Urraca se dirigió a la gente en la sala con una mirada firme y un tono de voz que resonaba con autoridad. "Primero nos enfocaremos en las zanjas; las cloacas pueden esperar. La velocidad es esencial, pero sin descuidar la precisión en el trabajo," dijo con claridad. Luego, girando hacia el capitán de la guardia, le instruyó con detalle, "Necesitaremos 240 hombres, divididos en grupos de cuatro. Organízalos."
El capitán asintió con determinación y Urraca continuó, dirigiéndose a todos los presentes, "Si no hay más preguntas, es hora de comenzar la limpieza." Miró a su alrededor, encontrando rostros que reflejaban la gravedad de la situación pero también la disposición a actuar. Uno a uno, los miembros de la sala se pusieron de pie, asintiendo en silencio, y salieron para llevar a cabo la tarea encomendada.
El capitán de la guardia, sintiendo el peso de la responsabilidad sobre sus hombros, salió apresuradamente hacia la catedral. Las puertas de madera se cerraron tras él con un eco que resonó en el silencio de la noche tormentosa.
Al llegar, encontró al vicecapitán y, sin perder un segundo, le dio sus órdenes. "Reúne a todos los guardias y diles que necesitamos 240 hombres jóvenes, de entre 15 y 25 años. Que estén listos para trabajar."
El vicecapitán, con la eficiencia de quien está acostumbrado a actuar bajo presión, convocó a los guardias y les transmitió la orden. Estos, a su vez, comenzaron a moverse entre los siervos, buscando a aquellos que cumplían con el rango de edad requerido.
"Levántate y sígueme; tienes trabajo por hacer," decían con voz firme pero no desprovista de compasión. Los jóvenes, aunque sorprendidos, entendieron la urgencia y se pusieron de pie, dejando atrás el refugio temporal que les había brindado la catedral.
Cuando los guardias regresaron con los hombres seleccionados, el vicecapitán comenzó a contarlos uno por uno. "1, 2, 6, 20, 80, 200, 252..." Se detuvo al darse cuenta de que había más de los necesarios. "Tú, tú y tú," dijo señalando a 12 de ellos, "pueden regresar. Gracias por su disposición."
Con los 240 hombres listos, el vicecapitán se acercó al capitán y le informó, "Capitán, los hombres están preparados para la tarea."
El capitán de la guardia asintió con firmeza, su mirada se cruzó con la del vicecapitán, y con un gesto de cabeza le indicó que era hora de ponerse en marcha. "Bien," dijo con una voz que cortaba el aire con urgencia, "vamos a correr hacia el almacén central. Necesitamos dividir a los hombres en grupos de cuatro. Deben haber 60 grupos en total. Uno de cada grupo tomará una pala, otro cubos de madera, otro llevará antorchas y el último irá con las manos libres por si se necesita algo más."
El vicecapitán, con la disciplina y la rapidez que caracterizan a un hombre curtido en mil batallas, asintió y se giró para transmitir las órdenes. "¡Escuchad todos!" Su voz resonó en las calles, superando el murmullo de los siervos y el sonido del viento que comenzaba a arreciar. "El capitán ha dado sus órdenes. Formad filas de cuatro y seguid a los guardias. ¡Rápido, que el tiempo apremia!"
Los siervos, despertados de su letargo por la voz de mando, se organizaron con una eficiencia sorprendente. Los guardias, conocedores de cada rostro y cada nombre, escogieron con rapidez a los hombres más aptos y los agruparon. "Tú, tú, tú y tú, venid conmigo," decían, y así, en poco tiempo, se formaron los grupos.
Mientras tanto, el capitán y el vicecapitán, junto con los 40 guardias que habían quedado atrás, seguían a un ritmo más pausado pero constante. "No perdáis de vista a los hombres," instruyó el capitán a sus subordinados. "Cada uno de ellos es crucial para la tarea que nos espera."
El cielo, ahora teñido de un gris oscuro amenazante, parecía cerrarse sobre ellos mientras las gotas de lluvia comenzaban a caer mas rapido aún. Los hombres, con la ropa ya pegada al cuerpo por la humedad, apretaron el paso hacia el almacén central.
Al llegar, el capitán tomó la palabra una vez más. "¡Con orden, pero sin demora!" instruyó. "Las antorchas deben mantenerse secas, cubridlas con lo que tengáis a mano. Las palas y los cubos están al fondo, junto a la pared este. ¡Vamos, que no tenemos todo el día!"
Los siervos, bajo la tenue luz de las velas, se movieron con rapidez,los que no llevaban nada colaboraban pasando los implementos a sus compañeros.
Un siervo se acercó al capitán, interrumpiendo brevemente la actividad frenética. "Señor, necesitamos que baje el fuego para poder encender las antorchas," solicitó con una mezcla de respeto y urgencia.
El capitán, comprendiendo la necesidad, asintió sin vacilar. Se dirigió hacia la pared donde una cuerda gruesa estaba atada a un clavo de hierro. Con movimientos practicados, desató la cuerda y comenzó a bajar cuidadosamente el candelabro que colgaba del techo alto del almacén. Las velas, protegidas del viento por el diseño del candelabro, aún ardían con una llama constante.
Cuando el candelabro estuvo lo suficientemente bajo, casi rozando el suelo, los siervos se apresuraron a colocar sus antorchas sobre las llamas. La madera seca chisporroteó y pronto las antorchas se encendieron, proyectando sombras danzantes sobre las paredes de piedra y los rostros determinados de los hombres.
Una vez que todas las antorchas estuvieron encendidas, el capitán levantó nuevamente el candelabro con cuidado, asegurándose de que la luz se esparciera de manera uniforme por el espacio. Ató la cuerda con firmeza, asegurando que el candelabro permaneciera en su lugar, elevado y fuera del alcance.
Con las antorchas ahora iluminando el camino, los hombres se movieron con renovado propósito. El capitán observó por un momento, asegurándose de que todo estuviera en orden antes de volver a su posición de liderazgo.
El vicecapitán, con la vista siempre atenta, contaba los grupos y se aseguraba de que cada uno estuviera completo y debidamente equipado. "Así se hace, mantened la calma y seguid así," animaba, mientras el capitán, desde su posición elevada, asignaba a cada grupo su área de trabajo.
Una vez todos estuvieron listos, el capitán bajó de su improvisado estrado y se dirigió a la brigada improvisada. "¡Escuchad todos! La tormenta no va a esperar y nosotros tampoco. Cuidaos los unos a los otros y trabajad como un solo hombre. Por nuestra ciudad y por nuestras familias, vamos a limpiar las zanjas y a asegurar que el agua fluya libremente."
Con un rugido de asentimiento, los hombres salieron del almacén, decididos a enfrentar la tormenta y a devolver la esperanza a su ciudad. El capitán y el vicecapitán los seguían, orgullosos de la determinación que veían en cada rostro. La noche estaba lejos de terminar, pero juntos, bajo la guía de sus líderes, estaban listos para enfrentar lo que la tormenta les había traído.