Los guardias continuaban su incesante labor, escoltando a los siervos a través de la tormenta hacia la catedral, que se erguía como un bastión de esperanza en medio del caos. Las grandes puertas de madera se abrían una y otra vez, admitiendo a los recién llegados que eran recibidos por el calor refugiante de su interior.
Los clérigos, cuyas túnicas apenas ocultaban su apuro por atender a tantos necesitados, se movían con diligencia entre la multitud. Con cada cubo de agua caliente que dejaban a los pies de los siervos, ofrecían también una toalla limpia y unas breves palabras de instrucción. "Lavaos bien, hermanos y hermanas, y encontrad luego un lugar entre nosotros para descansar", decían con tono amable pero apresurado.
Los siervos, agradecidos por la oportunidad de limpiar el barro y el cansancio de sus pies, se arrodillaban junto a los cubos humeantes. Las burbujas se elevaban a la superficie, estallando y liberando pequeñas ráfagas de vapor. Con manos temblorosas, vertían el agua sobre sus pies, frotándolos con cuidado para eliminar la suciedad acumulada durante su urgente viaje. El agua se tornaba rápidamente de un claro cristalino a un turbio marrón, testimonio silencioso de las penurias soportadas.
Una vez limpios, se secaban con las toallas que les habían sido entregadas, envolviendo sus pies con el tejido suave y absorbente. Algunos suspiraban aliviados, otros murmuraban una oración de agradecimiento, mientras que algunos simplemente cerraban los ojos, disfrutando de un momento de paz antes de enfrentarse a la realidad de su situación.
Los clérigos observaban desde cierta distancia, asegurándose de que cada siervo tuviera lo necesario para su confort. Mientras tanto, el espacio dentro de la catedral comenzaba a escasear, y el murmullo de las conversaciones crecía en volumen a medida que más y más siervos encontraban un lugar para descansar.
Fue entonces cuando el capitán de la guardia, seguido de cerca por sus hombres, hizo su entrada con una familia de seis: un padre, una madre, dos hijos y dos hijas. Los clérigos se apresuraron a recibirlos, proporcionándoles cubos de agua y toallas, mientras el capitán observaba la escena con una mezcla de alivio y preocupación.
Un guardia se acercó al capitán y le preguntó con voz tensa, "Capitán, ¿ahora qué hacemos? Hemos traído a todos los que estaban fuera de las murallas."
El capitán, con la mirada aún fija en la familia que se acomodaba, respondió sin desviar su atención. "Tú y tú," señaló a dos de sus hombres, "vais a la puerta de la ciudad. Cuando vuelva el vicecapitán, le informáis de lo que estamos haciendo y dónde estamos. Todos los demás podéis volver a casa, pero ya os digo, en 20 minutos como mucho os voy a volver a llamar. Por lo tanto, creo que es mejor si os podéis quedar en la catedral vigilando a los siervos. Yo voy al ayuntamiento."
Con esas palabras, el capitán se giró y salió de la catedral, dejando atrás el refugio temporal que habían creado para los siervos. La noche había caído por completo, y la tormenta continuaba rugiendo en el exterior, pero dentro de los muros sagrados, una sensación de comunidad y seguridad se tejía entre todos los presentes.
El capitán de la guardia, con su uniforme empapado por la implacable lluvia, atravesó con determinación el umbral del ayuntamiento y se dirigió al último piso. La sala del consejo estaba iluminada por la luz tenue de las velas, que proyectaban sombras sobre las paredes. Urraca, sentada en un trono que denotaba su posición de liderazgo, presidía la reunión, mientras los maestros de gremios se encontraban en sillas distribuidas en un semicírculo frente a ella.
El capitán tomó asiento, su mirada seria y atenta. No pasaron más de cinco minutos cuando el alcalde, acompañado de los últimos maestros de gremios, hizo su entrada. Con un gesto de cabeza, saludó a los presentes y tomó su lugar.
Una vez que el silencio se asentó en la sala, Urraca se dirigió al capitán con una voz que resonó con dignidad y seriedad. "Capitán, ¿puede confirmarme si todos los siervos han sido transportados a la seguridad de la catedral?"
"Señora, todos los siervos han sido conducidos a la catedral. Están bajo techo y a salvo," respondió el capitán, su voz firme y clara.
Urraca asintió con aprobación y se volvió hacia los maestros de gremios. "Estimados maestros, ¿podrían informarme cuántas antorchas han logrado producir en respuesta a esta emergencia?"
Un maestro de gremio, cuya vestimenta indicaba su oficio, se puso de pie y, con una reverencia, dijo, "Hemos trabajado sin descanso y hemos producido aproximadamente 700 antorchas para enfrentar la oscuridad de la tormenta."
El alcalde, con una mirada de preocupación, intervino, "¿Estas antorchas resistirán la fuerza de esta tormenta?"
"Esperamos que sí," respondió Urraca con un tono de cautela mezclado con esperanza. "Deberemos ser astutos en su uso. Si alguna se apaga, los siervos deberán tener la astucia de reavivarla o protegerla de la lluvia. Además, ¿cuántas palas disponemos en el almacén para las tareas de limpieza?"
Un maestro de gremio, encargado de los suministros, se levantó y, con una voz que denotaba su responsabilidad, informó, "Tenemos en nuestro almacén un total de 60 palas, Señora. Confiamos en que serán suficientes para la tarea. Si se requiere de más, podemos adquirirlas de los ciudadanos o proceder a su compra."
Urraca, evaluando la logística necesaria, inquirió, "A cuántas personas metemos por grupo para las tareas de limpieza?"
El alcalde, tras una breve pausa para considerar la pregunta, respondió con formalidad, "Señora, necesitamos una persona para llevar la antorcha, una para recoger las cosas que se puedan recoger con las manos como piedras y palos, una para que tenga un cubo donde el otro pueda ir tirando las cosas y creo que tendría que haber otro con pala, aunque el que recoge las piedras y palos se podría encargar. Así que se necesitan tres o cuatro personas."
Urraca asintió pensativa y luego declaró, "Es mejor que sean cuatro por grupo para una mayor eficiencia. Sin embargo, considero que será más efectivo si primero se limpian las piedras y palos y después que pase el de la pala cuando ya no queden obstáculos en las zanjas."
Con las instrucciones claras y la estrategia establecida, los miembros de la sala comenzaron a organizar los detalles de la operación. La tormenta continuaba azotando la ciudad, pero dentro del ayuntamiento, la luz de las velas y la firmeza de Urraca infundían en todos un sentido de propósito y urgencia.