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EL FABULOSO BARCO FLUVIAL (25)

Cayó entre madera y cristal roto y tierra y quedó allí tendido, con la pared bajo él, intentando salir de su conmoción. Una gran mano le alzó. A la luz de una explosión vio la cara de Joe con su gran nariz. Joe se había descolgado desde el extremo abierto de su dormitorio, se había dejado caer entre la madera, y había buscado a Sam hasta encontrarlo. En la mano izquierda sujetaba su cilindro y el de Sam.

-No sé cómo, es un milagro, pero no estoy malherido -dijo Sam-. Solo un poco magullado y con algunos cortes de cristales.

-No tuve tiempo de ponerme la armadura -dijo Joe-. Pero cogí mi hacha. Tengo también una ezpada para ti y una piztola y algunaz balaz y cartuchoz.

-¿Quiénes demonios pueden ser, Joe? -dijo Sam.

-No lo zé. ¡Mira! Eztán penetrando por laz entradaz de los muroz de loz muellez.

La luz de las estrellas era brillante. Las nubes que enviaban las lluvias todas las noches a las tres en punto aún no habían llegado, pero sobre el Río había una espesa niebla. De ella continuaban brotando hombres que se añadían a las masas que se expandían por las llanuras. Tras los muros, en la niebla, debía haber una flota.

La única flota que podía acercarse sin provocar alarma era la de Soul City. Otra cualquiera que llegase a aquella hora habría sido localizada por los espías que Sam y Juan Sin Tierra tenían apostados a lo largo del Río, incluso en territorio hostil. No podía ser la flota de Iyeyasu. Estaba aún en los muelles según el informe recibido a medianoche.

Joe atisbo por encima de un montón de madera y dijo:

-Hay una batalla endemoniada alrededor del palacio de Juan. Y la caza de invitadoz oficialez, donde eztán Hacking y loz zuyoz, eztá en llamaz.

Las llamas iluminaban gran cantidad de cuerpos en el suelo y mostraban pequeñas figuras que combatían alrededor de la empalizada de troncos del palacio de Juan. Luego, vio como colocaban el cañón ante la empalizada.

-¡Ahí está el jeep de Juan! -dijo Sam, señalando un vehículo que iba tras el cañón.

-¡Zí, y aquello ez nueztro cañón! -dijo Joe-. Pero zon hombrez de Hacking loz que eztán obligando a Juan a zalir de zu amado nido.

-¡Larguémonos de aquí! -dijo Sam, y corrió por encima de los escombros en dirección opuesta. No podía comprender por qué los invasores no habían enviado gente a su casa. El cohete que la había alcanzado procedía de las llanuras. Y si Hacking y sus hombres habían salido furtivamente de la residencia de huéspedes oficiales para lanzar un ataque sorpresa conjuntado con un ataque de supuestos buques cargueros, Sam tendría que haber sido objetivo primario junto con Juan Sin Tierra.

Ya descubriría más tarde lo que pasaba... si es que había un más tarde.

El que los hombres de Hacking se hubiesen apoderado del cañón era una mala noticia para Parolando. Mientras pensaba esto, oyó uno, dos, tres grandes cañonazos. Se volvió, sin dejar de huir, y vio trozos de madera volando entre el humo. Los muros de Juan estaban siendo derribados, y los proyectiles siguientes redujeron a escombros su palacio de troncos.

Solo había una cosa buena en que los invasores se hubiesen apoderado del cañón. El suministro de proyectiles se reducía a cincuenta. A pesar de las muchas toneladas de ferroníquel que aún quedaban bajo tierra, el metal no era tan abundante como para que pudiera desperdiciarse fabricando muchos proyectiles.

Frente a él estaba la cabaña de Cyrano y Livy. La puerta estaba abierta y la casa vacía. Miró colina arriba. Lothar von Richthofen, vestido sólo con una faldilla, un florete en una mano y una pistola en la otra, corría hacia él. Unos pasos detrás venía Gwenafra, con una pistola y un saquito de balas y cartuchos.

Había otros hombres y mujeres que corrían hacia él. Entre ellos unos cuantos ballesteros.

Gritó a Lothar que los organizase, y se volvió para mirar a las llanuras. Los muelles estaban aún llenos de hombres. Ay, si se pudiese hacer girar el cañón y dispararlo sobre aquellas masas apretujadas e incapaces de retroceder.

Pero el cañón había sido desviado del palacio de Juan, que estaba en llamas, y apuntaba hacia los ciudadanos de Parolando que corrían colina arriba.

Luego surgió una gran máquina oscura por una gran abertura del muro. Sam gimió desolado. Era el Dragón de Fuego III entregado a Hacking. Pero, ¿dónde estaban los tres anfibios de Parolando? En ese momento vio a dos dirigiéndose hacia las colinas.

Súbitamente las ametralladoras a vapor de las tórrelas comenzaron a silbar, y sus hombres... ¡sus hombres, comenzaron a caer!

¡Los de Soul City se habían apoderado de los anfibios! Mirase a donde mirase veía lucha. Había hombres combatiendo alrededor del barco. Gimió de nuevo, porque no podía soportar la idea de que el barco resultase dañado. Pero ninguna bala de cañón se lanzó contra él ni en sus proximidades. Al parecer, el enemigo estaba tan preocupado por el barco como él. Proyectiles procedentes de la colina situada tras ellos silbaban sobre sus cabezas y estallaban entre el ejército enemigo. Los cohetes enemigos respondían. Sobre ellos cruzaban rojas estelas flameantes; algunos pasaban tan próximos que podían distinguir sus cuerpos cilíndricos, la larga vara de bambú atrás; y hubo un griterío cuando un proyectil excepcionalmente grande pasó a unos tres metros por encima de sus cabezas. Erró por poco la cima de la colina adonde iba dirigido, y estalló con un tremendo estruendo al otro lado. Cayeron hojas de un árbol de hierro cercano.

La media hora siguiente (¿o fueron dos horas?) fue un caos de gritos, lamentos, chillidos, hedor a pólvora, sangre, sudor y carne chamuscada. Los de Soul City atacaron una vez tras otra la colina, y una vez tras otra fueron rechazados por los cohetes, por las balas de plástico de calibre sesenta y nueve, por ballesteros y arqueros. Luego una carga les permitió llegar al otro lado de las líneas defensoras y entonces se produjo una lucha a espada, a lanza, a hacha, a maza y a cuchillo en la que hubieron de retroceder.

Joe Miller, con sus tres metros de altura, sus cuatrocientos kilos de peso, los peludos hombros tintos de sangre (suya y de otros), hacía girar su pesadísima hacha de acero rompiendo escudos de roble y armaduras de cuero, barriendo espadas, lanzas y hachas, partiendo en dos enemigos, arrancando brazos y piernas, hundiendo cráneos. Cuando sus enemigos rehusaban acercarse a él, cargaba contra ellos. Desbarataba una y otra vez ataques que de no ser por él hubiesen logrado el éxito.

Le dispararon muchos tiros con pistolas Mark I, pero los que disparaban estaban tan nerviosos por su presencia que lo hacían desde demasiado lejos y los grandes proyectiles de plástico se desviaban.

Luego una flecha atravesó su brazo izquierdo, y un hombre más valiente o más loco que el resto logró esquivar el hacha y hundir su florete en el muslo de Joe. El extremo de la empuñadura del hacha de Joe le rompió la mandíbula, y luego el filo lo partió en dos. Joe aún podía caminar pero perdía sangre rápidamente. Sam le ordenó retirarse al otro lado de la colina, donde estaban curando a los heridos graves.

-¡No, no iré! -dijo Joe, y se derrumbó de rodillas con un gruñido.

-¡Vete allí, es una orden! -chilló Sam, y se agachó, aunque era demasiado tarde, al oír silbar junto a su oído un proyectil que se hizo pedazos contra el tronco de un árbol de hierro. Había debido rozarle, pues sintió un picor en el brazo y en la pantorrilla.

Joe logró incorporarse, como un elefante herido, y se alejó cojeando. Cyrano de Bergerac surgió de las sombras. Estaba cubierto de humo de pólvora y tinto en sangre. Empuñaba una larga y fina espada ensangrentada en una mano y una pistola en la otra. Tras él, igual de sucia y ensangrentada, con su larga melena suelta a la espalda, iba Livy. Llevaba una pistola y una bolsita con municiones, y su función era recargar las pistolas. Al ver a Sam sonrió, mostrando la blancura de sus dientes en aquella cara ennegrecida por la pólvora.

-¡Dios mío, Sam, creí que habías muerto! ¡Ese cohete contra tu casa!

-Yo suponía lo mismo de ti -dijo él.

Eso fue todo lo que tuvo tiempo de decir, aunque de todos modos nada más hubiese dicho. El enemigo lanzaba otro ataque, deslizándose y avanzando entre los montones de muertos o saltando sobre ellos. Los ballesteros carecían ya de municiones y los pistoleros sólo tenían unas cuantas cargas más. Pero el enemigo casi había agotado su pólvora también, aunque tenía más flechas.

Joe Miller se había ido pero Cyrano de Bergerac intentó compensar su ausencia, y estuvo a punto de conseguirlo. Aquel hombre era un demonio, tan delgado, flexible, rápido y duro como la espada que manejaba. De vez en cuando disparaba la pistola con la mano izquierda en la cara de un adversario, y luego avanzaba con la espada atravesando a otro. Lanzaba entonces la pistola hacia atrás, y Livy la cogía y la cargaba de nuevo. Sam pensó por un instante en cuánto había cambiado Livy. El jamás la hubiese sospechado capaz de actuar en una situación como aquella. Aquella mujer frágil, tan a menudo enferma, que odiaba la violencia, desempeñaba con toda frialdad tareas ante las que muchos hubiesen retrocedido.

"Entre ellos yo", pensó, "si tuviese tiempo de considerarlo". Y sobre todo ahora que no estaba a su lado Joe Miller para protegerle físicamente y darle apoyo moral, cosas ambas que necesitaba mucho.

Cyrano lanzó una estocada por debajo de un escudo que un vociferante árabe wahhabi elevó demasiado en su furor, y entonces Livy, viendo que ella tenía que hacerlo, que Cyrano no podía, alzó la pistola con ambas manos y disparó. La pistola se desvió ligeramente y ella la enderezó. Se oyó un estruendo, salió una llama, y el árabe cayó con el hombro destrozado.

Un inmenso negro saltó sobre el cuerpo con el hacha enarbolada y Cyrano, sacando la hoja del primer hombre antes de que cayese al suelo, atravesó al hachero por el cuello.

Después el enemigo se retiró otra vez lomas abajo. Pero al poco rato el gran anfibio gris oscuro, una especie de Merrimac sobre ruedas, avanzó hacia ellos. Lothar von Richthofen se apretó contra Sam, que se hizo a un lado cuando vio el tubo de aluminio y el cohete con su espoleta de cinco kilos. Un hombre se arrodilló y Lothar introdujo el proyectil en el bazuca y luego apuntó. Lothar era muy bueno en esto y el cohete salió disparado hacia abajo, y se estrelló contra el anfibio. Este se cubrió de humo, que el viento despejó. El anfibio se había detenido un instante, pero continuaba su camino otra vez, girando sus torretas y alzando sus cañones de vapor.

-Bueno, ése fue el último -dijo Lothar-. Lo mejor que podemos hacer es escapar de aquí enseguida. Contra eso no podemos combatir. Quién va a saberlo mejor que yo.

El enemigo estaba reagrupándose tras el vehículo acorazado. Muchos de los soldados enemigos lanzaban gritos ululantes similares a los que lanzaban durante sus ataques los ulmaks, los preamerindios del otro lado del Río. Al parecer, Hacking había alistado a los ulmaks no conquistados aún por Iyeyasu.

De pronto, Sam dejó de ver. Sólo los fuegos de las casas y hornos abiertos, que aún operaban, le permitían ver algo. Habían llegado las nubes con la misma rapidez de siempre, lobos a la caza de estrellas. A los pocos minutos llovería torrencialmente.

Miró a su alrededor. Los ataques habían ido diezmando sus filas. Dudaba que pudiesen resistir el siguiente. Aunque no actuara el anfibio.

Aún seguía la lucha hacia el norte y el sur en las llanuras y en las colinas que bordean las llanuras. Pero los gritos y explosiones se habían reducido.

Las llanuras cubiertas de enemigos parecían más oscuras que nunca.

Sam se preguntó si Publiujo y Tifonujo se habrían incorporado a la invasión.

Lanzó una última mirada al casco gigante del barco fluvial con sus dos ruedas de paletas, medio ocultas bajo el andamiaje, tras las colosales grúas. Luego se volvió. Sintió como si llorase, pero estaba demasiado atontado. Las lágrimas tardarían un tiempo en correr.

Era muy probable que corriese antes su sangre, tras lo cual no habría lágrimas. Al menos en aquel cuerpo.

Guiado por el fuego de una docena de cabañas incendiadas, logró llegar hasta el otro lado. Luego la lluvia amainó. Y al mismo tiempo un tentáculo del enemigo corrió hacia ellos por la izquierda. Sam se giró y apretó el gatillo de su pistola. La lluvia, claro está, ahogó la chispa. Pero las pistolas del enemigo habían quedado también inutilizadas, salvo

que las usaran como mazas. Avanzaron entonces hacia los soldados de Parolando con espadas, lanzas y hachas: Joe Miller se lanzó hacia ellos, gruñendo con una voz tan profunda como la cueva de un oso. Aunque herido, aún era un formidable y aterrador combatiente. Entre los resplandores de los relámpagos y el retumbar del trueno, su hacha los diezmaba. Los demás acudieron a ayudarle, y en unos cuantos segundos los supervivientes de las fuerzas de Soul City decidieron que habían tenido bastante. Retrocederían y esperarían refuerzos. ¿Por qué morir entonces siendo suya la victoria?

Sam escaló dos colinas más. El enemigo atacaba por la derecha. Un ala había conseguido penetrar y avanzaba para cercar y matar a los hombres y tomar cautivas a las mujeres. Joe Miller y Cyrano cayeron sobre ellos, y los atacantes huyeron, tropezando y cayendo entre las húmedas raíces de la hierba arrancada.

Sam contó a los supervivientes. Se estremeció. Eran unos quince. ¿Dónde estaban los demás? Habría jurado que había por lo menos un centenar de hombres con él cuando les ordenó que se agruparan.

Livy aún estaba cerca, detrás de Cyrano. Como las pistolas no funcionaban, permanecía detrás de Cyrano y le ayudaba de vez en cuando con una estocada.

Sam estaba empapado y frío. Se sentía tan desdichado como debió sentirse Napoleón en su retirada de Rusia. ¡Todo, todo perdido! ¡Su pequeña y orgullosa nación y sus minas de ferroníquel y sus fábricas y sus invulnerables anfibios con sus armas de vapor y sus dos aviones y su fabuloso barco fluvial, todo perdido! ¡Los triunfos y las maravillas tecnológicas, la Carta Magna que garantizaba la constitución más democrática que se había conocido y el objetivo del mayor viaje de todos los tiempos! ¡Todo perdido! ¿Y cómo? ¡Por la traición, sólo por la traición! Al menos, el rey Juan no había participado en la conspiración. Su palacio había sido destruido y el propio Juan con él probablemente. El Gran Traidor había sido traicionado.

Sam dejó de quejarse. Aún estaba demasiado paralizado por el terror de la batalla como para pensar en algo que no fuese la mera supervivencia. Cuando alcanzaron la base de la montaña, se encaminaron hacia el norte hasta que llegaron frente al embalse. Ante ellos apareció un lago de medio kilómetro de longitud por uno de anchura. Descendieron hacia él, llegando al poco a un grueso muro de hormigón por cuya parte superior caminaron. Luego llegaron a la parte superior del propio embalse.

Sam dio unos cuantos pasos hasta hallar un símbolo oculto, una cruz aspada en el hormigón.

-¡Aquí está! -dijo-. Ahora todo irá bien si nadie nos delata o no nos localiza algún espía. Se hundió en el agua fría mientras relampagueaban rayos y aullaban truenos en la lejanía. Tembló de frío pero siguió avanzando, y cuando el agua le llegó a los sobacos sus pies tropezaron con el primer peldaño. Hizo una profunda inspiración, cerró los ojos y se hundió, tanteando con la mano el hormigón hasta encontrar el primer peldaño. Tras esto continuó descendiendo tanteando los otros peldaños, y al llegar al sexto supo que la entrada estaba a sólo unos centímetros. Penetró por ella y luego pudo alzar la cabeza al aire y la luz. Frente a él había una plataforma situada a unos cuantos centímetros sobre el agua, y encima una cúpula cuyo punto más alto quedaba a tres metros de altura. Pasada la plataforma había una entrada. Seis grandes bombillas eléctricas iluminaban

potentemente la estancia.

Temblando, jadeando, subió a la plataforma y cruzó la entrada. Joe le siguió un momento más tarde. Llamó débilmente, y Sam hubo de volverse y ayudarle a subir a la plataforma. Sangraba por una docena de heridas.

Tras él llegaron los otros, uno por uno. Ayudaron a pasar al titántropo a través de la entrada, y tras una rampa, a una gran cámara. Había allí camas, toallas, comida, licor, armas y medicinas. Sam había preparado aquel lugar para un caso de emergencia como aquél, aunque siempre había pensado que era una precaución excesiva. Sólo los jefes de estado y los trabajadores que habían construido aquel lugar sabían de su existencia.

Había otra entrada al fondo del embalse, oculta bajo la corriente, que hacía girar las ruedas conectadas con los generadores. Conducía a una cámara para llegar a la cual un hombre había de escalar hasta una pared aparentemente ciega. Pero los que conocían el secreto podían abrir aquella pared.

Todo aquel proyecto era, Sam lo sabía, producto de una extravagancia romántica de la que no se había liberado del todo. La idea de puertas secretas bajo una catarata y bajo el lago, y de escondites ocultos donde pudiese descansar y planear su venganza mientras sus enemigos le perseguían en vano, le resultó irresistible. Se había reído a veces de sí mismo por haber construido el refugio. Ahora estaba contento. El romanticismo había resultado útil. Había también un detonador oculto. Para hacer estallar las toneladas de dinamita colocadas en la base de la presa sólo tenía que conectar dos alambres, y la presa se desmoronaría y el agua del lago se precipitaría de golpe arrastrando toda la zona central de Parolando hasta el río. Sam Clemens y su barco fluvial quedarían también destruidos, pero ése era el precio que había que pagar.

Atendieron a los heridos, y les administraron goma de los sueños y licor como sedantes. A veces, mascando la goma, se eliminaba el dolor, y otras parecía incrementarse. El único modo de neutralizar el aumento del dolor era dando licor al paciente.

Comieron y durmieron, manteniendo la guardia en ambas entradas. Joe Miller se mantenía semi insconciente casi todo el tiempo, y Sam permanecía sentado a su lado cuidándole lo mejor que podía. Cyrano regresó de su puesto de guardia en la puerta situada bajo la catarata, e informó que afuera era de noche otra vez. Era cuanto sabía de lo que pasaba fuera. No había visto ni oído a nadie.

Lothar y Sam eran los menos heridos. Sam decidió que debían salir cautelosamente del refugio y espiar. Cyrano dijo que también él debería ir, pero Sam se negó. Livy nada dijo, pero miró a Sam agradecida. Sam desvió la vista. No quería ningún agradecimiento por velar por su compañero. Se preguntó si Gwenafra habría muerto o habría sido capturada. Lothar dijo que había desaparecido durante el último ataque, que él había intentado llegar hasta ella, pero que le habían obligado a retroceder. Se sentía avergonzado por no haber hecho más, aunque en realidad no le había sido posible.

Los dos se aplicaron un tinte oscuro por todo el cuerpo y luego bajaron los escalones de la cámara. Las paredes estaban húmedas y los escalones resbaladizos por la humedad. La cámara estaba iluminada por luces eléctricas. Salieron bajo la catarata que rugía y chapoteaba sobre ellos. El saliente se curvaba, siguiendo la parte más baja de la presa, hasta concluir a unos veinte metros del final. Allí hubieron de bajar por escalones de acero hasta el punto donde el muro de la presa se unía a la tierra. Desde allí, caminaron cautelosamente a lo largo del canal excavado. Las raíces de la hierba aún brotaban en las paredes del canal. Las raíces eran tan profundas que parecía imposible acabar con la hierba.

El cielo brillaba con el resplandor de inmensas estrellas y el gran brillo de las nubes gaseosas. Podían actuar con gran rapidez en aquella pálida oscuridad. Tras unos ochocientos metros, se desviaron en ángulo recto del canal, dirigiéndose hacia el destruido palacio de Juan. Acuclillados en la sombra bajo las ramas de un árbol de hierro, contemplaron las llanuras que se extendían debajo. Había hombres y mujeres en las cabañas. Los hombres eran los vencedores y las mujeres las víctimas. Sam se estremeció al oír chillidos y peticiones de socorro, pero procuró borrarlos de su mente. Irrumpir en una cabaña e intentar rescatar a una mujer sería desperdiciar sus posibilidades de hacer algo por Parolando. Y desde luego tendría como consecuencia que los capturasen o los matasen.

Sin embargo, sabía que si oía la voz de Gwenafra acudiría a rescatarla.

Los fuegos de los hornos abiertos y de las fundiciones aún brillaban, y había hombres y mujeres trabajando en ellos. Evidentemente Hacking había puesto ya a trabajar a sus

esclavos. Había guardias rodeando los edificios, pero estaban bebiendo licor y alcohol etílico.

Las llanuras estaban bien iluminadas con inmensas fogatas. Alrededor de ellas había muchos hombres y mujeres, bebiendo y riendo. De vez en cuando se producía un forcejeo y una mujer era arrastrada entre gritos hacia las sombras. A veces, ni siquiera la arrastraban hasta las sombras.

Sam y Lothar bajaron por la colina como si fuesen sus dueños, pero sin acercarse a los edificios ni a las fogatas. Nadie les había detenido, aunque habían llegado a estar a veinte metros de varias patrullas. El enemigo parecía celebrar la victoria bebiendo; habían logrado apoderarse de los suministros de sus prisioneros. La excepción eran los árabes wahhabi, a los que su religión prohibía beber alcohol. Y había unos cuantos negros que no estaban de servicio, pero que eran abstemios. Eran los discípulos de Hacking, que no bebían.

Pero por mucha licencia que hubiese entonces, durante el día se había mantenido la disciplina. Habían construido una gran empalizada en la llanura al lado de la primera de las colinas con madera procedente de los edificios destruidos. Aunque Sam no podía ver quién había dentro, dedujo por las torres de vigilancia que la rodeaban que en su interior estaban los prisioneros.

Los dos pasaron de largo, tambaleándose de vez en cuando como si estuvieran borrachos. Pasaron a unos seis metros de tres hombres oscuros y bajos que hablaban una lengua extraña. Sam no pudo identificarla, aunque le sonaba a "africana". Se preguntó si no serían dahomeyanos del siglo xviii.

Cruzaron audazmente entre una fábrica de ácido nítrico y un edificio destinado a la transformación de los excrementos y salieron a la llanura. Y allí se detuvieron. A unos veinte metros de ellos estaba Firebrass, en una jaula de bambú tan estrecha que no podía sentarse. Tenía las manos atadas a la espalda.

En una gran equis de madera, cabeza abajo, con las piernas atadas a la parte superior de la equis y los brazos a las aspas inferiores, estaba Goering.

Sam miró a su alrededor. A la puerta de la planta transformadora de excrementos había hombres hablando y bebiendo. Sam decidió no acercarse más ni intentar hablar con Firebrass. Anhelaba saber por qué estaba en la jaula, pero no se atrevió a preguntárselo. Era necesario descubrir todo lo posible y volver luego al refugio bajo la presa. Hasta el momento, la situación parecía desesperada. Lo mejor era huir durante la lluvia y abandonar el país. Podía volar la presa y barrerlo todo, incluidas las fuerzas de Soul City, pero no quería perder el barco. Mientras tuviese una posibilidad de conseguir aquel barco, no volaría la presa.

Pasaron ante la jaula de Firebrass, esperando que éste no pudiese verles y llamarles. Pero Firebrass estaba inclinado con la cabeza apoyada contra las barras de bambú. Goering soltó un gruñido. Ellos continuaron caminando y pronto pudieron doblar la esquina del edificio.

Sus lentos vagabundeos les llevaron cerca de un gran edificio que ocupaba antes Fred Rolfe, uno de los que apoyaban al rey Juan en el Consejo. El número de hombres armados que había de guardia convenció a Sam de que allí dentro estaba Hacking.

Era una casa de una planta hecha con troncos de pino y bambú. Las ventanas no estaban tapadas y la luz del interior mostraba a los que había dentro. De pronto Lothar agarró a Sam por el brazo y dijo:

-¡Es ella! ¡Gwenafra!

La luz de la antorcha brillaba sobre su largo cabello color miel y sobre su piel blanca. Estaba de pie junto a una ventana y hablaba con alguien. Al poco se separó de allí y por el brillante cuadrado cruzó un ensortijado cabello y el negro rostro de Elwood Hacking. Sam se sintió mal. Hacking la había tomado por mujer aquella noche.

Gwenafra no parecía asustada. Daba sensación de tranquilidad. Pero Gwenafra, aunque voluble y desinhibida casi siempre, podía ser muy firme cuando la ocasión lo exigía.

Apartó a Lothar.

-No podemos hacer nada en este momento, y podríamos estropear cualquier posibilidad que pudiese tener ella.

Anduvieron por allí un rato, observando las otras fábricas y advirtiendo que las hogueras se extendían a ambos lados a lo largo de las murallas hasta perderse en el horizonte. Además de ciudadanos de Soul City, había ulmaks y una serie de orientales. Sam se preguntó si podrían ser birmanos, los thais y los ceilandeses del neolítico que vivían al otro lado del Río frente a Selinujo.

Para salir de Parolando tendrían que saltar el muro, y tendrían que robar algunas pequeñas embarcaciones si querían ir Río abajo hasta Selinujo. No tenían la menor idea de lo que había sucedido en Publinujo y en Tifonujo, pero sospechaban que estos países estarían a continuación en la lista de Hacking. Escapar hacia el norte, hacia la tierra de Chernsky, era una tontería. Iyeyasu la invadiría en cuanto se enterase de la otra invasión, si es que no lo había hecho ya.

Resultaba irónico que hubiesen de huir precisamente al país cuyos ciudadanos tenían prohibida la entrada en Parolando.

Decidieron regresar de momento al embalse, explicar lo que habían visto y hacer planes. El mejor momento de fuga sería cuando lloviese.

Se levantaron y empezaron a caminar, rodeando las cabañas en las que estaban los enemigos con las mujeres cautivas.

Cuando acababan de pasar bajo la sombra de un gigantesco árbol de hierro, Sam notó que algo le apretaba el cuello por detrás. Intentó gritar, volverse, liberarse; pero la gran mano continuó apretando, y él cayó en la inconsciencia.