del hombre sobre la hierba. De alguna forma, el Burton que estaba de pie sintió el dolor. Debes la carne y el espíritu, que son una y la misma cosa.

El hombre sobre la hierba forcejeó por ponerse en pie. Dijo, jadeando:

Nadie puede golpearme y marcharse sin luchar conmigo.

Alguien se rió, y el Burton de pie se dio cuenta de la figura alta e imprecisa que había entre la bruma más allá.

Paga dijo Dios. De otro modo, me veré obligado a ejecutar.

¡Maldito usurero! dijo el hombre sobre la hierba. Ya he conocido a los de tu clase en

Damasco.

Este es el camino a Damasco. O debería serlo.

La figura sombría se rió de nuevo. La bruma lo envolvió todo. Burton despertó, sudando, oyendo el último de sus gemidos.

Alice se volvió y dijo soñolienta:

¿Tienes otra pesadilla, Dick?

Estoy bien. Vuelve a dormirte.

Tienes muchas pesadillas últimamente.

No más que en la Tierra.

¿Quieres hablar de ello?

Cuando sueño, no hago más que hablar.

Pero siempre de ti mismo.

¿Quién me conoce mejor? Se rió suavemente.

¿Y quién puede engañarte mejor? dijo ella, un poco ásperamente.

El no respondió. Tras unos cuantos segundos, ella volvía a respirar con el suave ritmo de los tranquilos. Pero no olvidaría lo que se había dicho. Burton esperó que la mañana no trajera consigo otra pelea.

A él le gustaba discutir; le permitía estallar. Ultimamente, sin embargo, sus peleas lo habían dejado insatisfecho, preparado para empezar otra inmediatamente.

Era tan difícil discutir con ella sin ser oído por todo el mundo en aquel pequeño barco. Alice había cambiado mucho durante los años que llevaban juntos, pero aún seguía manteniendo su aborrecimiento de gran dama hacia, como lo expresaba ella, lavar sus trapos sucios en público. Sabiendo esto, él la empujaba demasiado, gritaba, rugía, extrayendo placer de verla encogerse. Luego, se sentía avergonzado de haber tomado ventaja sobre ella, porque la había hecho avergonzarse.

Todo lo cual lo ponía aún más furioso.

Los pasos de Frigate sonaron en la cubierta. Burton pensó en relevar a Frigate antes de hora. No se sentía capaz de volverse a dormir; había sufrido de insomnio durante la mayor parte de su vida de adulto en la Tierra, y aquí también. Frigate se sentiría agradecido de poder irse a la cama. Le costaba mantenerse despierto cuando estaba de guardia.

Cerró los ojos. La oscuridad se vio reemplazada por el grisor. Ahora se vio a sí mismo en aquella colosal cámara sin paredes, suelo ni techo. Desnudo, estaba flotando en posición horizontal en el abismo. Como si estuviera suspendido en un invisible e insensible espetón, giraba lentamente. En sus giros, vio que había cuerpos desnudos

arriba, a los lados, y abajo. Como él, sus cabezas y regiones púbicas estaban afeitadas. Algunos estaban incompletos. Un hombre cerca de él tenía un brazo derecho al que le faltaba la piel desde el codo hacia abajo. Girando, vio otro cuerpo que no tenía piel en absoluto y ningún músculo en la cara.

Y a cierta distancia había un esqueleto con un amasijo de órganos flotando dentro de

él.

Por todas partes, los cuerpos estaban unidos entre sí a la cabeza y a los pies por

barras rojas de aspecto metálico. Surgían del invisible suelo y ascendían hacia el invisible techo. Formaban hileras hasta tan lejos como podía ver, y entre cada par de barras flotaban los girantes cuerpos, línea tras línea de durmientes, cuerpos hasta el fondo, cuerpos hasta arriba, durante tanto espacio como el ojo podía abarcar.

Formaban líneas verticales y horizontales extendiéndose hasta el infinito gris.

Esta vez, observando, sintió algo del mismo asombro y terror que en el momento de aquel su primer despertar.

Él, el capitán Sir Richard Francis Burton, cónsul de Su Majestad en la ciudad de Trieste en el Imperio Austrohúngaro, había muerto un domingo, el 9 de octubre de 1890.

Ahora estaba vivo en un lugar que no se parecía a ningún cielo ni infierno del que jamás hubiera oído hablar.

De todos los millones de cuerpos que podía ver, él era el único vivo. O despierto.

El girante Burton debía estarse preguntando por qué habría sido favorecido con aquel inusitado honor.

El Burton observador conocía el porqué.

Era el Etico al que Burton llamaba X, cuya categoría desconocía, el que lo había despertado. El renegado.

Ahora el hombre suspendido había tocado una de las barras. Y aquello había roto alguna especie de circuito, y todos los cuerpos entre las barras habían empezado a caer, Burton entre ellos.

El observador sintió casi tanto terror como cuando todo aquello había ocurrido por primera vez. Era un sueño primigenio, el sueño universal humano de estar cayendo. Indudablemente provenía del primer hombre, medio mono, medio sentiente, para quien la caída era una terrible realidad y no solamente una pesadilla. El medio mono había saltado de una rama a otra, pensando en su orgullo que podía vencer al abismo. Y había caído debido a su orgullo, que había distorsionado su juicio.

Del mismo modo que la caída de Lucifer había sido provocada por su orgullo.

Ahora aquel otro Burton había sujetado la barra y estaba colgando mientras los demás cuerpos, aún girando lentamente, caían a su alrededor, una catarata de carne.

Entonces miró hacia arriba y vio una máquina aérea, un objeto verde en forma de canoa, descendiendo rápidamente por el espacio entre varias hileras. No tenía alas, ni nada que la propulsara, sostenida aparentemente por algún tipo de fuerza desconocida por la ciencia de sus días.

En su proa había un símbolo: una espiral blanca que terminaba apuntando a la derecha y de cuyo extremo brotaban filamentos blancos.

En la realidad, dos hombres habían mirado por el borde de la máquina volante. Y entonces, bruscamente, los cuerpos que caían empezaron a frenar su caída, y una invisible fuerza tiró de él y alzó sus pies y le obligó a soltarse de la barra. Flotó hacia arriba, girando, pasó por el lado de la canoa y se inmovilizó sobre ella. Uno de los hombres apuntó un objeto de metal con la forma de un lápiz hacia él.

Gritando con rabia y odio y frustración, aquel Burton gritó:

¡Mataré! ¡Mataré!

La amenaza era vacía, tan vacía como la oscuridad que neutralizaba su furia.

Ahora, sólo un rostro miraba por el borde de la máquina. Aunque no podía ver el rostro del hombre, Burton pensó que le parecía familiar. Fueran cuales fuesen sus rasgos, pertenecían a X.

El Etico se rió.