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EL FABULOSO BARCO FLUVIAL (9)

-Pareces cansado y pálido, Sam -dijo Lothar. Sam se levantó y dijo:

-Me voy a la cama.

-¡Cómo! ¿Y vas a desilusionar a esa belleza veneciana del siglo xvii que no ha hecho más que mirarte toda la tarde? -dijo Lothar.

-Ocúpate tú de ella -dijo Sam.

Se alejó. Durante las horas anteriores se había sentido tentado de llevársela a su cabaña, especialmente con el calor del whisky del cilindro. Ahora sentía indiferencia. Además, sabía que volvería a sentir remordimientos si se llevaba a la cama a Angela Sangeotti. Había sufrido remordimientos periódicos durante los veinte años que llevaba en aquel mundo con las diez mujeres que habían sido sus compañeras. Y ahora, curiosamente, se sentía culpable no sólo frente a Livy, sino también frente a Temah, su compañera indonesia de los últimos cinco años.

¡Ridículo!, se había dicho a sí mismo varias veces. No hay ningún motivo racional para que me sienta culpable frente a Livy. Llevamos tanto tiempo separados que si nos viésemos otra vez seríamos como extraños. Nos han sucedido demasiadas cosas a ambos desde el Día de la Resurrección.

Pero su lógica no le aliviaba. Continuaba sufriendo. Y por qué no. El racionalismo nada tenía que ver con la auténtica lógica. El hombre era un animal irracional, que actuaba en estricto acuerdo con su temperamento nato y con los estímulos a los que era especialmente sensible.

¿Por qué torturarme entonces con cosas de las que no soy responsable, dado que no puedo evitar reaccionar como reacciono?

Porque corresponde a mi carácter el torturarme por cosas que no son culpa mía. Es una doble maldición. El primer átomo que se movió en la Tierra primigenia y chocó contra otro átomo inició la cadena de acontecimientos que habrían de llevar inevitable, mecánicamente, a que yo estuviese aquí y caminase en la oscuridad en un planeta extraño entre una multitud de jóvenes viejos de todos los lugares y todas las épocas hasta una cabaña de bambú donde me esperan la soledad, el sentimiento de culpa y los remordimientos, racionalmente innecesarios, pero aún así inevitables.

Podría darme muerte a mí mismo, pero el suicidio aquí es inútil. Te despiertas veinticuatro horas más tarde en un sitio diferente, pero continúas siendo el mismo hombre que se tiró al río, y sabes que otro salto no resolverá nada, y posiblemente te ponga en una situación aún más desdichada.

-¡Bastardos crueles sin corazón! -dijo, agitando un puño. Luego se rió pesaroso y dijo-: Pero ellos no son responsables de la dureza de sus corazones y de su crueldad más de lo que lo soy yo por ser como soy. Todos estamos en lo mismo.

Pero este pensamiento no aplacó sus deseos de venganza. El mordería la mano que le había dado la vida eterna.

Su cabaña de bambú de la falda de la montaña estaba situada bajo un gran árbol de hierro. Aunque era poco más que un cobertizo, representaba un auténtico lujo en aquella zona, pues allí los instrumentos de piedra necesarios para construir casas eran sumamente escasos. Los trasladadores habían tenido que arreglárselas con los materiales que tenían a mano. Plantas de bambú dobladas y atadas entre sí con cuerdas de hierba en el techo y en las paredes laterales y cubiertas con grandes hojas en forma de oreja de elefante de los árboles de hierro. Entre las quinientas variedades de bambú que había en el valle, algunas podían fragmentarse y convertirse en cuchillos que, sin embargo, perdían fácilmente su filo.

Sam entre en su cabaña, se tendió en el jergón, y se tapó con varias toallas grandes. El desmayado rumor de una juerga distante le alteró. Tras vacilar un rato, cedió a la tentación de mascar un trozo de goma de los sueños. No había modo de predecir cuál iba a ser su efecto: el éxtasis, la visión de brillantes formas multicolores, la sensación de perfecto acuerdo con el mundo, el deseo de hacer el amor, o una oscuridad abismal llena de monstruos, de espectros recriminadores de la Tierra muerta, ardiendo en las llamas del infierno mientras demonios sin rostro se reían de sus gemidos.

Mascó, tragó saliva, y se dio cuenta inmediatamente de que había cometido un error. Ya era demasiado tarde. Continuó mascando y empezó a ver ante él escenas de aquella vez que siendo muchacho se había ahogado, o al menos estuvo a punto de ahogarse y habría muerto si no le hubiesen sacado del agua. Esa fue la primera vez que morí, pensó, y luego se dijo no, morí cuando nacía. Es algo extraño, mi madre jamás me habló de eso.

Podía ver a su madre tendida en la cama, el pelo revuelto, la cara pálida, los ojos semicerrados, la mandíbula desencajada. El médico trabajaba en la extracción del niño (él mismo, Sam) sin dejar de fumar su puro. Decía por una esquina de la boca al padre de Sam:

-Creo que casi no merece la pena salvarle.

-¿Puede salvar al niño y también a Jane? -preguntó su padre.

El médico tenía una mata de cabello pelirrojo muy brillante, un tupido bigote rojo caído y pálidos ojos azules. Era un rostro extraño y brutal.

-Corregiré mis errores -dijo-. Se preocupa usted demasiado. Salvaré a este pedazo de carne, aunque no merece la pena hacerlo, y la salvaré también a ella.

El médico lo enrolló en una sábana y lo metió en la cama, y luego se sentó y empezó a escribir en un cuadernito negro.

-¿Se pone usted a escribir en un momento como éste? -preguntó el padre de Sam.

-He de escribir -dijo el médico-, y ya casi habría terminado si no tuviese que hablar tanto. Es un diario que llevo en el que inscribo a todas las almas que traigo al mundo. Me

propongo escribir algún día una historia de estos niños, descubrir si alguno llega a significar algo. Si logro traer un genio, uno solo, a este valle de lágrimas, creo que mi vida habrá tenido sentido. En caso contrario, no habré hecho más que perder el tiempo trayendo al mundo a miles de idiotas, hipócritas, sicarios, etc.

El pequeño Sam empezó a llorar y el médico dijo:

-Da la sensación de haber sido un alma perdida antes de su muerte, ¿no es así? Como si estuviese soportando la culpa de todos los pecados del mundo sobre sus pequeños hombros.

-Es usted un hombre extraño -dijo su padre-. El demonio, creo. Desde luego, no tiene usted temor de Dios.

-Yo rindo tributo al Príncipe de las Tinieblas, sí -admitió el médico.

La habitación estaba empapada del olor de la sangre, y del aliento alcohólico del médico, y de su cigarro y de su sudor.

-¿Cómo piensa llamarle? ¿Samuel? ¡Yo me llamo así también! Significa nombre de Dios. Es una broma. Dos Samueles, ¿eh? Vaya diablillo, no creo que viva. Si lo consigue deseará no haberlo conseguido.

-¡Salga de mi casa, aborto de Satanás! ¿Qué clase de hombre es usted? ¡Salga de aquí! ¡Llamaré a otro médico! ¡Ni siquiera diré que atendió usted a mi mujer o tuvo algo que ver con esto o estuvo en mi casa! ¡Limpiaré esta casa de su diabólico olor!

El médico, tambaleándose, metió sus sucios instrumentos en el maletín y lo cerró.

-Está bien. Pero ha prolongado usted mi estancia en este miserable pueblo de idiotas. Yo iba de camino hacia cosas mejores y más importantes, mi querido pueblerino. Sólo la bondad de mi corazón me hizo compadecerle porque los medicuchos que trabajan en este rincón estaban fuera. Abandoné las comodidades de la taberna para venir aquí y salvar a un niño que estaría mejor muerto, infinitamente mejor. Lo que me recuerda, aunque no sé por qué, que tiene usted que pagarme mis honorarios.

-¡Debería echarle de la casa y pagarle sólo con maldiciones! -dijo el padre de Sam-. Pero un hombre debe pagar sus deudas sean cuales sean las circunstancias. Aquí tiene usted sus treinta piezas de plata.

-A mí me parece más bien papel -dijo el médico-. Bueno, puede usted acudir a su suministrador de píldoras, locura y muerte, pero recuerde que fue el doctor Ecks el que arrancó a su mujer y a su hijo de las fauces de la muerte. Ecks, la cifra desconocida, el eterno errante, el misterioso extranjero, el demonio dedicado a mantener vivos a otros pobres diablos, y dedicado también al whisky diabólico, dado que no puedo acostumbrarme al ron.

-¡Fuera! ¡Fuera! -gritó el padre de Sam-. ¡Fuera antes de que le mate!

-No hay gratitud en este mundo -masculló el Dr. Ecks-. Vengo de la nada, recorro el mundo poblado por idiotas, y vuelvo a la nada. Ecks significa nada.

Sudando, los ojos abiertos y fijos como los de un Apolo de piedra, Sam contemplaba el drama. Escena y actores estaban encerrados en un globo de pálida luz amarilla a través del cual resplandecían y luego se desvanecían venas rojas como relámpagos. El médico volvió la cara una vez antes de cruzar la puerta de la casa de Florida, Missouri, el 30 de noviembre de 1825. Se sacó un puro de la boca y rió burlonamente, mostrando unos grandes dientes amarillos entre los que destacaban dos caninos anormalmente blancos y anormalmente largos.

Como si la escena fuese una película, se detuvo de pronto y se desvaneció. A través de la puerta que había sido la del lugar de nacimiento de Sam y ahora era la puerta de la cabaña de bambú, cruzó otra figura. La luz de las estrellas reveló su silueta un instante, luego se deslizó entre las sombras. Sam cerró los ojos y se preparó para otra experiencia aterradora. Gruñó y deseó no haber tomado la goma de los sueños. Sin embargo, sabía que bajo el terror había un hilo de complacencia. Odiaba aquello y a la vez le producía placer. Aquel drama-nacimiento era una fantasía, creada por él para explicar por qué era

la clase de hombre que era. Pero, ¿qué era aquella figura oscura que se movía silenciosa y decididamente como la muerte? ¿De qué profunda caverna de su mente brotaba aquella criatura?

Oyó una voz de barítono.

-¡Sam Clemens! ¡No te asustes! ¡No estoy aquí para hacerte daño! ¡Vengo a ayudarte!

-¿Y qué quieres a cambio de tu ayuda? -dijo Sam. El otro soltó una risita y dijo:

-Eres el tipo de ser humano que me gusta. Elegí bien.

-Quieres decir que yo te elegí para que me eligieras -replicó Sam. Hubo una pausa de varios segundos, y luego el hombre dijo:

-Ya veo. Crees que soy una fantasía más inspirada por la goma. No es así. Tócame.

-¿Para qué? -dijo Sam-. Como fantasía inspirada por la goma, deberías saber que podría palparte además de verte y oírte. Explica lo que tengas que explicar.

-¿Todo? Eso llevaría demasiado tiempo. Y no me atrevo a estar mucho tiempo contigo. Hay otros en esta zona que podrían darse cuenta. Sería muy malo para mí, puesto que son muy suspicaces. Saben que hay un traidor entre ellos, pero no tienen la menor idea de quién pueda ser.

-¿Otros? ¿Ellos? -preguntó Sam.

-Ellos (nosotros, los Éticos), estamos haciendo un trabajo de campo en esta zona -dijo la sombra-. Es una situación única, la primera vez que se ha reunido una colección de seres humanos sin ninguna homogeneidad entre sí. Proporciona una preciosa oportunidad de estudio, y estamos registrándolo todo. Estoy aquí como administrador jefe, pues soy uno de Los Doce.

-Tendré que localizarte después de que despierte -contestó Sam.

-Tú estás despierto y yo existo. Tengo realidad objetiva y, repito, no tengo mucho tiempo.

Sam empezó a incorporarse, pero fue empujado otra vez a su jergón por una mano que de algún modo comunicaba una sensación de gran poder, muscular y mental. Sam se estremeció al sentirlo.

-Tú eres uno de Ellos -murmuró-. ¡Uno de ellos! Rechazó la idea de agarrarle y pedir ayuda.

-Soy uno de ellos, pero no estoy con ellos -dijo el otro-. Estoy con vosotros, los humanos, y estoy intentando que mi gente no complete su sucio proyecto. Tengo un plan, pero exigirá mucho tiempo, mucha paciencia, y actuar con calma, con cuidado, y con astucia. He establecido contacto ya con tres humanos. Tú eres el cuarto. Conocen parte del plan, pero no todo el plan. Si alguno de ellos fuese localizado e interrogado, sólo podría revelar a los Éticos un poco. El plan debe desarrollarse lentamente y todo debe parecer accidental.

"Del mismo modo que el meteorito debe parecer accidental.

Sam empezó a incorporarse otra vez, pero se detuvo antes de que la mano le tocara.

-¿No fue un accidente?

-No. Hace tiempo que sé que te propones construir un barco fluvial y navegar hasta el final del Río. Sería imposible sin hierro. Por tanto, hice que el meteorito penetrase en la órbita de este planeta y cayese cerca de ti. No demasiado, claro está, porque habrías muerto y habrías resucitado lejos de esta zona. Hay sistemas de protección para impedir que caigan estos materiales del espacio en el valle, pero logré anularlos el tiempo suficiente como Para que el meteoro pasara. Por desgracia, los guardianes estuvieron a punto de poner en funcionamiento a tiempo el sistema de rechazo. Cuando el sistema volvió a actuar, hizo que el meteorito se desviase de la ruta que yo había planeado. Como consecuencia, nosotros, quiero decir tú, casi mueres. Fue una suerte que no murieses. Pero luego he descubierto que lo que tú llamas suerte está de mi parte.

-¿Entonces la estrella caída?...

-La caída de esta estrella fue deliberadamente provocada, sí.

"Si saben tanto de mí, debe de ser un miembro de la tripulación del Dreyrugr", pensó Sam, "a menos que sea capaz de hacerse invisible. Lo cual no es imposible. Ese navío en forma de huevo que vi en el aire era invisible. Lo vi únicamente porque por alguna razón se hizo visible muy brevemente. Puede que el relámpago interfiriese en el funcionamiento del aparato que hace invisible la nave. Pero, ¿qué estoy pensando? Esto no es más que otra fantasía de la goma de los sueños."

-¡Uno de sus agentes anda cerca! -dijo el otro-. ¡Escucha atentamente! El meteorito no fue retirado porque no nos dio tiempo. Al menos esa fue mi decisión. Está enterrado bajo llanuras y laderas a quince kilómetros de aquí. Sigue diez piedras de cilindros Río arriba. Llegarás al perímetro del cráter original donde están enterradas varias grandes masas y algunos trozos pequeños. Comenzad a cavar. El resto queda de vuestra cuenta. Os ayudaré cuanto pueda, pero no puedo hacerlo abiertamente.

El corazón de Sam latía con tal fuerza que su propia voz parecía enmudecida.

-¿Por qué quieres que yo construya el barco?

-Lo descubrirás a su tiempo. Por ahora conténtate con saber que tendrás lo que necesitas. ¡Escucha! Hay un inmenso depósito de bauxita a sólo ochenta kilómetros Río arriba, bajo la superficie de las montañas, junto a la base. Y cerca hay un pequeño depósito de platino, y a tres kilómetros de él, cinabrio.

-¿Bauxita? ¿Platino?

-¡Estúpido!

Se oyó el rumor de una respiración pesada. Sam casi pudo oír el combate interior de aquel hombre por controlar su disgusto y su furia. Luego añadió sosegadamente:

-Necesitas bauxita para extraer aluminio y platino como catalizador para las distintas cosas que tendrás en tu barco. No he tenido tiempo para explicártelo. Hay varios ingenieros en esta zona que te dirán lo que tienes que hacer con los minerales. Debo irme. El está acercándose mucho. Haz simplemente lo que te digo. Y, oh, sí, hay pedernal a unos cincuenta kilómetros río arriba.

-Pero... -dijo Sam. La silueta del otro se perfiló un instante y luego desapareció. Sam se levantó y con paso inseguro se acercó a la puerta. En las orillas del Río aún se veían hogueras, y pequeñas figuras cabrioleaban frente a ellas. El extranjero había desaparecido. Sam dio la vuelta a la cabaña para mirar en la parte de atrás, pero allí no había nadie. Miró al cielo, pálido, con grandes nubes de gas y brillantes racimos, blancos, azules, rojos y amarillos, de estrellas. Tenía esperanzas de poder captar por un instante la forma de un vehículo que pasaba de la visibilidad a la invisibilidad. Pero no vio nada.