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Capítulo 38: Unidos bajo el Cielo Gris

Los hombres se agruparon y se dirigieron hacia las zanjas, manteniendo una prudente distancia de al menos cinco metros entre cada cuarteto. Uno de los grupos tomó la iniciativa y comenzó la faena. Uno de ellos, metido en la zanja hasta la cintura, retiraba con sus manos las piedras y ramas, pasándolas al compañero que sostenía un cubo. Un tercero, con una antorcha en mano, iluminaba sus movimientos, asegurándose de que cada rincón quedara visible.

Tras un esfuerzo continuado, la zanja quedó libre de obstáculos y el cubo, colmado. El encargado del cubo se acercó a otros trabajadores que, cubo en mano, se dirigían al almacén para vaciarlos y tomar unos nuevos.

"¿Os importa si junto lo mío con lo vuestro?", preguntó con voz cansada pero amable.

"Claro, no hay problema", respondió uno, y los demás asintieron. Después de repetir este proceso con cinco personas, su cubo quedó vacío y pudo regresar a su puesto. El que había estado despejando la zanja salió y le cedió el lugar al compañero con la pala, quien se encargó de remover la tierra suelta y la vegetación que pudiera haber brotado.

Un guardia, observando la escena, se acercó al hombre del cubo, intrigado por su rápida vuelta.

"¿Cómo has vuelto tan pronto?", inquirió con una mezcla de asombro y escepticismo.

El hombre del cubo, secándose el sudor de la frente, explicó: "Vi a unos cuantos ya de camino al almacén y sus cubos no estaban llenos del todo. Les propuse combinar lo nuestro para ahorrar viajes. Así que, tras vaciar mi cubo en los suyos, aquí me tienes de nuevo."

El guardia asintió, impresionado por la astucia del hombre. "Buena estrategia. Sigue así."

Con un gesto de cabeza, el hombre del cubo sonrió y se reincorporó a su grupo, listo para seguir con la labor.

Mientras el de la pala iba quitando la tierra, después de vaciar una parte en el cubo y llenarlo, se percató de que una de las piedras de la base se había fracturado. Afortunadamente, solo era una piedra y bastaría con reemplazarla para solucionar el inconveniente. El del cubo, entretanto, se había dirigido al almacén para vaciar su carga y traer un cubo vacío.

El hombre de la pala, al darse cuenta de la piedra rota, llamó al compañero que no llevaba nada. "¡Eh, necesito una mano aquí!", exclamó mientras intentaba hacer palanca con la pala bajo la pesada roca. Con un poco de esfuerzo, la piedra cedió, pero se desmoronó en varios trozos más pequeños.

El compañero libre se apresuró a su lado y, sin decir palabra, comenzó a recoger los pedazos de piedra, sacándolos de la zanja y apilándolos cuidadosamente al borde del camino.

"Buena reacción", comentó el de la pala, mientras observaba cómo el otro retiraba los fragmentos. "Estas piedras podrían haber sido un problema mayor."

"Siempre es mejor prevenir", respondió el otro, con un asentimiento. "¿Crees que necesitaremos más ayuda para esto?"

El hombre de la pala negó con la cabeza. "No, esto lo manejamos nosotros. Pero mantén los ojos abiertos por si acaso."

En ese preciso instante, el del cubo regresó, trayendo un cubo nuevo y limpio. "Ya estoy de vuelta. ¿Qué me perdí?", preguntó, notando la actividad alrededor de la piedra rota.

"Nada que no podamos manejar", aseguró el hombre de la pala, dándole una palmada amistosa en el hombro al recién llegado. "Pero tu cubo nuevo va a ser útil ahora mismo."

Mientras el hombre de la pala continuaba su labor, quitando la tierra y la vegetación que se había acumulado, el tiempo parecía volar. Habían pasado ya treinta minutos y su tramo de la zanja estaba completamente limpio. El del cubo, por su parte, había ido y venido más de diez veces, cada viaje con el cubo lleno de escombros.

Sin embargo, la lluvia no cesaba y, después de una hora bajo el aguacero, algunos de los hombres comenzaron a mostrar signos de malestar, estornudando y tosiendo. El agua, implacable, había empezado a acumularse en las zanjas, alcanzando ya unos tres centímetros de altura.

A medida que los distintos grupos terminaban de limpiar sus respectivas zonas, se dirigían hacia el almacén. Allí, dejaban sus herramientas y se preparaban para el regreso a la catedral. Durante la caminata, un siervo, con cierta preocupación en su voz, se atrevió a preguntar al capitán de la guardia.

"Capitán, ¿qué vamos a hacer con los huecos que quedaron al retirar las piedras rotas?", inquirió, mirando hacia atrás, hacia las zanjas que habían dejado atrás.

El capitán, caminando con paso firme no tardó en responder. "Por ahora, dejadlos así. Los herreros y carpinteros se encargarán más tarde. Lo importante es que volvamos todos a la catedral y nos resguardemos de esta lluvia."

Los hombres, algunos aliviados por la respuesta y otros todavía preocupados por la posibilidad de enfermar, asintieron y siguieron al capitán. La ropa empapada les pesaba sobre la piel, y el frío comenzaba a calar en sus huesos, pero la promesa de un refugio cálido en la catedral les daba algo de consuelo mientras enfrentaban el resto del camino bajo la tormenta.

Al cruzar el umbral de la catedral, los siervos fueron recibidos por los clérigos, quienes les tendieron mantas secas para que pudieran envolverse y entrar en calor. Los hombres se dirigieron a sus improvisados lechos, unos colchones esparcidos por el suelo, y con movimientos rápidos y prácticos, se deshicieron de sus ropas empapadas. Se frotaron con las toallas, tratando de secar sus cuerpos entumecidos, y luego se ataron las toallas alrededor de la cintura.

Poco después, mientras algunos aún tosían y se frotaban las manos para generar calor, los clérigos aparecieron de nuevo, esta vez llevando bandejas. En cada una, reposaba un vaso de leche y un cuenco de sopa caliente. La sopa, con su aroma a pollo y hierbas como el perejil y el tomillo, prometía ser un bálsamo para sus cuerpos castigados por el frío y la humedad. Los clérigos se movieron entre los hombres con eficiencia, asegurándose de que cada uno de los 240 siervos, así como los guardias que habían estado con ellos bajo la lluvia, recibieran su ración.

Los hombres tomaron las bandejas con manos temblorosas pero agradecidas, y el primer sorbo de sopa caliente pareció devolverles algo de vida. Los agradecimientos murmurados se mezclaban con el repiqueteo constante de la lluvia en el exterior. A pesar del agotamiento y el frío que aún sentían, el calor de la comida y la compañía compartida les brindaba un consuelo muy necesario en aquel día gris y lluvioso.

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