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El enigma del puente doliente entre otros (2)

Estaba echando una cabezada en el sillón de mi habitación de Mount Street cuando el sonido metálico de la verja del patio me sobresaltó. Un instante después, un repiqueteo familiar resonó en mi puerta. La abrí para encontrarme, tal como esperaba, al propio A. J. Raffles. Entró, alegres sus brillantes ojos azules, y se quitó el Sullivan de los labios para señalar a mi whisky con soda.

¿Aburrido, Gazapo?

Bastante repuse. Hace casi un año que no entramos en acción. El viaje que emprendí alrededor del mundo después del asunto Levy resultó estimulante. Pero ya hace cuatro meses que volví y desde entonces

¡Aburrimiento y bilis! exclamó Raffles. ¡Pues bien, Gazapo, se acabó!

¡Esta noche te prometo emoción a raudales para quemar toda esa bilis!

¿Y el botín? pregunté.

¡Joyas, Gazapo! Zafiros estrella, para ser exactos, o corindón azul, cortados en cabochon, o sea, redonda la parte superior y plana la inferior. Y grandes, Gazapo, groseramente grandes, casi del tamaño de un huevo de gallina, si mi informador no exagera. Además, hay un misterio en torno a esos zafiros, Gazapo, un misterio que mi distribuidor me ha estado susurrando al oído en esa jerga cockney que habla. Vienen de un tal Mr. James Phillimore, de Kensal Rise, pero nadie sabe de dónde los saca o a quién se los birla. Mi distribuidor ha insinuado que tal vez no provengan de cajas fuertes señoriales o de gargantas distinguidas, sino que pueden haber entrado de contrabando procedentes del Sudeste Asiático, de Sudáfrica o de Brasil, directamente de la mina. En cualquier caso, esta noche iremos a hacer un reconocimiento y si se presenta la oportunidad

Vamos. A. J. dije con cierto resquemor, ¡sé sincero! Tú ya has hecho todo el reconocimiento necesario y esta noche, como por casualidad, decidiremos que el momento es propicio y daremos el golpe, ¿no es así?

Siempre me había sentido un poco molesto de que Raffles decidiera hacer todo el trabajo preliminar, el armazón, como se conoce en los bajos fondos, por su cuenta. Por alguna razón, no me tenía confianza en lo que a exploración se refería.

Raffles expelió un enorme y perfecto anillo de humo de su Sullivan y me dio una palmada en el hombro.

¡No se te puede ocultar nada, Gazapo! Sí, ya he examinado el terreno y verificado el horario de Mr. Phillimore.

Yo era incapaz de reprocharle nada al hombre más magistral que he conocido. Con toda sumisión, me puse ropa obscura, me acabé el whisky y salí con Raffles. Aunque no teníamos razón alguna para creer que así fuera, estuvimos paseando durante un rato para asegurarnos de que no nos seguía ningún policía. Después, a las 11:21, tomamos el último tren a Willesden.

¿Vive cerca de la casa del viejo Baird ese Phillimore? pregunté por el camino, refiriéndome al prestamista al que mató Jack Rutter y cuyo caso describí en Homicidio Premeditado.

En realidad dijo Raffles, observándome con sus penetrantes ojos gris acero

, es la misma casa. Phillimore la alquiló cuando, una vez en orden, la finca de Baird quedó disponible para los posibles inquilinos. Es una curiosa coincidencia, Gazapo, pero entonces todas las coincidencias son curiosas. Es decir, para el hombre. La naturaleza es indiferente.

(Sí, ya sé que antes he dicho que tenía los ojos azules, y así era. Se me ha criticado por decir en una historia que eran azules y en otra, grises. Pero, como cualquier idiota habría supuesto, tenía los ojos de color gris azulado, que bajo una luz son de un color y bajo otra, del otro).

Eso fue en enero de 1895 dijo Raffles. Estamos en terreno resbaladizo, Gazapo. En mis investigaciones, no he logrado descubrir evidencia alguna de que Mr. Phillimore existiera antes de noviembre de 1894. Hasta que alquiló unas habitaciones en el East End, nadie parece haberle visto u oído hablar de él. Llegó no se sabe de dónde, estuvo hasta enero en esas habitaciones un lugar terrible, por cierto, y después alquiló la casa donde ese tunante de Baird exhaló el último suspiro. Desde entonces, ha estado llevando una vida bastante tranquila si exceptuamos que, una vez al mes, visita a varios distribuidores de objetos robados del East End. Tiene una cocinera y un ama de llaves, pero no viven con él.

A aquellas horas de la noche, el tren no iba más allá del empalme de Willesden y, desde allí, nos pusimos a caminar en dirección a Kensal Rise. Volvía a depender de Raffles para guiarme a través de paisajes poco familiares. Sin embargo, en esta ocasión había luna, y el campo no se veía tan despoblado como la última vez en que estuve allí, pues los prados que atravesé aquella fatídica noche estaban ocupados por diversas casas de campo, algunas todavía a medio construir. Seguimos un sendero que discurría entre un bosquecillo y un prado y salimos a la carretera de bloques de madera alquitranados que había sido acondicionada hacía tan sólo cuatro años. Ahora se veía una curva que entonces no había estado allí, pero seguía habiendo una única farola mortecina en el lado opuesto al que ocupaba la casa.

Ante nosotros se alzaba la esquina de un elevado muro. La luz de la luna hacía brillar los trozos de cristal que lo remataban y perfilaba al mismo tiempo las agudas puntas que se veían en la parte superior de la gran verja verde. Nos pusimos las máscaras. Como ya hiciera años atrás, Raffles colocó sobre las puntas varios tapones de corcho y después echó su abrigo sobre ellos. Nos encaramamos a la verja y pasamos al otro lado sin hacer ruido. Raffles quitó los tapones y saltamos a un macizo de laureles que crecía junto a la pared. Admito que me sentía inquieto, más

aún que la última vez. El fantasma del viejo Baird parecía andar rondando por allí. La obscuridad era más densa de lo que debería haber sido.

No se veía luz en la casa. Acababa de echar a andar hacia el camino de grava que llevaba hasta ella, cuando Raffles me agarró por los faldones del abrigo.

¡Quieto! exclamó. He visto a alguien algo, más bien, en esos arbustos que hay al otro extremo del jardín. Allí, en el ángulo de la pared.

Yo no logré ver nada pero creí a Raffles; sabía que su vista era tan aguda como la de un indio. Caminamos lentamente a lo largo del muro, deteniéndonos una y otra vez para escudriñar en la obscuridad de los arbustos que crecían junto al ángulo de la pared. Cuando nos separaban unos veinte metros de este, vi algo informe que se movía entre las matas. Insistí en que nos largáramos, pero Raffles me susurró con rudeza que no podíamos permitir que un competidor nos ahuyentase. Tras un fugaz conciliábulo, nos dirigimos hacia él muy lentamente pero sin vacilar; dos sombras algo más sólidas emboscadas en la sombra del muro. Al cabo de unos pocos minutos, muy largos de todos modos, y empapados en sudor, el extraño cayó abatido por el puñetazo que Raffles le asestó en la mandíbula.

Raffles arrastró al hombre inconsciente fuera de la mata para que pudiéramos echarle una mirada a la luz de la luna.

Vaya, vaya. Mira qué tenemos aquí, Gazapo dijo. Estos largos tirabuzones rizados, esta nariz prominente y arqueada, estas cejas excesivamente tupidas y este olor a perfume parisino que despide ¿No le has reconocido aún?

Tuve que confesar que no.

¡Como que se trata del afamado periodista y mal afamado duelista Isadora Persano! exclamó. ¿No me digas que nunca has oído hablar de él o de ella, como podría ser el caso?

¡Claro! repuse. ¡El periodista del Daily Telegraph!

Ya no dijo Raffles. Ahora trabaja por su cuenta. Pero ¿qué diablos estará haciendo aquí?

¿Supones dije lentamente que también él se dedica por la noche a actividades muy distintas de las que lleva a cabo durante el día?

Tal vez respondió Raffles. Pero también podría estar aquí en calidad de periodista. Habrá oído algo sobre Mr. James Phillimore ¡El diablo le lleve! ¡Si la prensa está aquí, puedes estar seguro de que Scotland Yard no anda muy lejos!

Las facciones de Mr. Persano eran una curiosa mezcla que combinaba una tosca masculinidad con un ofensivo afeminamiento, aunque esta última característica no era realmente culpa suya. Su padre, un diplomático italiano, había muerto antes de que él naciera y su madre, una inglesa que ansiaba tener una hija, sufrió una amarga decepción cuando el unigénito resultó ser un niño. Libre de trabas paternas o de conciencia, le puso de nombre Isadora y le crió como una niña. Llevó vestidos de

niña hasta que entró en una escuela privada, donde su cabello largo y ciertas actitudes femeninas le hicieron objeto de una persecución particularmente viciosa por parte de los muchachos. Fue allí donde desarrolló su capacidad para defenderse con los puños. Cuando llegó a adulto, vivió en el continente durante varios años y llegó a crearse una sólida reputación como hombre peligroso de insultar. Se decía que había herido a media docena de hombres con sable o pistola.

De la bolsita en la que llevaba las herramientas del oficio. Raffles sacó un cabo de cuerda y una mordaza. Tras atar y amordazar a Persano, le registró los bolsillos. El único objeto que suscitó su curiosidad fue una gran caja de cerillas que llevaba en el bolsillo interior de la capa. La abrió y sacó algo que brilló a la luz de la luna.

¡Por Todos los Santos! exclamó. ¡Es uno de los zafiros!

¿Es rico Persano? pregunté.

No tiene que trabajar para vivir, Gazapo. Y ya que no ha entrado aún en la casa, supongo que lo habrá conseguido por medio de algún distribuidor. Al mismo tiempo, presumo que metió el zafiro en una caja de cerillas porque es algo que difícilmente se le ocurrirá robar a un ratero. A decir verdad, yo mismo he estado a punto de ignorarla.

Vámonos de aquí dije yo. Pero él se agachó con la vista fija en el reportero y dirigiendo alguna que otra mirada a la joya, que dicho sea de paso, sería como una cuarta parte de un huevo de gallina. En aquel momento. Persano se movió y emitió un quejido. Raffles le susurró algo al oído y él asintió.

Si te parece que va a gritar, dale. Y diciéndome esto, le quitó la mordaza.

Tal como se le había insinuado, Persano habló en voz baja. Confesó que de sus contactos en los bajos fondos le habían llegado rumores sobre las piedras preciosas, y que tras seguir la pista de nuestro distribuidor, había conseguido con bastante facilidad comprar una de las joyas de Mr. Phillimore. De hecho, dijo, aquella era la primera que Mr. Phillimore había llevado para vender. Sintiendo curiosidad por saber de dónde venían las piedras, pues no se sabía de ningún robo de esta clase, había venido para espiar a Phillimore.

De esto saldría un gran artículo aseguró. Pero no tengo la menor idea de qué se trata. Sin embargo, debo advertirles que

No hubo oportunidad de tener en cuenta su advertencia. Tanto Raffles como yo oímos hablar en voz baja al otro lado de la verja y el sonido de unos pasos sobre la grava.

No me dejen así, muchachos dijo Persano. Podría tener problemas para explicar de forma satisfactoria lo que estoy haciendo aquí. Y además, la joya

Raffles deslizó la piedra en el interior de la caja de cerillas e introdujo esta en el bolsillo de Persano. Si nos atrapaban, al menos no nos encontrarían la gema encima.

¡Buena suerte! dijo mientras le desataba los tobillos y las muñecas al periodista.

Un instante después, tras echar nuestros abrigos sobre los trozos de cristal roto, Raffles y yo saltamos la pared trasera y corrimos agachados hasta introducirnos en una densa arboleda situada a unos veinte metros por detrás de la casa. Al cabo de un momento, vimos a Persano saltar la pared. Pasó corriendo frente a nosotros, sin vernos, y desapareció por la carretera dejando tras de sí una densa estela de perfume.

Tenemos que hacerle una visita comentó Raffles. En aquel momento, me puso la mano sobre el hombro para avisarme, pero no había necesidad. Yo también había visto aparecer a los tres hombres por una de las esquinas del muro. Uno se situó en el ángulo; los otros dos echaron a andar hacia nuestra arboleda. Nos batimos en retirada con el mayor sigilo. Como no había ningún tren a hora tan avanzada, caminamos hasta Maida Vale y tomamos un coche para volver a casa. Raffles se fue a las habitaciones que ocupaba en el Albany, y yo a la mía de Mount Street.