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C A P Í T U L O 2 4

A PESAR de que el año se metió en el otoño y que las semanas construyeron meses, el calor del verano continuó y a la larga se retiró tan lentamente que no eran perceptibles los cambios de estación. Las palomas, que tenían por costumbre congregarse junto al agua, habían desaparecido mucho tiempo atrás. Los patos salvajes que surcaban el cielo buscaban estanques para descansar por las noches, pero tenían que continuar cansados su vuelo. Los más débiles aterrizaban en los campos secos y se agregaban a otra bandada al día siguiente. El aire no refrescó hasta noviembre y parecía que realmente ya estaba cerca el invierno. Toda la tierra estaba reseca como la yesca. Incluso los liqúenes secos se habían desconchado de las rocas.

Las semanas cálidas se sucedieron. Joseph vivía en el anillo de pinos, esperando el invierno. Su nueva vida había traído aparejados nuevos hábitos. Cada mañana cogía agua de la charca profunda que había cavado y regaba el musgo de la roca. Por las noches, lo regaba otra vez. El musgo había respondido al tratamiento; estaba liso y espeso y verde. Era lo único verde en toda la tierra. Joseph lo examinaba cuidadosamente para ver que no había síntomas de sequedad. El arroyo disminuía poco a poco, pero se acercaba el invierno y todavía quedaba agua más que suficiente para mantener la roca chorreando humedad.

Cada dos semanas, Joseph marchaba a través de las montañas agostadas a Nuestra Señora para proveerse de vituallas. Al comenzar el otoño se encontró con una carta esperándolo.

Thomas sólo le informaba: «Aquí hay hierba. Perdimos trescientas cabezas de ganado en el camino. Las que quedan están gordas. Rama está bien y los niños también. La renta de los pastizales es muy alta a causa de los años de sequía. Los niños nadan en el río».

Joseph encontró a Romas en la ciudad y Romas le contó someramente el viaje por las montañas. Le contó cómo se caían las reses, una tras otra, y no se levantaban con la aguijada, sino que miraban cansadas al cielo. Romas sabía cuándo ya no les quedaba ni una pizca de fuerza. Las miraba a los ojos y después las disparaba apuntando al pecho y los ojos cansados se quedaban fijos, sin cambiar. Encontraron poca comida y poca agua. Los rebaños ocupaban toda la carretera y los granjeros que encontraron a lo largo del camino se mostraron hostiles. Vigilaban sus vallas y disparaban a cualquier animal que las traspasara. Los caminos estaban llenos de animales muertos cubiertos de tierra y la ruta apestaba de principio a fin con el olor de carne putrefacta. Rama, temiendo que los niños pudieran caer enfermos al respirar ese aire, les hizo cubrirse las caras con pañuelos húmedos. Cada día que pasaba hacían menos millas. El ganado, cansado, descansaba toda la noche y las vacas dejaron de buscar comida. Se envió de vuelta a casa a un vaquero y después a otro según iba menguando el ganado, pero Romas se quedó y los dos de la casa, hasta que llegaron a un riachuelo y pudieron sentarse a comer durante toda la noche. Romas sonreía mientras lo contaba y el tono de su voz era monótono. Cuando terminó el relato se marchó deprisa, diciéndole a gritos:

Su hermano me pagó y entró en la cantina, desapareciendo de su vista.

Mientras escuchaba el informe, Joseph sintió un dolor agudo en el estómago y se sintió aliviado al ver marchar a Romas. Compró sus provisiones y volvió a su barricada. Por primera vez no vio la tierra reseca, agrietada en líneas alargadas como relámpagos. Tampoco sintió los tirones débiles de la maleza marchita bajo los cascos de su caballo. Su mente era una carretera polvorienta y veía morir a las cansadas reses en su imaginación. Sentía haberse enterado, porque ahora había un enemigo más que se sumaría al ataque contra los pinos protectores.

El follaje del pinar estaba muerto, pero los troncos erectos seguían protegiendo la roca. La sequía se había arrastrado primero por el suelo, matando las enredaderas y los arbustos, pero las raíces de los pinos penetraban hasta la roca madre y todavía bebían algo de agua y las agujas eran de color verde oscuro. Joseph regresó al claro y palpó la roca para asegurarse de que seguía húmeda y observó el encogido arroyo. Por primera vez hizo unas muescas en el borde del agua para determinar con qué rapidez disminuía.

En diciembre un hielo aciago golpeó la región. El sol salía y se ponía rojo y un viento del norte se levantaba todos los días en la región, llenando el aire de arena y arrancando las hojas secas. Joseph bajó un día al rancho y cogió una tienda para dormir en ella. Mientras estaba

entre las casas silenciosas, puso en marcha el molino de viento y escuchó unos instantes cómo chupaba aire a través de las cañerías y después giró la manivela que hacía parar las aspas. No miró hacia atrás al subir la montaña montado en su caballo y dio un rodeo por un camino que bordeaba las tumbas en la falda de la montaña.

Aquella tarde vio jirones de niebla sobre la cordillera occidental. «Podría ir a ver otra vez al anciano», pensó. «Quizá me pueda contar más cosas». Pero lo pensaba por distraerse. Sabía que no podía abandonar la roca por temor a que el musgo se marchitara. Regresó al claro silencioso y montó la tienda. Cogió el cubo de entre sus efectos personales y avanzó para echar agua sobre la roca. Algo había ocurrido. El arroyo había bajado de las marcas más de dos pulgadas. En algún lugar subterráneo la sequía había atacado el manantial. Joseph llenó el cubo en la charca y regó la roca y lo volvió a llenar. Pronto se vació la charca. Tuvo que esperar media hora para que el agonizante arroyo la llenara de nuevo. Por primera vez se apoderó de él el pánico. Entró a gatas en la cueva y miró la hendidura de la que manaba lentamente el agua. Salió a gatas de la cueva, cubierto de la humedad de la cueva. Se sentó junto al arroyo, contemplando cómo entraba el agua en la charca. El viento agitaba nerviosamente las ramas de los pinos.

Vencerá dijo Joseph en voz alta. La sequía nos alcanzará. Estaba asustado.

Por la tarde salió siguiendo el camino y contempló la puesta de sol sobre Puerto Suelo. Se levantó una niebla procedente del mar invisible y se tragó el sol. En el gélido anochecer de invierno Joseph recogió ramas muertas de pinos y un puñado de pinas para encender una hoguera. Esa noche encendió el fuego junto a la charca para que las llamas iluminaran el agua. Después de tomar su frugal cena, se recostó sobre la silla de montar y contempló el agua, entrando sin hacer ruido en la charca. El viento había cesado y los pinos estaban quietos. En todo el pinar a su alrededor, Joseph oía cómo se arrastraba la sequía, sobre las escamas secas de la tierra, rodeando, explorando los límites del claro. Escuchaba el susurro ronco de la tierra asustada al sentir cómo la sequía pasaba por encima de ella. Se levantó y metió el cubo en la charca, bajo el arroyo, y cada vez que lo llenaba, lo derramaba sobre la roca y se sentaba mientras esperaba que el cubo volviera a llenarse. Le parecía que cada vez tardaba más en llenarse. Las lechuzas revoloteaban imparables en el aire, pues apenas había animales que atrapar. Después oyó un tenue y lento golpear en la tierra. Contuvo la respiración para prestar oído.

Está subiendo la montaña. Entrará esta noche. Tomó aliento y escuchó el rítmico latido y susurró:

Cuando penetre aquí, la tierra morirá y el arroyo se secará.

El sonido avanzaba firmemente subiendo la montaña. Joseph, cercado con la roca, lo oía acercarse. El caballo levantó la cabeza y relinchó y se oyó un relincho en respuesta desde la montaña, al otro lado del pinar. Joseph se levantó de un salto y se quedó junto a la hoguera, aguardando con los hombros rectos y la cabeza hacia delante para resistir el golpe. A la pálida luz de la noche vio que un jinete entraba en el claro y detenía su caballo. El jinete parecía más alto que los pinos y su cara aparecía enmarcada por un halo de luz azul pálido. Lo llamó suavemente «señor Wayne».

Joseph dio un suspiro y sus músculos se relajaron.

Eres tú, Juanito le dijo con voz cansada. Conozco tu voz. Juanito desmontó, ató su caballo y avanzó hasta la hoguera.

Fui primero a Nuestra Señora. Me dijeron que se había quedado solo. Después fui al rancho y vi las casas abandonadas.

¿Cómo supiste dónde encontrarme? le preguntó Joseph.

Juanito se puso de rodillas delante del fuego y se calentó las manos, tirando ramitas para avivar el fuego.

Me acordé de lo que le dijo a su hermano una vez, señor. Le dijo: «Este lugar es como agua fresca». Vine atravesando las montañas secas y supe que estaría aquí. El fuego había crecido y miró a Joseph a la cara. No está usted bien, señor. Está delgado y enfermo.

Estoy bien, Juanito.

Está seco y parece tener fiebre. Debería ir a que lo viera un médico mañana.

No, me encuentro bien, Juanito. ¿Por qué has vuelto, Juanito?

Juanito sonrió al recordar su dolor.

Lo que me hizo marcharme, desapareció, señor. Supe que había desaparecido y sentí el deseo de volver. Tengo un hijo pequeño, señor. Lo he visto hoy. Se parece a mí, tiene los ojos azules y ya sabe hablar un poco. Su abuelo lo llama chango y dice que es un piojo y se ríe. Este García es un hombre alegre. Su cara se había iluminado con su felicidad, pero volvió a ensombrecerse. Y usted, señor. Me contaron lo que le pasó a su mujer, pobrecita. Ponen velas por ella.

Joseph meneó la cabeza para sacudirse los recuerdos.

Esto se acercaba, Juanito. Sentí que venía. Sentí que se arrastraba para lanzarse contra nosotros. Esto es el final, sólo queda esta pequeña isla.

¿De qué está hablando, señor?

Escucha, Juanito. Primero fue la tierra y depués llegué yo para encargarme de cuidar la tierra; pero ahora casi toda la tierra está muerta. No quedamos más que esta roca y yo. Yo soy la tierra. Sus ojos se llenaron de tristeza. Elizabeth me habló en una ocasión de un hombre que huyó de su destino. Se aferró a un altar en el que se sentía a salvo. Joseph sonrió al recordarlo. Elizabeth sabía historias para todo lo que ocurría, historias paralelas a las cosas que pasaban y que indicaban cómo terminarían.

Se hizo el silencio entre ellos. Juanito rompió más varitas y las lanzó al fuego. Joseph preguntó:

¿Dónde fuiste al marcharte, Juanito?

Fui a Nuestra Señora. Fui a buscar a Willie y me lo llevé conmigo. Miró con rostro duro a Joseph. Era el sueño, señor. ¿Se acuerda del sueño? Me lo contaba con frecuencia. Su sueño ocurría en una tierra seca que brillaba. Había agujeros en la tierra. Los hombres que salían de los hoyos lo destrozaban como si fuera una mosca. Era un sueño. Me lo llevé conmigo, pobre Willie. Fuimos a Santa Cruz y trabajamos en un rancho de las cercanías, en las montañas. A Willie le gustaban los árboles grandes de las montañas. La región era totalmente distinta a la que él veía en su sueño.

Juanito se detuvo y miró al cielo, a la media luna que asomaba su cara por encima de las copas de los árboles.

Un momento dijo Joseph y cogió el cubo lleno de la charca y lo vertió sobre la roca. Juanito vio lo que hacía, pero no dijo palabra.

Ya no me gusta la luna siguió diciendo Juanito. Trabajamos allí, en la montaña, cuidando los rebaños entre los árboles y Willie estaba contento. A veces tenía el sueño, pero yo estaba a su lado para ayudarle. Cada vez que soñaba eso, íbamos a Santa Cruz, bebíamos whisky y veíamos alguna muchacha. Juanito se caló el sombrero para poner su rostro a salvo de la luz de la luna. Una noche Willie tuvo su sueño y al día siguiente, por la noche, fuimos a la ciudad. Hay playa en Santa Cruz y diversiones, tiendas y cochecitos para montar en ellos. A Willie le gustaban todas esas cosas. De noche paseamos por la playa y había un hombre con un telescopio para mirar la luna. Costaba cinco centavos. Miré yo primero y luego Willie. Juanito se apartó de Joseph. Willie se puso muy enfermo dijo. Lo llevé delante de mí, sobre mi silla y guié su caballo. Pero Willie no lo podía soportar y aquella noche se colgó de la rama de un árbol con la riata. Lo pudo aguantar mientras no fue más que un sueño, pero cuando vio que ese lugar existía y que no era un sueño, no podía aguantar vivir. Los agujeros, señor, y el lugar seco. Estaba ahí de verdad, ¿entiende? Lo vio en el telescopio. Rompió algunas varitas y las lanzó al fuego. Lo encontré ahorcado por la mañana.

Joseph se puso en pie de un salto.

Aviva el fuego, Juanito. Voy a hacer café. Hace mucho frío esta noche.

Juanito rompió algunas ramas más y partió con el tacón de la bota un leño seco.

Quería volver, señor. Me sentía solo. ¿Le ha dejado ya la cosa antigua?

Sí. Nunca estuvo dentro de mí. Aquí no hay nada para ti. Sólo estoy yo aquí.

Juanito extendió una mano como si fuera a tocar el brazo de Joseph, pero la retiró enseguida.

¿Por qué se queda aquí? Dicen que el ganado se ha marchado y toda su familia. Véngase conmigo a otro lugar, fuera de aquí, señor.

ojos.

Juanito miraba el rostro de Joseph a la luz de la hoguera y vio que se endurecían sus

No quedan más que esta roca y este arroyo. Sé lo que va a ocurrir. El arroyo se está

secando. Dentro de poco desaparecerá y el musgo se pondrá amarillo y después marrón y al cogerlo, se destrozará. Entonces quedaré yo solo. Y me quedaré. Sus ojos tenían un brillo febril. Me quedaré aquí hasta que muera. Y cuando yo muera, ya no quedará nada.

Me quedaré con usted dijo Juanito. Vendrán las lluvias. Esperaré aquí con usted hasta que lleguen las lluvias.

Joseph inclinó la cabeza sobre el pecho.

No quiero que te quedes aquí dijo abatido por la tristeza. Puede que tengamos que esperar muchísimo tiempo. No hay nada más que noche y día, tinieblas y luz. Si te quedases aquí, habría miles de intervalos para estirar el tiempo, intervalos entre palabras y el larguísimo tiempo entre paso y paso. ¿Está cerca la Navidad? preguntó con interés repentino.

Ya ha pasado le respondió Juanito. Dentro de dos días es Año Nuevo.

Ah suspiró Joseph y se recostó sobre su silla de montar. Se acariciaba la barba con mucho empeño. Otro año dijo en voz baja. ¿Viste nubes mientras subías, Juanito?

No, señor. Me pareció que había un poco de niebla, pero, mire, la luna no tiene halo.

Puede que por la mañana esté nublado dijo Joseph. Estamos tan cerca de Año

Nuevo que no sería extraño que se nublara.

Cogió una vez más el cubo y echó el agua sobre la roca.

Se quedaron en silencio, los dos sentados alrededor de la lumbre, echando de vez en cuando alguna ramita para mantener viva la llama, mientras la luna se deslizaba por encima de sus cabezas en el círculo de cielo. El suelo se cubrió de escarcha y Joseph cedió a Juanito una de sus mantas para que se abrigara y esperaron que el cubo volviera a llenarse pausadamente. Juanito no hacía ninguna pregunta concerniente a la roca, pero Joseph le explicó:

No me puedo permitir desperdiciar ni una gota de agua. Hay muy poca. Juanito se levantó.

No está usted bien, señor.

Pues claro que estoy bien. No trabajo, como poco, pero estoy bien.

¿Ha pensado en ir a ver al padre Angelo? le preguntó súbitamente Juanito.

¿El sacerdote? Pues no, ¿por qué habría de ir a verlo?

Juanito hizo un gesto con las manos como si descartara la idea.

No sé por qué, señor, pero es un hombre sabio y sacerdote. Antes de marcharme con mi caballo, después de aquello, fui a verlo y me confesé. Es un hombre muy sabio. Dijo que usted también era un hombre muy listo. Me dijo: «Algún día, ese hombre llamará a mi puerta». Eso dijo el padre Angelo. «Algún día vendrá», dijo. «Podría ser por la noche. Necesitará fortaleza para sus creencias». Es un hombre extraño, señor. Escucha las confesiones y manda penitencias y a veces habla, pero la gente no entiende. Él los mira y no se preocupa de si entienden o no. Hay personas a las que no les gusta. Les da miedo.

Joseph, interesado por lo que le contaba Juanito, se había echado hacia delante.

¿Qué podría querer yo de él? preguntó. ¿Qué necesito yo ahora que pudiera darme él?

No lo sé replicó Juanito. Podría rezar por usted.

Y eso, ¿tendría alguna utilidad, Juanito? ¿Consigue lo que pide en sus oraciones?

Sí respondió Juanito. Pide a través de la Virgen. Consigue lo que pide.

Joseph volvió a tumbarse sobre la silla de montar y de repente, sonrió para sus adentros.

Iré dijo. Aprovecharé todos los medios a mi alcance. Mira, Juanito. Tú conoces este

lugar y tus antepasados lo conocían. ¿Por qué razón no vino a este lugar ninguno de los tuyos cuando comenzó la sequía? Éste era el lugar al que había que venir.

Los ancianos han muerto dijo lacónicamente Joseph. Los jóvenes lo habrán olvidado. Yo lo recordaba porque mi madre me trajo aquí. La luna declina. ¿No tiene ganas de dormir, señor?

¿Dormir? No, no tengo ganas de dormir. No puedo desperdiciar el agua.

Yo vigilaré el cubo mientras usted duerme. No se saldrá ni una gota.

No, no quiero dormir repuso Joseph. A veces duermo de día, mientras se llena el cubo. Con eso me basta. Aquí no hago ningún trabajo.

Se puso en pie para coger el cubo y acto seguido se agachó gritando:

¡Mira, Juanito!

Encendió una cerilla y la acercó al arroyo.

Mira ahí. El agua está subiendo. Ha sido tu venida. Fíjate, ya se acerca a las muescas. Ha subido media pulgada.

Se acercó emocionado a la roca y metió medio cuerpo en la cueva. Encendió otra cerilla para mirar el manantial.

Mana deprisa gritó. Haz una hoguera, Juanito.

La luna ha desaparecido le dijo Juanito. Duerma un poco, señor. Yo vigilaré el agua. Necesita dormir.

No. Haz una hoguera para que tengamos luz. Quiero ver el agua. Y añadió: Quizá haya ocurrido algo bueno allí donde nace el agua. Puede que crezca el arroyo y podamos salir de aquí para recuperar la tierra. Primero un círculo de hierba y después otro más grande. Sus ojos brillaban. Montes abajo y a la llanura, desde este centro, ¡mira, Juanito! ¡Ha subido más de media pulgada, ha subido una pulgada!

Tiene que dormir le dijo insistente Juanito. Necesita dormir. Ya veo que el agua sube. Estará segura conmigo. Dio unas palmaditas en el brazo de Joseph y lo tranquilizó. Venga, debe dormir.

Joseph no opuso resistencia cuando Juanito le tapó con la manta y, aliviado por el aumento del arroyo, se durmió profundamente.

Juanito se sentó en la oscuridad y fiel a su palabra vertía el cubo sobre la roca cada vez que se llenaba. Éste fue el primer sueño ininterrumpido de Joseph después de mucho tiempo. Juanito mantuvo el fuego encendido con ramitas y se calentaba las manos, a la par que el hielo que había estado flotando en el aire se posaba en una fina capa en la tierra. Juanito contempló a Joseph dormido. Notó que había adelgazado mucho y vio que ya le empezaban a salir canas. Acudieron a su mente las concisas historias indias que le contaba su madre, historias del gran espíritu brumoso y las bromas que éste gastaba a los hombres y a otros dioses. También se acordó, mientras miraba el rostro de Joseph de la iglesia ya vieja de Nuestra Señora, con sus muros de adobe y su suelo de tierra. Había agujeros bajo los aleros por los que, en ocasiones, entraban los pájaros durante la misa. Era frecuente ver excrementos sobre la cabeza del San José y el manto azul de Nuestra Señora. La razón de su pensamiento se desligó lentamente de la imagen. Vio a Cristo crucificado clavado en la cruz, muerto y cubierto de sangre. Su rostro no reflejaba dolor, una vez muerto, sino desilusión y perplejidad y, por encima de todo, un cansancio infinito. Jesús estaba muerto y la Vida había acabado. Juanito alimentó el fuego para obtener una llama más grande y poder ver así más claramente la cara de Joseph y vio las mismas cosas, el desencanto y el cansancio. Pero Joseph no había muerto. Incluso dormido, tenía la mandíbula apretada en un claro signo de resistencia. Juanito se santiguó y se acercó al dormido y le arregló la manta para que quedara bien tapado. Y le pasó la mano por el hombro huesudo. Juanito sentía un cariño aflictivo por Joseph. Siguió guardando su sueño hasta el alba, echando agua sobre la roca una y otra vez.

El agua subió ligeramente durante la noche. Rebasaba la marca hecha por Joseph, formando un pequeño remolino. Al fin apareció un sol frío, penetrando con su luz el bosque. Joseph se despertó y se incorporó.

¿Cómo va el agua? preguntó con vivo interés. Juanito sonrió feliz al oír este saludo.

El arroyo ha crecido dijo. Creció mientras dormía.

Joseph se libró de la manta a patadas y se acercó a mirar.

Es verdad dijo. Algo ha cambiado en alguna parte. Palpó con la mano la musgosa roca. Lo has hecho muy bien, Juanito. Gracias. ¿No la ves más verde?

No pude ver el color por la noche repuso Juanito.

Prepararon el desayuno y se sentaron junto al fuego para beber el café. Juanito dijo:

Iremos a ver al padre Angelo.

Joseph negó con la cabeza lentamente.

Se perdería mucha agua. Además, no hay razón para ir a verlo. El arroyo está creciendo.

Juanito respondió sin levantar la mirada, porque no quería ver los ojos de Joseph.

Le hará bien ver al sacerdote insistió. Después de hablar con el sacerdote uno se siente muy bien. Aunque no se le cuente más que una cosa sin importancia, uno se siente bien.

Yo no soy católico, Juanito. Yo no me puedo confesar. Juanito se quedó desconcertado ante esa salida.

Todo el mundo puede ir a ver al padre Angelo dijo tras una pausa. Muchos hombres que no habían pisado la iglesia desde que eran pequeños, acaban visitando al padre

Angelo, como palomas salvajes que se refugian en las charcas por las noches.

Joseph miró otra vez a la roca.

Pero el agua está subiendo dijo. No hay necesidad de ir ahora.

Juanito estaba convencido de que la Iglesia podía ayudar a Joseph y por ello se atrevió a añadir con cierto deje de malicia:

Llevo viviendo en esta región desde que nací, señor, y usted lleva aquí poco tiempo. Hay cosas que usted no sabe.

¿Qué cosas? inquirió Joseph.

Juanito lo miró directamente a los ojos.

Lo he visto muchas veces antes, señor dijo con compasión. Antes de secarse un manantial, crece un poco.

Joseph dirigió rápidamente la mirada al manantial.

Entonces, esto es una señal del final.

Así es, señor. A no ser que Dios lo remedie, el manantial se secará.

Joseph permaneció sentado en silencio durante unos minutos, pensativo. Finalmente, se puso en pie y agarró su silla por la perilla.

Vamos a ver al sacerdote dijo con voz ronca.

Quizá él no pueda hacer nada dijo Juanito.

Joseph avanzaba con la silla hacia el caballo atado con el ronzal.

No puedo dejar escapar ninguna oportunidad.

Ya ensillados los caballos, Joseph volvió a echar un cubo de agua sobre la roca.

Regresaré antes de que se seque dijo.

Atajaron por un camino que discurría por las montañas y salieron a la carretera en un punto muy avanzado de su recorrido. El trote de los caballos levantaba una nube de arena que los envolvía. El aire era helado y cortaba. Cuando estaban a mitad de camino se levantó el viento que extendió la nube de arena por todo el valle, llenando el aire de polvo hasta convertirlo en una niebla amarillenta que oscurecía al sol. Juanito se dio media vuelta sobre la silla y miró al oeste, de donde venía el viento.

La niebla está en la costa dijo. Joseph no miró.

Siempre está ahí. La costa no corre peligro mientras haya océano.

Juanito dijo con ligero optimismo:

El aire es del oeste, señor. Pero Joseph sonrió sarcástico.

Cualquier otro año hubiéramos cubierto el heno y la leña. En esta época del año, el viento es normalmente del oeste.

Pero algún día tiene que llover, señor.

¿Por qué?

La tierra desolada tocaba las fibras sensibles de su genio. Estaba enfadado con las montañas descarnadas y los árboles desnudos. Sólo sobrevivían los robles y ocultaban su vida tras una cortina de niebla.

Joseph y Juanito llegaron finalmente a las silenciosas calles de Nuestra Señora. La mitad de la población había emigrado, para ir a visitar parientes que vivían en zonas más afortunadas, abandonando sus casas, los patios abrasadores y los corrales vacíos. Romas salió a la puerta de su casa y los saludó con la mano, sin decir nada y la señora Gutiérrez los miró a hurtadillas desde una ventana. No había clientes delante de la cantina. Cuando se acercaban a la iglesuca de adobe, el breve día invernal tocaba a su fin. Dos niños negros jugaban en la calle cubierta por una capa de arena que llegaba a los tobillos. Los jinetes ataron sus caballos a un olivo viejo.

Voy a entrar en la iglesia a encender una vela dijo Juanito. La casa del padre Angelo está detrás. Cuando esté preparado para regresar, vaya a buscarme a casa de mi suegro. Se encaminó a la iglesia, pero Joseph lo hizo volver.

Escúchame bien, Juanito. No debes volver conmigo.

Quiero ir, señor. Soy su amigo.

No dijo Joseph terminantemente. No te quiero allí. Quiero estar solo. Los ojos de Juanito se ensombrecieron por el dolor y la rebeldía.

Sí, amigo mío dijo dócilmente y entró en la iglesia, cuya puerta estaba abierta.

La casucha encalada del padre Angelo estaba pegada a la parte de atrás de la iglesia. Joseph subió los escalones y llamó a la puerta. Al instante, el padre Angelo abrió la puerta. Llevaba puesta una sotana muy vieja. Su rostro había palidecido y sus ojos estaban enrojecidos a fuerza de leer. Sonrió como saludo.

Pase le dijo.

Joseph entró en una habitación adornada tan sólo por unos pocos cuadros de tema religioso. En las esquinas de la habitación se amontonaban libros gruesos, encuadernados en pergamino, libros antiguos, procedentes de las misiones.

Mi ayudante, Juanito, me dijo que viniera dijo Joseph. Percibía la amabilidad que irradiaba el sacerdote y su voz suave lo tranquilizaba.

Sabía que vendría algún día le dijo el padre Angelo. Siéntese. ¿Le falló el árbol, al

final?

Joseph estaba turbado.

Habló antes del árbol. ¿Qué es lo que usted sabía del árbol? El padre Angelo rió abiertamente.

Llevo suficiente tiempo siendo sacerdote para reconocer a otro sacerdote. ¿No prefiere

llamarme Padre?, así es como me llama la gente.

Joseph sintió la fuerza del hombre que tenía ante sí.

Juanito me dijo que viniera.

Ya sé que fue él, pero, ¿le falló el árbol, al fin?

Mi hermano mató al árbol respondió hoscamente Joseph. El padre Angelo mostró su interés en el rostro.

Fue una mala acción. Una acción tonta. Podría haber fortalecido aún más al árbol.

El árbol murió dijo Joseph. El árbol sigue en pie pero muerto.

Y usted, ¿vuelve por fin al seno de la Iglesia? Joseph sonrió divertido ante su misión.

No, Padre respondió. He venido para pedirle que rece para que llueva. Soy de

Vermont, Padre. Allí nos contaron cosas de su Iglesia.

El sacerdote asintió con la cabeza.

Sí, ya sé qué tipo de cosas.

La tierra está muñéndose gritó de repente Joseph. Rece pidiendo la lluvia, Padre.

¿Ha rezado para que llueva?

En aquel momento el padre Angelo sintió que parte de su seguridad lo abandonaba.

Le ayudaré a rezar por su alma, hijo mío. La lluvia vendrá. Hemos celebrado misa pidiéndolo. Dios sabe cuándo mandar la lluvia y cuándo no.

¿Cómo puede estar seguro de que lloverá? le acució Joseph. Le digo que la tierra se está muriendo.

La tierra no muere repuso cortante el sacerdote. Joseph lo miró enfadado.

¿Cómo lo sabe? Los desiertos tuvieron vida hace mucho tiempo. ¿Acaso el que un hombre que a menudo cae enfermo sane siempre es prueba de que no morirá?

El padre Angelo se levantó de su silla y se acercó a Joseph.

Estás enfermo, hijo mío le dijo. Tu cuerpo está enfermo y tu alma también.

¿Vendrás a la iglesia a sanar tu alma? ¿Creerás en Cristo y pedirás ayuda para tu alma?

Joseph se puso en pie de un salto y se quedó mirando preso de la ira al sacerdote.

¿Mi alma?, al infierno con mi alma. Le vuelvo a decir que la tierra se muere. ¡Rece por la tierra!

El sacerdote miró directamente a los ojos brillantes y airados de Joseph y percibió su exaltación frenética.

La principal ocupación de Dios somos los hombres dijo y su progreso hacia el cielo y su castigo en el infierno.

Instantáneamente, la cólera dejó a Joseph.

Me voy, Padre le dijo con voz cansada. Debería haberlo sabido. Vuelvo a la roca. Allí esperaré.

Se dirigió a la puerta y el padre Angelo lo acompañó.

Rezaré por la salvación de tu alma, hijo mío. Llevas encima mucho dolor.

Adiós, Padre, y gracias.

Joseph se internó a zancadas en la oscuridad.

Una vez que había salido Joseph, el padre Angelo se sentó de nuevo en su silla. Se sentía agitado por la fuerza de aquel hombre. Dirigió la mirada a uno de sus cuadros, un descendimiento de la cruz y pensó: «Gracias a Dios este hombre no tiene mensaje. Gracias a Dios, no tiene testamento que pueda ser recordado o creído». Y de repente, como súbita herejía: «De otra manera, podría surgir un Cristo nuevo aquí, en el oeste».

El padre Angelo se puso luego en pie y se encaminó a la iglesia. Rezó por el alma de Joseph ante el altar mayor y suplicó el perdón por su propia herejía. Después, antes de salir del templo, oró para que llegara pronto la lluvia y salvara la tierra que agonizaba.