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El Hijo de Dios

¿Qué pasa cuando uno muere? Es una pregunta qué ha estado en mente de todos desde el inicio de los tiempos, pero la verdadera pregunta es: si lo supieras ¿Guardarías el secreto? ¿Lealtad y honor? ¿Amor a la patria? Hay muchas razones para pelear en una guerra, pero son pocas las verdaderas para entregar la vida. Esta es la historia del joven Gustavo Montes, un soldado del ejército Mexicano, que por querer tener una vida digna, para él y su familia, murió asesinado en batalla. Pero por fortuna o desgracia, viajó a otro mundo, uno lleno de criaturas misteriosas, magia y aventura. ¿Qué le deparará el destino?

JFL · Kỳ huyễn
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Una verdad y una mentira (2)

Gustavo se rascó debajo del mentón con incomodidad, sintiendo los pequeños bellos que le comenzaban a salir, todos desperdigados. Volvió la mirada un par de veces para observar su flanco izquierdo, tentado a ir a revisar una de las construcciones que tanta atención le robaba. Parecía un templo, o al menos la estatua sin cabeza que Primius reconoció como el dios Sol lo declaraba, pero no fue por su identidad religiosa por lo que quería acercarse. Era algo más.

—Esperen aquí —ordenó sin tono de mandato. Rompió camino y se dirigió a la estructura de culto, ignorando las palabras de sus demás compañeros—. Solo quiero echar un breve vistazo.

Nadie creyó sus palabras, pero las señas de Primius sobre las necesidades masculinas calló la intención de réplica.

Gustavo cruzó por la puerta de hierro destruida y los muros caídos, observando los arbustos de flores blancas, que decoraban gran parte del terreno. Observó el cielo y exhaló, notando en la sombra el denso vaho provocado. Sujetó sin quererlo realmente la empuñadura del sable, con la atención fija a lo que las dos grandes puertas custodiaban con recelo. Bajó la mirada al percatarse de la flor violeta.

«¿Una orquídea?», pensó al levantarla. Dudando de lo que observaban sus ojos, no por la presencia de un espécimen que al igual que otros también habitaban en su tierra natal, no, no era eso, era algo más simple y profundo, aquel pequeño tallo con cinco flores violetas era la planta favorita de su madre, y no pudo evitar pensar en ella al recogerla.

Tragó saliva y tuvo un mal sabor de boca, besó los pétalos y volvió colocarla en el pasto, santiguándose con lentitud. Regresó la mirada a la puerta, esquivando la estatua decapitada que se había interpuesto en su camino. El aire arreció, provocando que su túnica abierta color rojo sangre bailara con brusquedad.

Encima de la gran entrada y debajo del techo se encontraba una claraboya circular, con los remanentes de hierro que en su tiempo habían formado una figura, posiblemente humanoide.

Gustavo posó sus manos sobre los tallados de la madera, y empujó con fuerza. Las puertas se deslizaron hacia dentro con suavidad. Debió forzar su mirada al encontrarse con una profunda oscuridad, no acorde de un sitio con un tragaluz. Se sobresaltó al escuchar el portazo, teniendo que volver la mirada a la entrada cerrada. La temperatura dentro del recinto congelaba hasta los huesos, y, aunque era una molestia, no fue un impedimento para regresar la mirada al centro del lugar, ahora iluminado por una fogata que hace un segundo no había estado presente. Apreció el lugar con la tenue luz de las llamas, los muebles rotos; las paredes pintadas con historia, pero las manchas de sangre desparramadas por armas filosas le robaron toda su atención. Al pie de los tres escalones comenzó a dibujarse una sombra, Gustavo se detuvo de inmediato, extrayendo el sable de la vaina, y tomando una postura ofensiva.

—Guarda el arma, Gustavo —dijo con tono calmo el alto hombre que apareció desde las sombras.

Las llamas pintaron su rostro aperlado, de expresión solemne y profunda, mentón definido y ojos dorados. Era bello, inigualablemente hermoso, con un cabello ondulado color rojizo, que brillaba al recibir el calor del fuego. Portaba una hermosa capa bermellón, del mismo color que su camisa ceñida, guantes blancos y un pantalón negro de tela exquisita, bordado de tal manera que parecía extraño nada más verlo, con semejanza a como el padre de Amaris había apreciado su indumentaria militar. Sus zapatos negros, pulcros y brillantes detuvieron el sonido al llegar ante la fogata, donde el individuo tomó asiento en una silla de madera, similar a un trono.

—¿Quién es usted? —preguntó con un ligero temblor en sus manos, aunque intuía conocer ya la respuesta.

—El mismo que crees —dijo, arrebatando una gran pierna del jabalí al fuego, mismo que Gustavo observaba con duda por su repentina aparición.

—¿Vigilante?

—Claro —asintió, y con un leve ademán le invitó a sentarse en un banco circular apolillado—, acaso, ¿no me reconoces? —preguntó con sorna.

—Como podría hacerlo —respondió con una mueca parecida a una sonrisa—, no sé cuál es su verdadera apariencia.

El masculino sonrió, pero sus ojos no lo hicieron.

—¿Querías verme? —inquirió al verle enfundar.

—Tengo dudas —dijo al tomar asiento. La madera crujió y su rostro mostró la larga lucha que había estado combatiendo—, señor, demasiadas dudas. —Desvió la mirada al suelo, avergonzado con la facilidad con la que sus sentimientos se desbordaban—. Me sigo cuestionando ¿Qué vio Dios Padre en mí?

El transformado en hombre tragó el bocado, limpió con un paño blanco extraído de ninguna parte la grasa de sus labios, arrojando sus intensos y profundos ojos al joven.

—¿Crees que se ha equivocado?

Gustavo abrió y cerró la boca, pero fue incapaz de siquiera pensar en afirmar.

—¿Qué decidió hacer uso de tu vida en una batalla de la que no eres responsable?

—No —respondió de inmediato, vehemente y con una expresión firme—. Por supuesto que no. No pienso eso. —Regresó a su abatida expresión, y por un breve momento se perdió en el baile de las llamas hasta ser interrumpido por el ofrecimiento de la presa de carne—. No, gracias. —Negó con suavidad, el jabalí se observaba apetitoso, y no podía negar que tenía hambre, pero no tenía una agradable sensación en su estómago, ni la cabeza en su sitio para probar alimento.

—¿Por qué solicitaste mi presencia? —Levantó del suelo un cáliz dorado, incrustado de piedras preciosas y bebió con placer el líquido dentro, rojo al parecer, pues una gota había resbalado hasta caer al suelo.

—¿Lo hice? —Levantó las cejas, sorprendido e intrigado.

—Lo hiciste —afirmó—, y por eso estoy aquí. He estado —continuó al ver su conflictiva expresión— cerca de ti, he caminado tus pasos y observado tu viaje, tus tropiezos e indecisiones, tu dolor, tu angustia, ¿por eso me llamaste?

—Supongo —respondió sin certeza—, no creí que pudiera hacerlo. Al despedirte mencionaste que debía caminar por mi mismo, seguir mis instintos, pero...

—¿Decepcionado por saber que te he cuidado?, ¿qué he estado velando por tu seguridad desde el inicio? —Volvió a beber, y sus guantes blancos se oscurecieron tenuemente.

—No —dijo él—, quiero decir... No lo sé —suspiró—. ¿Crees que pueda lograrlo? —Apretó el puño y lo observó relajarse.

El masculino abrió los ojos, sorprendido por la inesperada pregunta.

—Eres más fuerte de lo que creía.

Gustavo le miró con una sonrisa agradecida, pero la expresión del individuo era todo, menos cordial.

—Ja, el mismo truco no te engañó dos veces. —Gustavo le escuchó decir a lo bajo.

Volteó al oír el pesado deslizamiento de las puertas, percibiendo la luz nublada del tragaluz, que hace unos instantes había estado desaparecida.

—Estás bien ¡Qué alegría! —gritó Amaris al acercarse, con una sonrisa plasmada en su rostro.

Gustavo le miró y a sus otros cuatro compañeros presentes, abrió los ojos al recordar, volviendo su mirada al lugar donde el vigilante se encontraba sentado, pero no encontró a nadie, ni siquiera la fogata, lo único presente era un lobo muerto, en estado de putrefacción y con dos de sus patas faltantes.

—El tiempo empeoró de la nada —dijo Amaris al conseguir llegar a su lado—. Y escuchamos un estruendo salir de este lugar. Pensamos lo peor. —Quería abrazarlo, estaba nerviosa, por no decir aterrada, la atmósfera dentro de lo que parecía era un templo era tétrica, malévola e irrespirable.

Gustavo percibió una fuerte ráfaga de aire al ver a Primius luchar por cerrar las grandes puertas, y como hechizos arcanos notó por el tragaluz decenas de relámpagos en el cielo, que hicieron retumbar el lugar como si hubieran caído a unos pasos.

—Por los dioses —dijo al lograr la hazaña, volviéndose a sus compañeros con una expresión de fatiga y de logro—. Tengo miedo del cabrón que se metió con Lorna. —Compuso su recién adquirida capa dorada, para inmediatamente hacer lo mismo con sus cabellos desorganizados.

Los relámpagos no dejaban de presentarse tras aquel redondo tragaluz, empero, la atención de Gustavo había sido robada por la extraña expresión de su compañera Xinia, que admiraba las paredes como quién observa el pasado.

—Este sitio es muy extraño —dijo la guerrera del escudo, sin quitar su mirada de la pared pintada, del rostro de la madre contorsionado de dolor por la muerte del hijo a manos de una criatura inhumana—, hay algo en el aire, como si una presencia terrorífica estuviera observándonos. —Se volvió hacia Gustavo y él notó que sus dos ojos se habían tornado blancos como perlas, con un minúsculo tono azulado en el medio, que centelleó por unos breves segundos.

Cuando parpadeó el insólito tono había desaparecido, su expresión fue recobrando la palidez del terror anterior.

—Hay que descansar aquí hasta que pase la tormenta —sugirió, y por las expresiones de sus compañeros todos convinieron en que era lo mejor.

Ollin abrió la boca, pero prefirió callar al percatarse que no resultaba beneficioso comentar sus especulaciones del lugar, al menos no por el momento.

∆∆∆

Ante el oscuro sendero de árboles, arbustos y tierra, un hombre alto, de cabellos rubios y ojos cafés se manifestó de forma súbita, casi tropezando por la inercia de su aparición.

—¿Quién ha sido el osado? —preguntó con furia al recuperar el equilibrio.

Su mueca de ira se pronunció por el desafiante silencio. Formó un puño con la mano y desató un poder antiguo y feroz, destruyendo todo a su paso en un radio de diez metros.

—Si lograste intervenir mi viaje, pudiste sobrevivir a eso —dijo con sorna, notando que las nubes se oscurecían a lo lejos—. ¡Sal cobarde!

Ocupó su energía pura para que su voz llegara más lejos, pero, continuó siendo ignorado.

—¿Eres tú, niño? —inquirió al procesar un poco de información de los alrededores, notando las huellas de aquel que buscaba, sin embargo, había algo que interrumpía su habilidad, que le impedía ver más allá—. Te he subestimado. —Observó el cielo y se desvaneció, pero su silueta volvió a aparecer en el mismo lugar que antes—. Ja, ja, ja, ja, ja. Esto será interesante.