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El despertar de Sylvia

En un mundo donde la realidad y la fantasía colisionan, Carlos, un jugador de videojuegos, se encuentra atrapado en el cuerpo de su avatar elfico, Sylvia. Despertando en un reino desconocido, debe navegar por una vida que es tanto familiar como extraña, enfrentando desafíos que ponen a prueba su identidad y su supervivencia. Capturada y acusada de espionaje, Sylvia es llevada ante los templarios y sacerdotes del monasterio, quienes ven en ella tanto una amenaza como una posible clave para un antiguo misterio. A través de juicios y tribulaciones, Sylvia se ve obligada a adaptarse a su nuevo entorno, aprendiendo las enseñanzas de Olpao y descubriendo paralelismos sorprendentes con su vida pasada. Mientras se sumerge en las profundidades de la fe y la política del monasterio, Sylvia descubre una profecía sobre los "Viajeros de Mundos", seres con el poder de alterar el destino de su mundo. Con esta nueva comprensión, se encuentra en el centro de una lucha por el poder, donde las alianzas son tan volátiles como las verdades que busca. Enredada en una red de manipulación y engaño, Sylvia debe discernir amigos de enemigos, especialmente cuando Günter, un templario con oscuros motivos, la arrastra hacia una trama de intrigas. Con cada capítulo, la tensión se intensifica, y Sylvia se encuentra en una carrera contra el tiempo y las sombras que buscan usarla como peón en un juego peligroso. "El Despertar de Sylvia" es una historia de transformación, descubrimiento y la lucha por la autenticidad en un mundo donde las apariencias pueden ser tan engañosas como la magia que lo impregna.

Shandor_Moon · Kỳ huyễn
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05. Su nueva vida en el monasterio

Sylvia despertó al amanecer, mucho antes de que el primer canto del gallo rompiese el silencio del monasterio. La realidad de su nueva vida se imponía con cada rayo de sol que se filtraba por las estrechas ventanas de su celda. Aunque había escapado de la muerte, las cadenas metafóricas de su sentencia eran igualmente pesadas. Las restricciones impuestas sobre ella y los servicios comunitarios diarios se mostraban tan extenuantes como cualquier castigo físico. 

 

Su día comenzaba en la cocina del monasterio, donde las primeras horas de la mañana transcurrían entre vapores y el chocar de ollas y sartenes. Sylvia ayudaba a preparar el desayuno para todos los habitantes del monasterio. Bajo la estricta mirada del hermano Elías, un cocinero tan robusto como ronco, Sylvia aprendía a pelar tubérculos, cortar verduras y, ocasionalmente, manejar el caldero de gachas. El calor de la cocina y el constante bullicio eran un contraste marcado con la tranquilidad meditativa que se suponía debía imperar en un lugar de fe. 

 

Tras el desayuno, el deber la llevaba a las áreas comunes, donde las labores de limpieza la esperaban. Armada con un rastrillo y un cubo, limpiaba los pasillos y el claustro, donde los monjes pasaban gran parte de su tiempo en lectura y oración. La piedra fría de los pasillos parecía absorber el eco de sus pasos, y las miradas ocasionalmente curiosas o abiertamente hostiles de los monjes añadían peso a cada movimiento. Aunque algunos mostraban un gesto de agradecimiento o una sonrisa breve, otros apenas disimulaban su desdén por la elfa que ahora caminaba entre ellos. 

 

Por las tardes, el trabajo se trasladaba al exterior, a los extensos campos que rodeaban el monasterio. Bajo el sol o la lluvia, Sylvia se sumaba a los esfuerzos de agricultura, plantando, deshierbando y cosechando bajo la supervisión de hermano Matthieu, un templario de pocas palabras pero de mirada incisiva. Aunque el trabajo era agotador, había algo en el contacto con la tierra que le resultaba reconfortante, casi sanador. 

 

El crecimiento y cuidado de las plantas le ofrecían un silencioso recordatorio de que la vida, incluso en las condiciones más duras, encontraba una manera de prosperar. Sin embargo, la supervisión constante de los templarios le recordaba que su libertad era limitada. No había momento del día en que no se sintiera observada, evaluada, como si cada acción pudiera ser la chispa de un juicio aún mayor. 

 

Tras la jornada laboral, los momentos de quietud y estudio comenzaban. Cada tarde, después de la cena, Sylvia era conducida a una pequeña biblioteca dentro del monasterio donde Theodor la esperaba. Este tiempo estaba dedicado a su educación religiosa y cultural bajo la tutela del sacerdote, un hombre de mediana edad con una paciencia tan vasta como su conocimiento. 

 

En estas sesiones, Theodor introducía a Sylvia en los fundamentos de la fe de Olpao. Comenzaron por los textos sagrados, voluminosos libros con tapas desgastadas que contenían los mitos, las leyendas y las doctrinas que formaban el núcleo de su religión. Sylvia aprendía a recitar oraciones, a interpretar los símbolos sagrados y a entender las historias que daban forma a la moral y las creencias del pueblo. 

 

Además, Theodor la llevaba a participar en los rituales y observar las oraciones diarias del monasterio. Al principio, Sylvia se mantenía al margen, su escepticismo y su resistencia interna actuaban como una barrera invisible entre ella y la fe que se le presentaba. Sin embargo, a medida que observaba y participaba, comenzaba a notar paralelos sorprendentes entre las enseñanzas de Olpao y los principios que habían regido su vida en el mundo del juego. 

 

La idea de que las acciones de una persona podían influir en su entorno y eventualmente retornar a ella era un concepto familiar, similar a las mecánicas de causa y efecto presentes en el juego. Asimismo, la importancia del honor, la verdad y la protección de los inocentes resonaban con las misiones y desafíos que había enfrentado como jugador. 

 

Estas similitudes, inicialmente descartadas como coincidencias, comenzaron a tejer una conexión más profunda en su mente. Sylvia empezó a reflexionar sobre cómo las estructuras y las narrativas del juego podrían reflejar verdades universales, tal vez incluso verdades que trascendían las fronteras de mundos y realidades. 

 

Theodor notó el cambio en su actitud, cómo la resistencia inicial daba paso a preguntas más profundas y reflexiones más significativas. Alentaba estos momentos, guiando a Sylvia a través de debates y discusiones que desafiaban sus preconcepciones y la impulsaban a explorar más allá de las superficies. 

 

Este proceso de aprendizaje se convirtió en un puente entre Sylvia y su nueva realidad. No solo estaba adquiriendo conocimientos religiosos; estaba redefiniendo su propia identidad en un mundo que, aunque extraño y a veces hostil, comenzaba a mostrarle caminos de comprensión y conexión que nunca había considerado posibles. 

 

Cada noche, al regresar a su celda, el cansancio físico batallaba con la angustia mental, dejándola exhausta en todos los sentidos. En esta nueva realidad, cada día era una mezcla de aprendizaje forzado y la búsqueda de pequeños momentos de paz entre las sombras de la disciplina y la vigilancia. 

 

A pesar de todo, Sylvia comenzaba a encontrar un ritmo en el ritual diario, un atisbo de propósito en el esfuerzo constante. Aún así, la verdadera prueba de su adaptación y transformación apenas comenzaba. 

 

En cuanto a las relaciones en el monasterio, Sylvia enfrentaba una variedad de reacciones. La mayoría de los monjes y templarios mantenían una distancia cautelosa, marcada tanto por el respeto a las órdenes del Gran Maestre como por un prejuicio subyacente hacia su raza. 

 

No obstante, no todos en el monasterio cerraban sus mentes y corazones ante su presencia. Algunos, especialmente los más jóvenes o aquellos con un espíritu más inquisitivo, mostraban una curiosidad genuina sobre su origen y las circunstancias que la habían llevado hasta allí. 

 

Estos monjes ocasionalmente ofrecían palabras de apoyo o gestos amistosos, lo que proporcionaba a Sylvia pequeños consuelos en su día a día. Entre estos estaba Roberto, el joven aprendiz que, como Sylvia, parecía haber sido arrastrado desde el mismo mundo. 

 

A diferencia de Sylvia, Roberto había sido, al igual que ella, sacerdote en el videojuego que los transportó a esta realidad, pero en su caso, servía a la diosa de la guerra, lo que reflejaba su actitud más belicosa y su enfoque en la lucha y el combate. 

 

Su llegada al monasterio el mismo día que Sylvia y bajo circunstancias igualmente misteriosas había creado un vínculo peculiar entre ellos, aunque no exento de tensiones heredadas de cuando compartían partidas. 

 

Roberto no ocultaba su desprecio por lo que consideraba debilidades en Sylvia, aún arrastrando la rivalidad de su vida pasada. Sin embargo, era la única conexión directa que Sylvia tenía con su mundo anterior, lo que lo hacía una presencia constante en su nueva vida. 

 

A pesar de sus diferencias, comenzaron a compartir experiencias y teorías sobre su inexplicable transición a este mundo. Estas conversaciones a menudo tenían lugar cuando coincidían en algún trabajo o durante las comidas, convirtiéndose en los pocos momentos en que Sylvia podía hablar abiertamente de su pasado sin temor a ser incomprendida. 

 

La relación entre Sylvia y Roberto era complicada. Él, sabiendo que Sylvia antes era Carlos, la consideraba ahora completamente una mujer, mirándola a veces con una intención que rozaba lo impropio. 

 

Sylvia, por su parte, se encontraba en un torbellino emocional. Si bien en su vida anterior había estado clara sobre su atracción hacia las mujeres, las atenciones de Roberto y la cercanía física empezaban a despertar en ella sensaciones nuevas y confusas. Estos sentimientos eran amplificados por sueños vívidos y desconcertantes donde no solo Roberto, sino también otros jóvenes fuertes del monasterio, aparecían de maneras que desafiaban su entendimiento previo de sí misma. 

 

Esta dinámica creaba un campo minado emocional para Sylvia. Por un lado, deseaba mantener cerca a Roberto, su único vínculo con su pasado y, en cierto modo, un "amigo" en este aislado entorno. Por otro, su conducta a veces cruzaba límites que la hacían sentir incómoda y confundida acerca de sus propios deseos y orientación. 

 

La complejidad de sus interacciones no solo desafiaba su percepción de sí misma, sino que también influía en cómo los demás en el monasterio comenzaban a verla, añadiendo otra capa de complejidad a su ya difícil adaptación. 

 

Especialmente complicado para Sylvia fue un encuentro con Roberto y otros tres compañeros de este. Ya habían pasado cuatro meses desde su llegada a este mundo y el verano estaba en sus últimos días. Sylvia caminaba hacia la capilla para uno de sus rituales de purificación mientras Roberto y su compañero regresaban de practicar con las armas para honrar a su diosa. Se cruzaron en uno de los claustros, bajo la luz de la luna que iluminaba los cuerpos sudorosos de los cuatro jóvenes. 

 

—Que la protección de Tasares sea con vosotros —susurró al acercarse a los cuatro, asumiendo que todos seguían a esa deidad. 

 

—¿Qué has dicho, escoria elfa? —inquirió Günter, bloqueándole el paso. Sylvia respondió mirando hacia abajo con el mismo saludo. 

 

—No oses ensuciar el nombre de la diosa Tasares pronunciándolo con tu sucia boca. Arrodíllate y pide perdón por haber usado su nombre —exigió Günter. 

 

Sylvia no quería discutir, y Günter era especialmente beligerante con su presencia. No era el primer encontronazo; si no obedecía, él se empeñaba en disciplinarla a golpes. 

 

—Pido perdón por mancillar el nombre de tan importante diosa —contestó tras arrodillarse ante Günter, esperando apaciguar al templario. 

 

—Lame mis botas, sucia elfa —las botas de Günter estaban realmente sucias después de haber estado entrenando en el patio de tierra. Sylvia dudó entre obedecer y rebelarse. 

 

—Levántate —intervino Roberto, extendiéndole la mano—. Sylvia es nuestra compañera. El mismo Gran Maestre la ha aceptado y se está esforzando mucho por encajar. 

 

Sylvia aceptó la mano de Roberto y, tras levantarse, se colocó detrás de él. Günter y Roberto mantuvieron durante unos instantes un duelo de miradas, mientras Sylvia permanecía asustada detrás, consciente de que poco podría hacer frente a gente acostumbrada a luchar por diversión. 

 

—Calmaos los dos. Una elfa no merece una pelea entre nosotros, y tampoco es tan grave que nos desee la protección de la mejor diosa de todo el panteón —intervino Frederick, otro joven templario que solía comportarse bien con ella—. Ninguno de los dos querría ser expulsado o encerrado en el calabozo por una elfa. 

 

Günter miró por encima del hombro de Roberto a Sylvia, lanzó un resoplido y continuó su camino, golpeando el hombro de Roberto al pasar. El acólito de Tasares no respondió a la provocación y simplemente observó cómo se marchaba. 

 

—Disculpa a Günter, su pueblo fue atacado por elfos cuando él no estaba. Mataron a todos —justificó Frederick, aunque para Sylvia tenía poco sentido ser odiada por lo que hubieran hecho otros elfos. Los humanos también se atacaban entre ellos y no por ello odiaban a otros humanos simplemente por ser humanos. 

 

Sylvia asintió ante las palabras de Frederick, reconociendo que él tampoco tenía culpa del comportamiento de su amigo. No podía tratarlo injustamente cuando él también había evitado una pelea. Tras esto, Frederick y Hugo, quien había permanecido aparte, siguieron a Günter, dejando solos en el claustro a Sylvia y Roberto. 

 

Tras la tensa confrontación, los pasos de los demás resonaban en el claustro, alejándose y dejando un silencio que pronto fue llenado por el murmullo suave de la brisa nocturna. Roberto se volvió hacia Sylvia, su torso desnudo capturando los rayos de la luna que se filtraban a través de los arcos del claustro, bañándolo en un halo etéreo que delineaba cada músculo y curva de su cuerpo con una luz plateada. 

 

La piel de Roberto parecía casi irreal bajo esa luz, su pecho subiendo y bajando con respiraciones pausadas tras el esfuerzo físico reciente. Sylvia, aún con el corazón palpitante por el encuentro anterior, no pudo evitar que sus ojos recorrieran, casi contra su voluntad, la figura del hombre frente a ella. Cada detalle, desde las gotas de sudor que se deslizaban por su piel hasta la forma en que sus abdominales se tensaban al moverse, parecía dibujarla más hacia él. 

 

—Gracias, Roberto —murmuró Sylvia, su voz era un suave susurro que resonaba delicadamente entre los sombreados pilares del claustro, reflejando su vulnerabilidad y gratitud en ese tranquilo momento. 

 

Él asintió, una sonrisa tímida asomando en sus labios. —No tienes por qué agradecerme, Sylvia. Es lo correcto. 

 

Había una suavidad en su voz que rara vez mostraba, y Sylvia sintió cómo algo en su interior respondía. Antes de que pudiera procesar lo que estaba haciendo, se acercó a él, impulsada por una mezcla de gratitud y una atracción repentina y desconcertante. Sus labios encontraron los de él en un beso fugaz, tierno y sorpresivamente dulce. 

 

Al separarse, Sylvia se encontró mirando los ojos de Roberto, buscando alguna señal de rechazo o sorpresa. Pero lo que encontró fue una calidez comprensiva, y quizás un atisbo de confusión que igualaba la suya. 

 

Sobresaltada por su propio atrevimiento y confundida por sus emociones, Sylvia dio un paso atrás. —Lo siento, no sé qué me pasó —balbuceó, antes de darse la vuelta y correr, dejando atrás a un igualmente perplejo Roberto. 

 

Mientras se alejaba, su mente giraba frenéticamente. ¿Por qué se sentía de repente atraída por Roberto, si siempre había sabido que le gustaban las mujeres? Su corazón latía con fuerza, no solo por la carrera, sino también por la agitación de un terreno emocional totalmente desconocido. Sylvia sabía que tenía mucho que reflexionar, pero una parte de ella no podía negar la electricidad que había sentido en ese breve contacto, desafiando todo lo que pensaba conocer sobre sí misma. 

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