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EL OSCURO DESIGNIO (28)

En el sueño, Peter Jairus Frigate avanzaba penosamente entre la bruma. Estaba desnudo; alguien le había robado sus ropas. Tenía que llegar a casa antes de que saliera el sol y disipara la bruma y lo expusiera al ridículo del mundo.

La hierba era húmeda y rasposa. Tras un rato se sintió cansado de andar por la orilla de la carretera, y penetró en el pavimento de asfalto. De tanto en tanto, a medida que avanzaba caminando con fatiga, la bruma se aligeraba un tanto, y podía ver árboles a su derecha.

De alguna manera, sabía que estaba muy lejos de su país. Su hogar estaba a gran distancia. Pero si andaba lo bastante rápido, podía llegar antes del amanecer. Entonces debería entrar en casa sin despertar a sus padres. Las puertas y ventanas estarían cerradas, lo cual significaba que tendría que arrojar piedras contra la ventana del segundo piso de la parte de atrás. El ruido despertaría a su hermano, Roosevelt.

Pero su hermano, aunque sólo tenía dieciocho años, era ya un gran bebedor, un mujeriego, yendo de un lado para otro en su ruidosa motocicleta con sus poco recomendables compañeros de chaquetas de cuero de la destilería de Hiram Walker. Era

domingo por la mañana, y debía estar roncando fuertemente, llenando el pequeño dormitorio del ático que compartía con Peter con apestosos aromas de whisky.

Roosevelt había sido llamado así por Theodore, no por Franklin Delano, al que su padre odiaba. James Frigate abominaba al «hombre de la Casa Blanca» y adoraba al The Chicago Tribune, que le era entregado a la puerta cada domingo. Su hijo mayor detestaba sus editoriales, el tono general del periódico, excepto las historietas. Desde que había aprendido a leer, había esperado ansiosamente cada domingo por la mañana, inmediatamente después del cacao, los pastelillos, el tocino y los huevos, para leer las aventuras de Chester Gump y de sus amigos en busca de la ciudad de oro; Moon Mullins; Annie la Huerfanita y su gran Papá Warbucks y sus compañeros, el colosal mago Punjab y el siniestro El Aspid, y el señor Am, que se parecía a Santa Claus, era tan viejo como la Tierra, y podía viajar por el tiempo. Y luego estaban Barney Google y el Sonriente Jack y Terry y los Piratas. ¡Delicioso!

¿Y qué estaba haciendo pensando en esos grandes personajes de las tiras cómicas mientras caminaba desnudo por una carretera secundaria en la oscuridad, bajo nubes que amenazaban lluvia? No era difícil imaginarse el porqué. Despertaban en él un sentimiento de calor y de seguridad, incluso de felicidad, con la barriga llena por la deliciosa cocina de su madre, la radio sonando suave, su padre sentado en el mejor sillón leyendo las opiniones del «Coronel Blimp». Peter estaba espatarrado en el suelo del salón con la página de las historietas abierta ante él, su madre atareada en la cocina dando de comer a sus dos hermanos más pequeños y a su hermana que era un bebé. La pequeña Janette, a la que adoraba y que luego crecería y tendría tres maridos e innumerables amantes y un millar de borracheras de whisky, la maldición de los Frigate.

Todo esto estaba ahí delante, desvaneciéndose ahora de su mente, absorbido por la bruma. Ahora estaba durmiendo en la habitación de delante, feliz... no, eso también se desvanecía... estaba fuera de la casa, en el patio trasero, desnudo y temblando por el frío y el terror de ser descubierto sin sus ropas y ninguna forma de explicar lo que le había ocurrido. Estaba arrojando piedrecitas contra la ventana, esperando que el ruido que producían no despertara a sus hermanos y hermana pequeños que dormían en el pequeño dormitorio abajo y a un lado del dormitorio del ático.

La casa había sido en un tiempo una escuela rural de una sola clase en las afueras de Peona en mitad de Illinois. Pero la ciudad había crecido, las casas habían ido floreciendo a su alrededor, y ahora los límites de la ciudad estaban a un kilómetro hacia el norte. En algún momento durante la expansión de aquella zona se le había añadido un segundo piso e instalación sanitaria. Era la primera casa en la que había vivido en la cual había un baño completo en el interior. De alguna forma, aquella casa antes campestre se había convertido en la granja cerca de México, Missouri. Allí él, a la edad de cuatro años, había vivido con su madre, su padre y su hermano pequeño y la familia del granjero que les había alquilado dos habitaciones a los Frigate.

Su padre, electricista e ingeniero técnico (un año en el Instituto Politécnico Rose de Terre Haute, Indiana, y un diploma de la Escuela Internacional por Correspondencia), había trabajado durante un año en la planta generadora de electricidad de México. Era en el patio de la granja que había detrás de la casa donde Peter se había sentido horrorizado al descubrir que los pollos comían animales y que él comía pollos que comían animales. Aquella había sido la primera revelación de que el mundo estaba basado en el canibalismo.

Aquello no era cierto, pensó. Un caníbal era una criatura que se comía a su propia especie. Se giró y volvió a sumirse en el sueño, vagamente consciente de que había estado medio despierto entre segmentos de su sueño y meditando sobre cada uno de ellos antes de pasar al siguiente. O había estado volviendo a soñar todo el sueño cada vez. En una misma noche podía tener idéntico sueño varias veces. O un mismo sueño podía volver un cierto número de veces a lo largo de varios años.

Las series eran su especialidad, tanto en sueños como en la ficción. En una ocasión, durante su carrera como escritor, había llegado a tener veintiuna series simultáneas en marcha. Había completado diez de ellas. Las otras aún seguían esperando, todas dejadas en suspenso cuando el gran editor que está en los cielos las canceló todas arbitrariamente.

Así en la vida como en la muerte. Nunca podría ¿nunca? Bueno, difícilmente terminar ninguna. El gran incompleto. Había sido consciente de ello por primera vez cuando, siendo tan sólo un turbado adolescente, había derramado todas sus torturas y ansiedades ante su consultor de primer grado, que resultaba ser también su profesor de psicología.

El profesor... ¿cuál era su nombre? ¿O'Brien? Era un hombre joven, delgado y bajo, con unos modales inquietos y un pelo rojo aún más inquieto. Y siempre llevaba una corbata de pajarita.

Y ahora Peter Jairus Frigate estaba caminando entre la bruma, y no había ningún sonido excepto el ulular de un distante búho. Repentinamente, un motor rugió, dos luces brillaron débilmente frente a él, luego se hicieron más brillantes, y el motor gritó al mismo tiempo que él. Se echó hacia un lado, flotando, flotando lentamente, mientras la negra masa del automóvil avanzaba parsimoniosamente hacia él. Mientras braceaba en el aire, a unos centímetros de altura, giró la cabeza hacia el vehículo. Ahora podía ver, más allá del resplandor de sus faros, que se trataba de un Duesenberg, el largo, bajo y elegante turismo que conducía Cary Grant en la película que había visto la semana pasada, La pareja invisible. Una masa informe estaba sentada tras el volante, con los ojos como único rasgo visible. Eran los ojos azul pálido de su abuela alemana, la madre de su madre, Wilhelmina Kaiser.

Y entonces gritó de nuevo porque el coche había abandonado la carretera y se dirigía directamente hacia él, y no habla forma de evitar que le golpeara.

Se despertó gimiendo. Eve dijo adormilada:

¿Has tenido un mal...? y su voz se fundió en un murmullo y en un suave ronquido. Peter saltó de la cama, una estructura de cortas patas con un armazón de bambú y

tiras de cuerda para sostener el colchón hecho de toallas magnéticamente unidas rellenas de hojas tratadas. El suelo de tierra estaba cubierto con toallas unidas entre sí. Las ventanas estaban cerradas con paneles parecidos a la mica hechos con la membrana intestinal del pez cornudo. Sus cuadros brillaban débilmente con la luz reflejada del cielo nocturno.

Se dirigió tambaleante hacia la puerta, la abrió, salió fuera, y orinó. La lluvia seguía goteando del techo de paja. A través de un paso entre las colinas podía ver un fuego ardiendo bajo el techo de una torre de guardia. Silueteaba la figura de un guardia inclinado sobre la barandilla y mirando hacia el río. Las llamas se reflejaban en los mástiles y los aparejos de un barco que nunca antes habla visto. El otro guardia no estaba en la torre, lo cual significaba que había bajado junto al barco. Debía estar interrogando al capitán de la embarcación.

Todo debía estar en orden, puesto que no sonaban los tambores de alarma.

De vuelta a la cama, reconsideró el sueño. Su cronología estaba mezclada, lo cual no era de extrañar en un sueño. Por una parte, en 1937, su hermano Roosevelt tenía tan sólo dieciséis años. La motocicleta, el trabajo en la destilería, y las rubias oxigenadas, estaban aún a dos años de distancia. La familia ya ni vivía en aquella casa, se había trasladado a una nueva y más grande a unas cuantas manzanas de distancia.

Estaba también aquella amorfa y siniestra masa oscura en el coche, la cosa con los ojos de su abuela. ¿Qué significaba? No era la primera vez que se había sentido horrorizado por una cosa negra y encapuchada con los ojos casi desprovistos de color de la abuela Kaiser. Ni era la primera vez que había intentando imaginar por qué se le aparecía siempre con aquel horrendo aspecto.

Sabía que había venido de Galena, Kansas, a Terre Haute, para ayudar a su madre a cuidar de él poco después de su nacimiento. Su madre le había dicho que su abuela lo había cuidado también cuando tenía cinco años. No recordaba, sin embargo, haberla visto nunca antes de los doce, cuando había venido a su casa para una visita. Pero estaba convencido de que le había hecho algo horrible a él cuando era niño. O algo que había parecido horrible. Sin embargo, era una vieja dama encantadora, aunque un poco propensa a la histeria. Y tampoco ejercía ningún control sobre los niños de su hija cuando se quedaban a su cuidado.

¿Dónde estaría ahora? Había muerto a los setenta y siete años, después de un largo y doloroso cáncer de estómago. Pero había visto fotografías de ella cuando tenía veinte años. Una rubia pequeñita cuyos ojos tenían un vivo color azul, no las desteñidas cosas llenas de venillas rojas que recordaba. La boca era fina y severa, pero todos los adultos en su familia tenían labios adustos. Aquellos fotograbados de color amarronado mostraban siempre rostros que parecían haber sufrido duramente pero que no por eso se dejaban abatir.

Los victorianos, a juzgar por sus fotografías, tenían narices afiladas y aspecto rígido. La familia de su abuela alemana estaba hecha de la misma materia. Perseguida por sus vecinos luteranos y por las autoridades debido a que se había convertido a la iglesia baptista, abandonaron Oberellen, Turingia, hacia la tierra prometida. (La familia de Peter, por ambos lados, siempre había optado por la religión de la minoría, normalmente una religión más bien extravagante. Quizá les gustaban los problemas).

Tras años de trasladarse de un lugar a otro, sin encontrar nunca una sola calle pavimentada de oro, tras trabajar hasta deslomarse, conocer la más abyecta miseria, y la muerte de muchos hijos y finalmente de los padres y abuelos, los Kaiser lo consiguieron. Se convirtieron en granjeros prósperos y en propietarios de tiendas de maquinaria en Kansas City.

¿Había valido la pena? Los supervivientes decían que sí.

Wilhelmina era una hermosa rubia de ojos azules de diez años de edad cuando llegó a América. A los dieciocho años se había casado con un hombre de Kansas que tenía veinte años más que ella, probablemente para escapar de la pobreza. Se decía que el viejo Bill Griffiths era medio cherokee, y que había formado parte de las guerrillas de Quantrell, pero había mucha maledicencia en la familia de Peter, por ambos lados. Siempre estaban intentando hacerse mejores, o peores, de lo que realmente eran. Fuera cual fuese el pasado del viejo Bill, la madre de Peter nunca había querido hablar de él. Quizá tan sólo fuera un ladrón de caballos.

¿Dónde estaría Wilhelmina ahora? Ya no debía ser la arrugada y encorvada vieja que había conocido. Debía ser una atractiva y maciza joven, aunque siempre con sus acuosos ojos vacíos y siempre hablando el inglés con un fuerte acento alemán. Si se cruzara con ella, ¿la reconocería? Probablemente no. Y si la reconocía, ¿qué podría decirle ella de los traumas que le había infligido a su nieto cuando era pequeño? Nada. Ni siquiera recordaría lo que para ella no debían haber sido más que incidentes menores. O, si los recordaba, seguramente no admitiría que habían sido perjudiciales para él. Si, por supuesto, tenían realidad en algún otro sitio aparte de su cabeza.

Durante un breve asomo de psicoanálisis, Peter había intentado penetrar en las densas sombras de su reprimida memoria hasta el drama original en el cual su abuela había tenido un papel tan importante. El esfuerzo había fracasado. Unos intentos más extensos de dianética y cientología habían dado el mismo resultado negativo. Se había deslizado hasta más allá de los episodios traumáticos como un mono por un poste engrasado, hasta llegar a rebasar su nacimiento y penetrar en sus vidas anteriores.

Tras haber sido una mujer parturienta en un castillo medieval, un dinosaurio, un prevertebrado en el océano postprimigenio, y un pasajero del siglo XVIII en un coche de caballos cruzando la Selva Negra, Peter había abandonado la cientología.

Las fantasías eran interesantes, y revelaban algo de su carácter. Pero su abuela se le escapaba.

Aquí, en el Mundo del Río, había probado la goma de los sueños como un arma para atravesar las densas sombras. Bajo la guía de un gurú, había masticado media tableta, una gran cantidad, y se había sumergido en busca de la perla oculta en las profundidades de su subconsciente. Cuando despertó de algunas horribles visiones, halló a su gurú, golpeado y sangrante, tendido inconsciente en el suelo de la cabaña. No había ningún misterio acerca de quién le había hecho aquello.

Peter había abandonado la zona tras asegurarse de que su guía viviría sin consecuencias serias. No podía quedarse en un lugar donde no sentiría otra cosa excepto culpabilidad y vergüenza cuando viera a su gurú. El hombre se había mostrado muy benévolo, de hecho estaba incluso dispuesto a proseguir las sesiones... siempre que Peter permaneciera atado durante su transcurso.

No podía enfrentarse a la violencia que había sentido agazapada en lo más profundo de sí mismo. Era su miedo a la violencia que había en sí mismo lo que le hacía temer tanto la violencia de los demás.

El fallo, querido Bruto, no reside en las estrellas sino en nuestros asquerosos genes. O

en el fracaso de la conquista de uno mismo.

El fallo, querido Bruto, reside en nuestro miedo a conocernos a nosotros mismos.

La siguiente, casi inevitable escena en este drama de recuperación era la seducción de Wilhelmina. Qué fácil era pensar en esta fantasía como en algo potencialmente real, puesto que era posible que llegara a encontrarse con ella. Después de algunas preguntas recíprocas, descubrirían que eran abuela y nieto. Luego hablarían largamente, y él le contaría lo que le había ocurrido a su hija y a su esposo (el padre de Peter), y a sus nietos y a sus bisnietos y a sus tataranietos. ¿Se sentiría horrorizada cuando supiera que una bisnieta se había casado con un judío? Indudablemente. Cualquiera que hubiera nacido en un medio rural en 1880 se sentiría inclinado a esos profundos prejuicios. ¿Y si le contaba que su hermana, la de él, se había casado con un japonés? ¿O que un hermano y un primo en primer grado se habían casado con mujeres católicas? ¿O que una bisnieta se había convertido al catolicismo? ¿O que un bisnieto se había convertido al budismo?

Por otra parte, el Mundo del Río podía haber cambiado sus actitudes, como había hecho con muchos. De todos modos, la mayoría se habían vuelto psicológicamente más fosilizados de lo que eran cuando vivían en la Tierra.

Pero volvamos con la fantasía.

Tras unos cuantos tragos y una larga charla, ¿a la cama?

Racionalmente, uno no podía objetar nada contra el incesto aquí. No podía haber descendencia.

¿Pero cuándo piensa la gente racionalmente en tales situaciones?

No, lo que había que hacer era no decir nada acerca de su parentesco hasta después de haber pasado por la cama.

Entonces, todo el edificio se derrumbó. Revelar aquello le haría sentirse terriblemente avergonzado. Sería cruel. Y no importaba cuánto deseara la venganza, no podía hacerle aquello a ella. A nadie. Además, se vengaría de un acto que sólo creía que se había producido. Incluso si se había producido realmente, podía tratarse de algo que sólo un niño podía haber pensado que era terrible. O algo mal interpretado por su mente infantil. O algo que ella, siendo un producto de su tiempo, hubiera considerado siempre como algo natural.

Era excitante pensar en hacer el amor con la propia abuela de uno. Pero, en realidad, eso simplemente no se produciría. Se sentía atraído sexualmente tan sólo hacia las mujeres inteligentes, y su abuela había sido una campesina ignorante. Vulgar además, aunque no en un sentido obsceno o irreligioso. Recordaba cuando venía a comer con la familia el Día de Acción de Gracias. En una ocasión, había estornudado, y la mucosidad

había ido a parar a su blusa, y ella simplemente la había limpiado con su mano y luego había restregado ésta contra su falda. Su padre se había echado a reír, su madre se había sentido herida, y él había perdido el apetito.

Así se disolvió toda la fantasía, ahogada en desánimo. Pero podía haber cambiado.

Al infierno con todo ello, se dijo a sí mismo, y se volvió de lado y se durmió.